2 de abril

Hoy a la mañana me despertó un llamado.

—Hola, soy yo, Iri. Estoy en el florista. Mamá y yo queremos poner unos centros de mesa que tienen unas flores de Costa Rica, tropicales, divinas, que nunca nunca nunca se vieron, Lulú. Yo nunca las vi en ninguna revista.

—¿Qué?

—Y queríamos saber a vos qué te parecía…

Y directamente le corté. Plaf.

3 de abril

Hace rato que debería haberle preguntado a José si me va a acompañar al casamiento, pero por miedo de que se espante, no lo hice. El problema es que me quedan menos de dos meses, y si no le pregunto ya, no voy a tener tiempo de conocer a otra persona. Así que hoy a la tarde, después de dar muchas vueltas, resolví terminar con esta incertidumbre y esperé que viniera solo a mi escritorio para agarrarlo de sorpresa.

—Che… Yo sé que es medio raro que te pregunte esto ahora, pero necesito confirmar algo… Yo sé cuántas veces dijiste que odiabas los casamientos. No, no te asustes, no me quiero casar. Pero mi hermana sí. No pongas esa cara, por favor. Mi familia quiere saber si me manda dos tarjetas o una.

—Y vos querés que te mande dos… —dijo José, con expresión de dolor de huevos.

—No quiero ir sola.

—No soy esa clase de novio.

—Ya sé, pero lo vas a hacer por mí, para que yo no sea esa clase de sola.

5 de abril

Hoy llamé a mi hermana para avisarle que podía elegir lo que quisiera: salmón, flores importadas, un cisne esculpido en hielo, papas noisette en forma de corazón, una carroza con caballos blancos. José me va a acompañar a la fiesta y voy a ganar la apuesta. Debería estar feliz, pero sólo estoy tranquila.

6 de abril | ¿Estoy de novia?

El otro día, cuando hablamos con José sobre el casamiento, dijo que él no iba a bailar, no iba a hacerse amigo de mi padre, ni iba a comer los domingos con mi familia. Que él no iba a ser esa clase de novio. ¿Escuché bien? ¿Esa clase de novio? ¿La palabra clave es «clase» o «novio»?

La relación con Matías, por ejemplo, fue un despropósito desde el primer día. Matías era el mejor y el peor candidato al mismo tiempo. Es decir, el que más me gustaba y congeniaba conmigo, pero el peor para la apuesta. No me iba a durar nueve meses aunque lo secuestrara y lo atara a una cama hasta el día de la fiesta. José, en cambio, es todo lo opuesto. Es un buen acompañante para llevar a una fiesta pero no puede impresionar a nadie con ese carácter furibundo y esa forma de devorar.

Pero más allá de todo esto, si la palabra clave es «novio» y no «clase», como yo creo, se podría decir que por fin se acabó el asiento trasero del auto para mí. Que cuando alguien me pregunte si tengo novio por fin podré señalar la mesa de postres y decir que aquel grandote de traje azul que se está comiendo la isla flotante con la mano es mi novio. ¡Un novio de esos que alquilan películas en el videoclub los domingos a la tarde! Un novio que te agarra de la mano para cruzar la calle, que te lleva las bolsas del supermercado, que te acaricia el pelo cuando estás enferma o que se pelea con el vecino que te roba el diario por las mañanas. Un novio normal. Por fin.

7 de abril

Como vivo tratando de hacer dieta (keyword: tratando), hoy me llevé una ensalada a la oficina. Adentro de un táper di vuelta una bandejita comprada de repollo, zanahoria y radicheta (de las que parecen viruta), le agregué un tomate medio verde, un huevo mal pelado y una pata de pollo al espiedo que descansaba, holgazana, desde el fin de semana en mi heladera.

Al mediodía me compré un agua saborizada y me fui al comedor a degustar mi porquería, con absoluta convicción de que ese acto heroico ya me hacía más flaca. La condimenté, la revolví y la probé: además de lucir horrible, sabía fatal: parecía papel picado.

Como si eso fuera poco, Marcelo se me sentó al lado, abrió su táper y me iluminó con su porción de felicidad hogareña. Si el táper de Marcelo y el mío hubieran sido fotografías, la mía hubiese ilustrado una crónica sobre malversación de fondos en los comedores escolares de la provincia y la de Marcelo hubiera sido la tapa de una revista gourmet. Su táper era la declaración de amor de una esposa perfecta: unos sanguchitos mínimos en triángulos de pan blanco y mullido que parecían robados de una mesa de té victoriana, un alfajor miniatura artesanal, un pack de juguito, un tapercito chiquito con una ensalada de papas (¡y nada de papas rotas!, ¡parecían bloquecitos de madera para jugar!) y dos bombones en papel metalizado arriba de una servilleta verde doblada en ocho. Hasta tenía un cuchillo y tenedor de plástico. ¡Como si los necesitara!

Les juro que no sabía cómo hacer para tapar mi ensalada. Me quería morir. Me sentía igual a la vez que estaba en jogging y ojotas comprando un alfajor triple y me encontré con mi ex y su nueva novia.

¿Mi solución? Comerme la ensalada en tres minutos e irme corriendo. ¿Mi sensación? Lisa y llana envidia. ¿Mi moraleja? Ninguna. Sólo diré que más tarde José vino a mi escritorio, abrió una caja de chicles y se los tiró todos en la garganta. Ni siquiera amagó a convidarme.

Y así estamos.

8 de abril

Más allá de mis obsesiones recurrentes o de mi lacónica relación con José, últimamente mi vida venía muy tranquila. Trabajar, tener sexo, envidiar, sentir pena. En fin, lo de siempre.

Hasta ayer.

A las nueve de la noche me llamó Rodrigo, mi ex. Nos hicimos las preguntas de rigor, me contó que cambió el auto, le pregunté por la madre, me hizo chistes horribles sobre mis plantas secas y mi incapacidad para la cocina, y lo mandé a cagar unas cuantas veces. Nada especial, lo de siempre.

Hasta la mitad de la conversación.

—Che, viene el casamiento de Irina. ¿Vamos juntos? —me preguntó.

—¿Qué? ¿Vos y yo? No.

—Pero para que no vayas sola.

—¿Qué? ¿Y quién te dijo que yo voy a ir sola? Yo voy con mi novio.

—¿El de la fiesta? ¿Ezequiel era?

—¿Y vos cómo sabés de Ezequiel?

No podía entender por qué Rodrigo había dicho Ezequiel si el único hombre del que yo le había hablado alguna vez era Matías. Me pareció rarísimo. Hasta un rato más tarde, cuando llamó mi mamá y entendí todo de repente.

—¿Qué hacías, querida?

—Nada, mamá. ¿Pasa algo?

—No, nada. ¿Qué? ¿No te puedo llamar si no pasa algo? ¿Desde cuándo? ¡Quería saber cómo estabas, che! —dijo mi madre, perseguida.

—Bueno, estoy bien.

—¿Novedades?

—Ninguna.

—¿Ninguna? ¿Nada de trabajo, de… cosas de la casa, de… qué sé yo, novios?

Y cuando le iba a contestar, sentí una puntadita en el estómago. ¿Por qué mi mamá me preguntaba por novios diez minutos después de haberle contado a Rodrigo que tenía uno? ¿Y peor todavía, quién le contó a Rodrigo de Ezequiel?

10 de abril

Ayer a la noche, después de ir a jugar al bowling, José se quedó a dormir en casa y tuve el sueño más extraño del mundo. Yo me despertaba súbitamente, muy angustiada, y lo llamaba tocándole el hombro para que se levantara, a punto de llorar. Pero José no me daba bola y seguía durmiendo. Entonces yo lo destapaba y descubría por qué no oía nada: tenía un gorro de lana coya con orejeras y pompón. Como quería hablarle, yo le corría las orejeras, y entonces ya no era José. Era Marcelo.

13 de abril

Aprovechando que mi familia no iba a estar en todo el día, hoy fui hasta la casa de mi mamá y marqué el teléfono de Rodrigo desde el teléfono fijo. Desde mi celular no me quería atender. Era obvio. Le había dejado varios mensajes y nunca había respondido ninguno.

Pero esta vez atendió.

—¡Ah, si ves el teléfono de tu amiguita atendés!

Y se deshizo en explicaciones sin pies ni cabeza: que no tenía batería, que había estado enfermo, que no escuchaba los mensajes desde el miércoles. De todo, menos la verdad.

—Así que hablás con mi mamá. ¿Son amigos?

—No hablo con tu mamá, cada tanto me llama, me pregunta cómo estoy, esas cosas… ¡Yo iba a ser su yerno, no es tan raro!

—No sólo es raro. Es tristísimo. Sos amigo de tu suegra.

—No es mi amiga. Estaba preocupada por vos, me llamó algunas veces, le conté cómo estabas. Sí, le dije que habías terminado con ese chico en la fiesta, ella creyó que era otro, nada más.

—Claro.

—Ella tiene miedo de que vayas sola al casamiento, y me dijo que seguro yo iba a ir solo también, que era una pena… Que por qué no averiguaba bien… Y tiene razón.

—Qué tarado sos. ¡Vos pensás que de verdad le importa si vas solo! ¡Quería que averigües si yo tenía con quién ir!

—¿Por qué?

—¡Porque mi vieja es Lex Luthor, Rodrigo!

14 de abril | No soporto más a José

Todas las cualidades que al principio me causaban gracia o me resultaban mínimamente interesantes ahora me ponen los pelos de punta. Todas. Y al mismo tiempo.

Una de las cosas que más odio, por ejemplo, es que cante canciones de cancha en la ducha. Arranca gritando «lacadé, lacadé» en voz baja, pero se va entusiasmando cada vez más, y al final aúlla unos alaridos tumberos que me dejan los nervios a la miseria. Y como si fuera poco, más tarde yo misma me encuentro cantando lo mismo en cualquier lado: «Desde el Este y el Oeste/ en el Norte y en el Sur/ brillará blanca y celeste/ la academia Racing Club», sin darme cuenta.

Otra cosa que me molesta es que, para él, todo se arregla en la cama. Si estoy de malhumor porque llegó dos horas tarde, me hace un movimiento de pelvis espantoso y adolescente y me dice que me va a «sacar el enojo» como él sabe. Si se me borró una nota larguísima en la computadora de la oficina y me pongo a chillar, me toca la cola y me dice que a mí me anda faltando «un poco de José».

Y hay más. Detesto su forma de comer. Es una langosta. Cada vez que viene a casa me asalta la heladera y se come hasta la mayonesa. Si pedimos comida por teléfono y tardo demasiado en agarrar una porción, se traga hasta la última miga. Si quiero cenar normalmente, tengo que atiborrarme de comida en los primeros cinco minutos, porque no hay cantidad que me asegure un plato lleno. Él siempre come más rápido que yo.

Y por último, es peleador, bravucón, maleducado. Parece un barrabrava. Hace poco, almorzando en el bar que está abajo de la oficina, se gritó con otro comensal porque nos había sacado el salero mientras él estaba en el baño. Juro que nunca había pasado tanta vergüenza en mi vida. O sí, con Rodrigo. Pero ahí está el punto. ¿Para qué me voy a quedar con un papelonero que sólo me quiere para coger cuando tengo uno igual de escandaloso y gritón que quiere ser el padre de mis hijos?

15 de abril

Hoy a la mañana tuve que ir a buscar unas muestras de telas a lo de mi hermana y llevarlas al salón, porque ella tenía náuseas, ganas de comer aceitunas y un zarpullido picoso que la hacía llorar todo el tiempo.

Me desperté una hora después de que sonara el reloj, busqué ropa limpia (que siempre es escasa por mi consabida pereza para lavar) y me maquillé un poco arriba del taxi. Llegué cuarenta y cinco minutos tarde, pero en vez de encontrar a mi hermana a los gritos, me choqué con mi madre, que iba y venía con mis telas en la mano.

—¡Ay! Pensamos que no venías… —me dijo mi mamá, fingiendo desinterés.

—Se me hizo tarde.

—Ah. Bueno, igual ya voy yo.

—Bueno, asegurate de ponerme dos lugares buenos.

—Yo te pongo, yo te pongo, mi cielo, vos asegurate de ocuparlos.

—¿Qué?

—Ay, nada, nada. Un chiste tonto.

Y ahí se me soltó el último cable. No pensé nada más. Y hablé. De más, por supuesto.

—Yo los voy a ocupar. Vos ocupate de juntar plata que la vas a necesitar. Porque una cosa es pagar media fiesta, y otra es pagar una fiesta entera.

Mi madre se dio vuelta y la miró furiosa a Irina, que se hacía la tonta y se miraba sus uñas recién pintadas.

—¡Yo no dije nada! —dijo Irina, verde por las náuseas y con cara de penitencia.

—Mirá Lulú —dijo mi madre—. Si vos querés decir que yo le dije a tu hermana…

—Yo sé muy bien lo que le dijiste a mi hermana.

Mi madre nos miró fijamente a las dos, primero a mí y después a Irina (a veces tiene una mirada fulminante, igual a la que nos hacía cuando éramos chicas y nos portábamos mal en público o queríamos agarrar otra porción de torta).

—Fue un comentario, un chiste…

—¡No fue un comentario! ¡Fue una apuesta real de la que volvimos a hablar hace menos de un mes! ¡Ahora no te vas a echar atrás! —gritó histérica, mi hermana.

—Yo te escuché —le dije.

—Así que las dos se complotan contra mí. Yo sólo lo dije porque, bueno, siempre vas sola. ¡No me lo inventé! No me miren como si todo fuese una locura mía. ¿Vas sola o no? ¿¡Ahora eso es mi culpa!?

—No, no es tu culpa. Pero vas a tener que pagar igual.

—Mirá: no me busques, Lulú.

—¿Qué no te busque?

—Sí, no me hagás decir cosas que no quiero decir.

—Decilas. ¿Qué más podrías decir? ¿Con qué me vas a sorprender ahora?

Mi madre se cruzó de brazos y me miró fijamente. Ni siquiera pestañeaba.

—Primero te tiene que durar un mes y medio. Es más. A mí plata no me falta. Hagamos como que es un incentivo. Si durás un mes y medio, pago toda la fiesta. Ahí tenés.

17 de abril | ¿Por qué mi mamá es así?

Cuando mi mamá era chica, mi abuela (que al parecer era muy estricta) la amenazaba con que se iba a quedar soltera como su hermana, la tía Fefa. Mi mamá lo cuenta muerta de risa, pero desde acá, a la distancia, yo no puedo imaginarme qué tenía de gracioso para ella en esa época.

«Las chicas de tobillos gordos como las Bonelli se quedan solteras. Quien no sabe amasar no se puede casar. La tía Fefa es soltera porque entre casarse y comer eligió comer. ¿Vos qué vas a elegir? ¿Querés ser como mamá (y ponía cara de feliz) o como la tía Fefa (e inflaba los cachetes de gorda)?»

Mi mamá fue gordita hasta los nueve años y la tía Fefa era su tía preferida. Detrás de su casa (porque vivía con ellos, como todas las solteronas), tenía un taller de costura al que mi mamá iba a verla trabajar. Le parecía hermoso ver como hacía vestidos de un sencillo pedazo de tela. Siempre cuenta lo mismo: que para ella, una tira de seda frunciéndose para hacer un volado era algo parecido a la magia.

Las dos, Fefa y mi mamá, tenían un ritual que llevaban a cabo a escondidas de mi abuela, todos los martes y jueves: comían escones y masas secas, tomaban té en unas tazas inglesas con dibujos azules y esperaban ansiosas que llegara una clienta preciosa que venía a probarse ropa. Mi mamá no se acuerda mucho, pero dice que tenía tacos altísimos y usaba medias importadas con una rayita en la parte de atrás de la pierna. A las dos les encantaba mirarla mientras giraba frente al espejo de cuerpo entero y que la blusa cayera por su escote como una caricia. Según cuenta mi mamá, mi tía Fefa se esmeraba especialmente en hacer esa ropa porque decía que la clienta la iba a saber llevar.

A esa edad, a mi mamá le gustaba un chico del colegio, pero en esa época esas cosas no se decían, era un papelón absoluto que una chica suspirara por un galán. Sin embargo, como mi mamá no sabía disimular, todos sus amigos se dieron cuenta enseguida. Hasta el chico en cuestión, quien se apuró a aclarar (delante de ella) que mi mamá no le gustaba porque «era una gorda».

Mi mamá lloró tirada en la cama una semana entera. No hizo otra cosa que llorar. Ni siquiera comió las galletitas que mi abuela había dejado en la mesa de luz para consolarla (y eso que era la primera vez en la vida que mi abuela le ofrecía por propia voluntad un plato traidor de golosinas).

En esa semana, mi mamá dejó de comer a escondidas y bajó de peso por primera vez en su vida. Hasta ese momento había creído que la gordura era imposible de controlar. Fue tal su sorpresa, que nunca volvió a ingerir nada con azúcar hasta el día de hoy. Compra las tortas, las sirve, las elogia, pero jamás las come. Las mira fijo como si fueran bichos que la pueden devorar por dentro.

A veces, cuando mi mamá me dice que suelte ese vigilante, la odio. La odio por superficial, por retorcida, por insensible. Pero otras veces, cuando estoy distraída, me la imagino chiquita y redonda, llorando en su cuarto, con la mandíbula apretada de bronca, tratando de contenerse para agarrar una galletita de la mesa de luz, con la tierna esperanza de llegar a grande como la clienta de la blusa y no como la modista. Y ya no siento enojo. Sólo pena.

19 de abril

La relación con José entró en lo que yo llamo el «punto gris». Estamos hasta el cuello de rutina mediocre de parejita joven y oficinista que comparte un dos ambientes barato, se pelea por el control remoto, tiene sexo tres veces por semana y sale los viernes, cada uno por su lado, con amigos. Somos así de comunes. Una estadística, un cliché, una mentira que se viste de amor para tener una manito que nos ayude a cargar las bolsas del supermercado o que ocupe una silla en una fiesta de casamiento.

Cada tanto, sin embargo, hacemos algo fuera de lo común. Como el lunes a la mañana mientras José se duchaba, por ejemplo.

—Mi viejo siempre me decía/ llevalo en el corazón/ te van a cagar dirigentes/ te va a delatar un botón… —cantaba José, desde el baño.

—Che, terminala —le dije mientras me vestía.

—Pero me importa una mierda/ yo vivo con esa ilusión/ la de poder ver a Racing/ de nuevo campeón… —seguía gritando y saltando, agarrado de la canilla.

—¡José! ¡Me estás volviendo loca! ¡Dejá de cantar esa porquería, che!

—Oooooooooooooooooooooh! Ohhhhhhhhhhhhhhhhh! Lacaaaaaaaaaaaadé, lacaaaaaaaaaaaadé.

—¡No te hagás el que no me escuchás!

—Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh Ohhhhhhhhhhhhhhhh.

—Pero la puta madre.

—Mi viejo siempre me decía/ llevalo en el corazón/ te van a cagar dirigentes/ te va a delatar un botóooooon…

Y me paré, fui hasta la cocina, abrí el mueble bajo la mesada, me arrodillé, y por fin escuché el grito que sí quería escuchar.

21 de abril

Hoy cuando volvía de almorzar, me crucé con Marina y Marcelo en la entrada del edificio. O mejor dicho, me estuve por cruzar, porque me demoré a propósito en el kiosco. No podía verlos hacer sus pavaditas de novios. No hoy, que hacía tanto frío. Así que preferí convencerme de que necesitaba comprar pañuelos en ese mismo momento.

Marina le leía la palma de las manos a Marcelo y se reían. Traté de descifrar lo que decían, pero sus labios se volvían ilegibles por la distancia. Ella hablaba, y hablaba, y hablaba. El viento la despeinaba y se volvía a acomodar el flequillo, divertida, mientras seguía mirando la mano de Marcelo con fingido interés.

Compré los pañuelos, miré unos anteojos en un exhibidor giratorio, revisé la variedad de galletitas y el exagerado precio de los lácteos de la heladera vertical, con la esperanza de que el tiempo pasara rápido y yo no tuviera que reconocerme a mí misma que me estaba escondiendo. Pero no pudo ser. Ellos siguieron riéndose en la puerta y no tuve más opción que volver a la oficina.

Cuando me vieron, Marcelo sacó inmediatamente la mano. Supongo que le dio vergüenza el juego pueril de enamorados. Quizá fue un acto reflejo. Mientras bajaba los ojos, ruborizado, ella me explicó que le estaba leyendo la suerte.

Más tarde, mientras subíamos en el ascensor a la oficina de nuevo, le pregunté qué le había dicho.

—¿Y? ¿Tuviste suerte?

—Dice que nos vamos a casar y a tener siete hijos.

—¿Siete?

—Yo no creo en esas cosas —dijo Marcelo y se encogió de hombros.

—Yo tampoco.

24 de abril

Le aplastaría la cabeza como un zapallo. Agarraría un palo, una papa cruda, algo bien contundente y se la tiraría desde bien lejos para desmayarlo. O no. Le daría somníferos mezclados en una cajita de vino para que se duerma hasta el año que viene. Y después incendiaría el cilindro de Avellaneda con la llama olímpica.

Ayer, mientras mirábamos el partido de Racing, José agotó mi paciencia.

—Y ya lo ve/ y ya lo ve/ es el equipo de José.

No sé que es peor. Si que su cuadro gane, y por eso cante exaltado, o que pierda y empiece con la historia de cuando Racing salió campeón del año 66. Si escucho de nuevo que fue el primer campeón del mundo, el tricampeón del fútbol argentino, que llenó dos canchas enteras al mismo tiempo, me tiro por la ventana. Lo juro.

—¡NO! ¡NO! —gritó José.

Dicen que si deseás algo con mucha mucha fuerza, se cumple. Voy a probar. Callate. Callate. Callate. Callate. Callate. Callate. Callate. No funciona. No me va a quedar más remedio que matarlo o cortarle la lengua.

—Che, José.

—Decime José Lacadé o no te contesto.

—Dale.

—¿Qué pasa, lentejita?

—Tenemos que hablar.

—¿Eh? —dijo mirando el televisor—. ¡PENAL! ¡PENAL! ¿Ahora?

José golpea la mesa.

—Sí.

—¿De qué? ¡PENAAAAAAAAAL, LA PUTA QUE TE PARIÓ!

—José…

—¿Tiene que ser ahora? ¿Lo planeás, no? Tenemos que hablar justo ahora que Racing está por meter un gol… Ya fue. Le digo. Es un nabo, se lo merece por nabo.

—El domingo me voy a comer con mi familia.

—Ni me pidas que vaya, te paso a buscar, cuando termines. ¡PENAL!

—No sé qué te atajás si ni te iba a invitar.

28 de abril

Al final, ayer José me pasó a buscar por lo de mi mamá. La idea era que ella lo viera y supiera que yo estaba con alguien. Nada más. Así que cuando José llegó, lo dejé unos minutos tocando timbre, dejé que mi hermana me avisara que me buscaba un hombre, y después agarré mi cartera y salí. Pero mi madre no se quedó quieta. Al escuchar la palabra «hombre», en vez de preguntar quién era, me interceptó y abrió la puerta ella misma.

Entusiasmada por la novedad, mi madre trató de convencer a José de que se quedara a tomar café. Y como José se negaba, monosilábico y desencajado, tuvo que insistir hasta las últimas consecuencias.

—Quizás otro día —dijo José, amargado.

—¡Ay, no sean tontos! ¿Qué tienen que hacer? Si sos como ésta, ir a dormir la siesta… —dijo mi mamá, mientras bajábamos la escalera.

La cara de José se transformó. Se puso muy serio y frunció el ceño con genuino enojo de barrabrava.

—¿Ésta quién?

—¡Mi hija! Ya vas a ver lo que duerme, te vas a asustar. Cuando era chica, yo le golpeaba la puerta porque no salía del cuarto en días…

—Mamá…

—Estaba ahí, mirando tele y durmiendo en vez de salir, todo el fin de semana. Entonces el papá y yo…

—¡Mamá!

—Le golpeábamos la puerta y le decíamos: ¿Lulú, mi amor, estás viva? Pero contestaba que sí y seguía adentro, comiendo y comiendo, y mirando tele hasta que el lunes iba al colegio de nuevo.

—¿Se supone que me asuste? —dijo José, de malhumor.

—Ay no, che, era un chiste —dijo mi mamá, y le palmeó el hombro a José.

Agarré a José para irme, mientras intentaba no ponerme a llorar. Lo único que quería era desaparecer y no seguir hablando de nada. Ni con él ni con mi mamá.

—Ay, chicos, qué malhumor. ¡Son tal para cual!

—¿Ésta es tu vieja?

—Por favor, vámonos.

—Ay, bueno, sí, vayan a dormir la siesta.

—Vayan las pelotas. ¿Ésta es tu vieja?

Mi madre abrió los ojos como si hubiera visto un muerto. Yo empecé a tirar de José para irnos.

—Pero no puede hablar así, qué mierda tiene en la cabeza… ¡Es tu vieja! ¡Cómo va a hablar así!

—Te pido por favor que nos vayamos.

—¿Pero qué dije yo? ¿Qué hice ahora? —gemía mi mamá.

Mientras mi mamá ponía cara de pobrecita, yo seguía tirando de José, que la miraba, estupefacto, esperando otra intervención para comérsela viva.

—Pero oí, vos no te das cuenta porque es tu vieja, pero piró, está completamente loca. ¡Decile algo o le digo yo! ¡Decile algo, está loca!

Pero no pude hacer nada. Sólo me puse a llorar y le pedí en voz baja que nos fuéramos a casa, que después hablábamos, que después veíamos, lo que él quisiera, pero después. Que por favor, después.

Y nos fuimos. Mientras yo lloraba y él se daba vuelta para mirar a mi mamá, que se encogía de hombros desorientada.

29 de abril

Desde el domingo, las cosas con José están raras. Él se enojó porque no le dije nada a mi mamá y yo me asusté con su reacción. Si bien no estamos peleados, luego de semejante episodio yo me quise ir sola a mi casa, él se fue a la suya y no volvimos a hablar hasta ayer, que discutimos en un pasillo de la oficina. Pero no gritamos, no peleamos, ni nos dijimos cosas feas. Sólo hablamos y no pudimos ponernos de acuerdo en nada.

Marcelo se dio cuenta de que tenía mala cara y me preguntó qué pasaba, pero no quise contestarle. Entonces se agachó, detrás de mi escritorio y me dijo que él conocía bien mi cara, y que sin importar lo que yo dijera, a esta altura me había mirado tanto, tantas veces, con tanto detalle, que sabía mis expresiones de memoria.

30 de abril | Una cuestión de peso

Ayer tuve un sueño horrible de nuevo.

Hace un par de años, cuando corté con Rodrigo y quedé soltera de nuevo, engordé quince kilos. En esa época, yo me despertaba tardísimo porque estudiaba para dar los últimos finales, y me iba en camisón y con todo el pelo revuelto a revisar la heladera para hacerme un brunch tardío saturado de grasas trans. Ahora lo recuerdo y no lo puedo creer. No por las cosas que comía, sino porque no sentía nada de culpa. La tragedia amorosa justificaba cada mimito culinario, cada mordisquito y cada chorrito de aceite de más.

En el sueño, yo iba tambaleándome hasta la heladera, y cuando la abría no había nada. Entonces le preguntaba a mi mamá si no había ido al supermercado y ella me decía que teníamos que hablar.

—¡Pero tengo hambre! —insistía yo, de pésimo humor.

Pero mi mamá trataba de convencerme de que no comiera, con la excusa de que me quería presentar a alguien. Yo, por mi parte, le explicaba que no quería conocer a nadie, que recién había cortado con mi novio, pero ella insistía con que era algo diferente y me pedía que fuera hasta el living.

Cuando llegaba el living, me encontraba a Adrián Cormillot sentado y me enamoraba de él a primera vista. No sé por qué. No tiene lógica. Pero yo lo veía y sentía un amor que me hundía el pecho. Temblaba de emoción y caminaba hacia él como si estuviera hipnotizada.

Mi mamá nos presentaba y nos dejaba a solas, y él me contaba que tenía un programa de televisión donde ayudaba a los gordos a dejar de comer. Yo hacía que lo escuchaba, pero sólo miraba sus ojos, su boca, sus manos enormes. En un momento no podía soportarlo más y trataba de besarlo. Me acercaba lentamente, como en las películas, y él inclinaba su cabeza para recibir, cómodo, mi beso.

Pero apenas llegaba a su boca, a un milímetro de rozar sus labios, Adrián Cormillot ponía un dedo entre nosotros y lo bloqueaba.

—Tu mamá y yo queremos invitarte a «Cuestión de peso» —decía Adrián Cormillot.

—¿Qué?

Mi mamá, que había visto todo, salía del pasillo donde esperaba escondida, frotándose las manos con miedo.

—Es lo mejor.

—¡Ya voy a bajar! ¡No necesito ir a concurso de gordos en televisión! ¿No ven que estoy triste?

—No estás triste. Estás gorda —sentenciaba Adrián, fulminante.

Y ahí me desperté y me comí un alfajor.