3 de marzo | Tengo un plan
Mi plan es perfecto. Voy a ponerme una pollera corta, unos zapatos bien altos, la careta de estúpida y me voy a ir a jugar al bowling con la desesperada, alevosa, pecaminosa y premeditada intención de despertar algún tipo de interés en José. Así de simple. Sin planes retorcidos ni maquiavélicos. Pienso apelar al ritual de apareamiento más animal y precario del universo. El de la promesa sexual. El de las plumas de colores. Me voy a hacer la dama en apuros, la tontita, la que tira mal la bola para que la ayuden. ¿De qué sirve buscar otro tipo de vínculo cuando ni siquiera sé si puede durar? ¿Y si me dice que no? ¿Para qué voy a esforzarme en parecer interesante si ni siquiera sé si él me interesa? Primero lo primero. Que me mire. Y después vemos.
5 de marzo | Cambio de planes
Hoy, mientras tomaba mi primer café de la mañana y repasaba mi plan para despertar interés en José, me pasó algo inesperado. Algo que nunca me había pasado antes. Algo que me hizo cambiar de planes. Algo que todavía no sé cómo definir. Algo que no les pasa a las chicas como yo.
José se sentó encima de mi escritorio, agarró mi lapicero, se puso a jugar con las biromes, y dijo:
—Che, ¿vos vas al bowling hoy? ¿No querés hacer otra cosa?
Así nomás. Como si nada. De repente. Me llevó por delante, como un auto que te choca de atrás mientras repasás mentalmente la lista del supermercado.
6 de marzo
No voy a mentir ni a hacerme la liberal o la moderna. En mis treinta años de solterona, nunca pero nunca me había acostado con alguien tan rápido. Jamás de los jamases me fui a la cama con cualquiera y menos a los diez minutos de una cita. Es mi primera vez.
José quería que hiciéramos «algo» a la salida de la oficina. Así nomás, sin aclarar qué. Ni siquiera quería esperar hasta la noche. Teníamos que vernos así, todos transpirados, con los dedos llenos de birome explotada y el pantalón salpicado por la máquina de café. Yo quería, en cambio, ir a bañarme a casa, pero se me rió en la cara. Como si supiera que no iba a necesitar la ropa (lo que los hombres no saben es que nosotras no tenemos esas veleidades por coquetas, sino porque no estamos depiladas, tenemos un corpiño horroroso o esmalte rojo saltado en las uñas de los pies).
Habremos estado en el bar veinte minutos, nada más. Ahora me doy cuenta de que hablar era una excusa. Yo me esforzaba mucho por crear una conversación interesante, pero él estaba más concentrado en ver cómo hacía para llevarme a su casa.
José es muy directo. Básico. Habla poco, hace algunos chistes precarios pero efectivos, se ríe sin parar con una boca enorme que se abre como una grieta, y va directo al grano. No habían pasado ni veinte minutos cuando me dio un beso, por ejemplo. Yo me quedé dura, rara, incómoda. Estábamos en un bar del microcentro y era de día para darse besos así. Sin embargo, mi incomodidad, lejos de ser un obstáculo, fue un aliciente. Cuando le dije que el lugar me parecía inapropiado (ya parezco Graciela) lo habilité para hacer la propuesta.
—Sí —dijo—, es cualquiera acá. Mejor vamos a mi casa.
Y se paró, y pagó ahí nomás. Sin consultarme nada. Dando por sentado que yo iba a decir que sí.
Su departamento es la típica casa de un soltero. Todo es funcional, sin adornos, sin recuerdos. Ni siquiera hay películas o libros. Sólo una mesa, una computadora, un sillón, una cama. Sin embargo, estaba muy arreglado y prolijo. No había cajas de pizza debajo de los muebles, ni vasos usados ni ropa apilada sobre una silla. En ese momento dudé. ¿Era así de ordenado, o limpió porque sabía que me iba a llevar a dormir ahí? ¿Seré así de obvia y no me di cuenta?
Media hora después de entrar ya estábamos en la cama. Media hora en la que pensé lo mal que estaba hacer esto, en lo grave que era meterme en la cama de un compañero de trabajo sin tener una relación amorosa que nos vinculara. Y no es un debate moral. Es puramente laboral. Una cosa es que no funcione una relación en donde hubo cariño y respeto, y otra es el rosario de chismes machistas y exagerados que vienen corriendo detrás de esta clase de deslices.
Sin embargo, fue él mismo el que cuatro horas después, mirando el techo, me hizo la gran pregunta.
—¿Qué querés hacer?
—¿Con qué? —le dije, confundida.
—¿Cómo te saludo mañana?
—Ah, eso. Quizá lo mejor es que nadie sepa.
—Ok.
Pero ahora reconozco que quizás exageré, porque hoy lo vi dos o tres veces (de pasada, en el ascensor y en el bar) y en ningún momento me saludó. Ni siquiera me hizo una carita. Si no supiera que el día anterior estuve cuatro horas en su cama diría que me estaba ignorando deliberadamente.
7 de marzo
Estuve durante todo el día vigilando a mis compañeros de oficina, tratando de dilucidar si alguno manifestaba un síntoma de chisme. Me aterraba la idea de que José, como un adolescente en un vestuario, se hubiera jactado de nuestras cuatro horas de sexo casual en algún pasillo de la oficina.
Sin embargo, nunca me habló. Ni él ni nadie.
Es verdad que yo misma le dije que disimulemos, pero una cosa es disimular que tuviste sexo y otra cosa es ignorarse.
Como si fuera poco, caí en un espionaje monomaníaco que consistía en pasar por cualquier lugar en donde estuviera él para ver si me hablaba, me miraba, me saludaba o me hacía caras. Estuve la mitad del día llevando cosas por todos los pisos como un cadete desordenado que sube y baja por las escaleras, indeciso, buscando matar el tiempo hasta la hora de salida.
Pero eso no fue nada. Lo peor vino más tarde, cuando a todos se les ocurrió ir a tomar algo después de la oficina y me tuve que sentar enfrente suyo durante dos horas y media. Dos horas larguísimas en las que contuve mi decepción adolescente y mis ganas de darle vuelta una canasta de maní en la cabeza, para no protagonizar el tercer escándalo del año en mi lugar de trabajo.
Podría haberme ido, ya sé. Pero en el fondo tenía la esperanza de que todo fuera una confusión. De que luego me explicara que no me hablaba por vergüenza o por miedo a ser demasiado obvio delante de sus compañeros. Ya sé, soy idiota. Pero las mujeres somos así. Vivimos colgadas de una expectativa inverosímil hasta que la verdad nos explota en la cara y nos enchastra todo el cuerpo.
A mí, por ejemplo, me explotó a las diez de la noche cuando José (invicto de charlas conmigo) se levantó, avisó que tenía un compromiso y se fue. Nunca me sentí más fea, más tonta, más abandonada (¡¿Para qué tuvo que aclarar que iba a otro lado?! ¡¿Adónde más puede ir un hombre a la una de la mañana, más que a ver a una mujer?!).
Y hasta ahí llegué. No pude seguir disimulando. Estuve diez minutos más tratando de contener la angustia pero no aguanté más y me tuve que ir corriendo. Quería ponerme a llorar en el taxi por perdedora, pasar a buscar un chocolate por la estación de servicio y mirar televisión hasta la madrugada.
Pero no pude tomarme un taxi, porque en la esquina me paró José, que estaba fumando, muerto de frío, con el cuello metido adentro del blazer.
—Dios mío, sos lerdísima. ¡Me estoy cagando de frío! —me dijo José, mientras me agarraba del brazo.
—¿Qué?
—Hace diez minutos que estoy acá. Pensé que te ibas a dar cuenta enseguida.
—No me di cuenta.
—No me di cuenta. Lentejita —dijo, imitándome la voz.
9 de marzo
Hoy me pasó lo peor que le puede pasar un domingo a una mujer soltera. A las cuatro de la tarde, en el punto máximo de desorden y desidia del departamento, me llamó José. Cuando una empieza una relación, estos llamados quieren decir una sola cosa: que el señor quiere verte y que como es domingo a la tarde y vos estás sola en tu casa, piensa venir de visita.
Los hombres ignoran la clase de apocalipsis que se desata cuando cortamos el teléfono. A ellos les encanta decir «en diez te paso a buscar» o «en media hora estoy por allá», porque no saben lo que sufrimos hasta que llegan. Dos minutos después de colgar el tubo no sabemos por dónde empezar. Si nos bañamos, o nos depilamos, o lavamos los platos sucios, si barremos un poco, secamos el baño, escondemos la ropa tirada abajo de la cama, damos vuelta las fotos en las que estamos gordas, tiramos todos los limones podridos que hay en la heladera, vamos a comprar algo para tomar, sacamos la medibacha que cuelga como una telaraña del ventilador, buscamos las copas buenas o hacemos desaparecer el té de yuyos adelgazantes que tenemos sobre la heladera.
Decir que sí significa todo eso. Es decir, que queremos tener sexo, pero que además aceptamos arreglar ese inframundo de celibato repugnante en media hora y atender la puerta con una sonrisa.
Así que apenas corté con José me puse a trabajar como una esclava. Escondí toda mi ropa abollada en las profundidades de un discreto placard, pateé la balanza debajo del ropero, saqué del baño unas toallitas higiénicas enormes que parecían un pañal, revoleé unas pastillas para dormir que me dio mi mamá y saqué las bombachas que colgaban como banderas agujereadas de la canilla de la bañadera.
Bajé corriendo al supermercado, compré Coca-Cola común, un vino tinto, unas crackers, un queso, servilletas, papel higiénico con dibujitos y preservativos. Volví, me puse crema para peinar en el pelo, me planché una pollera, lloré porque no tenía un juego de sábanas limpias, sacudí el sillón, limpié la puerta de la heladera (recién ahí me di cuenta la cantidad de dedos marcados que tenía), tiré diez mil vasos llenos con Coca-Cola vieja que me esperaban, cansados, en todas las esquinas de los muebles, y puse mis pantuflas apestosas detrás del sillón.
Y como en los dibujos animados, dos minutos después tocó el timbre José, espléndido y relajado como quien recién se levanta de dormir la siesta.
Traté de hacerme la anfitriona un ratito, serví vino y empecé a charlar, pero previsiblemente José no estaba interesado en la conversación ni en el queso. Así que pasamos a otra cosa sin más preámbulo. Pero esta vez el sexo no duró cuatro horas seguidas, porque yo interrumpí el asunto para atender los llamados compulsivos que atormentaban a mi pobre celular.
Cuando atendí, sin embargo, no entendí nada de lo que dijeron. Sólo escuchaba un llanto agudo y baboso. Tardé tres o cuatro minutos en darme cuenta de que era Irina que no podía parar de llorar (otra vez). Sólo entendí que hablaba de la boda y del vestido que le quedaba chico. Y esta vez, luego de escucharla durante meses, de consolarla por sus pequeños imprevistos, le dije que no la entendía y que hablábamos después.
Ya sé que puedo parecer una insensible, pero ¿hasta cuándo tengo que pasar yo mis domingos hablando de broderie y servilletas en forma de pato? ¿Es necesario armar un escándalo por todo? ¿Y es justo que todos los demás soporten sus ataques de nervios porque la modista no entendió que el bretel era más finito?
Cuando corté yo estaba indignada, José distraído y costó bastante remontar la situación. Tomamos vino, le conté del casamiento y me acarició las piernas un rato. Parecía que estaba todo bien, hasta que el teléfono volvió a sonar. Pero esta vez no atendí. Lo apagué.
Hace media hora, sin embargo, cuando se fue José, me encontré un mensaje de mi mamá que me dejó preocupada.
—Lulú, tu hermana está en casa, se vino con los bolsos. Parece que discutió con el novio y no se casan nada. No sé por qué. Llamala vos a ver qué te dice, conmigo no quiere hablar.
Llamé varias veces pero son las doce de la noche y ya no me atiende nadie. No tengo idea qué pasó, pero me temo que hasta mañana no voy a saber nada.
10 de marzo | Mi hermana deja al novio
Recién hoy a la noche pude hablar con mi hermana. Al parecer, el novio le dio un ultimátum: el casamiento o él.
Según él, ella está histérica, llorando todo el día, con ataques de nervios porque el vestido le queda chico, porque no pueden organizar las mesas sin sentar juntos a los que están peleados, y porque todos son unos desconsiderados e irresponsables que quieren arruinarle «la noche más importante de su vida».
Y mi cuñado no la aguanta más. Dice que el casamiento se transformó en una pesadilla y que sólo se va a casar si festejan con una cena para veinte personas muy modesta. Que tiene que elegir entre la fiesta y él. Y mi hermana, que es muy caprichosa, en vez de tratar de calmar las cosas, le dijo que ella se iba a casar una sola vez en la vida y como siempre había soñado, con él o con otro.
Y parece que ahí explotó la discusión. Él revoleó una muestra de centro de mesa y ella agarró los bolsos y se fue. Y no se casan nada. O eso dice ella.
12 de marzo
Hoy Marcelo me avisó que iban todos a almorzar al bar de abajo. No sólo a mí. A Gisela también. Pero se aseguró especialmente de que yo fuera, porque me lo preguntó tres veces.
En general yo trato de evitar almorzar con ellos en el bar de abajo, porque es como meterse en una jaula de monos. Hablan unos encima de otros, levantan la mano para gritar «Coca» y «milanesa» con la boca llena, hacen chistes horribles y luego se cagan a trompadas para dividir la cuenta y usar los tickets canasta al mismo tiempo. Y como si fuera poco, la atención es mala y la comida peor todavía.
Pero esta vez fui. En primer lugar porque soy morbosa y masoquista, y en segundo lugar para ver si José me seguía ignorando.
El almuerzo arrancó mal. Mientras terminaban de llegar todos, yo luchaba con la panera del bar (que se me ofrecía, descocada, con todos los grisines al aire), Graciela hablaba de la nueva operación de la madre, Gisela contaba que se quería presentar al próximo Latin American Idol y Silvani la hacía cantar «My heart will go on».
Cuando la canción terminó ya habían llegado todos. O casi. Todos menos José. Como me pareció raro, le pregunté a Piñata si no venía nadie más, y me dijo que había organizado todo Marcelo y que le preguntara a él. Traté de averiguar en el medio del caos, pero era imposible mantener una conversación coherente. Así que desistí.
Pero apenas escuché que Gisela le decía a Marcelo que no era necesario enviar cinco mails para confirmar el almuerzo, me empecé a dar máquina y ya no pude parar. Mientras Silvani se ponía la cabeza de Piñata debajo del brazo y le frotaba el pelo con el puño, yo empecé a increpar a Marcelo disimuladamente.
—José no vino —dije como al pasar.
—Mmm, parece que no —me contestó Marcelo mientras miraba el menú.
—Ah. ¿No quiso?
—¡Bazta, Zilvani, me duele! —gritaba Piñata.
—Silvani, no seas infantil, por favor —le pidió Graciela.
—No sé, yo no le dije. Preguntale a Piñata si le avisó, yo no lo vi.
—¡Bazta! ¡Ezcuchá a Zraziela, zoz insoportable!
—¿Cómo que no lo viste? Si mandaste mail a todos… ¿A José no?
—Basta los dos, parecen chicos. O la terminan o me voy. Me están tirando la cartera al piso.
—No tengo su mail —dijo Marcelo.
—¡Bazta, Zilvani, me duele te digo!
—Es el mismo que el de todos, sólo tenés que cambiar el apellido —le contesté, enojada.
—¡Bazta, me duele! ¡¿Zabezvozloquez que te hagan azí en la cabeza?!
—Basta por amor de Dios, Silvani, dejá a Ernesto —intervino Graciela.
—Porque Piñata manda quince cadenas de mail por día. Y ahí está el de José. Me extraña que no lo tengas siendo que te llegan millones de esas porquerías.
—No me fijé —dijo Marcelo, mientras me tiraba el celular—. ¿Querés llamarlo?
—No quiero. A mí me da igual. Sólo digo que a mí me avisaste tres veces y se te pasó invitar a José.
—¿Y por qué no habría de invitarlo?
—No sé, decime vos.
—No, decime vos. ¿Qué pensás? ¿Que miento para alejar a los tipos de vos?
—Acá no se puede comer sano. Mi mamá cocina muy sano, por suerte. Hay que comer de todas las verduras, de todos los colores…
—¿Y quién dijo que estaba cerca mío? —respondí, haciéndome la tonta.
Marcelo se rió.
—Me olvidé, se me pasó, no fue a propósito. No me interesa si viene José o Pepe o Matías.
—Ponete de acuerdo. ¿Te olvidaste o no tenías su mail? —insistí.
—Las dos cosas.
—Permitime que dude.
13 de marzo
Ayer, después de preguntarle a José por qué no había ido y enterarme de que ni siquiera había chequeado su mail, me sentí muy mal por haber desconfiado de Marcelo. En realidad, nunca hizo nada malo conmigo. Mi odio no tiene motivo. No sé por qué tengo esa fijación infantil con él. Siempre invitó a José. Siempre fue bueno, a su manera. Quizá sí se olvidó de verdad. Supongo que no lo voy a saber nunca. Lo que sí sé es que no mintió con respecto a lo de Matías y no tendría motivo para haberlo hecho ahora. Ensayé varias formas de pedirle disculpas, pero todo me daba vergüenza. Hasta que se me ocurrió copiar una técnica suya.
Medio en chiste, medio en serio, busqué ese muñequito horrible que una vez me había dejado sobre el escritorio para pedirme perdón y lo dejé sobre su monitor (aunque ahora le faltaba un ojo y el sombrerito a lunares estaba colgando, a medio despegar, del flequillito de nylon de ese cachivache).
Cuando Marcelo llegó, en vez de tirarlo al tacho como yo, lo agarró, leyó el cartelito en voz baja (decía «empecemos de nuevo») y se rió. No sé si de emoción o de mi alevosa y premeditada cursilería. Supongo que nunca voy a saberlo.
14 de marzo | Mi hermana vuelve con el novio
A las nueve de la mañana mi madre me avisó que Irina súbitamente había vuelto con su novio, pero que de todas formas había cancelado el salón y el catering que tenía reservado desde febrero. Al escucharlo me quedé atónita. No entendía qué había pasado.
Para averiguar un poco más, traté de comunicarme con ellos durante todo el día, pero nadie me atendió. Ni siquiera el contestador. Recién a las seis de la tarde, cuando pudimos hablar, mi hermana me pidió que fuera para su casa, porque quería charlar conmigo y mi madre en persona.
Me imaginé lo peor (que se separaban de común acuerdo) y también lo mejor (que ya no querían casarse pero seguían juntos). Pero me equivoqué. Irina no llamaba para contarnos si se casaba o no. Llamaba para explicar por qué se había comportado así (llorando porque el vestido le quedaba chico, gritando que nadie la ayudaba, revoleando canapés por el aire y vomitando de los nervios por un centro de mesa color salmón) durante las últimas semanas de preparativos.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté.
—Y no sé, posponerlo o adelantarlo un par de meses.
—¡No podés adelantarlo, Irina! —le dije, aterrada.
—¿Por qué no? Haríamos algo más chico, quizás ochenta personas.
—Porque no. Porque no hay tiempo de prepararse. La gente tiene que conseguir vestido, zapatos, regalo… un traje, gemelos. Yo no tengo vestido, sin ir más lejos.
—¡Pero si la gente ya sabía que se casaban! —dijo mi madre—. Además, eso será de nuestro lado de la familia, querida. Los del otro lado desempolvarán algún trapito de la primera comunión…
—O te casás en la fecha que tenías o lo posponés para el año que viene. Pero si lo adelantás no vas a tener tiempo de organizar todo. ¡Hay cosas que no conseguimos todavía! —le dije, desesperada.
—Pero es un imprevisto.
—No es un imprevisto. Estás embarazada. Te podés casar igual. No cambia nada.
—¡No me voy a casar con una panza de cuatro meses! O me caso ya o me caso el año que viene.
—Ya —dijo mi madre.
—El año que viene —dije yo.
15 de marzo
Ayer a la tarde, mientras trabajaba en la computadora, José me vino a hablar delante de todo el mundo. José es de esos que se sientan arriba del escritorio y empiezan a jugar con todo lo que encuentran. Además, empieza a pegarte golpecitos en la cabeza con una regla, a preguntarte quiénes son los del portarretratos o a ir hacia adelante y hacia atrás en el taco con fechas en el que anotás lo que tenés que hacer.
—¿Tu casa o la mía, lentejita?
—¿Hoy?
—Es viernes.
—Ah, no sabía que los viernes estaba estipulado que nos veíamos.
—Si no querés, no.
—No, está bien.
—Bueno, yo tengo algo que hacer y paso después.
Eso fue a las cuatro de la tarde. Ocho horas después, todavía lo sigo esperando.
16 de marzo
Ayer a la madrugada, me quedé dormida esperando que viniera José. Recién a las tres de la mañana sonó el teléfono. Era él, que estaba medio borracho en una cena y me pedía perdón por la tardanza. Me explicó que estaba lejos pero que igual quería verme a lo que yo contesté con un silencio gélido.
—¿Querés que vaya ahora?
—¿Qué?
—Perdón. ¿Me dejás que vaya ahora?
Un poco me conmovió su cambio de registro. Preguntar si yo lo dejaba ir era, de una manera extraña, tratar de enmendar su error. Además, soy una solterona patética, así que me terminé ablandando. Le dije que era un imbécil, pero que viniera igual.
Sin embargo, cuando corté empecé a darme máquina. A cualquiera se le puede hacer tarde. Pero podría haberme llamado. Podría haberse ido. Podría haberme mandado un mensaje de texto. Podría haberme advertido que tenía una cena y que no sabía cuándo terminaba. Podría haber venido directamente con flores y ponerse de rodillas en la puerta.
Pero eligió llamar antes de venir tarde. Y ese llamado, que a primera vista podía parecer un gesto cortés, era lo peor de todo. ¡Porque no llamaba para pedir perdón! ¡Llamaba para chequear que yo no estuviera ni enojada ni dormida y no hacer un viaje hasta casa sin sentido!
Media hora después ya estaba sacada. Pero me pareció tonto desperdiciar semejante viaje (venía de Zona Norte) con una escenita. Así que hice algo mucho mejor. Descolgué el portero eléctrico, desenchufé el teléfono y me fui a dormir. Que se pudra tocando timbre.
17 de marzo
Si mi hermana se casara en el mes de abril, yo tendría que conseguir un novio durante el mes que viene. A esta altura, con desengaños amorosos encima, ya sé que esa meta es imposible para mí. Que en treinta días no puedo conseguir ni un vestido que me quede bien. Así que ayer no me quedó más opción que llamarla, verificar que no estuviera con mi madre e ir a verla para tratar de convencerla de que casarse en treinta días le iba a arruinar la vida.
1. Lo primero que hice fue tratar de convencerla de que la panza no se notaba:
—¿Pero vos vivís en el siglo XV? ¡La gente se casa con dos hijos de ocho años que le llevan los anillos! Si te casás con panza y nada más, sos conservadora.
—No me importa lo que digan…
—¿Entonces? Si tu fiesta es preciosa, nadie se va a fijar en la panza.
—No son los demás, soy yo. No quiero salir embarazada en todas las fotos. Yo quería tener una foto perfecta en la chimenea y no voy a salir redonda como una pelota recién inflada. No quiero eso.
—¡Pero es gorda de bebé! ¡No gorda de manteca!
—¡No hay variantes de gorda! ¡Gorda es gorda! No.
2. Como no dio resultado, traté de provocarle envidia:
—Si te casás en treinta días, todo lo mejor va a estar ya ocupado. El mejor salón, el mejor catering, el mejor maquillador. Vas a tener que conformarte con las sobras de otras mujeres. ¿Querés arrancar tu vida tomando lo que otras descartaron porque era poco para ellas?
—¡Ay, pero qué mala sos!
—Pero vos querés casarte desde que tenés cinco años. Le robabas a mamá las cortinas de voile, y con una te hacías el vestido y con otra el velo.
—Pero no se casa tanta gente en mayo.
—Ay, Iri, no sé qué decirte, si vos pensás que puede salir bien un casamiento organizado a último momento, hacelo. Pero justo vos que sos superexigente no te vas a conformar, no vas a poder disfrutar cuando veas las servilletas color verde agua, los centros de mesa de claveles, la Coca-Cola diluida…
—No me importa.
3. Al ver que no funcionaba, traté de asustarla:
—La gente de Mendoza no puede venir corriendo ahora. Ya les dijiste una fecha.
—Que no vengan.
—¿Y tus amigas, tus conocidos? Muchos no van a poder ir.
—¿Quiénes? No me importa. Que no venga nadie, pero no quiero casarme toda gorda y no poder bailar, salir fea en las fotos, no quiero.
—¡Pero, Dios mío, podés ser tan superficial, Irina! ¡Qué te importa!
—¿Superficial yo? ¡¿Vos me decís que no me case por el menú o por el maquillaje y la superficial soy yo?!
—¡Yo te digo que te cases en la fecha que tenías, como lo planeás hace seis meses! Que tengas tu fiesta, con todo lo que elegiste con tanto amor durante meses.
—¡No puedo porque cancelé todo y la fecha ya la reservó otra! No tengo salón ni catering para el 15.
Y entonces se puso a llorar desconsoladamente. Yo sé que todo esto es en parte su culpa. Primero, por cancelar. Segundo, porque ella apostó con mi mamá que yo iba a ir sola. Si esa apuesta no hubiese existido, no habría problema. Así que no debería sentir remordimiento. Las dos actuamos según nuestros intereses. Pero así y todo me sentí mal. Me di cuenta de que ella estaba más angustiada que yo.
4. Así que tuve que apelar al último recurso: la plata.
—Iri, hay otra razón por la que no te podés casar ahora. Porque vas a tener que pagar toda la fiesta vos.
Y le conté toda la verdad. La apuesta que escuché, los intentos que hice, mi plan a futuro. Le hablé de Matías, de Ezequiel, de José. Creo que hasta le mencioné a Oscarcito. Le conté todo, y mientras más hablaba, Irina abría más la boca, pasmada, incrédula, ahogada, como si saliera de abajo del agua para respirar.
—Si le decís algo, te juro por mi vida que te mato.
—Pero ¿y el chico que mamá vio en tu departamento, el que vino a jugar, el de los llamados? ¿Ése cual es?
—Son dos distintos, pero no están más.
—¿Y ahora cuál está?
—Ninguno, Iri. El que está no va a querer ir. No es de los que van con vos a un casamiento.
—¡Pero entonces vas a ir sola igual! ¡Tenés que convencerlo!
—Eso, o conseguir a otro.
—Pero mamá lo tiene que ver antes, como al otro chico, si no, no se lo va a creer.
—Se lo va a creer porque va a ser cierto. Voy a ir con un novio de verdad. Pero dentro de 85 días, no 30. Si te casás ahora no sólo va a ser una fiesta de porquería, sino que además te va a costar mucha plata. ¿Entendiste?
Y asintió con la cabeza.
18 de marzo
Después de esconderme durante un día y medio (sí, soy machita para descolgar el portero pero maricona para confesarlo), finalmente hablé con José. Cuando volví de almorzar estaba sentado arriba de mi escritorio, jugando con mi lapicero y meciendo las piernas como si estuviera en una hamaca.
—¿Qué pasó el viernes? —me preguntó José.
—Ah, era muy tarde y me fui a dormir.
—¿Qué? Pero si te dije que iba a tardar cuarenta minutos.
—Bueno, ya sé, pero con vos el tiempo es flexible. A veces decís que pasás después y «después» son ocho horas. ¿Cómo sé yo que cuarenta minutos no son seis días?
—¡Se me hizo tarde!
—¿Yo te dije algo? ¿Te insulté? ¿Te corté el teléfono? ¿Te hice una escenita? No. Porque entiendo que puede pasar. Entendé también vos. Era muy tarde y me fui a dormir.
—Sos guacha.
—Guachísima.
—¿Venís a mi casa?
—No.
—¿¡Por qué!? Si estamos a mano.
Entonces suspiré y puse cara seria, pero no pude decir nada porque José se me adelantó.
—Uh, uh uh uh… Querés hablar.
Asentí con la cabeza, y él empezó a burlarse, imitándome la voz:
—Qué somos, José, hacia dónde vamos, estoy confundida, necesito saber qué sentís por mí.
—Jjajajajaja.
—Vos reíte, pero ya te escucho, lentejita… —dijo, encogiéndose de hombros—. Y bueh, vamos a comer mañana.
—¿Sí?
—Y sí, en tu casa no vamos a hablar nada. Mañana después del bowling…
—Ok. Mañana.
Y así como así, como si no hubiese pasado nada, dejó el lapicero, se levantó de un saltito y se fue. Pero Marcelo, que evidentemente se dio cuenta de que pasaba algo, vino un minuto después, y poniendo cara de casualidad me preguntó:
—¿Vas mañana al bowling?
—No sé… Quizás un rato.
—Bueno, avisame así sé cuántos somos…
—Te aviso, sí.
19 de marzo
Hoy, Marcelo me preguntó doscientas cincuenta veces si iba a ir al bowling. Y no es una exageración. Fueron doscientas cincuenta en serio. Me preguntó cada veinte minutos, nervioso como un niño, si iba a ir temprano, si me iba a quedar a cenar, si iba a ir sola o con alguien, si quería jugar en su equipo. «Aunque sea un ratito», dijo.
En consecuencia, pasé por varios estados de ánimo. Primero sentí culpa, después pena, luego irritación y finalmente odio sincero. Pero nunca pude entender el porqué de su insistencia rastrera. No hasta la noche.
20 de marzo
Ayer, José y yo llegamos al bowling cuando ya estaban todos cambiándose los zapatos. Todos menos Marcelo. Antes de empezar a jugar lo esperamos un rato largo, pero como no aparecía ni contestaba el celular, empezamos sin él. ¿Para qué me había preguntado tantas veces si iba? ¿Para dejarme sola?
Pero cinco minutos después, mientras Graciela tiraba su bola, vi una mano, galante y anónima, sosteniendo la puerta del lado de afuera, para que una chica pudiera entrar. Y me reí, claro. Porque el caballero era Marcelo, que nunca perdía la oportunidad para hacer gala de su caballerosidad. Sin embargo, la risa me duró poco. Contra todos los pronósticos, la chica no sólo no miró con pena a Marcelo, sino que lo agarró de la mano, caminaron hacia nosotros y, un poco nerviosos, un poco emocionados, se presentaron.
—Ella es Marina.
—Hola Marina, zyo zoy Piñata, bienvenida.
Marcelo me presentó como su amiga y ella acotó algo increíble.
—¡Hola, Marcelo me habló un montón de vos!
—¡Ay! ¡En cambio vos sos una sorpresa! —le dije, shockeada.
—La verdad que sí, fue una sorpresa para los dos —dijo Marcelo, con cara de pavo.
Cuando se dieron vuelta, no sé por qué, le hice a José una seña de que iba a vomitar. Él se rió, pero yo estaba enojada por la absurda camarilla. ¿Para qué me preguntó tantas veces si iba a ir a jugar al bowling? ¿Para hacerme creer que se moría por verme y luego poder sorprenderme con su nueva noviecita? ¿Qué quería probar con eso? ¿Que yo soy una solterona patética y él un galán que tiene una novia linda que lo adora? ¿Habrá querido refregarme en la cara el final de su soltería o disuadirme de que es un psicópata controlador?
Marina y Marcelo, además de tener nombres cacofónicos y pegadizos, no se separaron ni un minuto. Se dieron besos, se abrazaron cuando nos ganaron, se llamaron con apodos, compartieron el vaso y, como si fuera poco, se ofrecieron a llevarme a casa porque ellos dos iban para el mismo lado.
—No, gracias. Me voy con José —dije, a propósito.
Pero Marcelo ni siquiera se inmutó.
—Bueno, nos vemos mañana —me dijo, distraído.
Cuando salimos a la calle José preguntó adónde quería ir a comer, pero yo tenía un humor de perros y me quise ir a dormir. Me preguntó si podía ir a dormir conmigo y le dije que sí. Así que fuimos a mi casa. Pero por su cara de sorpresa y sus avances en la cama, supongo que no esperaba que lo de dormir fuera literal. No le dejé, sin embargo, ni una sola duda: le di un imán de una pizzería, una bolsa vieja de papas fritas, el control remoto, le dije que se sintiera como en casa, y me quedé dormida de inmediato.
21 de marzo | ¿Qué somos?
Al otro día, en el almuerzo, José y yo finalmente hablamos.
—¿Qué querés de mí? —me preguntó, sin vueltas.
Fruncí el ceño, agarré un mignoncito caliente, lo partí, le puse queso y me lo empecé a comer con alevosía.
—¿Un novio? ¿Un marido? ¿Alguien que te haga masajes?
—No sé. Supongo que necesito saber si sólo nos acostamos porque eso es todo lo que hay, o si sólo nos acostamos porque no podemos parar de acostarnos.
—¿Qué diferencia hay?
—Y… que si sólo nos acostamos, nuestra relación es sólo eso. En el otro caso somos dos personas que se están conociendo, están probando y que, por afinidad, novedad o necesidad, se acuestan mucho.
—¿Y vos cuál querés?
—La segunda.
—Bueno. Somos eso, entonces.
—¿Así de fácil?
—Así de fácil. ¿Y ahora qué hacemos?
—Y… aparte de acostarnos deberíamos hacer otras cosas.
Unté un pan y se lo di. Yo estaba feliz. Nunca en la vida algo me había salido tan fácil, tan simple, tan derechito.
—Yo me asusté. Pensé que querías que conozca a tus viejos y todas esas cosas.
Pero inmediatamente entendí. Lo que viene fácil, es complicado.
—No ahora… Pero qué pasaría si, por ejemplo, estoy dando un ejemplo nada más, dentro de un tiempo mi madre cumpliera años…
—Bueno, digamos que si en un año seguimos juntos yo podría ir al cumpleaños de tu mamá…
—¿Un año?
—¿Me querés llevar al cumpleaños de tu vieja o qué?
—¡No! Es un ejemplo. ¿Pero si cumpliera en tres meses?
—¡Qué sé yo! Ahora no me veo haciendo eso. No sé ¿No podemos ver en tres meses si te acompaño a una fiesta? ¿Tenemos que saberlo ya?
Y me comí otro pan.
22 de marzo
Yo no sé si a los demás les pasa lo mismo que a mí, si todos tienen una comida asociada a una bebida. Si cada vez que les dicen «chocolate», piensan «con churros»; si cada vez que oyen «té», piensan «con torta» y si cuando les dicen «cerveza», enseguida agregan «con maní». Para mí es automático, como un reflejo del estómago que me pega latigazos en el cerebro.
Es claro que así jamás voy a entrar en un vestido rojo. Si sigo pensando en bombones durante todo el día, nunca voy a poder hacer dieta. Esta semana, por ejemplo, venía bien hasta que me choqué con la pastafrola. En ese momento volqué y nunca más pude seguir la dieta con rigurosidad. Ni siquiera me acuerdo bien todo lo que comí, porque son un montón de pellizquitos y bocaditos a hurtadillas. Como festín borroso y continuo. Como una receta sin cantidades.
Para colmo de males, mi hermana no coopera. En vez de dejarme hacer mis cosas, me pone más nerviosa. Me llama dos o tres veces por día para decirme que tiene un salón para el 6 pero que es feo; otro para el 14 de junio pero es muy pronto, y un último para septiembre, pero que es demasiado lejos. Ojalá no encuentre nada y decida postergar el casamiento para el año que viene. Porque en un año conseguir novio puede ser difícil, pero en dos… en dos es pan comido (keyword: pan).
23 de marzo
Desde la semana pasada la oficina se volvió un caldo meloso. Algunos no se miran entre sí para no reírse, otros revolean los ojos con hastío premeditado y otros hacen gestos irritantes. Sólo un par de personas están interesadas de verdad en las crónicas amorosas de Marcelo, que aparecen en las conversaciones más diversas como paracaidistas extraviados.
Si uno habla del frío, por ejemplo, Marcelo se apura a agregar que Marina es «re friolenta». Si alguien dice cuál es su comida preferida, Marcelo, además de aportar la suya, agrega la de Marina. Si alguien cuenta una anécdota graciosa, Marcelo siempre sigue con una de él y su pareja. Digo yo: ¿a quién le importa que tomen mate separados porque Marina toma con yuyos y él no? ¿A quién le interesa todo lo que hicieron en el Tigre con este frío? ¿Quién quiere saber cómo luce Marina cuando recién se despierta?
Ya sé que dicho así pareciera que me molesta que estén de novios. Pero no es cierto. Lo que me molesta es esta invasión de melaza en la oficina. Es como si todos los días fuesen San Valentín. Es insoportable. No se habla más que de Marcelo y Marina durante todo el día. Ya son una institución. Hasta aparecen en el mismo renglón de la lista del bowling.
Y encima, justo ahora, yo estoy del otro lado del puente. Mientras Marcelo cuenta todo arrebolado y cachondo cuál es el tipo de vida que quiere tener con su novia, José me revuelve el pelo muerto de risa como si sacudiera a un cachorro de perro batata, o me escribe chanchadas por mail. No digo que quiera estar en el mismo renglón de José, pero qué sé yo. ¿Estaría tan mal que sepa que no soy friolenta y que me gustan las milanesas?
25 de marzo | Hay casamiento
Finalmente hay fecha para el casamiento. 31 de mayo. 100 personas. A las 20:00 puntual. Llevar un novio.
27 de marzo | No tengo más tiempo
Los compromisos odiosos pero lejanos se parecen a un espejismo. Si uno tiene que ir al dentista dentro de un mes, por ejemplo, recién empieza a pensar en el pinchazo de la anestesia cuando faltan dos o tres días para la cita. Antes de eso, el terror se desdibuja en ese futuro incierto. Faltan tantos días y tantas cosas, que anticiparse parece un rasgo de neurosis absurdo. Es como tenerle miedo a la muerte en el jardín de infantes.
Hoy, por primera vez en casi cinco meses, me preocupé en serio por la boda de mi hermana. Oficialmente ya no puedo decir que todavía hay tiempo: ahora sí que no hay más. Estoy en la recta final, en la última vuelta de la carrera. Me quedan dos meses escuetos, el tiempo justo para hacer dieta y conseguir un novio decente para callar a mi mamá. Si invierto mal mis días, si apuesto al candidato incorrecto, no voy a poder cambiar de plan.
Mi miedo más grande no es ir sola a la fiesta. ¡Fui a tantas fiestas sola como un perro que a esta altura me da lo mismo! Lo que me aterroriza es cumplir con la profecía de mi mamá. Es decir: no haber armado una relación estable en todo el año.
Es por eso que necesito saber ya mismo si José me va a acompañar. Si no se lo pregunté todavía es porque no decido qué es peor: si espero y dice que no, me pierdo la posibilidad de conseguir a alguien que quiera ir, y si me apuro mucho al preguntar, lo voy a asustar y va a salir corriendo. No obstante, voy a tener que correr el riesgo. Total, a esta altura ya sé que José no es el amor de mi vida ni mucho menos. Si huye, será otro. Para él tampoco es gran cosa. O al menos por ahora eso parece.
28 de marzo
Llegué ojerosa, molesta y con abstinencia de Internet a la oficina, porque otra vez no tenía señal en casa. Empecé mi rutina haciendo café, chequeando el correo, borrando el spam, hablando con mi jefa, chusmeando con Graciela, leyendo algunos diarios y ordenando el lío que dejé en el escritorio el día anterior.
A media mañana decidí que necesitaba un recreo. En la oficina me estaba ahogando de aburrimiento e impaciencia. Así que agarré mis cosas para salir a comer algo e ir a buscar unos documentos al microcentro. Pero José me atajó antes de salir.
—Che, lenteja.
—Hola. ¿Qué pasa?
—¿Viste que vos querías hacer otras cosas? Bueno, hoy a la noche vamos a cenar con Marcelo y la mujer. Ahí tenés.
—¿Qué? ¿Con Marcelo? ¿Y con la mujer? ¿Qué mujer?
—La novia, lo que sea.
—Pará. ¿Él te dijo de salir los cuatro? ¿Le dijiste que nunca salíamos? No le habrás dicho eso, ¿no? No quiero que sepa. Es decir, no me importa, pero no quiero.
—No me digas que tenemos que disimular.
—No, disimular no. Pero mi vida es mi vida.
—Pst, a nadie le importa tu vida. Date cuenta.
—No, si yo lo tengo clarísimo.
29 de marzo
A las nueve y media en punto, Marcelo y Marina nos esperaban agarrados de la mano en la primera mesa de un restaurante de medio pelo. Tan agarrados que pensé que estaban abrochados por el puño de la campera. Y fue sólo el comienzo. Su presencia fue a la cena lo que un baño de azúcar glacé es a una torta: se dieron un beso ruidoso cada diez minutos (como si lo hubieran cronometrado), hablaron en primera persona del plural toda la noche y se agarraron de la mano cada vez que los dos soltaron los cubiertos al mismo tiempo.
José y yo llegamos tarde, despeinados y con la misma ropa de todo el día, porque nos demoramos teniendo sexo en casa, adonde habíamos ido para que yo pudiera bañarme y cambiarme de zapatos. Como si fuera poco, nos comimos la panera en cuatro minutos y yo me tomé el agua de Marcelo porque tenía mucha sed. Impresentables.
Marina parece buena chica. Demasiado dulce, demasiado cargosa, pero buena. Es maestra jardinera, adora los chicos y quiere tener cinco hijos para vestirlos iguales (keywords: vestirlos iguales). Está loca por Marcelo y eso me despierta una curiosidad preocupante. Nunca pensé que alguien pudiera estar loco de amor por Marcelo, aunque ahora tenga lindo pelo y se vista mejor que antes.
—Ay, a mí me encantaría. Ya sé que es medio tonto, pero es una vez en la vida. Yo sí quiero una fiesta grande grande, un auto antiguo, los pétalos de flores, todo —dijo Marina.
—¿Pétalos de flores? —se rió, José.
—¿Ustedes no se quieren casar?
—No. Ni con pétalos ni con papel picado —avisé yo.
—Odiamos los casamientos —completó José.
Marcelo se puso visiblemente incómodo y se empezó a mover en la silla.
—Marcelo tampoco quiere hablar de eso —dijo ella, resignada.
—Claro que nos vamos a casar —objetó Marcelo.
—¡Ay! ¡Siempre dice que no! —dijo Marina y nos miró ilusionada y orgullosa por la noticia.
—No digo que no. Es demasiado pronto, pero algún día.
—Bueno, antes decías que no.
—No, siempre dije que sí.
Marina me miró y negó con la cabeza, pícara.
—Y bueno, cambió de parecer. Esta cena lo inspiró, ahora le dan ganas de decir que quiere casarse —acoté, cizañera.
—No ahora, pero claro que quiero casarme.
—Supongo que nos vas a invitar. Ya sabemos que vos sos muy invitador —le dije.
—No iríamos, igual. Nos haríamos los enfermos —dijo José, mientras se metía un morrón asado caliente y entero en la boca.
—Iríamos chochos de la vida —corregí, y les ofrecí una sonrisa falsa como una flor de plástico.
—Yo no voy —dijo José.
—Yo sí —dije yo.
—¿Vendrías sola?
—Claro. Seguro que vos te ofrecés para llevarme después.
—Claro.
—¡Pero si nos estaríamos yendo de luna de miel! ¿Cómo la vas a llevar, tonto? —acotó Marina.
En ese momento Marcelo se paró y avisó que se iba al baño. Así que esperé unos minutos y avisé que también yo iba a aprovechar el impasse de la charla. Pero a diferencia suya, yo me quedé en el pasillito, esperando que saliera, para insultarlo.
—Estoy harta de vos. Primero con Matías diciendo que yo salía con vos y metiéndote en el medio. Ahora esto. ¿Qué querés con esta cena? —le pregunté a Marcelo, arrinconándolo contra la pared.
—Yo nunca le dije nada a Matías, se lo dije a su ex, que era mi amiga, y ella se lo contó, y así me di cuenta de que se veían… ¡Y traté de avisarte pero me tiraste un café!
Me quedé muda.
—Yo sólo me metí para llevarte a todos lados y consolarte… ¿Sabés lo que te molesta a vos? Eso. Que ya no te pueda sacar de una fiesta cada vez que te enganchás con un boludo.
—¡Pero si sos vos el que siempre está revoloteando alrededor mío, preguntándome si voy a tal lado o no!
—La que vino a buscarme al pasillo fuiste vos.
Y se fue.
30 de marzo
Ayer mi hermana, mi mamá y yo nos juntamos para tomar el té y hablar del casamiento. Y digo del casamiento porque hablamos sólo de eso. Mi hermana no menciona nunca el embarazo. Sólo discutimos colores de servilletas, opciones de tortas y la lista de invitados que se agranda cada vez que mi mamá arquea las cejas.
—¡Pescado blanco suena a sushi de pobre! ¡Si no vamos a elegir salmón vayamos con el pollo, pero otro pescado no! —dijo mi mamá, como si la estuvieran amenazando de muerte.
—No sé, vos, Lulú, qué pensás. ¿Podremos pagar… salmón? —dijo Irina, mirándome con ojos de animé japonés
—¡No hay nada que pensar! ¿¡Qué están pensando?! ¡Claro, sirvamos matambre a la pizza! —dijo mi madre, pegándome un codazo—. ¡Empanadas santiagueñas! ¡Albóndigas, anotá albóndigas! Me voy a morir.
—¡Basta mamá! ¡Quiero que Lulú me diga que piensa ella!
—Iri, es tu plata. Elegí lo que te parezca mejor.
—Ella elige salmón —dijo mi madre mientras anotaba «salmón» con tanta fuerza que la lapicera amenazaba con romper la hoja.
31 de marzo
Hoy, mientras almorzábamos en la oficina, Marcelo dijo que lo peor que te podía pasar era que tu novio te dijera que nunca se iba a casar con vos. Que no entendía a las mujeres que se empecinaban en tener relaciones sin futuro. Que era como tomar un poquito de veneno todos los días.
Ni lerda ni perezosa, le contesté rapidito:
—Mucho peor que un novio indiferente es una novia que sólo piensa en casarte. ¡Debe ser horrible! Es como vivir con una soga al cuello.
Pero ni siquiera se inmutó. Siguió jugando con el puré y esperando para devolverme el palazo. Y como es medio lento, recién se le ocurrió con qué pegarme cinco minutos después.
—No sé. Entre que me digan que no quieren pasar toda la vida conmigo y que me lo digan demasiado, prefiero que me lo digan demasiado.
—Bueno, eso depende —dije, haciéndome la reflexiva.
—¿De qué depende? —preguntó Gisela.
—Hay que ver. Quizá no querés casarte con el que te lo dice mucho y es un castigo. No siempre que salís con alguien es el amor de tu vida. A veces estás porque es muy bueno en la cama. A veces porque estás solo. A veces para darle celos a otra persona. ¡Hay miles de razones! —agregué, venenosa.
—Hay que ver. Suponete que el tipo que realmente te gusta está con otra —me dijo él.
—O al revés, que la chica que te gusta nunca te dio bola y te tuviste que conformar con la pesada que te dijo que sí —dije mientras me levantaba a tirar mi ensalada.