1 de junio | La fiesta
En las bodas, se supone que la novia camina hacia el altar emocionada, con la cara abollada por las lágrimas y las piernas temblorosas, apenas imperceptibles debajo de un larguísimo vestido blanco. Lo que no se supone es que haya de por medio una apuesta, que la madre le diga gorda a la hermana de la novia, o que la familia esté más pendiente del novio de la hermana que del novio de la novia. Pero claro, son suposiciones.
Ayer mi hermana entró en la iglesia emocionada y caminó temblorosa como se suponía que caminara, pero sólo hasta la mitad del pasillo. En ese momento me vio sentada entre mi madre y mi tía, y se quedó clavada en el medio de la iglesia, como si se hubiera cruzado un fantasma. Podría jurar que abrió la boca y no la cerró hasta que terminó la ceremonia, pero quizás esté exagerando. Es muy difícil prestar atención cuando tu madre te pregunta dónde está tu novio durante toda la ceremonia.
—No lo quise traer. Me daba vergüenza mi familia.
—¡Mentira! ¡Seguro hiciste algo! —gritó mi madre.
—No, no. Me daba vergüenza. Nada más —le dije, tranquilísima.
—No hiciste eso.
—Te digo que no va a venir. Si mi novio veía a la abuela Amelia babeada y tratando de agarrar un canapé con su mano artrítica de borracha temblorosa, a vos peleándote con Silvia por el micrófono, a la tía comiéndose los langostinos con cabeza y a papá haciendo trencito, me mataba. De hecho, Rodrigo me dejó por culpa de ustedes. Me dijo que estaba muy enamorado de mí, pero que le daba vergüenza ser parte de mi familia. Lo juro.
—Si no viene, pierden tu hermana y vos. Lo sabías, ¿no?
La fiesta arrancó con mi hermana llorando a moco tendido en el guardarropa y mi madre explicándole a la gente por qué no aparecía. Entre desconcertada y furiosa, Irina me mandó a llamar unas cincuenta veces a través de diversos parientes, pero como estaba ocupada tomando daikiris y comiendo sushi, no fui.
Finalmente, mi madre le dijo que ella iba a pagar todo y mi hermana se calmó. Desde que somos muy chicas mi hermana consigue todo llorando, incluso que le paguen una apuesta que perdió.
Cuando por fin entró en el salón, la cara de Irina parecía una piñata de colores marmolados. El maquillaje le dibujaba unas arrugas negras en las mejillas y le hundía los ojos como si estuviera enferma de tuberculosis. Yo sonreía y bebía como un cosaco. Incluso me divertía. Todos la estaban pasando mal, menos yo, que no tenía que pagarle nada a nadie ni suplicarle a otros que paguen mis cuentas.
Sin embargo, cuando quise agarrar el quincuagésimo canapé, me di cuenta de que todos me miraban a mí, y no a ella. Y cuando digo todos, digo todos. Desde mi abuela hasta los compañeros de oficina de mi cuñado. Todos susurraban, se codeaban, y me espiaban con una pena sigilosa y elegante.
—Yo lo conocí a tu abuelo en el club. ¿Vos fuiste al club?
—No, abuela.
—Por eso perdiste —dijo mientras se metía un cucurucho de kanikama entero en la boca.
—¿Qué?
Al parecer, mientras mi hermana lloraba a los gritos, les contó todo sobre la apuesta a su marido, a sus amigas, a una moza, a mi tía, a mi abuela, a su madrina e incluso a la gente que no había podido ir a la fiesta pero la llamó al celular. A su vez, toda esta gente se lo contó a todos los demás invitados que, asombrados por lo jugoso del chisme, se pusieron a opinar con particular entusiasmo sobre mi derrota.
Atento al inminente desastre, Rodrigo se acercó con una botella de champagne y me dijo si quería sentarme con él. Al borde del llanto y sin otro panorama mejor, le dije que sí. Después de todo, de alguna forma rara y moderna éramos amigos. De hecho, si yo no hubiese cambiado de parecer, hoy seríamos un matrimonio con dos hijos.
Me acuerdo de esos instantes con terror infantil. Fueron, sin duda, el principio de una de las peores noches de mi vida. Y no es que yo no esté acostumbrada a la humillación y al papelón constante. De hecho, no conozco otra cosa. Pero la verdad es que nunca me había enfrentado a un desastre de tremenda magnitud. Era mi primer papelón masivo. Hasta ese momento, las vergüenzas más grandes de mi vida habían sido confesarle a mi novio que todavía era virgen, y que se me volara una pollera que me había prendido mal antes de salir de casa, dormida, para ir a la universidad.
A las diez y media de la noche, mientras comíamos el exageradísimo salmón millonario, yo ya estaba borracha como una cuba. Tan borracha que cuando Rodrigo amenazaba con sacarme el vino, le gruñía como un depredador. Mi abuela, mientras tanto, seguía con sus preguntas.
—Yo no entiendo cómo es que no conseguiste un novio en la facultad —decía mi abuela, con las comisuras goteando caspa de salmón grillado.
Por otro lado, mucha gente me manifestó su apoyo sincero, y en su afán por alentarme, me arrojó a los abismos de la depresión. No me acuerdo de todo el mundo. Sólo de una pelirroja que intentó un abrazo y me dijo que su mamá la había bañado con sus primos hasta los doce. Otra mujer me dijo una frase que no sé como tomar: «Será lo que será, pero es tu madre». Y por último, un viejito me dio su tarjeta para que lo llame. Rodrigo, por su parte, no paró de repetir que tendría que haber esperado para dejar a José.
Pero luego del período depresivo, cuando se acabó el vino tinto y empezó a correr el champagne, llegó una marea de enojo severo. De repente me encontré contestándole muy mal a mi abuela, al resto de los invitados, e incluso al barman porque el trago que me había dado venía flojito de alcohol.
—Minnovio está preso, apuela.
—¿Cómo preso?
—Quso matr a mama.
Como si fuera poco, mi madre se quiso reconciliar de una manera insólita. Vino por detrás y, animada por el vino, me empezó a cantar temas relacionados con la victoria y con la derrota, subiendo y bajando los brazos como si fuese una porrista universitaria.
—¡Ganamos! ¡Perdimos! ¡Igual nos divertimos! ¡Ganamos! ¡Perdimos! ¡Igual nos divertimos!
¿Esta mujer sospecha lo mal que la pasé yo durante estos meses? ¿Tendrá alguna idea de las cosas que hice para ganar? ¿De las veces que me humillé, que me sometí a situaciones destructivas o que salí con gente impresentable sólo para cumplir?
—Lo que sí, no había necesidad de ponerse ese vestido de velorio.
Y empezó a tararear una marcha fúnebre más o menos de memoria.
—Mi vesitido es perfto. Fijte en el tuye que estás vestida comunarbol de Navidad. Tenés desinocho conores, mamá, panecés un cacatúa.
—Con esta figura —y dio una vuelta— se pueden usar todos los colores que quieras. El secreto es la silueta, hasta el verde manzana te queda lindo si estás delgada.
—No me gusptan los coliores, maam.
—¡Y como sigas comiendo, te van a gustar menos!
—Aborl de navidán.
Y me pegó en la mano para que soltara un profiterol. En ese momento me puse tan pero tan furiosa, que me comí ocho profiteroles seguidos, uno detrás de otro, en su cara. Pero ella no se rindió y regañona, me quiso asustar.
—Genial, ahora ni ese vestido te va a entrar.
—Ptuuuuuf.
Para no seguir discutiendo, me fui al baño. Un poco a esconderme de ella, y otro poco porque los profiteroles me habían caído mal. Yo no sé en qué baño me metí o cuánto tiempo estuve sentada en el inodoro pensando en todo lo que había pasado en el último año. Me acordé de esa vez que me encerré a llorar en el camping con Marcelo, de la vez que encontré a Matías con la otra chica en la fiesta y del cepillo de dientes y la afeitadora de José que todavía descansaban en mi botiquín. Estaba borracha y pensaba desorganizada y torpemente, pero al menos pensaba.
Cuando salí del baño, tambaleándome, me di cuenta de que la toalla estaba tirada en el piso y me puse a buscar una nueva en un armario de chapa escondido detrás de una puerta divisoria. Pero no había toallas, por supuesto. Había algunos bolsos y algunas zapatillas, que presumo serían del personal de la fiesta. Sin embargo, en el medio de toda esa ropa raída y ese calzado sudado y oloroso, hubo algo que me llamó la atención. Brillando y destilando comodidad dominguera, encima del resto de las cosas, como si estuvieran acomodados sobre un almohadón real, descansaban un pantalón de jogging majestuoso con un viejo buzo imitación Nike.
Las ganas de ponérmelos eran tan grandes. Tan grandes. Eran como amuletos mágicos, como un imán, o como el anillo de Frodo. Me imaginaba mis piernas acariciadas por la frisa roñosa de la joggineta y me estremecía de placer. Podía ver la cara de mi madre al verme salir del baño con ese atuendo, y me moría de risa sola.
Así que no lo pensé más, me desvestí y me robé el jogging, un buzo y unas zapatillas cuarenta y dos que me hacían lucir como un payaso de circo.
La salida, lo juro, fue triunfal. Si no hubiera estado tan borracha, juraría que la música se detuvo y me iluminaron desde el techo. Pasé por al lado de mi madre y, trabada por el alcohol y la risa, me hice notar.
—Aper que te prece etsa ropa haora.
De más está decir que durante el resto de la fiesta, mi madre me persiguió por todo el salón exhortándome a volver a mi atuendo inicial. A cambio de sacarme el jogging, la obligué a pedirme perdón, le hice repetir que era una cacatúa colorinche y que mi vestido era más elegante que el suyo, pero la engañé. Me quedé con mi atuendo dominguero hasta las tres de la mañana. Incluso mi abuela se indignó:
—Nena, ¿qué hacés vestida de pintor?
Más tarde, sin embargo, hasta yo me cansé del chiste y quise volver a cambiarme. La gente murmuraba demasiado, mi hermana fruncía el ceño, furiosa, y mi madre había dicho «cacatúa» varias veces. Ya estaba bien para mí. Pero cuando volví al baño, el vestido ya no estaba. Alguien lo había guardado o se lo había robado descaradamente.
Para no soportar los reproches de mi mamá, se me ocurrió ir a dormir al guardarropas arriba de todos los abrigos (en ese momento tenía lógica) mientras Rodrigo me buscaba por todos lados. Creo que pasaron dos o tres horas, porque descansé bastante bien. Cuando me desperté asomaba encima mío una resaca impresionante, pero ya había recuperado el habla y el equilibrio. De a ratos me sentía en mi propia cama. Hasta que tuve que compartirla con otra persona.
A las seis de la mañana, se abrió la puerta del cuarto y me cayó encima una mujer. Mi madre, preocupada porque su amiga Silvia estaba borracha, la había tirado adentro del guardarropas tal cual como había prometido. Silvia apenas podía articular una palabra entera, pero con todas sus fuerzas y con las vocales que pudo, sentenció:
—Mir aa lu cí na que conscí hijiputan, pero tu amaman es un caso apart, qurida —dijo, mientras se prendía un cigarrillo encima de todos los abrigos y sacones de piel.
Asumí entonces que era hora de irme. Agarré mi tapado y me lo puse arriba del jogging, completando mi atuendo de linyera. Al dueño de las zapatillas le dejé una notita en un papel higiénico avisando que le iba a devolver sus cosas en la semana.
Afuera me esperaba un domingo gris. Un domingo como todos mis domingos. Un domingo que me encontraba otra vez soltera, en jogging, con el estómago lleno de comida chatarra y de alcohol.
Por un momento pensé que los últimos siete meses habían sido un mal sueño. Que nunca habían pasado. Que ese día yo me había puesto esa ropa para bajar a comprar algo al kiosco, mientras me sacudía una pesadilla de la cabeza. Una pesadilla que involucraba apuestas, candidatos ficticios, una dieta que nunca empecé y un poco de amor. Y por un momento me convencí de que ningún recuerdo era cierto. De que mi mamá no había sido capaz de tal cosa, o de que si lo había mencionado, mi hermana se había indignado con semejante proposición. Pero mientras cruzaba la calle, la realidad me golpeó sin anestesia.
Entre el ruido de los autos y la música que venía del salón, alguien me chiflaba desde la esquina, muerto de risa:
—¡Pero qué pinta! ¿Quién es el diseñador?
Atontada, giré solamente para confirmar la voz. Quería tanto que fuera ésa… Tanto, tanto. Por primera vez en la noche sonreí de felicidad genuina. Crucé la calle, un poco torpe y un poco ansiosa, y fui caminando hasta la esquina.
—Pensé que no ibas a venir.
—Yo siempre vengo al final de las fiestas.
—Es verdad, me tenías que llevar.
—Tu hermana te dejó como veinte mensajes en el celular, llorando a moco tendido —me dijo Marcelo mientras me devolvía el teléfono, que agonizaba de batería.
—¿La atendiste? ¿Te contó algo… de la apuesta?
—Hasta el último detalle. La tuve que calmar.
Marcelo se rió y me dio la mano con timidez. Nunca agarré una mano tan fuerte. Ni siquiera cuando era chica y cruzaba una avenida con mi mamá.
—¡Viniste!
—Siempre vengo… ¿Y? ¿Ganaste o perdiste?
Me encogí de hombros, dudosa.
—¡Ahora que ya sé todo, contame!
Hice un silencio, me miré las zapatillas enormes y suspiré.
—Supongo que gané.