1 de mayo
Las cosas estaban un poco mejor con José. Yo traté de olvidarme de su exaltación y preferí quedarme con el recuerdo de que me defendió de mi mamá cuando nadie antes lo había hecho. Ni siquiera yo misma.
Quizá no fue la mejor manera de hacerlo, es cierto. Quizá se extralimitó y se metió en un asunto que no era suyo, es verdad también. Quizá yo también tuve la culpa. Pero el asunto es que me defendió. Lo puedo acusar de impulsivo, de animal, de maleducado. Pero al menos me defendió cuando nadie más lo hizo.
Este razonamiento, que a primera vista parece muy dulce y tolerante, y que de alguna forma me devuelve la fe en el género masculino, me hizo bien durante todo el día de ayer. Y digo «el día de ayer», porque hoy ya no siento lo mismo.
Todo empezó ayer al mediodía, en el bar de abajo de mi oficina, cuando José y yo pedimos la comida. Yo insistí con una milanesa al horno y una ensalada, y José pidió dos platos de ñoquis. Previsiblemente, otra vez la milanesa vino chorreando aceite y tuve que llamar al mozo para pedirle que me la cambiara, y como se negó, tuvimos una suerte de forcejeo amable. Él dijo que la milanesa era al horno y yo que chorreaba aceite como si fuera frita. José le dijo que éramos clientes de casi todos los días, que no valía la pena discutir, que mejor me la cambiara por una que no tuviera aceite y listo.
Pero al rato me volvieron a traer una milanesa igual de grasienta que la anterior y me di cuenta de que no tenía sentido insistir con lo mismo. Así que empecé a comer y al verme aceptar mi destino con tamaña mansedumbre, José enloqueció y me sacó el plato indignado.
—Siempre hacés lo mismo vos, dejás que los demás hagan lo que quieran y para no pelear, te terminás comiendo algo que no te gusta.
Seguí comiendo en silencio con la secreta esperanza de evitar una pelea. Él todavía hablaba, pero yo lo ignoraba, y eso lo ponía cada vez más nervioso. Recién intervine cuando me sacó los cubiertos y llamó al mozo de nuevo.
—En serio. No te preocupes, no es para tanto, me gusta así.
—No te gusta así. ¿Estás loca? ¡Decile algo!
Cuando el mozo llegó, José empezó a discutir diciéndole que no íbamos a pagar ni a comer esa milanesa y que se la llevaran ya mismo. El mozo dijo que era tal cual yo la había pedido y que si no le ponían aceite se pegaba. José le explicó que eso no era una milanesa con aceite sino un aceite a la milanesa, y la conversación subió tanto de tono, que pasó lo que yo no quería que pasara. José lo insultó y tiró el plato al piso.
Ésa fue nuestra última comida en el bar. No podemos volver. Ni siquiera en grupo. Supongo que pediremos el almuerzo por teléfono, buscaremos otro bar o llevaré algo desde casa. Porque antes de mirar a ese mozo a la cara, prefiero no almorzar.
2 de mayo
A causa del escándalo del miércoles, tuve que sugerirles a todos que buscáramos nuevos lugares para almorzar. Intentando disimular, les pregunté si no estaban cansados de las bebidas calientes, de los pedidos equivocados, del puré con grumos, del pan gomoso del día anterior, pero dijeron que no. Que el bar quedaba cerca, que era barato y que atendían rapidísimo.
Como me quedé sin argumentos, tuve que explicar la verdad; que estábamos proscriptos del bar. Apenas José dijo que había revoleado una milanesa con plato y todo, la oficina estalló en una carcajada parecida a un trueno largo y poderoso. José se justificaba diciendo que «era culpa de ellos por idiotas». Y yo, por mi parte, sólo me encogía de hombros, avergonzada.
Finalmente José los convenció de ir a otro lugar, que resultó ser una maravilla. Incluso me alegré de que José hubiera revoleado la milanesa. Había muchísimas ensaladas y otros platos vegetarianos ricos y libres de grasas. Al mismo tiempo, al ser un tenedor libre, los animales como José y Silvani podían tragar volquetes de tarta de zapallitos y croquetas de mijo sin preocuparse por la cuenta, y para Marcelo (que detesta los conservantes) y Piñata (que está a dieta) también era el lugar ideal. Es decir, un negocio perfecto.
Previsiblemente, el tema de conversación giró en torno al restaurante. Silvani preguntaba «¿Esto tiene carne?» frente a todas las bandejas. Yo, por mi parte, no tenía idea de qué era cada cosa, pero me guié por Marcelo (que explicaba qué tenía cada preparación) y por José (que acotaba «los rojos están buenos» o «los tomates esos se la bancan»).
Pero en el medio de nuestro festival naturista, nos cruzamos con un invitado sorpresa. Cuando José dijo que «todo el mundo» ahora comía ahí, nunca pensé quién era todo el mundo para él. Me imaginé una masa amorfa de desconocidos que iban en malón a llenarse el buche de zanahoria rallada. No pensé en nadie especial.
La sorpresa me llegó en la mesa de ensaladas, cuando Matías, colorado e incómodo, me dijo un «hola» incómodo y acartonado. Pero lejos de ponerme nerviosa, me llamó la atención haber estado tan serena. Me daba igual tenerlo cerca. Había pasado mucho tiempo, nos veíamos muy poco, y yo ya había rearmado mi vida. Pero era obvio que a él no le pasaba lo mismo. Él estaba incómodo, molesto. Quería irse corriendo.
Si tengo que ser sincera, a riesgo de parecer una estúpida tengo que confesar que en ese momento me sentí bien. En vez de huir, me hice la superada y le pregunté cómo estaba. Y un poco por sádica y otro poco porque quería disfrutar de esa brisa de adultez, estuve a punto de preguntarle cómo iba el trabajo, qué le parecía el clima, si era la primera vez que venía, pero no pude. Me quedé muda. Se paró el mundo. Dejé de escuchar. Los zapallitos se volvieron borrosos. Las mesas me empezaron a dar vueltas. Y me sentí una idiota ejemplar cuando su ex novia volvió de la mesa de ensaladas con dos platos y le dijo: «Mati, no hay aceite de oliva».
Para colmo de males, José estaba lejos, apilando comida en su plato como si se viniera la tercera guerra mundial. Tener un hombre al lado es casi como un abrigo al ego y un paracaídas. Sabés que si te quedás muda, si te ponés muy colorada o si empezás a decir pavadas, el otro te va a rescatar o va a decir que tenemos que irnos.
Por suerte, Marcelo, que conoce bastante bien la historia, vino para nivelar la incomodidad. No sé qué tiene Marcelo, pero siempre sabe. No tengo idea si es una cualidad femenina, fraternal o curandera, pero siempre sabe qué está pasando en la cara de los demás.
Hablamos un poco más, pero la tensión llenaba todos los silencios, así que Marcelo decidió cortar por lo sano diciendo que todos nos estaban esperando para empezar a comer. Y Matías reaccionó mal. Le dijo que estaba hablando conmigo, que en todo caso, se fuera él. Marcelo, desencajado, le dijo que yo no tenía nada que hablar con ellos dos y Matías contestó algo que todavía no puedo entender:
—Ya te dije varias veces que te metas en tus cosas.
—Uh, pero son mis cosas. O mejor dicho, son las cosas de todo el mundo —le contestó Marcelo mirando a la ex novia de Matías.
Y nos fuimos para la mesa.
En ese momento no me di cuenta de nada. Sólo volví a la mesa, comí y me quedé pensando toda la tarde en Matías y su novia. Cuántas otras veces se habrán peleado y se habrán vuelto a arreglar. Cuántas chicas habrá conocido Matías en esos baches. A cuántas habrá engañado con su ex novia o a cuántas habrá dejado de llamar porque volvía con ella. Y más que nada, a qué se refería Marcelo al decir que ella era de todo el mundo. ¿Habrá pasado algo entre ellos dos también?
Sin embargo, no pude averiguarlo. Ni el sábado. Ni el domingo. Ni hoy. Y por lo que me dijeron, ni mañana, ni pasado tampoco. Porque al parecer, Marcelo por fin consiguió una chica que quiere ir de camping y se la llevó todo el fin de semana largo con él.
3 de mayo
¿Marcelo habrá llevado a Marina al mismo camping que a mí? ¿Se habrán quedado? ¿Le habrá gustado? ¿Le habrá dicho que fue conmigo? ¿Le habrá importado? ¿Se habrá quedado después de saber? ¿Y si no fueron a un camping? ¿Y si fueron a una hostería? Seguro fueron a un hotel. Claro. A mí me llevó a un camping horrible y a ella a una cabaña con chimenea frente a un lago divino. Conmigo se equivocó y con ella aprendió. Qué suerte. Bien por ellos dos. Ojalá la pasen bien en la cabañita.
4 de mayo
Ayer no aguanté más y llamé a Marcelo. Supuestamente para preguntarle qué había querido decir con lo que dijo. Y digo supuestamente, porque ahora, mientras lo escribo, me doy cuenta de que no tenía mucho sentido llamar, que si pasó algo entre la ex novia de Matías y Marcelo yo no tengo nada que ver.
—Hola, soy yo —le dije a Marcelo, segura.
—¡Hola! ¿Pasó algo?
—Te llamé varias veces, estaba apagado.
—Ah, es que estoy lejos.
—Sí, ya me enteré, en una cabaña o algo.
—¿Qué cabaña?
—Ah, no importa. Yo te llamaba porque no había entendido la discusión con Matías.
—¿No podemos hablar cuando vuelva?
—¿Y cuándo volvés?
—El miércoles. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Sí, bien. Pensé que volvías antes. Quería hablar.
—¿Necesitás que vuelva? ¿Te pasa algo? ¿Pasó algo con Matías? ¿Estás sola? ¿Podés hablar ahora? —preguntó Marcelo.
—¿Sí, vos podés hablar?
—Sí. ¿Por?
—Por nada, suerte en la cabaña.
—¡No es una cabaña!
—¿Qué es?
—Un hotel.
7 de mayo
Marcelo volvió de las vacaciones al mediodía. Lo primero que dijo fue «volví». Levanté la cabeza y ahí estaba, descansado y ansioso, como esperando algo de mí.
Me preguntó si quería ir a comer abajo para hablar y le dije que sí. Agarré mis cosas, él dejó su bolso y bajamos. Pensé que si iba sin José, no habría problemas. Después de todo, yo no revoleé la milanesa. Fue él. Pero en el trayecto nos cruzamos con Piñata y Silvani que también querían almorzar y se sumaron. Y llamaron a Graciela. Y a Gisela. Y a José, que a pesar de su papelón no dudó en venir. Y a todo el mundo. Así que finalmente almorzamos todos juntos y me relajé.
El almuerzo fue como el de todos los días. Gritos pidiendo más gaseosas, milanesas aceitosas, vasos confundidos y esa lucha despareja de luncheon tickets imprecisos al final de la comida. Así que no pudimos hablar. Ni siquiera cuando todos por fin comían, porque en el medio Marina llamó al celular de Marcelo. Me di cuenta por su cara y por lo que decía.
—Acá, en el bar, almorzando con todo el mundo. Sí. No. Más tarde, lo dejé acá. Sí, con todos. Sí, está. ¿Para qué? Dale, che. Hablamos después. No. ¿Para qué?
Yo me comía un pan para disimular lo concentrada que estaba en escuchar su conversación.
—Porque no tiene nada que ver. No. Bueno, a ver esperá.
Y me pasó el teléfono a mí, que me quedé dura como una estatua.
—Quiere hablar con vos, está chistosa, no sé.
Agarré el teléfono atemorizada y un poco desencajada por lo raro de la propuesta.
—¿Qué taaaaaaaaaal? ¿Cómo se están portando? ¿Comiendo rico? ¿Mi novio?
—¿Tu novio qué?
—¡Si se está portando bien!
—Eh… sí.
Marcelo se mordía el labio, incómodo.
—Jjajajajaj. Bueno, cuidámelo mucho. ¡Decile que te muestre las fotos del hotel que están lindísimas!
—Bueno. Le digo. Chau.
Y le pasé el teléfono a Marcelo, como si me quemara las manos. Por suerte en ese momento nos trajeron la comida y pudimos cambiar de tema. Agradecí religiosamente cada bocado salvador, cada comentario criticando el puré, cada puteada por la lechuga marchita. Hasta que escuché algo que debió anticiparme todo lo que vendría después.
—¡Pero la puta madre, ¿puede ser que no traigan bien una puta cosa?! —gritó José, furioso.
Traté de minimizar la situación ofreciéndole cambiar de plato conmigo, pero no quiso y llamó al mozo. Al mismo mozo con el que se peleó la vez anterior.
—¿Vos estás bien? ¿Querés que después hablemos de eso? —me dijo Marcelo, en voz baja.
—Si no terminamos todos presos, sí.
—¡Eu! ¿Me podés cambiar esto? Fi-le-tto. Fi-le-tto —gritó José.
—¿La podés terminar, por favor? ¿Comés cualquier porquería sintética y no podés comer otra salsa? Comételos y dejá de hacer escándalo —lo amenacé.
—¿Por qué? Yo no pedí esto, ellos se equivocaron. Que me lo cambien.
—Porque yo te lo pido —le supliqué, intentando cambiar de registro.
—No, lentejita. Esto es una cuestión de principios.
—Me lo como yo. Me como los dos, tengo hambre, y vos pedís uno nuevo —intentó Marcelo.
—¿Qué les pasa a ustedes dos? ¿Laburan acá? ¿Les descuentan los ñoquis?
José se paró, silbó y le gritó al mozo.
—Che, ¿vos me estás tomando el pelo? ¿No ves que te estoy llamando hace media hora?
—¡José! ¡Por favor! —le pedí.
—¡No, loco! Yo no pedí esto. Se hacen los boludos a propósito.
En ese momento sentí tanta bronca y tanta humillación que estuve a punto de ponerme a llorar. Hubiera querido que me sacara la policía con una campera en la cabeza, como a los ladrones, para que nadie me viera. Pero no podía. Toda la gente nos miraba: las chicas de otros pisos murmuraban, los hombres se codeaban y se reían, los desconocidos abrían la boca con fascinación morbosa. Nadie se quedaba indiferente al espectáculo de José.
Así que agarré mis cosas y me fui corriendo, mientras el griterío se volvía cada vez más espeso y difuso.
Volví a la oficina pero me quedé sentada en la escalera de servicio, pensando. No quería hablar con nadie. Mucho menos que me preguntaran en dónde estaban los demás o por qué había vuelto antes. Si fumara, me hubiera prendido un cigarrillo. Me hubiese gustado fumar en ese momento, o al menos tener un café.
Diez minutos después llegó Marcelo. Lo escuché preguntar por mí desde atrás de la puerta. Titubeé algunos segundos y lo llamé. Se sentó al lado mío, en la escalera, tratando de no reírse. Me dio un paquete de papel blanco con algunas manchas de aceite.
—Pedí que te lo envolvieran; si no, te ibas a quedar sin comer. ¿Querés que te busque cubiertos?
Y no sé si fue la comida, la falta de cigarrillos o la oscuridad de la escalera. No sé si quería yo o quería él. No sé tampoco si está bien, está mal o más o menos. Pero lo besé.
8 de mayo
Hoy, cuando llegué de la oficina, me encontré con las invitaciones del casamiento debajo de mi puerta. Nunca las fui a buscar. En realidad, no volví a almorzar con ellos después de la pelea entre mi mamá y José. Supongo que las debe haber dejado ella. No sé si fue para reconocer su supuesta derrota o para intentar un acercamiento, pero el sobre, en letras plateadas, dice «Lucía y José».
10 de mayo
El viernes a la tarde pasó lo que yo suponía que iba a pasar. Marcelo quiso hablar del beso. Esta escena se repitió millones de veces a lo largo del último año. Cada vez que alguien quiere hablar conmigo, yo me escapo. No sirvo para confrontar. No sé qué decir, no sé cómo decirlo, y la mitad de las veces termino llorando. Pero esta vez yo misma había propiciado la situación y no iba a poder escaparme así nomás. Aunque no tuviera nada que decir, iba a tener que abrir la boca para hablar.
—¿No vamos a hablar?
Y me encogí de hombros.
—¿Vamos a hacer como que no pasó nada?
—No…
—¿Entonces?
—No sé. Es demasiado rápido, no lo pensé. Vos dijiste que ya estaba. Vos dijiste que era la última vez, que ya no ibas a estar.
—Ya sé que yo te dije…
—No sé. Necesito pensar —le dije, dudosa.
—Ya pensaste durante meses. Decime algo. Ahora.
—Es que no sé.
Y me encogí de hombros de nuevo.
11 de mayo
A veces, cuando me enfrento a una situación determinada, los hechos se me presentan claros y contundentes. No tengo dudas. Estoy segura. Tan segura como que no me gusta el hinojo, subirme a una montaña rusa o el cine iraní.
Me llama la atención, entonces, que, en algunas ocasiones, esas certezas que en algún momento fueron tan claras se desvanezcan como un argumento borroso en mi memoria. Como si las diera vuelta y encontrara un montón de razones ocultas que dicen lo contrario y que, ciega por una seguridad arrolladora, en ese momento no pude ver.
¿Cómo puede ser que una verdad absoluta de repente se desvanezca como un hechizo? ¿Cómo alguien que antes nos volvía locas de amor ahora nos resulta un tarado banal, y al mismo tiempo, alguien que nos parecía un mamarracho plañidero y sofocante de repente nos resulta un príncipe azul? Si no cambiaron ellos y nosotras tampoco, ¿qué es lo que cambió en el medio?
Hoy, mientras José hablaba sobre el posible descenso de Racing y yo me hacía la que escuchaba, pensaba qué hubiera pasado si hubiera escuchado a Marcelo la primera vez. Quizá no hubiera salido con Matías. Quizá nunca lo hubiera encontrado besándose con su ex y no hubiera tenido que inscribirme en un portal de citas, ni salir con un amigo de Marisa o con José.
Pero en aquel momento, a fines del año pasado, todo parecía tan cierto… Estaba tan segura de mis negativas, tan concentrada en quejarme, en huir, en mirar para otro lado… Quizá, si él no hubiera sido tan insistente, ni yo tan histérica, ni Matías tan simpático, ni mi madre tan mordaz… Quién sabe qué hubiera pasado si yo no hubiera estado tan segura de algo que quizá no era cierto.
13 de mayo
Hoy José vino a casa después del trabajo. La idea era pedir algo para comer y ver una película, pero no pudo ser porque el reproductor de dvd se empacó y no anduvo más. Y cuando digo que no anduvo, no quiero decir que se haya roto. Nada más lejos. El reproductor andaba perfecto, lo que no andaba bien era otra cosa.
Mientras yo pedía la pizza, José trató de poner música, pero el disco giraba en falso y no cargaba. Entonces resolvió poner otro, pero cuando lo quiso abrir, el reproductor estaba atascado. Trató de arreglarlo apagándolo y prendiéndolo varias veces, forzándolo con un clip, haciendo palanca con un cuchillo, sacándole la tapita del display, pero no hubo caso. Y durante el proceso se fue poniendo tan nervioso que finalmente le dio un golpe desde arriba y lo rompió para siempre.
Yo me puse tan mal por la situación que dejé de hablarle, y él, que no es precisamente un mago de las relaciones interpersonales, buscando consolarme, no tuvo mejor idea que decir que era culpa del reproductor, que era una porquería.
Apenas lo dijo, me puse a llorar desconsoladamente y a gritar que era un animal, que no lo soportaba más, que quería que se fuera ya mismo de mi casa. Que ése era mi reproductor de dvd, que siempre había funcionado bien y que en su momento me había costado mucho comprarlo. Que no tenía derecho a pegarle de esa forma. Que estaba cansada de sus gritos, de sus escándalos, de su carácter imposible. Que no quería pasar más vergüenza ni tener miedo de que explotara en cualquier situación. Que era un grosero, un irascible, un orangután, y que no lo iba a soportar ni un minuto más.
Él, por su parte, también gritó. Argumentó que no tenía la culpa de que el reproductor fuese una basura, que yo me ponía histérica por cualquier cosa, y acto seguido agarró su saco y dio un portazo, ofendido. No sé quién le habrá abierto la puerta de abajo, pero supongo que alguien lo hizo, porque cuando llegó la pizza ya no estaba.
De más está decir que el dvd nunca volvió a funcionar. Murió, opaco y callado, como mueren los electrodomésticos.
14 de mayo
Hoy al mediodía, Piñata nos invitó a todos a comer abajo. Para evitar cruzarme con José le dije que no podía ir, pero fue tan insistente que al final tuve que ceder para no tener que dar tantas explicaciones sobre mi misterioso faltazo.
Estuve veinte minutos en el almuerzo, pero fueron veinte minutos eternos. José se empeñaba en hablarme y yo en decirle (furiosa, antipática) que no quería charlar. Para él, era como si nada hubiera pasado. Incluso me pellizcó la cola delante de todo el mundo, y tuve que dispararle una mirada violenta para que entendiera que nuestro problema no se iba a solucionar con unas palmaditas atrevidas.
Mientras tanto, Marcelo nos miraba divertido. Supongo que de alguna forma rara debía estar contento de que nos lleváramos tan mal o, peor aún, de que ya no nos lleváramos más. Quiero decir, la distancia entre José y yo era obvia. No hablábamos, no interactuábamos y yo me solté varias veces cuando me quiso agarrar de la cintura.
A la tarde, José vino a mi escritorio y me propuso hablar, pero le dije que tenía mucho trabajo y que no podía hasta más tarde. Me preguntó a qué hora salía y le dije que dos horas después de su horario para no tener que cruzármelo a la salida. La verdad es que no tenía un plan. Sólo sabía que no podía estar ni cinco minutos más con él. Su presencia me sacaba de las casillas. Si hubiera tenido café, se lo hubiera tirado encima como hice otras veces.
Como si fuera poco, todo ese tironeo sucedió delante de todo el mundo, en mi escritorio. Y cuando digo «todo el mundo», incluyo a todos los que alguna vez nombré: Piñata, Marcelo, mi jefa, Graciela, Silvani, Gisela y diez empleados más que sólo conozco de vista. Es decir, casi un piso y medio de la redacción. Todos, pero absolutamente todos, vieron nuestra pelea.
Pero tengo que confesar que duró poco. Cuando bajé de la oficina, al concluir el día, me esperaba una sorpresa. José estaba sentado en la escalera con un reproductor de dvd nuevo en la mano y unas disculpas en la boca.
Me conmovió profundamente que me pidiera perdón y que comprara un reproductor para mí, pero más que nada, me gustó que esperara dos horas, que lo envolviera para regalo y que se sintiera mal por su actitud de chimpancé destructor.
Me aclaró, sin embargo, que no lo íbamos a poder usar hasta que terminara el partido de Racing y yo, que estaba muy dócil y conmovida por su actitud, le dije que no había problema. Que él mirara su partido tranquilo y que podíamos ver una película después.
La emotividad, sin embargo, me duró dos horas. Apenas llegamos a casa, José se puso mi bata y mis pantuflas para estar más cómodo y empezó a saltar por encima del sillón y a gritarle al televisor cada vez que Racing estaba en situación de gol.
Y entonces volví a sentir lo mismo de antes. Odio.
Creo que ningún vecino pudo comer en paz. Sus gritos, sus insultos, sus escándalos eran exasperantes. Era una puteada atrás de otra, como una ristra de chorizos interminable. Cuando terminó el partido, como yo estaba chinchuda por sus gritos y él por el resultado, nos sentamos a comer en silencio. Supongo que él pensaba en el club de sus amores y yo en que jamás debería haberle dicho que mirara el partido ahí. Pero no llegamos a discutir ni a entablar una nueva conversación, porque nos interrumpió el timbre.
Yo supuse que era algún vecino para quejarse, pero me llevé la sorpresa de mi vida. No era un vecino. Al menos, no mío.
15 de mayo
La cara de Marcelo cuando José abrió la puerta fue increíble. Como si le hubieran tirado un balde de agua fría en la cara. Sumado a que no esperaba encontrarlo en casa, se encontró con un José comiéndose mi yogur descremado, vestido con una bata de mujer, metido bien adentro de mis pantuflas.
—Hola… Pasé para ver cómo estabas… —dijo, incómodo—. No sabía que… —Y señaló a José.
—Estábamos comiendo, pasá. ¿Comiste? —dije adelantándome.
—No, no. Sólo pasé para ver si estabas bien, no iba a entrar.
José miraba, suspicaz, y comía yogur de frutilla con una cucharita de café diminuta que parecía un juguete entre sus dedos. Marcelo me miró, incómodo.
—¿Y tu novia? —le preguntó José.
—Esperándome.
—¿Abajo? Decile que suba. No podés dejar sola a tu novia con la cantidad de buitres que hay.
—No, no, no acá. No, sólo pasé yo, para ver si estaba todo bien.
José me pasó el brazo por alrededor del cuerpo y sonrió.
—Estamos bien, estamos bárbaro.
16 de mayo
No soporto a José. Le tengo un cariño sincero, amistoso, franco. Pero no lo aguanto más. Me da dolor de cabeza. Sin embargo, soy débil y cómoda. Estoy acostumbrada a su presencia. Estar con él es seguro para mí y para mi apuesta. Además, no puedo evitar escuchar la voz de mamá en mi cabeza. Suena como música de fondo: «Sos incapaz de tener una relación. Estás gorda. Vas a ir sola a la fiesta. Vamos a ver si te dura un mes y medio. Salís gorda en todas las fotos. No toques esa milanesa. No sabés elegir los novios. Sonreí, que con esa cara nadie se va a fijar en vos». Escucho esa música desde los ocho o nueve años. Es como el jingle de una publicidad pegadiza que pasan dos millones de veces por la televisión.
No obstante, más allá de mi pereza y mi cobardía, hoy, cuando llegué a la oficina, me sentía tan avergonzada que por primera vez tomé la iniciativa para hablar con Marcelo. No pude hasta el mediodía, cuando lo encontré en el pasillo bajando a almorzar.
—Ey, che. Ey. Hola —saludé, dudosa.
—Soy un estúpido
—No, no. No sos. No sos. No… Es sólo que es complicado, justo ahora.
—Está bien, no me tenés que explicar nada. Me gusta que estés con él. Es más fácil así.
—¿Más fácil?
—No podríamos ser amigos si vos estuvieras soltera de nuevo… No sé si a Marina le gustaría. No podría ya ir a buscarte a todos lados o ir a ver si estás bien… No podríamos ir a comer. No podríamos estar hablando ahora acá, solos, en la escalera.
Me dio un beso en la mejilla, bajó algunos escalones, se dio vuelta y sonrió.
—Quizás en otra vida.
17 de mayo
Ayer por la tarde tuve la pésima idea de mencionarle a mi hermana que ese fin de semana iba a buscar el vestido para la fiesta. Del otro lado hubo silencio.
—¿Vos… todavía… no sabés que te vas a poner…?
Pero no me dijo nada. Incluso le pareció razonable mi argumento: la gente iba a verla a ella. A nadie le iba a importar qué tenía puesto yo.
No obstante, tres minutos después llamó mi madre, con una crisis nerviosa. Me dijo que ella se había imaginado que yo iba a hacer una de las mías, pero que jamás pensó que iba a llegar tan lejos. Que mi hermana se merecía tener la boda de sus sueños y que yo, con mi actitud, no estaba ayudando en nada a concretar su tan ansiado proyecto.
—¿Qué va a pensar la gente cuando te vea con un solerito de liquidación? ¿Qué van a decir mis amigas cuando te vean envuelta en harapos de la galería Cabildo por todo el salón? ¿Por qué me hacés esto, Lucía?
Yo me quedé estupefacta. No entendía por qué tanto alboroto. No es que iba a ir con un vestido viejo (cosa que también se me ocurrió), iba a ir a comprar uno el fin de semana. Uno lindo y nuevo de algún color que no fuera negro.
—¿Y si tenés que tomar el vestido? ¿Y si no encontrás nada… para vos?
—¿Para mí?
—Sí, así, de cola anchita.
—¿Vos lo que decís es que no existen vestidos en mi talle?
—No dije eso. Vos dijiste eso. Sólo dije que a las chicas como vos les cuesta más encontrar.
—Mamá, creo que puedo encontrar un vestido sin tener que hacérmelo a medida con un mantel. Gracias.
Y le corté. Pero volvió a llamar.
—Si seguís molestando me voy a poner un jogging cortado a la rodilla.
Y le volví a cortar. Pero llamó una y otra vez.
—Jogging —le dije apurada, y volví a cortar.
Pero, increíblemente, llamó una última vez, y antes de que yo pudiera hacer algo, escupió:
—Sivenísconmigotepagoelvestido.
Lo pensé algunos minutos.
—¿Me pasás a buscar?
—En veinte minutos. Por favor, no vengas en jogging. Sabés que me pone de pésimo de humor.
Y me cortó ella.
La tarde empezó mal. Mi mamá me dijo, ocurrente, que sabía adónde podíamos ir. Estacionó sobre la avenida Santa Fe, nos bajamos, hicimos unos veinte metros caminando, pero al ver la vidriera del famoso local, me quedé dura.
—Acá van a tener para vos.
Debajo del nombre del local había una aclaración entusiasta: «¡Talles especiales!». Giré y miré a mi madre, furiosa.
—Yo no soy especial, mamá.
—No hables así de vos. Si vos no te querés, nadie te va a querer.
18 de mayo | En bolas
El principio de la adolescencia me recibió con la ansiedad oral de una aspiradora y la silueta de una heladera Whirlpool de mil cuatrocientos litros. Nunca fui tan gorda como a los doce años de edad. Ni siquiera cuando corté con Rodrigo por primera vez y subí quince kilos.
En esa época, yo tenía los primeros asaltos y el inminente viaje de egresados a Córdoba, y la ropa empezó a ser un problema para mí. Antes de eso, mi mamá me compraba lo que ella quería y yo lo usaba sin chistar.
Las primeras salidas de shopping fueron un suplicio para mí. Mi mamá me encerraba en un probador y me iba pasando ropa enorme por arriba de la puerta, con la voz quebrada de enojo porque nada me entraba como ella hubiera querido. Sus reproches solapados, su cara de pena, su desilusión al ver que toda la ropa linda se me trababa en las rodillas, me hacía creer que era mi culpa incomodarla de esa manera.
Ese año, la frase que más escuché fue «talle como para ella», un torpe eufemismo para suplir «talle mil». Cada vez que mi mamá la decía, las vendedoras me miraban de arriba a abajo y tomaban uno de estos dos caminos: o bien decían que no tenían mi talle, o me mostraban el más grande que había para probarme empíricamente que mi cuerpo regordete era incapaz de meterse en ese escueto pantalón de hija perfecta.
De grande me enteré que podríamos haber ido a millones de negocios distintos. Que no todos los locales de ropa ofrecían talles únicos para adolescentes esmirriadas. Que había lugares, que sin ser especiales, tenían talles de pantalón numerados en vez de talles únicos imposibles. Pero supongo que ésa era la forma que tenía mi mamá para castigarme por estar gorda. Y estar gorda, al mismo tiempo, era mi forma de castigarla a ella por su decepción anticipada.
Ayer, por primera vez en más de quince años, me sentí de nuevo una adolescente adiposa. Hubiera preferido estar en el dentista o haciéndome una cirugía a corazón abierto antes de estar ahí. Pero mientras me miraba en el espejo de un probador oscuro, empaquetada en un disfraz de abuela espantoso lleno de canutillos y lentejuelas de los noventa, me di cuenta de que ya no tenía por qué sufrir. Que ya no tenía doce años ni estaba tan gorda. Que podía irme. O quejarme. O revolearle las doce polleras de crêpe por la cabeza. Es decir: que no tenía que comerme la milanesa llena de aceite nunca más. Así que dejé los vestidos y me fui.
Me volví sin zapatos, sin vestidos y sin accesorios. Pero rescaté media autoestima. Y a esta altura de mi vida, con este novio, esta madre y esta cadera, media autoestima vale muchísimo para mí.
21 de mayo
Hoy fui tempranísimo a la oficina, para poder tomarme la tarde libre y salir de compras. Mi plan era buscar un vestido lindo, bonito y barato, y si no lo encontraba, usar el vestido negro que había descartado para la fiesta de año nuevo.
A las tres de la tarde ya había terminado con todo el trabajo, así que agarré mis cosas para irme a ver vidrieras, probarme ropa y comer una ensalada por ahí. Pero todo tenía que entrar en cinco horas, porque a las diez de la noche celebrábamos la despedida de soltera de mi hermana, con Marisa y otras amigas.
Antes de irme, un poco angustiada por tener que elegir sola y otro poco por el apuro, para no equivocarme con los colores fui a preguntarle a José por el color de su traje.
—Traje gris. Llevo varias corbatas y vos elegís una.
E inesperadamente se ofreció a acompañarme a comprar el vestido. Le dije que no, muerta de risa, porque me iba a atosigar durante toda la tarde pidiendo que me apurara o mirándoles el culo a las vendedoras. Pero juró portarse bien. Quería ayudar. En serio.
—Yo te digo con qué vestido estás buena y con qué vestido no. No puede fallar, lentejita. Las minas se fijan en la moda. Y la moda nos chupa un huevo. Importa que estés buena.
Tengo que reconocer que a pesar de mis dudas, funcionó de maravilla. No encontré ningún vestido que me gustara, aunque había miles que estaban bien. Pero que alguien te diga que estás linda con toda la ropa que te vas probando es una maravilla.
—¿Tu mamita va a la despedida? —preguntó José, burlón.
—No, no está invitada.
—Bueno, entonces vas a volver de buen humor. Si terminás temprano, me llamás y voy a ver el vestido que tenés a tu casa.
—¿Pero vas a estar despierto?
—Vos llamá que yo voy.
21 de mayi, muiiiiii tadre
me via llshamar a jose cjaaaaaaaauuuuuuuuuuuuuuuuuu uuuuuuuu mua mua
23 de mayo | Receta para comerse un bollo
1. Desparrame los ingredientes secos sobre la mesada. Ayer llegué a la oficina casi al mediodía, con una resaca puntiaguda y unas ganas escandalosas de tirarme al piso a dormir. Estaba un poco de malhumor por el dolor de cabeza y otro poco porque José no me había contestado los llamados de anoche. Es lo que siempre hace, ya sé, pero no me acostumbro. Sigo pensando que me debe una explicación y una disculpa esmerada y eficiente.
Mientras subía por las escaleras me encontré con algunos compañeros de trabajo que bajaban a comer, desorganizados, en grupos de tres o cuatro, a las corridas. José me saludó como si nada y me pegó en la cola, como de costumbre.
—No me llamaste, lentejita. ¿Y el vestido? ¿Cuándo lo voy a ver?
Pensé que era un histérico y quería que escarmiente. Jamás le voy a decir que lo llamé ocho veces y le dejé ocho mensajes. Si no los escuchó, mejor para mí.
—Ay, no me acuerdo de nada. Volví borrachísima.
2. Agregue los líquidos. Llegué a mi escritorio, pero la oficina estaba vacía. Me tomé medio litro de agua y un café para recuperar la compostura y revisé algunos mails; me daba miedo haberme perdido algo importante por la llegada tarde. Pero no había nada especial, salvo una entrevista que tenía que pautar para el lunes que viene. Decidí llamar antes de bajar a comer con todo el mundo, aunque lo único que quería era una Seven up y un té.
3. Mezcle los ingredientes formando una pasta homogénea. Cuando abrí el celular, sin embargo, por curiosidad, miré los números que había marcado. Los dos últimos eran cualquier cosa. Números que no conocía ni tenían sentido porque empezaban con 903 o 6#90. ¿Habría llamado a China? No me acordaba. Pero cuando seguí, previsiblemente para todos pero dolorosamente para mí, encontré seis veces el número de Marcelo y todo empezó a cobrar sentido. Las imágenes se volvían cada vez menos borrosas y las palabras se empezaban a organizar como ejércitos alineados adentro de mi cabeza.
En ese momento, decidí ir al bar para hablar urgente con Marcelo y sacarme las dudas. Así que agarré mi cartera y el celular, y me fui, dejando todo prendido.
4. Amase hasta integrar todos los elementos. Mientras bajaba corriendo las escaleras, me empecé a acordar de algunos mensajes que creía haberle dejado a José. Las palabras venían a mí como apariciones. Una más subida de tono que otra, más privada, más atrevida, más fuera de lugar. Cada dos o tres escalones me agarraba la cabeza, me tapaba la cara y sentía que mi estómago crujía de pudor. Esta vez sí había metido la pata, en serio y hasta el fondo.
Sin embargo, mi angustia no tenía nada que ver con la vergüenza de que Marcelo se hubiera enterado de los rituales privados de mi pareja. Yo estaba angustiada porque probablemente lo había herido con mi error. Sin querer, lo había puesto a escuchar cosas que le iban a hacer mal, de la misma manera que me hubieran hecho mal a mí en el caso inverso.
5. Prepare un bollo redondo. Cuando llegué al bar, Marcelo, por suerte, todavía no estaba comiendo. Había llegado más tarde porque iba a comer arriba. Caminé hasta su lugar y le empecé a hablar sin parar. Desbordada. Verborrágica. Pudorosa.
—Perdoname, perdoname. Yo estaba borracha. Me pasé por completo. No sé qué pasó. Perdoname.
Y me puse a llorar desconsoladamente. Marcelo entonces me llevó para el pasillo que va hacia los baños, al lado de los teléfonos, y me consiguió papel para que me secara las lágrimas. Me extrañó que no estuviera molesto. Al parecer, la situación le parecía graciosa. Se reía.
—No te preocupes, supuse que no eran en serio.
—Eran en serio, pero vos no tenías por qué escucharlos.
—Por qué no, eran para mí.
—No… Eran para José.
—Decían Marcelo.
Me quedé dura. Marcelo sacó su celular y me hizo escuchar uno. Me puse colorada desde la frente hasta el talón del pie. Nunca me había escuchado a mí, justamente a mí que soy tan pacata, decir semejantes cosas. Y todas juntas.
—Eran para mí.
Marcelo se acercó, me secó las lágrimas con la yema de los dedos y me dijo que estaba todo bien, que no llorara porque a mí la cara se me hinchaba de nada. Que él sabía, que él entendía, que él se olvidaba si yo quería que se olvidara. Le dije que sí. Me agarró de la cintura y me acompañó al salón otra vez. Quería parar de llorar pero no podía. Las lágrimas se escapaban como goteras por un techo desvencijado.
6. Cómase el bollo, o guarde en un táper y congele. Cuando llegamos a la mesa, Marina estaba sentada, incómoda y moviendo los dedos sobre la mesa, en el lugar de Marcelo. Piñata, desde su lugar, comía pechuga a la plancha y miraba sigilosamente cada detalle de la situación. Ella tenía un táper hermoso en la mano. Uno de los que ella le prepara cuando duermen juntos, de esos que tienen los sandwichitos miniatura, las uvas en bolsita, los juguitos infantiles.
Se la notaba fastidiada, enojada por la situación. Apenas nos vio, se paró y, rabiosa, le dijo a Marcelo:
—Vos te olvidaste la comida.
Y giró, me miró y me dijo a mí:
—Y vos sos una hija de puta.
Y me dio un cachetazo.
Me quedé inmóvil algunos segundos y luego me fui, apurada y avergonzada por el escándalo. Dejé todo ahí, en la silla de Marcelo: mi cartera, mi celular y parte de mi dignidad.
27 de mayo
Hoy, luego de una siesta larguísima, me desperté y encontré un mensaje de Rodrigo en el contestador.
—Che, te llamé al laburo y dicen que estás enferma, pero tampoco atendés en casa ni en el celular. Chiflame si vas sola al casamiento, tenía una mina para ir pero se pudrió todo. No seas boluda, no vayas sola si podemos ir juntos… ¿Estás con ese pibe todavía? Llamame.
Así que disqué y lo llamé.
—Hola, soy yo. Sí, claro que voy. No, no estoy más con él.
Y le conté todo.
—En realidad, el lío empezó hace siete meses. Hace doscientos cincuenta días, cuando sin querer escuché que mi mamá apostaba con Irina que yo iba a ir sola, gorda y de negro al casamiento. Ese día me quise morir. Porque no sabía que mi familia me veía así. Yo pensaba que ellos creían que tenía mala suerte en el amor. O que estaba con unos kilos de más (keyword: estaba), pero no que era una suerte de caso perdido (keyword: era).
—Ajá. ¿Pero qué tiene que ver eso con el tipo?
—Entonces me juré que iba a ganar la apuesta. Que iba a ir con un novio de verdad, un novio normal, un novio mío. No un amigo prestado, una ex pareja caritativa o un galán de último momento.
—¿Entonces? —preguntó Rodrigo, intrigado.
—Entonces salí con un compañero de oficina, Marcelo, pero todo salió muy mal. Después salí con Eduardo, dos veces. Después conocí a Matías. Matías me encantaba. Pero lo encontré en el baño con otra mina una semana después. ¿Te acordás? Marcelo me quiso avisar… pero no le presté atención. Pensé que quería meterse en el medio…
—¿Y para qué iba a querer meterse en el medio?
—Porque Marcelo quiere salir conmigo desde el primer día que puse un pie en esa oficina. Y no se cansó nunca de dejármelo bien claro. Me invitó a las salidas que organizaba con la gente de la oficina todos los viernes durante un año.
—Pero a vos no te gusta.
—Entonces estuve sola como un mes y salí con un tipo adicto a los celulares. Y después se me ocurrió…, por favor, no te rías…, inscribirme en un portal para buscar pareja. Qué boludo, te dije que no te rieras…
—Perdón.
—Y ahí salí con varios tipos patéticos hasta que conocí a Ezequiel. Y salimos un tiempo. Pero mientras, Matías me presionaba con que quería volver y Ezequiel no me tocaba. O sea, no quería acostarse conmigo. Y no, no era puto. No empieces. O sea, tenía un tipo que no me tocaba y otro que tocaba a la ex novia. ¿Entendés?
—Entonces te quedaste con Ezequiel.
—No, porque me dejó. Yo no me porté muy bien con él. En la primera cita me quedé dormida, por ejemplo. En esa época me volvía loca Matías.
—Y ahora no.
—No. Ahora no. Hace un tiempo, ya. Así que ahí volví a estar sola, como siempre. Hasta que acepté salir con la gente de la oficina, y ahí conocí a José, que no quería tener nada serio con nadie. Sólo acostarse.
—No me digas esas cosas. No puedo imaginarte con tipos.
—Ok, digamos que sólo quería verme de vez en cuando. Y le planteé que yo quería empezar algo serio y me dijo que sí, un poco para poder seguir acostándose, porque me dejó claro que a él le daba lo mismo. Pero después supongo que nos encariñamos, hasta me iba a acompañar al casamiento.
—Pero no estás más con él tampoco.
—No.
—Porque… ¿te dejó por otra?
—No. Lo dejé yo.
—¿Por qué?
—Para que se entienda tengo que volver hacia atrás, porque mientras pasaba todo esto, también pasaban otras cosas. Sólo que yo no me di cuenta.
—¿Cómo?
—Resulta que hace un par de meses, en una de esas reuniones en las que conocí a José, Marcelo nos presentó a su novia, Marina. Ayer Marina me pegó un cachetazo delante de todo el mundo.
—¿Por qué?
—Porque Marcelo me trajo de la fiesta de Matías cuando lo encontré en el baño, porque vino a casa a ver si me sentía bien, porque me trajo la comida cuando me quedé sin almorzar, porque me invitó a ir a jugar al bowling cuando estaba deprimida, porque me convenció de que me postule para un trabajo mejor, porque me llamó cada vez que estuve triste, no sé. Porque está demasiado pendiente de mí.
—Ah, está celosa.
—Sí, eso, y que un día le di un beso.
—Bueno, fue sólo un beso…
—Y una vez lo llamé cuando estaban de vacaciones. Y el otro día le dejé unos mensajes subidos de tono por error. Y una vez vino a casa de noche porque pensó que no estaba José… Y después está lo de los sueños, a veces sueño con él… Y nada más. Bueno, sí, le hice algunas escenas cuando me enteré de que tenía novia.
—¿Por qué?
—Bueno, eso mismo me preguntó José.
—¿Y qué le dijiste?
—Que no sabía por qué pero que me molestaba que estuviera con ella.
—¿Y entonces?
—Entonces después, a la tarde, Marcelo me avisó que me había dejado la cartera y el celular en el bar y que no me los podía traer… por lo que había pasado, que lo mejor era si me lo mandaba con un taxi… o que yo mande a alguien…
—¿Y?
—Y entonces me puse a llorar.
—¿Por qué?
—Porque pensé que iba a venir a traerlos.
—Como siempre.
—Sí.
—¿Y José?
—Cuando llegó, me vio llorando. Y ahí pasó lo que vino después.
28 de mayo
Cuando el sábado llegó José a casa, yo lloraba a moco tendido, y previsiblemente, empezó a hacer preguntas complicadas que yo no podía contestar.
—¿Por qué mierda llorás? ¡Y no me digas más que la cartera, que el maquillaje, que el celular, las invitaciones! ¡Si es tanto lío, mandás un taxi! ¿Por qué llorás? —preguntó José, indignado.
—¡Porque seguro me sacaron mis cosas, mis anteojos, mi maquillaje!
—¡Nadie te sacó tus cosas, vos las dejaste tiradas y otro las agarró!
—¡Pero eran mías! ¡Mías! —dije mientas me golpeaba el pecho, llorando.
—¡Pero las dejaste tiradas! ¡Lo que dejás tirado se supone que no lo querés! Además, dijiste mil veces que no te gustaba esa cartera.
—Bueno, pero es mía y la quiero. Y no dije que no me gustaba. Dije que no me combinaba con mis cosas. No era muy yo. Pero era linda. ¡Y era mía!
—¡Bueno, andá a buscarla!
—Me da vergüenza. Me la tendría que haber llevado antes, ahora ya no puedo volver a buscarla.
—¡Si tanto querés la cartera andá a buscarla! Si no la vas a buscar es que tanto no te importa. ¡Dejate de joder! ¡Es sólo una cartera!
Me fui a bañar llorando a moco tendido mientras José suspiraba, harto del cuento de la cartera fea. Mientras estaba en la ducha, sonó el teléfono. Le grité a José que fuera a atender pero no me hizo caso. Así que salí corriendo, toda mojada, antes de que cortaran. José estaba en la cama, tirado, semidesnudo, con esperanzas de tener sexo de reconciliación. Nunca lo vi tan precario y estúpido como en ese momento.
Cuando llegué al teléfono, sin embargo, me quedé dura: vi que el identificador de llamadas decía mi número de celular. Marcelo había encontrado «casa» en la agenda y llamó. Quería saber por qué no había ido a buscar las cosas, que pensó que yo iba a ir. Yo le dije que pensé que iba a venir él. Me explicó que no podía y yo le dije que tampoco, porque me estaba preparando para ir al casamiento por civil de mi hermana. Me dijo que ya sabía porque estaban las tarjetas. Le pregunté si me había revisado la cartera y se rió. Supongo que sí. Aunque lo haya negado.
Cuando corté estaba contenta. Mi vida no había cambiado en nada pero estaba contenta igual. Quizá no iba a recuperar mi cartera (que era fea y no me combinaba con nada), pero por lo menos estaba segura de que todavía era mía.
Sin embargo, ese llanto, esa agua y esa confirmación desató en mi una certeza enorme. No quería a ese hombre desnudo en mi casa ni otro segundo más. No porque fuese gritón, ni precario, ni fanático del fútbol. No quería que estuviera porque no me ponía contenta estar con él.
Me senté al borde de la cama, envuelta en una toalla, chorreando agua del pelo y de los ojos y mojando las sábanas recién cambiadas.
—¿José? Yo no te quiero.
—Ya sé.
—No, no sabés. Vos tampoco me querés. Estamos juntos porque hay que estar con alguien. ¿Entendés? Nosotros estamos juntos para no sentir los sábados a la noche que caminamos por la cornisa. Para no ver un plato y una taza en el lavaplatos, para no sentir las pantuflas frías, para no despertarnos el domingo al mediodía y ver los bordes de pizza retorcidos de la noche anterior, para no sentir envidia de esas familias que llevan los bolsos, felices, para pasar el día en el club. Estamos juntos para no preguntar cuánto es el mínimo de helado que traen a domicilio, para no revolver todas las bandejas de milanesas en el supermercado hasta encontrar la más chica, para no tener que ir solos a todos lados y soportar la mirada ajena que nos dice que somos fracasados, olvidados, el chico que en la clase de gimnasia nadie elige para jugar al quemado.
José se rió.
—Así que lo de la cartera venía por ahí.
—No sé por dónde viene, pero hay algo con esa cartera, es cierto.
—De coger ni hablar, ¿no? —me preguntó, un poco en broma, un poco en serio.
—Ni de coger, ni de ir a un casamiento, ni de cenar el sábado a la noche, ni de meterte en mis pantuflas. No quiero calentar un costado de la cama, una silla en un casamiento o un par de zapatos.
—¿Por qué lo tenés que hacer tan complicado todo, lentejita?
—Porque yo quiero alguien que se muera por mí. Alguien que no soporte estar con otra persona. Alguien que me mejore y que sea mejor porque está conmigo. Eso quiero. O eso quise siempre. Y no quiero conformarme más. Si no es así, prefiero quedarme sin nada.
—Nada, entonces —dijo mientras se levantaba, para vestirse, un poco ofuscado.
—Nada.
31 de mayo
El casamiento por civil pasó sin pena ni gloria. Apenas si almorzamos unos cuantos en un restaurante y yo me excusé diciendo que tenía que trabajar. Recién hoy, en la fiesta de casamiento de mi hermana, todos se van a dar cuenta de que estoy sola de nuevo.
Durante el último año imaginé esta fiesta cerca de doscientas veces. Primero, entrando con Matías perfecto, bailando borrachos, burlándonos de la gente y chicaneando a mi madre que estaría histérica por la derrota. Después me imaginé yendo con Ezequiel en dos variantes: una en la que no pasaba nada, y otra en la que se peleaba con Juan Pitt mientras la estúpida lloraba a moco tendido en el guardarropa. Me imaginé otra con Oscarcito, sólo porque estaba deprimida y quería autoflagelarme. Me imaginé una con Willy, el loquito del celular (yo me escondía porque no lo soportaba más, y él me mandaba mensajes de texto y me llamaba durante toda la noche). Me imaginé también una con Marcelo en la que él me corría la silla, me alcanzaba el abrigo y yo le buscaba torta en la mesa de dulce con diligencia sumisa de novia almibarada. Y por último, me imaginé una fiesta con José. Una fiesta tan factible, tan cercana, que casi pude saborear la isla flotante y escuchar la música brasilera desde mi cama.
Pero no puedo negar que también me imaginé este final. Que en el fondo, mi gran miedo era que mi mamá tuviera razón justamente porque sentía que su profecía era cierta. Que, como dije mil veces, yo era la que se tropezaba con la mesa de dulces o la que se rompía un taco bailando en la pista, pero no la que llamaba la atención de los hombres con su melena colorada y su figura esbelta.
Sin embargo, esta vez tengo que asumir que haber perdido fue mi culpa. Y no porque lo haya dejado a José, sino porque hice las cosas mal desde el primer día. Si quería ganar, nunca busqué ni elegí al mejor candidato para llegar a la fiesta. Y si lo que quería era enamorarme, nunca dejé de buscar y de elegir como si estuviera comprando en una zapatería en liquidación.
Ayer le dije a Rodrigo que iba a ir sola, a José que no quería estar con él, y a Marcelo que por favor pasara a dejarme la cartera. Tenía esperanzas de que viniera. Tantas, pero tantas. Pero no vino. No quiso, no pudo, no lo dejaron. No sé.
Hoy se casa mi hermana y perdí. Y voy a tener que pasar por esa noche, por esa fiesta de la peor forma imaginable: sola.