3 de febrero

Ayer al mediodía fui a comer con una amiga y después me llevó a una feria en Palermo. Yo detesto esas ferias. Todos esos trapitos mal hechos, llenos de lunares y ribetitos verde loro de mala calidad, me dan ganas de llorar. Yo no sé que les enseñan en la universidad a esas chicas, pero querría que entiendan que más allá de expresar su mundito interior en los diseños que hacen, la moda debería hacernos a nosotras, sus clientas, más lindas y no más feas.

Ezequiel me llamó como a las tres de la tarde y le empecé a contar los esperpentos que estaba viendo: chalequito marrón y amarillo flúo con plumitas aplicadas en la manga, pollera de tul con jean, chatitas forradas en hojas secas. Haciéndose el espontáneo, me preguntó si quería quedarme por Palermo para ir a tomar algo más tarde. Y le dije que sí.

Cuando llegó, yo estaba hablando con mi hermana por el celular, que insistía con que Marisa estaba muy mal y que tenía que ir para levantarle el ánimo. Le expliqué que me caía mal, que no me interesaba si se tiraba de palomita por el balcón y me dijo: «Al menos hacelo por Juan, que te cae bien». Pero le dije que no. Y corté.

Ezequiel, que había escuchado «palomita por el balcón», me preguntó si todo estaba bien y no tuve más remedio que hacer lo de siempre: mentir. Pero al rato, mientras Ezequiel me contaba la diferencia entre el arroz yamaní y el arroz moti, Irina volvió a llamar para presionarme.

Cuando corté, la curiosidad de Ezequiel se había agrandado peligrosamente.

—¿Pasa algo? Porque parece que pasa algo.

Pero se lo negué y retomamos las comparaciones, ahora entre alga nori y alga kombu.

Ezequiel es tan minucioso y tranquilo para charlar que hace rato dejó de aburrirme. Para una persona nerviosa, acelerada, torpe, inquieta como yo, sus palabras son un sedante.

Pero la tranquilidad de sus palabras tampoco duró. Un rato después volvió a sonar el celular y esta vez atendí furiosa.

—Linda…

—¿Quién sos?

—Juan.

—Pensé que era mi hermana. No puedo hablar, estoy ocupada. Quiero que me dejes de llamar, ¿sí?

Cuando corté me di cuenta de que iba a ser muy difícil enmarcar todo lo que había dicho recién en una explicación coherente para Ezequiel. Si de verdad no pasaba nada, ¿por qué estaba yo tan alterada?

—Si no me querés contar está bien, pero ¿está todo bien?

Y el celular empezó a sonar de nuevo. Y no lo atendí.

—¿No vas a atender?

—No.

—¿Querés que nos veamos en otro momento?

Me sentí realmente mal, porque sabía que si le decía que no, iba a tener que contarle algo. Y si le decía que sí, iba a arruinar todo. De repente mi vida parecía complicada y misteriosa, y lo último que quería era que pensara cosas raras sobre mí. Así que le conté todo. Pero todo. Que Marisa me había prestado a su marido, que su marido se me había insinuado de manera poco clara, que me había dado un beso detrás de una puerta y que ahora, su mujer, que estaba completamente loca, quería que yo fuera a su casa para hacerme algo, que como mínimo era ganarme al trivial y como máximo agarrarme de los pelos.

Pensé que se iba a enojar o que me iba a mirar como si yo fuese una perdida. Pero nada más lejos. Empezó a argumentar, tranquilo, varias razones por las que tenía que ir a jugar, y yo, que no pensaba ver nunca más a esa pareja diabólica, terminé llamando a mi hermana para pedirle la dirección de la casa.

4 de febrero

Apenas toqué timbre, Marisa me abrió la puerta inmediatamente. Tenía una sonrisa vengativa e infantil que la volvía una patética caricatura de ama de casa. Sin embargo, no sonrió durante mucho tiempo. Mi llegada la dejó muda. No por mí, por supuesto. A mí sí me estaba esperando.

—Marisa, Ezequiel. Ezequiel, Marisa.

Ezequiel casi no hablaba pero yo estaba sumamente enternecida con su presencia. Más que nada porque sé cuánto odia interactuar con gente, y más con desconocidos.

Mi plan era hacer todo rápido. Jugábamos unas dos horas, los aplastábamos como los bichos arrogantes y brutos que eran y nos íbamos a casa satisfechos por la paliza. Pero no pudo ser. La velada mutó en un espectáculo raro que ninguna de las dos (ni Marisa ni yo) habíamos planeado.

Mientras se lo iba presentando a todos, Ezequiel saludaba mudo. Ezequiel, Irina. Ezequiel, Pedro. Ezequiel, Juan. Ezequiel, mi papá. Y más de uno se llevó una sorpresa y sonrió pícaro, salvo mi mamá que se adelantó para aclarar.

—Nosotros ya nos conocemos, Lulú.

—¿Eh?

—Sí, sí. Nos vimos en tu casa aquella vez, ¿te acordás?

—No puede ser.

—Sí, querida. No nos presentaste. Él estaba en tu sillón, yo quería pasar, no me dejaste. Pero por fin nos conocemos.

Y mientras se acercaba a darle un beso, yo sentía que si decía dos palabras más la iba a tener que desmayar rompiéndole un florero en la nuca por imbécil. Ezequiel estaba incómodo pero no aclaró que no era él, porque tampoco sabía de quién hablábamos. Yo traté de cambiar de tema y de ir hacia el living, pero mi mamá me agarró del codo y me pegó su lengua bífida en la oreja:

—¡No es puto entonces! ¡Qué rico que es!

Juan saludó como si no pasara nada y Marisa miraba, entre indignada y sorprendida. Mi mamá e Irina no paraban de sonreír, como si tuvieran que atender muy bien a Ezequiel para que no se me escapara, y mi papá, como siempre, no veía nada de lo que pasaba.

—¿Y cómo jugamos? ¿Como la otra vez? —preguntó Juan.

—Mmm no, yo no la presto —le contestó Ezequiel. Pero Juan no quiso saber nada. Entonces Ezequiel trató de interceder, pero tampoco tuvo éxito.

—Sí, es fácil. Mirá, vos con tu mujer, Lucía y yo juntos, ellos dos, ellos dos y ellos dos.

—Mejor vos jugá con mi mujer y yo juego con Lucía, entonces sí es revancha —insistió Juan.

—No, es que Lucía y yo siempre jugamos juntos —le mintió Ezequiel.

—Pero, Juan, mi amor, es más fácil si hacemos como él dice. Aparte jugamos juntos, la otra vez no pudimos porque Lucía…

—Sí, porque yo no tenía novio. Ya lo dijiste mil veces, Marisa.

—Bueno, che, encima que te presto a mi marido…

—Y te lo devolví casi sin usar. Casi como nuevo.

Ezequiel y yo nos reímos, tentados.

—¿Entonces cómo jugamos? —intervino mi papá.

—No sé, yo juego con mi marido.

—Yo juego con el chico nuevo y listo, Lulú —se metió mi madre.

—No. «El chico nuevo» juega conmigo. Vos jugás con papá, el chico viejo.

—El chico nuevo con Lucía, yo con Juan. Después de todo es mi marido.

—¿Y si jugamos a otra cosa que sea de a uno solo? —propuso mi hermana.

—No. Yo con Juan —insistió Marisa.

—¡No! ¡Es revancha! ¿Qué parte no entendés?

—¡Bueno, juguemos revancha, el problema es que vos no querés jugar con tu mujer! —le dijo Ezequiel a propósito.

—¡Porque antes no jugué con mi mujer!

—Ay, no quiere perder —dijo mi madre—. Es un juego. Marisa, vení con nosotros que también contestamos todo como el culo.

—Yo no contesto todo como el culo.

—Sí, y aparte sos yeta —le dijo su marido, sacado.

—¡Jugás conmigo!

Marisa agarró la ficha rosa (unos circulitos como quesitos en los que se van poniendo triangulitos según cómo vas contestando) y la puso en la salida.

—Somos rosas —y miró furiosa a su marido.

—¿Nosotros amarillos?

Juan guardó la ficha de su esposa y dijo:

—No. Yo soy amarillo con Lucía.

—Juan, te lo aviso. Somos rosas.

—No somos nada vos y yo. Yo juego con Lucía.

Y en ese momento Marisa se hartó. Balanceó sus brazos y con todas sus fuerzas revoleó el tablero con ambas manos, mientras gritaba algo como un «Aaaaa​aaaaa​aagrr​rrrrrrrrh» agudo como el ruido de miles de alfileres cayéndose al piso. Nos tapamos la cara para protegernos de las fichas voladoras, y su marido, incrédulo y quietito, la miró irse hacia el cuarto, llorando a moco tendido. Irina atinó a seguirla, pero Juan la detuvo.

—Dejala, ya se le va a pasar —dijo frotándose las manos—. ¿Entonces? ¿Cómo jugamos?

5 de febrero

El domingo, cuando salimos de lo de Marisa, Ezequiel empezó a ser, para mí, uno de esos caballeros que te ponen la capa en el piso para cruzar un charco. Él estaba más nervioso que yo y creo que abrió la boca diez veces en toda la noche, pero estuvo tan bien que le hubiera pellizcado los cachetes.

Por otro lado, el resultado no fue un triunfo completo. Yo sigo llevando a las reuniones novios que no son mis novios y dándole la razón a mi mamá. Así es como empecé todo esto, y tres meses después estoy en el mismo lugar.

Pongamos las cosas en claro: si un chico te invita a cenar a su casa y no pasa nada, está todo bien (o más o menos). Pero si después conocés a sus amigos, conoce a tu familia y sigue sin pasar nada, la situación es clarísima: no le interesás. No hay que forzar el asunto o hacer pruebas para demostrarlo. Tampoco hay que enroscarse o buscar motivos secretos. Nadie es tan tímido, ni tan correcto, ni tan dudoso.

Es verdad que estamos saliendo, pero nunca pasó nada. ¿No es raro? Ni siquiera nos agarramos de la mano. ¿Soy yo que estoy desesperada o es él que es demasiado tímido? ¿Puedo considerarlo un novio potencial cuando ni siquiera nos acostamos? ¿No es más parecido a un amigo? ¿Y si se está probando conmigo que no es gay? ¿O me quiere porque llegó virgen a los treinta? ¿Si todavía está enamorado de su ex pareja y quiere sacársela de la cabeza saliendo conmigo? ¿Y si no le gusto pero está haciendo un gran esfuerzo? ¿O si soy una apuesta con sus amigos?

6 de febrero

Hoy llegué a la oficina, me hice mi café con leche enorme, dejé mi ensalada en la heladera, saludé y me senté a trabajar. O mejor dicho, a pretrabajar. Porque lo primero que hago todos los días es leer algunos diarios, revisar mails y ordenar un poco el escritorio.

Y mientras ordenaba el lío de mi escritorio lo vi. Adentro de mi cajón había un libro azul que no era mío. Lo saqué para llevárselo a Gisela (seguro lo había puesto la gente de limpieza y alguien lo reclamaría pronto), pero a mitad de camino me di cuenta de que sí era para mí. Era una Biblia y definitivamente la había dejado Matías. Qué engreído. Pero qué ocurrente.

7 de febrero

Esta mañana se cayó el sitio del lugar en el que trabajo. Me acordé de esos días en los que faltaba el profesor en el colegio y todos nos quedábamos en el aula, sin hacer nada de nada, como los participantes de Gran Hermano. Ante la falta de trabajo y la espera indefinida, tuve que interactuar más de lo que hubiera querido con Marcelo, que como es amigo de todo el mundo, siempre sabe lo que está pasando. Mientras tanto, Matías hablaba con su nuevo jefe, me miraba y me hacía risitas tontísimas desde lejos. Pero no risitas cínicas de galán agrandado. Risitas de adolescente pavo. De hecho, sentí tanta vergüenza ajena que le tuve que hacer señas de que la cortara, como una madre que reprime a sus hijos con el ceño fruncido y los reproches atrapados entre dientes.

Mientras hablábamos del funcionamiento normal de la web, Marcelo se dio cuenta de lo que estaba pasando y me interrogó:

—¿Están…? él y vos, digo.

—No, no. Lo hace para molestarme.

—Ah. ¿Y te molesta?

—A veces. ¿Vos?

—¿Yo?

—Vos y… ¿Cómo se llamaba la ex de Matías…?

—Somos amigos.

Al rato, Matías dejó de hablar con su jefe y vino a molestar a mi escritorio.

—Ésa sí que no la vi venir —dijo haciéndose el gracioso—. ¿Él y vos?

—¿Marcelo y yo? Ah, no te puedo decir… ¡Pero nunca, nunca se sabe quién está con quién! En esta oficina hay una sorpresa detrás de cada puerta. Vos deberías saber mejor que nadie.

—Nunca vas a dejar de hablar de eso, ¿no?

—No. Pero deberías estar contento, al menos te hablo.

—Decime qué querés que haga y lo hago. ¿Querés que me mude y cambie de teléfono? ¿Querés que la traiga acá y le haga jurar que no la volví a llamar? No le vuelvo a hablar, no la vuelvo a ver, la convenzo de que se case con Marcelo, la vendo a un tratante de blancas, la piso con el auto. Decime qué tengo que hacer y yo lo hago.

—No quiero nada. Quiero que me dejes en paz.

—Uf. Te juro que es la última vez que te pregunto. ¿Hay alguna chance de que, alguna vez, por algún motivo me perdones?

Tragué saliva, junté coraje y le dije lo que me hubiese gustado sentir.

—No.

9 de febrero

Ayer Ezequiel vino a comer una pizza a casa y a ver una película. Y no pasó nada de nuevo. Mientras mirábamos la película, yo no podía dejar de pensar en eso. Por momentos me enojaba (¡Me estaba haciendo perder días preciosos!), en otros me angustiaba mucho (por la incertidumbre), en otros me sentía realmente mal (¿Tan fea soy que no quiere acostarse conmigo?) y de pronto pensaba que él era gay, estúpido o impotente y quería entrar en el mundo de los maridos apócrifos de mi mano obediente y generosa.

Y así me quedé casi toda la noche, angustiada, enroscada, meditativa, hasta que en un momento no aguanté más. Mientras él hablaba de la orientación de mi departamento o de origami tradicional, me empecé a acordar de una fiesta en séptimo grado en la que nadie me había sacado a bailar y me angustié muchísimo. Y alentada por mi creciente paranoia, el consumo de cerveza y el calor residual del horno en el departamento, me puse a llorar.

Aunque esa situación incierta y contradictoria me venía poniendo nerviosa desde hacía un tiempo, ahora no lloraba por eso. Lloraba por otra cosa. Lejos de ser una nena insegura, yo tenía la certeza de que no le gustaba, y eso es una espina clavada en la autoestima para cualquier persona. Uno puede ponerle el nombre que quiera. Algunas mujeres eligen llamarlo timidez, otras prefieren decirle inseguridad. Pero la realidad es otra: había tenido mil oportunidades para hacer algo y había elegido no hacerlo. Darle yo un beso (que era mi plan original) era una misión suicida. ¿Para qué intentar besar a alguien que estuvo de noche en tu casa, conoció a tu familia, te presentó a sus amigos, te invitó a salir diez veces y nunca encontró ocasión de besarte? Era una locura. Yo seré insegura, fóbica, incluso tonta, pero no soy negadora.

Todo eso, sumado a la presión por encontrar a alguien adecuado y hacer las cosas bien, finalmente me estalló en la cara.

Ezequiel, previsiblemente, se quedó perplejo ante mis lágrimas.

—¿¿Pero qué te pasa??

Yo trataba de parar de llorar, porque sabía que era un papelón. Pero no podía. El agua se me escapaba por todos lados como en una inundación.

—Che, che, ¿qué te pasa?

Ezequiel me secó las lágrimas con una servilleta. Me preguntó si le quería contar, pero obviamente le dije que no. Prefería estar muerta antes de mirarlo a la cara y confesarle semejante vergüenza.

—¿Querés que me vaya para casa y mañana te llamo?

—No.

—¿Pero estás bien?

—Sí.

Mi cerebro trabajaba como una cuadrilla de bomberos tratando de sofocar el incidente, pero no había caso. El agua se regeneraba como en un milagro bíblico. Cada vez tenía la cara más mojada.

—¿No me querés contar?

—No.

—Creo que lo mejor es que me vaya. Yo te llamo mañana y si tenés ganas, me contás.

—Ok.

Ezequiel se fue y me tiré en la cama a sentir autocompasión de mí, a llorar y a comer bordes de pizza, pero quince minutos después el teléfono me sacó de mi monólogo interior.

—¿Estás mejor?

—No.

Y pensé que debía decirle todo y después mandarlo a la mierda. Al menos tener ese mínimo placer de avisarle que yo sabía que era un anormal y decirle que se metiera el arroz yamaní en el culo. Y empecé.

—Mirá, yo no sé qué clase de tara tenés vos. Pero en mi mundito, invitás a alguien a salir diez veces sólo si te gusta. Primero, porque no tiene sentido perder tiempo, y segundo, porque no está bien llenar de expectativas, confundir, hacer sentir inseguros, raros, feos, estúpidos a los demás.

Y seguí echándole en cara sus mensajes contradictorios, su comportamiento retorcido y su evidente y preocupante cantidad de tiempo libre para joder a los demás. Y cuando pensé que me iba a cortar, me dijo:

—Voy para allá y te doy un beso ahora.

—¿Ahora?

—Sí, voy, te doy un beso y me vuelvo. Otra forma de arreglarlo no tengo. Ya hice el lío, ahora pensás cualquier cosa. Es mi culpa, voy y lo arreglo.

—Como si fueses un plomero con garantía…

—No… O sea, sí. Sí, ponele que es una garantía por la cita fallida. Vos te quedaste dormida. Yo no te di un beso a tiempo, así que me vuelvo y te lo doy.

—No sé.

—Estoy ahí en quince minutos. O en veinte. Bueno, más o menos.

Y cortó.

Tuve veinte minutos para tratar de arreglarme la cara, sacar la caja de pizza de la cama, esconder las pantuflas, ordenar un poco el living. Y casi no me alcanza, porque cuando estaba peinándome por segunda vez (parecía la Pantera Rosa cuando sale del lavarropas), Ezequiel tocó timbre.

Nerviosa, le abrí la puerta. Él estaba nervioso también.

—Hiciste rápido.

Y me dio un beso. Y otro, y otro. Y así estuvimos unos diez minutos, besándonos contra la pared de ladrillos del edificio, aplastando una pobre planta contra el portero eléctrico, con la calle desierta. Hasta que paramos, corrimos la planta (que ya estaba bastante cachuza) y antes de que yo le dijera de subir, o que subamos naturalmente, Ezequiel se adelantó y me dijo:

—Bueno, te llamo mañana.

Y yo me quedé dura, sin entender muy bien a qué se refería con que me llamaba mañana. Pero entendí inmediatamente cuando me dio otro beso, paró un taxi en la puerta de casa y se fue, sonriendo, como si hubiésemos pasado una velada apasionante.

10 de febrero | ¿Quiero un Matías o un Ezequiel?

Hasta ahora había creído que estaba eligiendo un hombre. Como cuando elegís pollo o carne en una cena, pasillo o ventanilla en el micro, aceto o vinagre en la ensalada. ¿Matías o Ezequiel? ¿El malo o el bueno? ¿El divertido o el aburrido? ¿Quiero uno que me haga morir de risa o uno que me abrace de noche? ¿Necesito saber todo lo que va a pasar en la relación o ir viviendo el día a día sin saber adónde voy? ¿Prefiero sorpresa o seguridad? ¿Qué quiero? Pero ayer a la noche tuve una revelación. O mejor dicho, dos. Esta decisión no tiene nada que ver con elegir un hombre; ni siquiera tiene que ver con elegir un modelo de hombre. Tiene que ver con una mujer. Yo tengo que decidir qué quiero para mí. Si bien esto empezó como una apuesta, ¿es la apuesta mi motor genuino o una mera excusa para reconocer que quiero estar en pareja? ¿De qué se trata esta búsqueda? ¿Estoy buscando una cita para la boda o el amor de mi vida? Si estoy buscando una cita para la fiesta, es simple: me conviene Ezequiel. Si estoy buscando el amor de mi vida, es más fácil todavía: Ezequiel es un gran compañero pero nunca va a ser el amor de mi vida.

Entonces, si defino qué estoy buscando, elegir a un hombre es la parte más sencilla. Se define solo. ¿Pero realmente estoy eligiendo sólo un hombre? ¿No estoy, de alguna manera, repitiendo la misma decisión que tomo cada vez que elijo la ropa a la mañana o un destino para las vacaciones? ¿No es acaso una duda universal, un cliché? ¿Voy a estudiar la carrera que más me conviene o la que más me gusta? ¿Voy a irme a vivir al barrio más lindo o al que me queda más cerca? ¿Prefiero un par de zapatos buenos y cómodos o unos stilettos infartantes?

Tengo que decidir qué clase de mujer soy. Si yo fuese a un programa de televisión a jugar por un millón de dólares… ¿sería la que se retira en la quinta ronda con cincuenta mil dólares seguros o la que sigue arriesgando hasta la última vuelta para ganar el premio mayor? ¿Soy de las que se quedan con la carta que les tocó o las que vuelven a pedir carta aunque se pasen de veintiuno? ¿Soy de las que se meten hasta el fondo del mar o de las que se mojan los pies?

11 de febrero

Desde el viernes pasado hablé dos veces por teléfono con Ezequiel. La primera vez intentamos evitar el tema de los besos de la cita anterior, pero en la segunda conversación ya no fue tan fácil. El agujero que dejaba ese tema era demasiado grande.

Tengo que tomar una decisión. Ezequiel tiene algo raro. Nadie te presenta a sus amigos y conoce a tu familia cuando ni siquiera te dio la mano para cruzar la calle. Toda su conducta es demasiado misteriosa, entrecortada, indescifrable. Si decido seguir viendo a Ezequiel, es bajo mi exclusiva responsabilidad: estaría eligiendo meterme hasta el fondo en una relación que arrancó mal desde el primer momento.

¿Y si en realidad Ezequiel es un traumado y yo estoy acá, perdiendo el tiempo mientras Internet está lleno de solteros potables que quieren conocerme? ¿Para qué insisto con un hombre que no termina de convencerme, que no quiere acostarse conmigo y que ni siquiera quiere hablar del tema?

12 de febrero

Ayer, después de muchas vueltas, finalmente no pude más. Traté y traté de contenerme, pero la curiosidad hizo lo suyo y tuve que preguntarle a Ezequiel por qué razón, luego de varias citas y cientos de llamados, todavía no había intentado acostarse conmigo. Un papelón, ya sé. Pero tenía que saber. Así que lo llamé.

—Nosotros salimos unas diez veces, ¿no? Y a pesar de que nos conocimos en un coso… de ¿citas?, me parece que esta relación, sin querer, se está yendo hacia otro lado. No sé si por vos o por mí, da igual. Pero me parece que sin planearlo nos hicimos como amigos. Yo hago con vos lo mismo que con mis amigas. Veo películas, hablo por teléfono, voy a comer. Entonces, para mí, somos amigos. Y yo, cuando me inscribí en el portal ¿de citas?, buscaba otra cosa. No sé si me explico.

—¿Es por lo del beso?

—Sí y no. Es todo. Es el tono de las conversaciones, los mails, los besos, los no-besos. No es que yo esté apurada, es que es… demasiado raro. Y ya sé, nada es normal, todo es raro, pero a la larga, la excentricidad termina aburriendo a todo el mundo.

—Es que yo no soy así…

—¿Así como?

—Así, muy sexual. No sé, no me interesa tanto.

—¿Cómo?

—O sea, no es que no me guste, pero me aburre un poco. No sé, ponele que entre comer y tener sexo, por ejemplo, prefiero comer.

—Yo no hablaba de sexo necesariamente, pero ahora entiendo más…

—Pero no te asustes, o sea, suena más grave de lo que es. Me da fiaca, nada más.

—No, no. No estoy asustada. Sólo estoy haciendo memoria.

—¿Y?

—Y nada, que ahora entiendo muchas cosas.

13 de febrero

Hoy Matías me dejó dos entradas para el cine en mi escritorio. Son para el sábado a la noche. Presumo que las sacó antes de entrar a la oficina o se las regalaron. La verdad es que no sé ni me interesa. Tanto es así, que fui a devolvérselas inmediatamente, para que no se confundiera. Pero cuando llegué, me sorprendí. Me estaba esperando risueño, en su nuevo escritorio, como si supiera que yo iba a ir a devolverlas.

No pudimos hablar demasiado porque había gente. Previsiblemente, yo traté de darle las entradas y él las rechazó. Me dijo que si no quería, que no fuera, y me sacó una entrada de la mano.

—Te voy a estar esperando —me dijo, mientras se abanicaba con su entrada.

—Llevá calzado cómodo porque vas a estar parado toda la noche —le respondí mientras me iba.

14 de febrero

Ayer tuve un sueño rarísimo otra vez. Resulta que yo iba para la casa de Ezequiel, con una bolsa llena de golosinas en la cartera, y en la mitad del recorrido se sube al colectivo el chancho para controlar los boletos (¿Todos le dicen «el chancho» o soy yo?). Apenas lo veo empiezo a buscar el mío, pero como no lo encuentro tengo que empezar a vaciar la cartera en el asiento de al lado. Saco la bolsa de golosinas, el portacosméticos, el celular, las llaves, una barra de cereal, un pote de crema para manos. Pero en ese momento el chancho me detiene en seco:

—Abra la bolsa, por favor —me dice, señalando la bolsa de golosinas.

—¿Qué?

—Que abra la bolsa.

Tímidamente abro la bolsa y se ven los relucientes envoltorios metalizados del chocolate, una bolsa rebalsando puercos caramelos, paragüitas, bananitas, mentitas y otras miniaturas escandalosamente engordantes.

Entonces el chancho mira hacia el fondo del colectivo y grita:

—¡Adrián, vení! ¡Creo que tenemos un problema!

Miro hacia el fondo del colectivo y Adrián Cormillot, vestido de chancho, está marcando boletos. Viene hasta donde estoy yo, mira la bolsa y me dice.

—Vos sabés muy bien que no podés comer estas cosas.

—Pero si yo no estoy en el concurso de la tele…

—El colectivo es propiedad del programa de televisión, así que técnicamente sí estás participando. Mi padre, Alberto Cormillot, tiene alfajores, gelatinas, bocaditos, colectivos, programas de televisión, un montón de cosas que vos no sabés.

—Tenés que pagar $4,40 por cada golosina —me dice el chancho.

—¡Pero son millones!

—No te parecieron millones cuando las compraste —me dice Adrián Cormillot.

Empecé a buscar plata en la cartera, pero obviamente no tenía y me ponía nerviosa de nuevo. Pero más por las golosinas que por el dinero.

—¿Y las golosinas?

—Las tenemos que confiscar.

—¡No! Por favor, voy a una cita. Dejame las bananitas aunque sea.

—No. Son trescientos sesenta pesos.

Les pagué todo ese dinero (no sé cómo tenía yo esa cantidad de plata encima) y se llevaron mis golosinas. Bajaron en la parada siguiente y apenas el colectivo arrancó, los vi desenvolver un Bon o Bon y me volví loca. Mientras el colectivo se alejaba, abrí la ventanilla y grité:

—¡Corrupto! ¡Te voy a denunciar, Adrián!

Y me despertó la alarma del celular.

15 de febrero

Estoy decidida. No voy a ir al cine.

15 de febrero, más tarde

Entre mirar televisión en pantuflas e ir al cine, me quedo con la televisión. Toda la vida.

16 de febrero

Último día para ir al cine.

18 de febrero | Me decido por Ezequiel

Después de una semana de ostracismo y meditación vueltera femenina, resolví dejar de distraerme con las galanterías chantas de Matías y concentrarme en mi relación con Ezequiel. Es verdad que hay algunas cosas que no funcionan, con las que no estoy conforme, pero en ese momento creí que era lo mejor. O eso sentí. Empecé a extrañar su calidez, su estabilidad, su compañerismo y, sobre todo, su presencia serena del otro lado del teléfono. Supongo que sin asumirlo de manera consciente, me di cuenta de que lo mejor para mí era elegirlo a él.

Si tengo que ser sincera, nunca se me cruzó por la cabeza que pudiera estar enojado. Pensé que iba a interpretar que había tenido una semana complicada y listo. Que íbamos a empezar de nuevo, que yo me iba a portar bien, que íbamos a esperar el momento adecuado para tener sexo. (Nota mental: ¿Es tan importante el sexo? ¿Qué hacen los matrimonios de ochenta años? ¿Se divorcian?) Pero me equivoqué. Yo estaba tan metida en mi triángulo amoroso de telenovela que di por sentado que él me iba a estar esperando, tejiendo y destejiendo como una abuela. Sin embargo, ayer, cuando lo llamé para hacer algo, me llevé flor de sorpresa.

—¿Te desperté? Sí, soy yo… Sí, yo también me sorprendí. Tengo que verte. Tengo que hablar con vos.

Pensé todo lo que le iba a decir: que el sexo no era tan importante, que lo importante era pasarla bien cuando estábamos juntos, que sólo me interesaba estar con él, que iba a ser más dedicada y atenta. En fin, que desde ese momento, todo iba a ser perfecto.

Pero apenas lo saludé en la puerta del bar, supe que había problemas. Porque en vez del besito habitual, me pegó la cara en la mejilla y desvió la mirada, como si mi presencia lo molestara profundamente. Y no quiso escucharme. Me pidió que lo escuchara a él.

Lo primero que hizo fue resumirme, como si yo fuese una extraña, todas las instancias de nuestra relación. Me dijo que él sentía que yo no le daba un lugar en mi vida, que estaba con él por comodidad, que no me esforzaba, que la mitad de los días estaba de malhumor y que siempre tenía algún problema increíble dando vueltas. Que estaba cansado. No de la relación. No de tratar de hacer que funcione. Que estaba cansado de mí.

Cuando escuché esto, me quedé dura. Porque no lo había pensado. Pero ahora que lo decía, sonaba bastante lógico. La verdad es que estaba demasiado concentrada en mis problemas, mis elecciones, mis dudas. Y asumí que él iba a estar ahí hasta que yo las resolviera.

Le pedí perdón, le dije que había sido una época complicada para mí. Y él dijo que todas las épocas eran complicadas para mí. Que yo dominaba, como nadie, el arte del problema. Que siempre tenía un dolor de cabeza, un altercado con una conocida o un familiar, un desquite pendiente con una amiga o cuentas sin resolver que me ocupaban casi todo el día.

—¿Entonces?

—No sé. O sea, yo me cansé. La primera vez te quedaste dormida. ¿Entendés?

—Pero ya te expliqué.

—Sí, ya sé. Pero no es eso. Es todo. Te quedás dormida en mi cara, no me llamás, no te importa no verme una semana entera, no me contestás los mensajes del celular…

—Dicho así suena mal, pero también te mandé mails… Y otras cosas… Que ahora no me acuerdo.

—No hay otras cosas. Por ahí vos no querés estar con alguien… Por ahí los demás, tu vieja, tu hermana, tu amiga, quieren que vos estés con alguien. No sé, no sé. No quiero decir cosas que no sé. Lo único que te digo es esto. Que esta semana fue demasiado. Se me acabó la paciencia con vos.

—¿Entonces?

—Entonces nada. Me parece que no tiene sentido insistir…

—¿Es una venganza?

—No. No soy yo, sos vos.

—O los otros.

—No. Creeme que sos vos.

Nos despedimos en la calle, de manera un poco artificial. Yo estaba incómoda por todo lo que me había dicho y él por haberme tenido que decir cosas tan obvias.

La verdad es que no lo vi venir, pero ahora, mientras lo escribo acá, todo suena tan previsible, tan lógico. Me siento como en esas películas de terror en las que el protagonista mira fijamente un vacío y el monstruo aparece, de repente, por otro lado. No lo vi venir. O no lo pensé. O no quise verlo. La verdad es que no sé, pero qué problema, qué problema…

19 de febrero

Ayer, cuando llegué a la oficina, me encontré la entrada de Matías, húmeda y lánguida, en mi escritorio. No había ningún juego, ningún doble sentido, ninguna gracia. Sólo la entrada, como una carta que devuelve el correo o un artículo fallado. Sólo eso.

20 de febrero | De nuevo sola

Cuando era virgen (que fue por mucho tiempo, porque fui virgen hasta los veintiuno), cada vez que subía a un colectivo, iba a un shopping o a cualquier lugar con mucha gente de mi edad, me torturaba pensando cuánta gente de la que estaba ahí sería virgen también. ¿Serían cinco o diez? ¿Esos dos pibes de dieciséis años serían vírgenes? ¿Se darían cuenta de que yo lo era? ¿Seríamos vírgenes sólo la gordita de allá y yo? ¿Y la rubiecita con cara de gila? ¡Ésa tenía que ser de mi club!

Más tarde, cuando dejé de ser virgen, me empecé a autoflagelar con otros pensamientos maníacos relacionados, más que nada, con la soledad. Todavía lo hago. Me gusta entrar en un lugar lleno de gente y pensar quiénes parecen estar solos y por qué. A veces me interesa la estadística, a veces los motivos y a veces ensañarme con alguna mujer en particular: ¿La petisa esa estará casada? ¿La de la micromini tendrá novio? ¿Cómo puede ser? ¿Será ese morocho el marido de la petisa?

En una zapatería, para poner un ejemplo, me gusta calcular el porcentaje de solteros basándome en algunas impresiones concretas. ¿Se prueba botas blancas con taco aguja? Soltera. ¿Mocasines de cuero? Casada y con tres hijos. ¿Sandalias doradas con strass? Tiene novio y van a un casamiento. En el supermercado hago algo parecido. ¿Una botella de whisky? Divorciada. ¿Vino tinto? En pareja. ¿Vodka? Sola. ¿Ananá fizz? Casada, con dos nenes, y la suegra que vive en casa.

Desde el domingo, volví a estar sola. Como una planta torcida que trataron de enderezar con un palito pero volvió a encontrar la forma (y la fuerza) para doblarse de nuevo. Y digo «volví a estar sola» y no «estoy sola», porque «volver a estar sola», repito, es un estado muy diferente a la soledad.

La soledad es cómoda, pachorra, segura. A mí me gusta estar sola. Pero volver a estar sola es otra cosa. Es angustiante, diferente. Porque cuando una está sola siente que la soledad es la norma. La rutina es trabajar, ir a casa, salir con amigas, volver, trabajar, ir a casa, salir a cenar con una compañera de trabajo, volver a casa. Conocer a alguien es, en esos casos, la excepción de la norma, el evento extraordinario que llega para transformar la rutina, para alterar el statu quo.

Volver a estar sola, en cambio, implica una carencia. Una perdió algo. El estado normal era el anterior y la novedad es no tenerlo. Desaparece la expectativa, el objetivo, el anhelo. Ya no miramos el celular esperando que alguien nos llame, porque nadie va a llamarnos. No esperamos pasar al próximo nivel de una relación, ni que nos digan por fin que nos quieren, que nos presenten a sus padres o nos propongan ir de vacaciones juntos.

Ya no hay nada que esperar, y al mismo tiempo, paradójicamente, todo es espera.

Yo sé que hay muchas cosas divertidas para hacer, que la vida no es sólo estar en pareja. Es cierto. Ya sé. Pero esos pensamientos los tiene la gente que está sola. Los que volvemos a estar solos, en cambio, nos comportamos igual que yo en la zapatería. Cuando vemos gente no pensamos en diversión, ni en actividades, ni en intereses. Pensamos si está sola o en pareja. Y eso es así hasta que nos olvidamos de haber estado con alguien y estamos solos de nuevo.

21 de febrero

Después de un mes y medio de evadir reuniones sobre el casamiento de mi hermana, hoy se me acabaron las excusas para faltar. No sé para qué voy. No me interesa nada de lo que dicen, y a ellas mi opinión siempre les parece infantil.

No sé si soy yo, o todos están locos. Pero debaten sobre el color de unas cintas con tanta seriedad, que por momentos me encuentro argumentando a favor del color blanco como si realmente fuera importante.

Debate 1. Los mejores amigos de mis padres están divorciados y se odian. Son, además, los padrinos de mi hermana y los dos amenazaron con que si va el otro ellos no van.

—No hay que preocuparse, Silvia es bo-rra-chí-si-ma, y más ahora. Yo arreglo para que le llenen el vaso de whisky unas cuantas veces antes de las diez, y santo remedio.

—¡Pero mamá! ¡No quiero que esté borracha en mi fiesta!

—No te preocupes, la tiramos en el guardarropa o algo.

Debate 2. Sin duda, el gran debate fue quién se sentaba con quién. Mi madre preguntó si «el chico nuevo» iba a venir. Desesperada, mentí. Le dije que faltaba mucho, pero que probablemente vendría. Espero que no se acuerde qué cara tenía.

—En las peores mesas pongamos a los más humildes, que seguro te regalan cositas baratas. ¿Pusiste cositas baratas en la lista? Hay que poner para todo el mundo porque si no, se hacen los vivos y no te regalan nada con la excusa de que son pobres. No hay que darles ocasión.

—Mamá, es refeo lo que estás diciendo.

—Claro que no, la hija de Silvia sentó a la gente fea y pobre al fondo, para que no la vieran los clientes del padre. Según Silvia, tenían vestidos espantosos. Yo no los vi. Ella quería poner una cortina, pero el yerno no la dejó. Eso sí es horrible. Aunque se entiende, porque el padre tiene clientes importantes.

Debate 3. Teníamos que buscar fotos de cuando Irina era chica para un video, pero a mi mamá, salvo las de cuando teníamos tres años, ninguna le parecía bien. Como insistimos, se enojó y nos dijo que nos ocupáramos nosotras.

—Lo único que digo es que no hay necesidad de poner aquellas donde están gordas… Es lo único.

—No estamos gordas, mamá, tenemos unos kilos de más que no se notan.

—¡Pero qué no se van a notar! ¡Vos misma lo decís: kilos DE-MÁS-DE-MÁS!

—¡Pero son pocos! ¡No son cincuenta!

—¡Pero qué necesidad hay! ¡Si hay otras fotos en donde están tan lindas!

—Pero no podemos poner fotos hasta los once años, una de un verano anoréxicas, y saltar a las de ahora.

—Bueno, de ahora yo pondría. Pongamos hasta los once y la de ese verano, llenamos con fotos de familiares en las que salgas lejos, y ponemos alguna de ahora, que estás divina, mi amor.

—Pero la idea es poner fotos desde que naciste hasta ahora.

—Bueno, lo hubieran pensado antes. Entre comer y ser lindas eligieron comer, así que ahora no se quejen si en las fotos salen gordas.

22 de febrero

Hoy, viernes a las cinco de la tarde, Marcelo Ugly me clavó un puñal en el corazón. Se acercó a mi escritorio, y sin anestesia, argumentando preocupación por mis ojos llorosos y las cuatro cafiaspirinas que me tomé a la mañana, me hizo una invitación.

—Che, Lucía, hoy a la salida de la oficina, el grupo de los que estamos solos de acá vamos al bar de enfrente a tomar algo. Deberías venir. Te va a hacer bien divertirte.

Me siento en una de esas comedias de los 80 parecidas a Porky’s o La venganza de los nerds. No quiero ser del grupo de «los que están solos». Quiero ser de «los solteros y fabulosos», o de los «felizmente enamorados». Y sin embargo, no puedo. Estoy condenada al gueto de los perdedores.

Mientras Marcelo me miraba esperando una respuesta, repasé mi situación: mis amigas están todas casadas y no entienden la presión que siento. No puedo pedirles que salgan conmigo ni pedirles que me presenten a nadie, porque si tuvieran un soltero decente a mano se hubieran casado con él. Si lo tienen suelto, es porque no lo quisieron para ellas. Tampoco voy a frecuentar otra vez un portal de citas porque la experiencia anterior fue desastrosa. Salir sola a un bar o un boliche está fuera de discusión. Y como no hago cursos, ni voy a la facultad, ni soy socia de un club, la única forma de renovar mi círculo social es mi trabajo.

Así que, urgida por este razonamiento defectuoso, acepté ir al bar con «el grupo de los que están solos».

Antes que nada, quiero decir que «el grupo de los que están solos» es un grupo humano excelente. Son amables, generosos, gente de buen corazón. Me trataron con mucho cariño y les agradezco profundamente la gentileza de haberme invitado. Pero tengo que decir también que están hechos mierda. Pero hechos mierda en serio. Su vida es como un viaje en un tren fantasma lleno de cucos. Yo me creía que estaba mal, pero mi rutina, comparada con la vida de Graciela de contaduría, es un cuento de hadas. Tanto es así que después de escucharla hablar de su madre durante dos gin tonics, pensé en hacerle jurar a mi hermana que si alguna vez me transformo en una solterona así, me pegue un tiro por la espalda sin preguntarme nada.

El primero que me recibió fue Piñata.

—Bueno Luzía, yo zoi Piñata, un plazer, ezlla ez Zraziela, tenemoz nueztra cantante que ez Zhizela, a Marzelo zha lo conozez, el rubio Zilvani —todos se ríen y le señalan el pelo—, y hay unoz cuantoz que no vinieron hoy pero zomoz bocha. ¿Qué queréz tomar?

Piñata contó con lujo de detalles su última relación. Al parecer, conoció por chat a una artista venezolana y hablaron durante seis meses por teléfono. Según él, le mandó una foto actualizada, pero nadie le creyó, porque apenas la mujer esta lo vio en el aeropuerto, puso una cara de miedo horrible y se quiso hospedar en un hotel. De más está decir que a los tres días le dijo que su papá se había descompensado, se volvió a Venezuela y jamás le volvió a contestar un mail.

Graciela, por su parte, no quiere saber nada con los hombres. Dice que así está perfecta. Que si quiere ver televisión bien fuerte, lo hace. Que si quiere (cito textual) ir a una confitería (keyword: confitería) a tomarse un cafecito, se lo toma. Que si no quiere cenar, no cena. Y un montón de solteroneces que me dejaron boquiabierta. La idea de que alguien se haya sobreadaptado a su soledad a tal punto, que sea capaz de creer que no quiere dormir acompañado o tener hijos para poder tomar cafecitos cuando quiera, me dejó pasmada. Además, ni siquiera cree que su relación anormal y simbiótica con su madre de setenta y seis años sea un problema.

—Yo me tendría que ir retirando, porque son las dos y mi mamá es mayor —dijo Graciela mientras se acomodaba los anteojos y la blusa.

—¡Quedate, Zraziela! No zeaz tonta, zu vieja za debe eztar dozmida.

—No puedo, Ernesto… —sólo Graciela le dice «Ernesto» a Piñata—. Ella es así, no se va a dormir hasta que yo llego.

—¡Pero zche, Zraziela, zomoz grandez, zamala de mi zelulaz!

—¡Piñata, dejala si se quiere ir! —dijo Marcelo.

—¡No le digas «Piñata»! —le dije, con impresión.

—¡Él se presenta como Piñata, che!

—En serio, chicos. No puedo.

—Pero si se lo pusieron en la oficina… —dije sin sacar mi cara de horror.

—No, no. Le dicen Piñata desde que era chico. Ahora es gordo, pero cuando nació pesaba seis kilos y medía quince centímetros, y en el colegio quedó igual. Y en vez de Pignataro le dicen Piñata…

—Yo le voy a decir Ernesto.

—Como quieras, pero es un desperdicio no decirle Piñata a alguien.

Silvani, el de marketing que se hace los claritos, en cambio, es un idiota mental. Está convencido de que es un gran partido y de que todas las mujeres lo quieren desposar pero que no pueden conquistarlo. No para de hacerles chistes de doble sentido a todas las mujeres que le hablan, incluida Graciela, que le dice «grosero» cada tres oraciones.

—¿Pero, Piñata, te la cogiste o no te la cogiste?

—Uhhh, Zilvani, dale con ezo.

—¡Pero sólo te pregunto si te la cogiste, che!

—Sos un grosero, Silvani —le contestó Graciela.

—¡Quizá se la cogió en el hotel!

—Ay, basta de groserías, por favor. Me retiro.

—No te reís con nada vos, eh —le dijo Silvani a Graciela.

—No, el humor de guarangos no me causa gracia, Silvani. Se pueden hacer bromas sin ser maleducado.

Aproveché la discusión para irme con Graciela diciendo que al día siguiente me tenía que levantar temprano. Me avisaron, encantados de la vida, que el miércoles juegan al bowling y cuentan conmigo. Pero antes de ir, prefiero volver al portal de citas. En serio.

23 de febrero | Mi hermana se peleó con el novio

Recién me suena el celular. Era mi madre, por tercera vez en el día.

—Soy yo, tu hermana se peleó con el novio otra vez. La tengo acá. Por qué no venís a cenar y hablás con ella… Yo no aguanto más.

—¿Pero qué pasó?

—Qué sé yo, otra estupidez. Ahora con las bebidas.

—No entiendo. ¿Se pelearon por los tragos?

—Qué sé yo, llora y grita, yo me tomé dos aspirinas y me imaginé que la callaba a cachetazos. Vos viste cómo es. Ese llanto finito que tiene.

—Mamá, concentrate y explicame por qué se pelearon.

—Él quiere whisky y no sé qué más, porque dice que ella eligió todo. Y ella, que la va a avergonzar con sus amigos. Y él, que ella es una controladora. Y ella, que él es un ordinario. Y él, que ella es una frívola. Pero mirá que preocuparse por esa estupidez. Debería estar preocupada por cómo se va a vestir la madre de ese chico… Y el padre, por Dios… ¿Y si alquilan el traje? Con los problemas que hay, preocuparse por el whisky… Encima él no para, pero no para de llamar. Y ella no lo atiende, pero no me deja desconectar el teléfono porque quiere saber cuánto llama…

—Ok, ok.

—Sé buenita, traete una botellita de algo y vení a cenar. Hablás con ella, no le digas nada de que se puede vivir sin hombres ni nada de eso. Sé buena…

—¡Si yo no digo nada!

—Vos sabés muy bien de lo que hablo, el numerito de la soltera fabulosa… ¡Uf! Sigue llorando. No soporto más.

—Debe estar nerviosa.

—¿Vos… vas a ir con el chico ese? —preguntó mi madre, de repente.

—¿Con Ezequiel?

—Ezequiel.

—Sí, claro. ¿Por qué? ¿A qué viene esa pregunta? —dije, tragando saliva.

—Nada, nada. Para saber. ¿No puedo preguntar?

—Claro que podés preguntar. Necesitás saber si voy a ir con alguien para poder planificar, ahorrar y todo eso. Si seguimos así, la fiesta te va a costar el doble.

—¿Por qué?

—Porque cada vez se suman más invitados…

—Ah, sí.

—Por ejemplo, Ezequiel. No lo habías contado, ¿no? Seguro que no habías contado un acompañante para mí.

23 de febrero, más tarde. Mi hermana se arregló con el novio

Por suerte, mi hermana se arregló con el novio y dejó de llorar. Aparentemente se dijeron mucho «Pipi», «Popi» y «Cuchi», le echaron toda la culpa a la wedding planner y dieron por terminado el asunto. Sin embargo, para mí fue el comienzo de otro problema, porque esta pelea me hizo notar que estaba desatendiendo el objetivo más importante del año. Ya pasó la mitad del tiempo que tenía, y todavía no tengo a quién llevar al casamiento.

24 de febrero | Qué difícil estar sola

Hoy hablaba con una amiga que está en una situación parecida a la mía sobre lo difícil que es para algunos entender mi vida en profundidad. En estos días, mucha gente me da consejos y yo lo valoro muchísimo, pero son pocos los que saben cómo es ser soltera a los treinta años. Como es tener cien citas malas, una detrás de la otra, desafiando todas las estadísticas y las teorías amorosas del mundo. Como es sufrir cada tres meses por un tipo distinto. Como es descubrir que siempre, no importa cuántos recaudos hayas tomado, el candidato en cuestión termina siendo un maniático o un cagador. Como es escuchar a toda la gente diciendo que «ya va a llegar» y saber que nunca llega. Como es que te digan en todas las conversaciones que tu problema es que sos exquisita, que no te entregás, que sos demasiado confiada, que sos desconfiada, o que siempre elegís mal.

La verdad es que ser soltera no es tan grave. Es todo lo demás. Es la mirada compasiva de otras mujeres, son las promociones del cine 2 x 1, son las publicidades de champú con una pareja perfecta. Es vivir acá, en este mundo, bajo la sombra gris del matrimonio y la familia tipo. Bajo la mirada de una sociedad que está todo el tiempo diciéndome que no estoy colaborando con la especie. Que no me estoy reproduciendo.

Mejor sería que alguien me explique cómo es que «ya me va a llegar». ¿Cómo es que ya va a llegar? ¿Cuándo? ¿Es el galán número 102? ¿El 167? ¿El 256? ¿Y cómo sé si en ese momento todavía voy a estar entera? ¿Y si cuando llega soy una vieja cínica y amargada y no puedo verlo? ¿Y si cuando llega ya me conformé con el que había por miedo a morirme sola? Quizá «que llegue» quiera decir eso, que dejemos de buscar a alguien que nos haga sentir completas y nos contentemos con el menos peor.

Yo sé que mi soltería tiene más que ver con mis problemas que con los problemas de los hombres. Que elijo hombres que no pueden quererme o que no están disponibles porque en el fondo me asusta mucho terminar como mis amigas: creyendo que de verdad el marido duerme en la oficina porque era demasiado tarde para volverse.

Entonces, antes de estar en esa situación (casada con un tipo que me caga mientras yo cambio pañales y limpio la casa), antes de tener que elegir entre divorciarme y hacerme la boluda, antes de que me hieran, antes de que me desilusionen, me arruinen mi escasa juventud y me dejen amargada para toda la vida, elijo a todos los que no quieren ni pueden tener una relación conmigo.

De esa forma me quedo cómoda y protegida en este limbo de soltería. No soy feliz, es verdad. Pero al menos nadie me lastima en serio.

25 de febrero

Cuando llegué a la oficina me crucé con Matías en el ascensor. Es rarísimo no mirarse con una persona que conocés de manera tan íntima, tan personal. ¿Cómo puede ser que alguien que amaneció babeando tu almohada un domingo en tu casa o que vio partes de tu cuerpo que vos nunca llegaste a ver, de repente se transforme en un desconocido?

Cuando abrí mi computadora, fui directamente a revisar los mails. Sólo había un par de presentaciones de Power Point de Piñata y unas gacetillas que nunca pedí. Así que borré todo y seguí con mis cosas. Pero más tarde, llegaron otros ocho mails. Mails de todo tipo. Menos mails pidiendo dinero para operar a algún niño de Uganda, llegó de todo. Chistes de gallegos, frases inspiradoras, un cuento de Paulo Coelho y un juego para ver quién trabaja más en la oficina. Y en todos, por supuesto, dice algo como «No zoi de mandar eztaz cozaz pero ezte eztá buenizimo la vezrdad».

Pensé que llegado el caso, podía bloquear a Piñata de mis contactos y listo. Él nunca se iba a enterar y yo no iba a recibir más basura virtual. Sin embargo, ya era demasiado tarde. ¡La basura estaba por todos lados! Cuando fui a la cocina a hacerme el café de todas las mañanas, me encontré con una lista de lo más reveladora en el corcho que está al lado de la heladera. Decía:

¡BOWLING DEL MIÉRCOLES!

Es importante que se anoten los que van a venir para poder reservar lugar.

Nos encontramos en la puerta 9.15 hs y comemos ahí adentro.

¡Pueden venir con quien quieran! ¡Mientras más seamos mejor!

Y abajo del cartel había una lista con todos los concurrentes, entre los que estaba yo. Marcelo se acercó y me preguntó, sorprendido, si yo iba. Enojada le expliqué que yo nunca había dicho que iba a ir. Y me dijo que entonces se lo explicara yo a Piñata, porque al parecer, todos contaban con mi presencia.

28 de febrero

Yo sé que dije que no iba a ir al bowling. Es más, sé que dije que prefería estar muerta. Y era cierto. Pero a veces pasan cosas en el camino y uno cambia de opinión.

Estuve dilatando el momento de retractarme durante todo el día. Es más. Llegué tardísimo a la oficina, como a las cuatro de la tarde, tratando de dilatar de manera infantil mi declinación. Me daba vergüenza explicar que no quería ir cuando mi nombre, impreso en la lista de la cocina, desafiaba mi negativa. Sentía culpa porque yo sabía el verdadero motivo de mi ausencia: ni tenía otro compromiso, ni me había doblado un tobillo, ni tenía sueño. Yo no quería ir porque si escuchaba una vez más «mi madre es mayor» o «Zraziela, quedate» me iba a tirar por la ventana de la oficina.

Así que esperé todo lo que pude, con la esperanza de que no se dieran cuenta y yo pudiera huir de la jauría de solteros por la escalera, a hurtadillas, hasta que Piñata me vino a buscar a mi escritorio y tuve que decirle lo primero que se me vino a la cabeza: que todos los miércoles tenía una cena familiar y nunca iba a poder ir a jugar con ellos.

Sin embargo, quince segundos después de haberle dicho esa estupidez me quise morir. Porque salió del baño un morocho interesante que jamás había visto en mi vida y le preguntó a Piñata si iban todos juntos o se encontraban en la puerta. En el momento no se me ocurrió nada para corregir la situación. Si hubiera dicho que estaba cansada hubiera podido retractarme, pero había dicho lo de la cena y ya no había nada que hacer. Así que los dejé ir, mirando al morocho de espaldas y maldiciendo a todo el mundo por no haberme avisado que teníamos visitas.

Un rato después, sin embargo, mientras me acusaba de idiota en la escalera, se me ocurrió que podía ir directamente al bowling. Podía llegar, decir que la cena se había cancelado y que pasaba a ver si todavía estaban ahí. Era patético, sí. ¿Pero quién iba a saberlo aparte de mí? Piñata y Marcelo iban a estar contentos de verme. Y yo iba a estar contenta de ver al morocho nuevo y averiguar si era (efectivamente, increíblemente, sospechosamente) del grupo de los solteros. Así que no lo pensé más y fui.

A pesar de que intenté jugar en el equipo del morocho, no hubo caso. Piñata me retuvo como si fuese una tarada a la que no podía soltarle la mano porque se perdía en el salón. Por ese motivo no pude averiguar demasiado. Sólo puedo decir que el morocho en cuestión se llama José y que hoy es su primer día reemplazando a Matías.

Eso del reemplazo suena bien. Es hora de llenar lugares vacíos.