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Interludio: obediencia

En la posada Roca de Guía, Kvothe hizo una pausa, expectante. El momento se prolongó hasta que Cronista levantó la vista de la hoja.

—Os estoy brindando la oportunidad de decir algo —dijo Kvothe—. Algo como «¡Eso es imposible!» o «¡Los dragones no existen!».

Cronista limpió el plumín.

—A mí no me corresponde hacer comentarios sobre la historia —dijo con placidez—. Si dices que viste un dragón… —Se encogió de hombros.

Kvothe lo miró con gesto de profunda desilusión.

—¿Tú, el autor de Los ritos nupciales del draccus común? ¿Tú, Devan Lochees, el gran desenmascarador de patrañas?

—Yo, Devan Lochees, quien accedió a no interrumpirte y a registrar esta historia sin cambiar una sola palabra. —Cronista dejó la pluma en la mesa y se masajeó la mano—. Porque esas eran las únicas condiciones bajo las que podría oír una historia que me interesaba mucho escuchar.

Kvothe lo miró desapasionadamente.

—¿Has oído alguna vez la expresión «rebelión blanca»?

—Sí —afirmó Cronista esbozando una sonrisa.

—Yo sí puedo decirlo, Reshi —intervino Bast alegremente—. Yo no he aceptado ninguna condición.

Kvothe los miró a los dos y luego suspiró.

—Hay pocas cosas más repugnantes que la obediencia ciega —dijo—. Os convendría a los dos recordarlo. —Le hizo una seña a Cronista para que volviera a coger la pluma—. Muy bien… Era un dragón.