En Hamneskär, la pequeña isla inmediatamente al norte de Marstrand, reinaba una actividad febril. Faltaban dos meses para la reinauguración de Pater Noster. La silueta de poniente no era la misma desde que habían trasladado el faro de Hamneskär. De eso hacía un par de años y, desde entonces, la asociación Amigos de Pater Noster había bregado por reunir el dinero suficiente para la restauración del faro y su vuelta a la islita. Algunos habitantes de Marstrand se habían comprometido con la causa pero, en general, el interés de los isleños había sido escaso.
El capataz Roland Lindstrøm estaba haciendo una breve pausa, disfrutando del sol de marzo, cuando Mirko llegó corriendo. El polaco de mayor edad, cuyo nombre Roland nunca conseguía recordar, apareció detrás de él, negando con la cabeza, preocupado. El hombre siempre olía a sudor agrio, hecho que pronto llevó a los suecos a llamarlo Svetlana, «sudor» en sueco. Roland no entendía que alguien pudiera oler siempre tan mal, pero Svetlana parecía por completo indiferente al tufo que lo envolvía. Llevaba puesta la misma camisa a cuadros grises y verdes cada día. Roland se preguntaba si tendría esposa allá en su país, Polonia. Porque, de ser así, ella debería habérselo dicho.
—¡Virgen santísima! —masculló Mirko quedamente en su idioma materno, y volvió a santiguarse.
—¿Qué pasa? —preguntó Roland, irritado porque lo interrumpieran estando sentado tan plácidamente al socaire de la casa roja del farero.
—Un hombre muerto.
Roland arrugó la frente. Aquel polaco no hablaba demasiado bien el sueco. Podría perfectamente estar refiriéndose a otra cosa. Tiró a regañadientes el café de la tapa del termo y volvió a enroscarla. Se metió un poco de rapé en la boca y se secó la mano en el pantalón de trabajo azul antes de ponerse en pie. Debo de haberle malinterpretado, pensó.
Estaban arreglando las casas y el cobertizo del faro, y en aquel entorno yermo también iban a construir un albergue que serviría como centro de conferencias. Era habitual levantar esa clase de centros en lugares de difícil acceso a los que, a poder ser, había que trasladar a los asistentes en lancha. Los rápidos botes neumáticos cruzaban las aguas a más de cuarenta nudos con doce pasajeros a bordo, y montarse en ellos era apasionante, aunque, desde luego, ni ecológico ni barato. En cuanto a Roland, si conseguía terminar las casas y el cobertizo a tiempo, el proyecto le aportaría una generosa y muy bienvenida bonificación que le ingresarían en su cuenta bancaria.
Roland cerró la puerta de la despensa. No tenían tiempo para más demoras y un cadáver significaría, sin lugar a dudas, un retraso. Por lo visto, el hombre llevaba muerto largo tiempo. Un mes más o menos no tendría mayor importancia, pensó. Al fin y al cabo, si aquella pared de piedra no se hubiera derrumbado nunca lo habrían descubierto. Pero, por otro lado, seguramente la policía también se daría prisa en recoger a aquel tipo. No tenía por qué ser un caso complicado. Aunque, claro, también era un poco raro que lo hubieran emparedado. Roland estuvo un rato sopesando los pros y los contras, hasta que finalmente se volvió hacia los polacos y les comunicó su decisión con su abierto acento de Goteburgo.
—Volveremos a levantar la pared. Nadie dirá nada de todo esto. ¿Lo habéis entendido? ¿De acuerdo, señores?
Esto último lo pronunció como pregunta, pero no había que engañarse: obviamente se trataba de una orden. Roland miró a los dos hombres, al tiempo que hurgaba en su bolsillo buscando el móvil. Le dio tiempo de empezar a marcar el número antes de que Mirko carraspeara. Como católico practicante que era, Mirko consideró su deber protestar. Un hombre tenía derecho no sólo a un entierro digno, sino a recibir sepultura en tierra consagrada. Aquel cadáver no había recibido nada así. Además, se trataba de un hombre casado, habría alguien que lo echaba de menos. Mirko se señaló la alianza para despejar cualquier duda. Roland entornó los ojos contra el sol de marzo y acto seguido les ofreció dos mensualidades a cada uno y volver a casa, a cambio de que mantuvieran la boca cerrada. Entonces Mirko tuvo que explicarle que no era cuestión de dinero, pero cambió de opinión cuando la oferta subió a seis mensualidades y la posibilidad de viajar a su país de inmediato. Seis mensualidades representaban mucho dinero. Pensó en su esposa y su hijita. Una vez se lo hubo traducido todo a Svetlana, se apresuraron a recoger sus escasas pertenencias. Roland los llevó a tierra en la lancha de aluminio del trabajo sin decir nada al resto de la cuadrilla. Apenas transcurrió una hora entre que descubrieron el cadáver y salieron del aparcamiento de Koön. Mirko no creía haber vivido antes tantas emociones en una sola hora.
Ahora, los dos polacos cruzaban en silencio el paisaje primaveral sueco en el Skoda azul de Mirko. El tráfico en la autopista en dirección sur fluía de maravilla. En Escania, la primavera estaba más avanzada. Los campos abiertos, el estallido primaveral de tonalidades verdes y su recién obtenida fortuna deberían haberlos hecho sentir alegres y despreocupados. Todavía faltaba una hora para que saliera el ferry que los llevaría de Ystad a Swinoujscie y decidieron detenerse en un área de servicio cercana, donde había una vieja iglesia. Una pareja de pensionistas estaba en un banco de madera del área de servicio, comiendo bocadillos. La señora, que se había sentado sobre una servilleta para no ensuciarse la chaqueta de color claro, frunció la nariz cuando Svetlana pasó por su lado. Mirko vio con el rabillo del ojo cómo la mujer se inclinaba hacia su marido y le decía algo. El hombre sacó las llaves del bolsillo, apuntó el manojo hacia el coche y lo cerró pulsando el mando a distancia.
Mirko encendió dos cigarrillos y le pasó uno a su compañero. Al aceptarlo, Svetlana intentó ocultar que le temblaban las manos. Las impresiones de la mañana habían hecho mella en ambos. Se pusieron a pasear a lo largo de los muros encalados de la iglesia para estirar las piernas. Las golondrinas realizaban maniobras audaces alrededor del campanario. La grava del sendero rastrillado crujía bajo sus gastados zapatos de trabajo. Mirko respiró hondo, como a punto de decir algo, aunque pareció arrepentirse. Siguió reflexionando un rato, hasta que se pasó la mano por la barba de varios días, aplastó el cigarrillo y miró a Svetlana.
—¿Sabe Roland dónde vives? ¿Podría dar contigo de alguna manera?
Svetlana negó con la cabeza.
—Bien. Entonces vamos a hacer lo correcto.
Con pulso firme, Mirko marcó el número de emergencias en el móvil. Cuando, diez minutos más tarde, recorrían el último tramo hasta el ferry, el cielo les pareció más claro y despejado y, de alguna manera, los colores más luminosos.
Marstrand, agosto de 1962
La temperatura en aquella tarde de verano era agradable y el restaurante-balneario Societetshuset tenía un aspecto mágico, casi como sacado de un mundo de cuento en el que sólo había sitio para finales felices.
La elegante escalera de madera invitaba a los transeúntes a entrar, aunque los manteles de hilo y el jefe de comedor de pelo engominado y semblante severo sugerían que no todo el mundo sería bienvenido.
La propia escalera parecía exigir a quien la pisara que exhibiera una actitud y un comportamiento adecuados. En más de una ocasión, las camareras habían experimentado que la escalera tenía vida propia y era capaz de mover un escalón cuando la subían o bajaban con la bandeja llena a rebosar.
Contaban que, una vez, un joven criado de la isla de Marstrand se había arrodillado en el salón grande para pedirle matrimonio a una muchacha de la que no era digno. Para gran consternación de los padres y demás comensales, la chica había aceptado. Cogidos de la mano, los jóvenes abandonaron Societetshuset, pero al llegar a la escalera ambos tropezaron y cayeron, con tan mala suerte que se rompieron el cuello. Las camareras más veteranas opinaban que era aquella joven pareja la que se aparecía y sacudía la escalera.
Arvid se reclinó en uno de los sillones de mimbre del porche y bebió un sorbito de champán. Los banderines ondeaban indolentes en la suave brisa que olía a sal y algas. El sol poniente creaba un sendero dorado en la bocana norte del puerto de Marstrand. Era finales de agosto, pero el verano se alargaba y aún ofrecía noches cálidas.
Una pequeña embarcación con vela cangreja que entraba en el puerto deslizándose sobre el oro líquido llamó su atención. La vela estaba siendo arrizada con movimientos pausados y a medida que su superficie disminuía, también lo hacía el impulso del pequeño velero, que avanzó a una velocidad perfectamente mesurada hasta el muelle del balneario y atracó con suavidad. Arvid alzó la mano para resguardarse del sol y ver mejor a contraluz. Sólo había una persona a bordo, una mujer que en ese momento saltó a tierra. La embarcación respondió meciéndose cuando sus pies abandonaron la cubierta. La mujer se movía grácilmente y el vestido le bailaba alrededor de las piernas mientras se acercaba al porche con una cesta en la mano.
—¿Está todo a su gusto? —La camarera interrumpió sus pensamientos rellenando su copa de champán. Se inclinó exageradamente sobre Arvid y le mostró unos pechos abundantes—. ¿Qué le gustaría… comer? —Esbozó una sonrisa sugerente y pretendidamente seductora.
—Gracias, señorita, pero somos un grupo. Esperaré a que lleguen los demás para pedir. —Arvid intentó ocultar su disgusto.
—Entonces le deseo una feliz velada, porque yo ya termino por hoy. —La muchacha negó con la cabeza con aire desdeñoso y dirigió sus pasos a la cocina.
Arvid se volvió de nuevo hacia el sendero de luz dorada. El velero seguía allí, pero la mujer que lo había maniobrado de forma tan elegante había desaparecido.
El grupo llegó al porche entre risas y alboroto.
—Arvid, cariño, ¿hace mucho que esperas? —Siri exhaló una bocanada de humo y lo besó en la mejilla antes de sentarse a su lado. Estaba fumando un cigarrillo con una boquilla de marfil que dejó directamente sobre el mantel de hilo.
Arvid se apresuró a cogerla y pasó rápidamente la mano por la tela lisa para que no dejara ninguna marca.
—Verás, es que Gustav nos ha contado una anécdota divertidísima. —Siri le quitó la boquilla e hizo gestos a uno de los hombres del grupo, animándolo a contar la anécdota una vez más.
La camarera se acercó a la mesa. Paseó la mirada por la bocana hasta el pequeño velero fondeado allí antes de centrarse en la alegre mesa. Se volvió hacia Arvid.
—Me temo que olvidaron traerle las fresas cuando le sirvieron el champán.
Su voz era cálida y se correspondía de una manera exquisita con su aspecto. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño, salvo por un mechón que se había soltado y culebreaba juguetonamente por su cuello bronceado. Sus manos, estrechas y asimismo morenas, sostenían un plato de fresas. Era ella, la mujer del velero. Tomó nota de todos los pedidos con amabilidad y cortesía, pero tenía un porte orgulloso y se movía con una seguridad poco habitual.
Siri interrumpió sus pensamientos dándole un codazo travieso en el costado.
—¿Me has echado de menos, Arvid?
Él reconoció el aroma de su perfume, demasiado denso.
La camarera dejó el plato delante de Arvid. Se movía con ligereza y a él de pronto le pareció reconocer algo en ella. Se preguntó cómo sería rodear su cintura con los brazos en un vals. Siri manifestó su descontento cogiéndole la mano.
—Querido, si realmente tienes que mirar a otras mujeres, al menos podrías esperar a que yo no esté a tu lado.
Arvid comprendió que se refería a la camarera. Palmeó paternalmente la mano de Siri antes de retirar la suya con amable determinación.
Cuando la camarera se alejó, Arvid se quedó como hechizado. Le había parecido muy sencilla y auténtica. Pensó en la elegancia con que había manejado su embarcación. El sol acariciaba el agua de la bocana del puerto con sus últimos rayos y una sensación cálida se expandió en su pecho