1 de enero

Me acabo de despertar. El sol derrite las ventanas y el edificio está mudo. En el piso de mi cuarto hay ropa tirada, en la mesa de luz descansa una tira de aspirinas saqueada, y en mi cama hay dos piernas, dos pies y dos manos que no son míos. Ni míos ni de Matías, en realidad. Al lado mío hay un cuerpo que ayer no estaba.

La noche del 31, Matías me pasó a buscar temprano, porque la fiesta quedaba lejos, pasando Pilar. Ni siquiera sé en dónde era, porque por momentos sólo se veía la ruta y un campo infinito lleno de nada. Me acuerdo de que cuando llegamos estaba anocheciendo, pero ya había muchísima gente, adentro y afuera. Algunos incluso ya estaban borrachos, nadando vestidos, cargoseando solteras apetecibles, o riéndose a carcajadas con su grupo de amigos.

A pesar de la cantidad de gente, apenas entramos, la dueña de casa nos vino a recibir. Tuvimos una breve conversación y nos presentó a su novio. Matías, en cambio, me presentó como Lucía y no aclaró qué tipo de relación nos unía. Ella, que estaba muy atenta, se dio cuenta enseguida y preguntó (directamente, como si lo supiera) cuánto tiempo hacía que estábamos juntos. Matías se apuró a aclarar que sólo salíamos desde hacía una semana y yo sonreí. Después siguieron hablando, pero yo no pude prestar atención porque me distraje con otra cosa. A lo lejos, entre toda la gente, como una aparición fantasmal, Marcelo paseaba con un trago en la mano. Marcelo. Mi Marcelo. Marcelo Ugly.

Me quedé dura durante algunos minutos como si hubiera visto un muerto. En silencio, dudosa, toqué el brazo de Matías y señalé la silueta de Marcelo que circulaba impune entre la concurrencia. Ante mi estupor y posterior reclamo, Matías se mató de risa y dijo que él no sabía que podía estar, pero que no era raro porque cantaba en un coro con la dueña de casa. Puse cara de horror inmediatamente y le reclamé que debería haberme advertido. Muy suelto de cuerpo me dijo que lo había hecho, que me había dicho varias veces que una amiga suya conocía a Marcelo.

Previsiblemente, cuando me quedé sola (Matías se demoró más de veinte minutos buscando tragos), Marcelo vino a hablarme. Me dijo que esperaba que no me molestara que él estuviera ahí, que era muy amigo de la dueña de casa. Le dije que no, que no me importaba. Que se divierta mucho y que tenga feliz año, y le sonreí. Quizás era cierto. Quizás era muy amigo de la dueña. Quizás eso había querido advertirme todo este tiempo.

A las diez de la noche, Matías y yo estábamos tan borrachos como todo el mundo. Tomamos todo lo que había dando vueltas. Todo. La tentación era irresistible porque había varias barras y en cada una preparaban algo distinto. A medida que la noche avanzaba, las imágenes se volvían más borrosas, más raras, más imprecisas. Como si me hubiera ido quedando dormida de a poquito y hubiera ido perdiendo contacto con la realidad hasta caer en un sueño profundo.

Para colmo de males, tuve la pésima idea de ponerme ese laberíntico vestido gris de modal, en capas irregulares, que sólo me quedaba bien cuando estaba parada y quieta. Apenas empezaba a caminar se desarmaba como una casa de naipes y me dejaba en bombacha en el medio de la fiesta. Así que mientras Matías iba a buscar tragos o Coca-Cola para mí, yo me iba corriendo al baño a acomodarme esa pieza de ingeniería textil imposible de llevar con dignidad.

Matías, por su parte, aprovechaba mis huidas al baño para ir a saludar conocidos y charlar con amigos que no veía hacía mucho tiempo. De a ratos era imposible encontrarlo porque había demasiada gente y los celulares o no tenían señal o devolvían los mensajes de texto veinte minutos después. Así que cada vez que se iba, perdía veinte minutos esperándolo, veinte buscándolo de nuevo, y otros veinte tratando de recuperar el buen humor.

Y fue en una de esas tantas veces que lo fui a buscar que lo vi a lo lejos, borroso de caipirinha, discutiendo con la dueña de casa. Él le agarraba el brazo y le gritaba en voz baja, y ella se reía, desparramada. Y no sé bien qué fue: si de verdad existe la intuición femenina o si es experiencia acumulada, pero esa escena me hizo acordar de lo que me había contado sobre su ex novia.

Cuando Matías volvió, no aguanté más de dos minutos antes de preguntarle quién era la dueña de casa en realidad. Y le advertí que no mintiera, que yo misma, con estos dos ojos imprecisos de borracha, lo había visto discutiendo acaloradamente con esa chica.

Así que, un poco por hartazgo, un poco por obligación, me dijo la verdad. Era su ex.

La noticia me cayó como un piano en la cabeza. ¿Qué clase de hombre te lleva a la casa de su ex novia en la cita número cinco? ¿Y qué clase de persona ni siquiera te avisa que estuvo diez años con la persona que está charlando con vos? ¿Seré, paradójicamente, una apuesta? ¿El contraataque de un despechado? ¿Acaso él no había dicho que su ex novia era una persona rara y complicada que había que tener bien lejos? ¿Entonces? ¿Si había que tenerla lejos que hacíamos nosotros ahí?

Un día normal, este pensamiento hubiera crecido en mi cabeza como una enredadera. Pero estábamos tan borrachos que ni siquiera podía seguirle el hilo a mi ritual de autoflagelación. Ni siquiera me acuerdo qué pensaba en ese momento. Sólo me acuerdo de pequeñas escenas sueltas, sin plasticola.

Me acuerdo de que estuvimos tirados en el pasto, mirando la noche, mudos, durante mucho tiempo. Que él hacía chistes sobre cómo íbamos a volver en ese estado. Decía que íbamos a tener que suplicarle a Marcelo que nos llevara o pedir monedas para tomarnos el colectivo 15 y abandonar el auto en la ruta. Me acuerdo también de que estábamos en un sillón y una chica nos hablaba, nos acariciaba las manos y nos decía que éramos muy lindos. Me acuerdo de que hablamos con ella durante mucho tiempo y que le pusimos «la mimosa» de sobrenombre.

Me acuerdo también de brindar a las doce, de darme muchos besos en el jardín y de sentir un olor muy feo, y después darnos cuenta de que había un vómito enorme al lado nuestro. También me acuerdo de ver a Marcelo dando vueltas, como si me vigilara, como si estuviese esperando algo, por los arbustos, entre los sillones del living, detrás de las puertas. Me acuerdo de que Matías se burlaba porque el vestido se me subía demasiado y yo no me daba cuenta, y él tenía que bajármelo de un tirón para que no me quedara desnuda en el medio de la fiesta. Y me acuerdo, por último, de su ex novia, la dueña de casa, peleándose con su pareja a los gritos, en un pasillo. Me acuerdo (qué tonta) cuánto alivio sentí al confirmar que era una histérica como decía Matías.

Y después no me acuerdo de nada más. Me desperté dos horas más tarde, dormida en un sillón. Lo primero que vi al abrir los ojos fue a Marcelo, sentado con indiferencia, a dos butacas de distancia. Lo miré y la situación me pareció tan rara que sentí un poco de miedo. Así que me levanté rapidísimo, me bajé el vestido como pude, y me fui a buscar a Matías. No quería quedarme cerca de Marcelo por nada del mundo.

Busqué a Matías durante veinte minutos hasta que me cansé. No estaba en el jardín, ni en la pileta, ni en las barras, ni en la cocina. Lo llamé al celular pero no había señal. Aproveché entonces para ir al baño otra vez. Me encontré con la mimosa (la chica que nos acariciaba el brazo en el sillón) y conversamos en la fila. Yo tenía el vestido mal puesto y parecía una prostituta acabada buscando a alguien en un hospital lleno de soldados desmayados. Estaba despeinada, tenía el maquillaje corrido y la piel brillosa, los ojos rojos de perro enfermo y las rodillas verdes de estar tirada en el pasto.

Me moría por tomar agua, por ir al baño, por lavarme las manos y la cara y por recogerme el pelo. Con la mimosa esperamos más de diez minutos en la puerta del baño: fueran quienes fuesen los que estaban adentro, ni salían ni nos dejaban entrar. Así que me propuso ir a buscar otro al piso de arriba para no seguir esperando.

La mimosa me señaló el baño y entramos juntas. O al menos tratamos. Y digo «tratamos» porque si bien abrimos la puerta, las dos nos quedamos ahí nomás. A pesar de que yo estaba consumida y mareada, jamás me imaginé lo que iba a encontrarme adentro. Nunca. Siempre pensé que esa noche Marcelo me iba a acuchillar y me iba a tirar en una zanja porque me parecía a su madre. O que me iba a pelear con Matías por alguna estupidez. O que se me iban a romper el taco y el celular. Es decir, todas las desgracias que me pasan a mí en las fiestas. Pero no eso. Eso inauguraba una nueva dimensión en mis tragedias cotidianas. Eso era un imprevisto serio. Eso era el fin.

Me di cuenta de que pasaba algo extraordinario por la cara de la mimosa, que estaba blanca como la pared, e inmediatamente entendí. Matías estaba enroscado como una víbora al cuerpo de su ex novia, besándola apasionadamente. Cuando me vio se agarró la cara y la soltó. Supongo que esperaba que lo matara. Yo también esperaba lo mismo, pero no pude hacer nada. Sólo irme corriendo por el pasillo.

Yo siempre había creído que en un momento como ése iba a empujar, a insultar, a tirar hacia todos lados lo que estuviera cerca mío. Pero cuando el momento te llega es muy distinto. Parada ahí, frente a esa escenita privada, te sentís tan patética, tan diminuta, tan tonta, que lo único que querés es no agrandar ese sentimiento. Querés empequeñecerlo, desaparecerlo, volverlo pasado o mentira.

Supongo que por eso me fui. Quería sacarme esa imagen de la cabeza como si me despegara masa de los dedos, como si me sacara y tirara un abrigo caluroso al piso, como si fuese un reptil que muda su camisa en primavera. Quería huir de ese baño, de esa casa y de esa semana entera. Quería huir de mí.

Cuando bajé, me di cuenta de que mi profecía se había cumplido. Estaba encallada a cientos de kilómetros de casa, sola, con un teléfono celular sin señal y con un billete de cien pesos en la cartera que no servía para nada en una ruta desierta. No podía irme y al mismo tiempo sentía que no podía quedarme ni un minuto más ahí.

Me saqué las sandalias y salí descalza por un camino de tierra. Afuera empezaba a amanecer pero todavía estaba oscuro. Traté de caminar dos pasos, pero era difícil: la calle de tierra estaba llena de cascotes, piedritas, vidrios y yuyos. Me puse a llorar de impotencia. Ni siquiera podía irme de la fiesta. Estaba presa, obligada a mirar cómo me humillaban delante de todo el mundo. Pero cuando pensé que ya no podía caer más bajo se me ocurrió una solución. La peor solución del mundo.

—Yo sé que esto es mucho pedir. Y sé que no me lo merezco y todo lo que vos digas. Todo. Soy todo lo que se te ocurra… —quise seguir pero Marcelo me interrumpió.

—Los viste…

Y no pude contestarle nada, por la sorpresa o por la vergüenza. Sentía que un telón se levantaba delante de mí y que todos me miraban desde el otro lado.

—Uf, yo sabía que esto iba a pasar. Te dije, pero no escuchaste.

—¿Cuándo me dijiste?

—Es que lo que decís debajo del agua no se escucha. Y yo estaba nadando abajo de un café con leche. Quizá si me hubieses tirado un submarino…

Marcelo me trajo a casa en silencio. Creo que su auto era el único en la autopista. El día se aclaraba junto con la borrachera, y cuando mi cabeza se puso en marcha empezó a dar vueltas alrededor de Matías. Me quedé callada hasta San Isidro, pero después no aguanté más. Él no dijo nada, pero yo le hice algunas preguntas.

Nunca me había sentido tan estúpida. Vanidosamente estúpida. Inocentemente estúpida. Ciegamente estúpida. Me acordé de mi bronca cuando creí que él le había dicho a Matías que habíamos salido. Me acordé que había pensado que era por despecho o amor no correspondido. Me acordé de mi hartazgo por su insistencia para hablar. De cómo acomodé las cosas en mi cabeza para no ver todo lo obvio. De no haber preguntado nunca quién era el amigo en común que tenían y de todo lo que había hablado Matías sobre las relaciones de a tres, las peleas con su ex novia, los intrusos y demás señales que califiqué en mi cabeza de superchería psicoanalítica. Y me dio tanta, tanta vergüenza no haber atado cabos antes.

Cuando llegué a mi casa, me largué a llorar. Pero no por Matías. Por mí. Porque todavía no podía creer que yo misma me hubiera decepcionado de esta manera.

Levanté los mensajes del celular, que por fin tenía señal. Tenía saludos de mi madre preguntándome si más tarde iba a pasar, preguntándome quién era Matías (¡qué puntería, mamá!), de mis amigas, de Rodrigo, mi ex, y varios de Matías, tan previsibles, tan mentirosos y tan estúpidos como el peor cliché de telenovela.

A pesar de que ya era de día y no era el momento para hablar de nada, decidí hacer un último llamado. O un último saludo. Y entre llantos terminé aceptando un café a las seis y media de la mañana.

No sé si fue el alcohol o las ganas de que este año comenzara de otra manera, pero terminé durmiendo, entre las dos piernas, los dos brazos y el cuerpo desnudo de mi propio ex novio: Rodrigo.

2 de enero

Ayer cuando me desperté, por un momento creí que la noche anterior había sido una pesadilla. Pero como los héroes que confirman su aventura cuando encuentran un amuleto o una pluma de dragón bajo la almohada, yo supe que la mía había sido real porque Rodrigo roncaba en el otro lado de mi cama.

Tenía tanta resaca que me arrastré al baño como si tuviese grilletes en las piernas. Me miré en el espejo y no parecía yo misma; el llanto y el maquillaje corrido me habían deformado la cara. Rodrigo entró, me dio un beso en la frente y se puso a hacer pis al lado mío. Incluso creo que bostezó y tarareó una canción como si yo no estuviera ahí.

A pesar de que sabía que toda la noche anterior había sido un error, pasaron las horas y no pude echarlo. No sé si me dio vergüenza o si no me quise quedar sola, pero el final del día me sorprendió con el mismo camisón, llorando bajito en la cama, mientras él miraba televisión, se reía a los gritos pelados y me exhortaba a comer empanadas antes de que se enfriaran por completo.

Hoy a las nueve de la mañana, antes de irme para la oficina, le di instrucciones precisas de que dejara la llave atrás de la maceta del palier al salir. Pero cuando volví del trabajo, todavía estaba en casa, hablando por el celular a los gritos y comiéndose mis galletitas. Quizá tenga que ser más explícita, pero me da vergüenza. Nunca fui buena para decir lo que pienso. Lo mío es tragar, aguantar y ponerme a llorar de repente, sin explicación.

3 de enero | Necesito que me pase algo bueno alguna vez

Yo necesito que me pase algo lindo y fácil ahora mismo. Necesito que alguien se enamore perdidamente de mí. Necesito ganarme la lotería. Necesito heredar una mansión de una tía lejana. Necesito recibir un ascenso. Necesito que se me alise mágicamente el pelo. Necesito que por una vez, sólo una vez, las cosas no me cuesten tanto. Pero no necesito que me pase algo maravilloso por el suceso maravilloso en sí. Necesito que me pase algo lindo para volver a creer que esas cosas pueden pasarme a mí.

Hay un momento clave en la vida de las solteras crónicas como yo, en el que empezamos a aceptar que ciertas cosas sólo les pasan a otras mujeres. Que el nuevo de la oficina siempre está interesado en otra compañera. Que si nos regalan un viaje, es para vendernos como prostitutas en Europa. Que si heredamos una casa, debe estar embrujada y tener fantasmas escondidos en el placard. Y no es un reclamo ni un brote de victimismo. Nada más lejos. No hay llanto o histeria. Es una certeza tranquila, una suerte de resignación esclava.

Yo debería haber previsto lo que iba a pasar con Matías porque es inverosímil que algo tan lindo y tan original me pase a mí. Ya lo dije antes. Yo soy la que se queda en bolas en el medio de una fiesta, la que descubre que su novio sale con otra en Año Nuevo, la que hace una torta durante dos días enteros y se la aplasta en la cara dos minutos antes de servirla. Yo soy una tragedia.

Desgraciadamente, sólo el tiempo va a poder probar toda la verdad que esconde mi teoría. Si dentro de diez años me caso, rendida y gris, con Rodrigo, y tengo dos hijos sin gracia, que miran mucha televisión y hablan con la boca llena, entonces yo tenía razón. Si, en cambio, conozco al amor de mi vida y nos hacemos viejitos juntos, yo estaba equivocada.

Quizá mi mamá sea una suerte de profeta. Después de todo, hoy, a sesenta días de la apuesta y a pesar de todos mis esfuerzos, estoy vestida de negro, deprimida de nuevo, y sola como siempre.

4 de enero

Cuando volví de la oficina, en casa me esperaba una sorpresa. No era Rodrigo en calzones, ni un ramo de flores de un admirador secreto, ni la nueva factura del abl. Era Matías, sentado con cara de pollo mojado en el escalón de mi edificio.

Como lo último que quería en el mundo era hablarle, aproveché que salía otra persona para entrar en el hall rápido y sin tener que sacar la llave de la cartera. Él, por su parte, trató de agarrarme, pero no pudo hacer demasiado porque había gente mirando desde la vereda de enfrente.

En este mismo momento, mientras escribo, está abajo. Desde hace media hora que está tocando timbre sin parar. Un ring largo cada dos minutos. Un ring insistente, molesto, doloroso. Estoy indecisa. No puedo elegir entre tirarle un balde de agua por el balcón, llamar a la policía, o tomarme una pastilla bien potente para dormir hasta mañana.

5 de enero

Ayer no hice nada de lo que iba a hacer: ni llamé a la policía, ni me tomé la pastilla, ni encontré un balde para llenar. Pero tampoco bajé a hablar con Matías. Se podría decir que lo escuché sin bajar, o algo parecido. Como tuve que amenazarlo por el portero eléctrico, aprovechó para disculparse como pudo. Y digo «como pudo» porque se escuchaban palabras entrecortadas y ruido de lluvia de televisor sin señal.

—Fzzzzzzzzzzzzzz ya sé que fzzzz que diga es al pedo fzzzzzz fzzzz y que soy un fzzzzzz y que no me vas a perdonar nunca pero yo quería que sepas que fffzzzz quise hacer eso. No quise. Lo hice porque fzzzzzzz sabía en qué año estaba, ni quién era, ni nada. fzzzzzzz la veo más, no tomo más, fzzzzzz lo que vos quieras pero fzzzzzzzzzzzz hablá conmigo, Lffffffffz, fzzzzzzzzz fzzzoportunidadfzzzz.

—No. No estoy enojada. Estoy decepcionada. Conmigo, no con vos. Es obvio que vos necesitás a una enfermera y yo no me di cuenta.

—fffff​fffff​fffff​fffff​fffff​fffff​ffffffffffz no, no. ¡No es así! ffz para nadfazzz

—Sí, es. Después de estar con alguien diez años, necesitás una relación fácil que te cure. Una chica que te haga feliz, que te devuelva la fe. Y yo no puedo ser esa chica, porque esa chica es una muleta, está para ayudarte a hacer ese duelo, a transitar ese puente en tu vida. Y yo no quiero ser enfermera, Matías. Curate solo o contratá personal eventual. Emborrachate, dejale mensajes, acostate con todo el mundo. Curate como puedas, pero no me jodas a mí.

—¡No, no es así! ffffffffffffzzzzzzzzzzzz es como fffffffzzzzzzzz no es fffffffffffz no me fz interesa ffzzzzz no la veo más, es nadie, no es importante.

—Es tan importante que ahora mismo estamos hablando de lo no importante que es ella, en vez de hablar de lo importante que soy yo.

—Nooooooooooooooooo fzzzzz zzzzzzzz zzzzzzzzz no fz no ffffffffffffffff fffffffffffffff fffffffffffffz zz ffffffzzzz fzfz fffffffffzzz zzzzz fzzzzzzzz zzzzzzzzzzzz.

—Va a llegar un día en el que, sin darte cuenta, vas a dejar de ir a sus fiestas, vas a dejar de hablar de las peleas con ella, vas a dejar de decir que es nadie, vas a dejar de verla en otras mujeres. Vas a dejarla. Pero hasta ese día no podés estar con nadie. Así que andate a la cama, contá ex novias y dormite.

—fffffffffffffz no no no ffffffffffz abrime fffffffz no fffffffffffffffffffff fffz hablemos fffzz fz favor fzzzzzzzzz.

—Que descanses.

Sé que siguió hablando porque antes de colgar lo escuché, pero no sé qué más dijo porque me fui a dormir. Hoy no fue a la oficina y ya no voy a verlo por quince días, porque empiezan mis vacaciones. Rodrigo, en cambio, me dejó dos mensajes para saber si estoy bien. Quizá lo llame. Todos necesitamos un enfermero de vez en cuando.

7 de enero

Hoy empezaron mis tristes vacaciones proletarias en la pileta de mi mamá. Entre los anteojos negros que uso para taparme las ojeras, la borrachera tranquila que tengo encima durante todo el día y la voz ronca de tristeza, parezco Graciela Borges en La ciénaga. Sólo me falta tropezarme, borracha, para redondear mi numerito.

Mi madre hoy se quedó en casa para torturarme con preguntas. La peor, quién era Matías. La mejor, si voy a hacer un discurso para el casamiento de mi hermana. Espero dejar de escucharla con el quinto trago. Me faltan dos.

8 de enero

Por culpa de todo lo que había tomado, no me di cuenta de que el sol me estaba quemando viva, así que hoy, además de ojerosa y bebida, estoy de color bordó. No puedo ni siquiera reírme porque mi piel parece el envoltorio de una longaniza. Pero al menos hoy mi madre no está. Lo último que me faltaba era escucharla diciendo que la piel jamás se regenera y que voy a parecer de cincuenta años a los treinta y dos.

Por otro lado, tengo que reconocer que este período de desgracia tiene su costado bueno. Toqué fondo en serio. Como no tengo nada que perder, soy inmune. Puedo hacer cualquier cosa y no puedo empeorar. Si alguien me quiere hacer daño, llegó tarde. ¿Qué pueden intentar? ¿Romperme el corazón? ¿Dejarme en bancarrota? ¿Arruinarme la cara y dejarme deforme? ¿Destrozarme la autoestima?

Y como no puedo caer más bajo, decidí hacerle caso a mis amigas. Voy a sumergirme de lleno en la tierra de todos los tímidos, anormales, relegados, desplazados y obsesivos. Voy a entrar en el fantástico mundo de las citas a ciegas por Internet. Hoy mismo, hace veinte minutos, me inscribí en un portal de citas. Voy a encontrar un novio por la módica suma de treinta y nueve dólares, y sin moverme de casa. Adiós sandalias rojas y peluquería. Desde hoy voy a tener las primeras citas en pantuflas, como siempre soñé.

10 de enero

Si tengo que ser sincera, más allá de mi sarcasmo, esperaba algo mejor. No sé qué. Pero algo mejor, seguro. Me da la sensación de que en Internet no sólo están los tullidos y los deformes, sino que además están todos los piratas, los pobres y los burros. Pero no quiero ser prejuiciosa, después de todo, yo también estoy en Internet, ¿no? Quizá no sean analfabetos, quizá sea el teclado que se confunde la «c» con la «s» y la «v» con la «b».

Los primeros diez mails que llegaron no prometen demasiado. Los copio textual porque quiero atesorar sus faltas de ortografía y pintorescas expresiones de galán frustrado (los nombres son míos, por supuesto):

1. Rulito, el bombón. Buen dia como estas? Te escribi un momton de veces ayer y sale tu respuesta automatica. Mi apodo Bombon, que pasa hay onda o no? Yo sigo interesado.

2. Eric, el escandi-nabo. Hola, mi nombre es Eric, un nombre escandinabo (sic) que significa «eroico» y no es este un resumen de mi persona por supuesto. Vivo en Tigre y mi trabajo está relacionado al arte y el pensamiento, ya que estas palabras son bastante manoseadas por todos los medios, ya sean políticos o los instalados en la estupidez masiva.

Creo que uno de mi defectos más evidentes es la esperanza, pero de todos modos vivo de mi trabajo. Escribime si te gusto.

3. Ricardo rompeportones. Hola mujer mujer, dos cosas, en primer lugar ¿qué quiere decir (aquí un número que lleva mi nick)? ¿Algún código al estilo James Bond? No quisiera pasar por prejuicioso ni discriminador pero las mujeres con pistola… en fin, no creo en la violencia. Un amigo mío conoció a su última novia mientras paseaba por Godoy Cruz y Paraguay y en su primera noche de intimidad resultó que… ¡fue una situación violenta! Bueno, estoy ansioso por conocer como sos. Mandame una foto, si puede ser de cuerpo entero.

4. Nano, el del refugio. Querría decir que por fin te he hallado, pero debo seguir mi camino y tocando en cada puerta del olvido sobre la calle de la melancolía… Nadie escuchará mis pasos alejándose de ti y nadie me gritará ya que me quede… Mientras te miraré con mi boca que gritará silencio porque ya no escucharás nada de mí. Pero tengo este refugio mágico aquí, ahora, en mí y te invito a que te quedes… quién eres mujer…? Dímelo, Nano.

5. Hugo, el profesional. Hola, antes que nada te cuento que mi nombre es Hugo y me encanta el verde y la naturaleza, por eso ya hace casi cuatro años que elegí estar aquí. Pese a que parezca lejos, tan sólo treinta minutos de viaje me separan del centro. Practico mucho deporte: tenis, golf, natación, gimnasia, footing, karate. Siempre me gustó. Por lo demás, soy profesional y mi especialidad es la de brindar asesoramiento a Bancos. Qué te gustaría compartir? Cómo imaginás la relación entre un hombre y una mujer? Cómo funcionaría para vos la pareja?

6. Ron Damón. HOLA PRECIOSA SOY RAMON, TENGO 55 AÑOS, SEPARADO, 3 HIJOS, VIVO EN CAPITAL FEDERAL, MILITAR RETIRADO, ME GUSTA LA VIDA FAMILIAR, SALIR A CAMINAR O PASAR LOS MOMENTOS QUE MAS SE PUEDA JUNTOS Y DISFRUTAR DE LA VIDA. LO DEMAS PREGUNTÁMELO. BESOS Y CARIÑOS.

7. Carlos tomado de la mano. Me gustó tu perfil y es la razón principal por la que te escribo. No soy de los tipos que se la cree y la depre quedó en lo de mi psicólogo. Soy un tipo con proyectos que creo que aún puedo desarrollar, soy honesto, odio la mentira y el engaño, mido 1,80 m y debo tener 4 a 5 kilos de más fruto de las salidas con mis amigos. En esta etapa de mi vida quiero encontrar una mujer con todas las letras que sepa acompañarme y a la que pueda acompañar, en principio como amiga luego se verá. Me gustaría poder caminar con ella tomados de la mano, compartir todo, las buenas y de las otras y apoyarnos mutuamente. En definitiva alguien que sea mi compañera por el camino de la vida. Si lo que te mencioné te interesa llamame, sino lamento haberte hecho perder el tiempo y haberlo perdido yo también ya que no sos la mujer que imaginé. Te mando un beso. Carlos

8. Sebastián, el bancario. Cada vez enfrento el día como un desafío, entiendo necesario construir un paso más hacia el éxito, de él depende el resultado de mi gestión. Mi actividad en el área de empresas en conflicto reclama creatividad, resolución inmediata, confiando el error es solo una forma más de conocer el adversario… largas jornadas sin esperar reconocimiento… me lo otorgo.

9. Ezequiel, de Robotech. No puedo creer que yo esté haciendo esto. No confío nada en estas cosas. Creo que soy interesante, me gustan el cine, la ciencia ficción, pasar buenos momentos. Vivo en Capital, tengo 31 años, obviamente soltero, la única mujer de mi casa es mi gata Lynn Minmei. Si querés averiguar más, tenés mi email, escribime y vemos qué hacemos.

10. Muy Diego. Hola estoy buscando una mujer muymuy muy muy linda con hojos verdes ¿seras vos mi morocha? si sos avisame por favor. Diego

11 de enero

No todas son malas noticias.

Hoy por la mañana, Marcelo me avisó que había quedado vacante un puesto de editor en otro piso, pero para postularme, tenía que interrumpir mis vacaciones para ir a buscar un formulario a la oficina. Por suerte, Marcelo me ofreció alcanzármelo a la salida del trabajo, para evitarme un posible encuentro con Matías.

Cuando tocó timbre, yo salí con mi trago, mi vestido playero y mi cara de dormida a atenderlo, y me lo encontré radiante. Tenía ropa linda, un corte de pelo moderno e incluso unas zapatillas chatas, de cuero, muy parecidas a las de Matías. Pero eso no era todo. No bien entró y pasó por al lado mío, sentí otra cosa, algo raro que no había sentido antes. Un olor. Un vaho agradable.

Marcelo Ugly tenía perfume. Y el perfume era rico. No era una colonia artesanal de semillas de pomelo y harina de mandioca.

—¿Estás mejor? Te llamé varias veces para ver cómo estabas —quiso saber.

Le contesté encogiéndome de hombros y cambié de tema. Un poco porque no sabía cómo estaba y otro poco por curiosidad. Burlona, le pregunté si se había perfumado para venir y se puso colorado. Coloradísimo. Tanto que no pudo quedarse enfrente mío. Me dio el sobre apurado, me dijo que lo llevara el lunes con dos fotos, y se fue corriendo, nervioso, mientras yo le gritaba que volviera, que lo quería oler.

Era en serio. El perfume era rico.

12 de enero | No puedo dormir tranquila

Hoy me desperté a las nueve de la mañana sobresaltada por un sueño. Yo estaba en lo de mi mamá tomando sol y repentinamente sentía unas ganas perturbadoras de hacerme un sándwich inmenso. Entonces iba a la cocina, sacaba del freezer un tramo de baguette de medio metro, la descongelaba y la empezaba a rellenar con una cantidad escalofriante de embutidos, verduras y aderezos.

Pero cuando estaba a punto de darle un primer mordiscón pecaminoso, escuchaba que alguien me preguntaba, indignado, qué estaba haciendo.

Me daba vuelta y en la puerta de la cocina estaba parado Adrián Cormillot, vestido con un smoking negro y peinado con gomina como Clark Gable. Yo me miraba estupefacta (porque no entendía el código de vestimenta del sueño) y descubría que, en vez de tener una remera inmensa y una malla sucia con bronceador, tenía puesto un vestido de fiesta de lamé plateado. Parecía la Cenicienta, pero con un sándwich por metro en la mano. Confundida, empezaba a balbucear explicaciones, pero Adrián Cormillot me seguía mirando con reprobación, y me pedía que bajara el sándwich y lo dejara en la mesada. ¡Y yo me negaba! ¡Decía que iba a defender mi colación con mi vida si era necesario!

Alertadas por los gritos, llegaban a la cocina mi madre y mi hermana. Mi mamá estaba vestida de madrina de casamiento, y mi hermana tenía puesto el traje de novia, con una tiara de diamantes y un ramo de magnolias y rosas rococó. Adrián Cormillot les explicaba que me quería llevar al casamiento pero yo no quería soltar la baguette, y mi hermana rompía en llanto y gritaba que yo le estaba arruinando la boda con mis caprichos.

Yo trataba de explicarles que había preparado la baguette para comer entre los cuatro (¡qué mentirosa!), y como no me creían, me ponía a llorar desconsoladamente, hasta que Adrián Cormillot, con paciencia y ternura, me hacía sentar, me daba un vaso de agua y tiraba el sándwich a la basura.

14 de enero

Hoy tenía que ir a dejar el formulario que me había traído Marcelo de la oficina. Fui a las seis para no cruzarme con Matías, que en general se va cinco y media, pero al final fue peor. Porque si bien no me crucé con Matías, me llevé una linda sorpresa. Apenas me subí al ascensor, al lado mío, colorada de vergüenza y haciéndose la distraída, estaba su ex novia. La de la fiesta.

No les explico la angustia y la ira que sentí al verla. Estaba encerrada en un ascensor de dos metros con esa mujer y no había nada que yo pudiera hacer. Tenía que quedarme ahí, respirando su mismo aire, mirando el mismo piso, jugando a las desconocidas sin poder matarla ni salir corriendo.

El viaje fue una tortura. Entraba y salía gente en todos los pisos, prolongando la agonía por cinco minutos que no terminaban nunca. Era tan obvio que iba a buscar a Matías… Estaba vestida para deslumbrar de manera casual. Sus zapatitos decían «cita». Su vestidito decía «cita». Su brillito de labios decía «cita». No lo podía creer. Me había ido una semana y ya estaban juntos de nuevo. No es que me sorprendiera, después de todo, está claro que no pueden sacarse las manos de encima. ¿Pero una semana? ¿Tan rápido? ¿Y así de fácil? ¿Se dan un beso en el baño y vuelven? ¡Y encima lo va a buscar a mi trabajo, a mi oficina, a mi territorio! Se mete ahí como si todos fuésemos compañeros de oficina. Qué cinismo, por favor. Ni siquiera disimulan y se encuentran a una cuadra. Ni siquiera dicen que son amigos. Ni siquiera se esconden en un baño de nuevo. Se encuentran ahí nomás, a la vista de todos, delante de mis compañeros, delante de mi jefa, delante de Marcelo. Delante mío. No puedo creerlo. O sí, puedo. No sé qué es lo que me extraña tanto. Era cantado. Yo, enfermera. Ella, amor de su vida. Yo, perdedora. Ella, ganadora. Yo, la segundona de la novela. Ella, la actriz protagónica.

Pero apenas se abrió el ascensor, me di cuenta de que me había equivocado de película o había entrado a otra sala. Afuera no había ningún galán, ni fuegos artificiales, ni música incidental. Ni siquiera estaba Matías. Parado en el medio, esperándola ansioso, había otro pobre actor de comedia. Marcelo.

15 de enero

Ayer volví de entregar el formulario con el ego tan golpeado que lo único que quería era meterme en la cama y dormir hasta el día siguiente. Pero después pensé que si me dormía, al día siguiente, cuando me despertara, me iba a sentir exactamente igual que hoy, pero más soltera y más deprimida.

Así que después de dar miles de vueltas y de buscar todas las excusas posibles, por fin tomé coraje, entré al portal de citas y respondí algunos mails. Tengo que aprovechar las vacaciones.

Mientras tipeaba escuchaba de fondo a mi madre susurrándome que era una mala idea, pero la espanté como quien espanta a una mosca molesta y escribí algo que más o menos decía mi nombre, mi ubicación y mi edad, y para hoy ya tenía varios proyectos interesantes.

El primero con el que hablé se llama Marco. Charlamos dos veces por chat y una por teléfono, y enseguida acepté salir con él. Ya sé que hablamos pocas veces, pero no quiero perder mucho tiempo escondida e ilusionada atrás de una computadora sin saber si el otro tiene sonrisa torcida, olor a pata, o fama de mujeriego.

Por ahora, lo único que sé es que tiene treinta y tres años, vive solo en Belgrano y trabaja en televisión, en el área de producción de un magazine diario. Todavía no hablamos de su pasado sentimental. Pero no voy a preocuparme por eso ahora. Quizá lo veo y ni siquiera me gusta.

El segundo (con el que ya hablé por chat pero todavía no me propuso vernos), tiene treinta y seis años, se llama Oscar (sí, ya sé, es el nombre más feo del mundo después de Omar) y tiene una librería. Está un poco amargado por el avance de las nuevas cadenas y la verdad es que es un poco quejoso. Pero parece interesante: además de tener una librería, colecciona libros raros o de ediciones limitadas que luego vende en Europa. ¿Lo malo? Es divorciado y tiene una hija de siete, que vive en Uruguay con la mamá.

Me falta revisar unos cincuenta mails, aunque a cada rato llegan nuevos. Estoy descartando, por ejemplo, los que tienen veinte fotos en el perfil (una cocinando, otra surfeando, otra de viaje, otra con un clavel en la mano como una quinceañera), los que dicen «pasarla bien» de manera demasiado explícita (porque es obvio que buscan sexo sin compromiso) y los que escriben cuentitos de autoayuda (porque no los soporto).

Lo único que busco es alguien más o menos normal. No tengo demasiadas pretensiones, pero sí algunas expectativas. Después de todo, tengo cincuenta para elegir.

16 de enero | Marco, el cholulo

Tendría que esperar que se me vaya la indignación para poder describir la cita de hoy con justicia, pero no quiero. Estoy tan enojada que no aguanto hasta mañana. Si no pongo en palabras todo lo que me pasó hoy a la noche, intuyo que no voy a poder pegar un ojo hasta mañana.

Ya sé que lo dije otras veces, pero esta vez es más cierto que nunca: tuve la peor cita de mi vida. Fue tan grave que debería exigir el reintegro del dinero que invertí en un par de zapatos nuevos, un baño de crema, un par de aros y el taxi de vuelta.

Marco me pasó a buscar por casa a las nueve de la noche. No era feo, aunque estaba demasiado arreglado. Su look era muy televisivo: su ropa tenía demasiadas costuras raras, estaba despeinado con gel a propósito y su bronceado era color naranja artificial. No obstante, lo dejé pasar. La verdad es que tenía tantas ganas de que las cosas salieran bien que ignoré hasta las señales más obvias de desastre.

Lo primero que me llamó la atención fue que me invitó a comer a la Costanera, a un restaurante muy menemista. Las paredes, por ejemplo, eran todas de vidrio espejado, como en algunos edificios del microcentro, y por ciertos detalles de la decoración parecía que en cualquier momento iban a salir Olmedo y Ethel Rojo de alguno de los baños. Noté que él era habitué, porque apenas entramos miró para todos lados, mesa por mesa, escaneando a todos los comensales y saludando efusivamente. Pero repito, también lo dejé pasar.

Arrancamos hablando de las vacaciones. Él me dijo que desde que había empezado a trabajar en televisión tenía el hábito de ir una semana a Mar del Plata y otra a Villa Carlos Paz. Le conté que para mí siempre había sido un misterio Villa Carlos Paz, porque no entendía cómo tanta gente iba a un lugar que no tenía playa, ni mar, ni era una gran ciudad, pero me explicó que para los grandes amantes del teatro (keyword: teatro) era imprescindible ver toda la temporada de verano en Córdoba y en «la Feliz» todos los años (yo no entendí a qué se refería con «amantes del teatro», porque hasta donde yo sabía, en Villa Carlos Paz hay revistas escandalosas con ex integrantes de Gran Hermano y cuentachistes patéticos, pero como no quería pecar de prejuiciosa, lo dejé pasar de nuevo).

Después hablamos de series, aunque a decir verdad en gustos diferíamos mucho, pero tampoco me pareció importante. También me contó cómo empezó a trabajar en televisión, cuánto le gustaba lo que hacía, me chusmeó quién era amante de quién, quién era una diva caprichosa y quién se llevaba a su casa las masitas del catering de filmación.

Hasta ese momento la cita era regular tirando a mala, pero nada del otro mundo. Él no me encantaba, pero sus comentarios sobre ciertas actrices y vedettes me hacían reír mucho. Salvo por dos cosas que dijo («Digan lo que digan, Susana Giménez es una diva», o que tal vedette no era ninguna tonta y era muy «laburadora»), se podría decir que a pesar de que no era mi tipo, no la estaba pasando tan mal. Pero ese bienestar absurdo duró poco. Promediando la segunda mitad de la cena, llegó otro comensal al restaurante y empezó una pesadilla en clave de comedia, que a mí, por lo menos, no me hizo ninguna gracia.

—Me-mue-ro —dijo Marco, histérico.

—¿Qué?

—No mires —me dijo mientras revoleaba las manos.

Y se puso a espiar a través de un cantero lleno de plantas, como si yo no estuviera ahí sentada, desconcertada, tratando de encontrar la explicación de su repentina felicidad de adolescente. Le volví a preguntar, pero me hizo señas de que esperara un segundo, mientras miraba fijamente hacia la puerta del restaurante. Me di vuelta, pero no vi nada, salvo un grupo de gente hablando con la recepcionista, que les señalaba una mesa de seis en la otra punta.

—Tananánánánnaná! Ta-na-na-na-ná-náaaaaaaaaaaaan —cantó.

Yo estaba perpleja. No tenía idea de qué estaba pasando al lado mío y me empecé a poner de malhumor, así que no tuvo más remedio que explicarme sin canciones ni acertijos qué era lo que lo tenía tan emocionado. El escándalo era porque en otra mesa estaba Arturo Puig con una señorita no identificada.

—¿Y?

—Y nada, yo el autógrafo ya lo tengo, porque lo esperé a la salida de «Grande Pa», pero hace mil, eh. Pero es Arturo Puig, es un grosso —me dijo, muy excitado.

—Un grosso…

—Mirala a ella. Mirala, mirala. ¡No! ¡No te des vuelta! No quiero que vean que los miramos. No quiero.

—¡Es que no quiero mirarlos! —le aclaré.

—No da irle a pedir un autógrafo… O sí… ¿Le pedimos?

—¡No!

—No seas amarga. ¿Cómo sabés si vas a poder tener la oportunidad de nuevo? —me preguntó

—No me interesa tener el autógrafo de nadie.

—Mejor, es mejor que no se note que te interesa —me aconsejó, muy serio.

—¿Podemos olvidarnos de que está Arturo Puig en la otra mesa y volver a lo anterior?

—Sí, sí, perdoname. Es que me salió el cholulo que tengo adentro. Jjajajaja. Perdoname. Es que vi todo «Grande Pa» cuando era chico. Me hace acordar a toda una época…

—Ajá, bueno, pero ya pasó.

—Sí, sí. ¿Vos viste «Grande Pa»?

—No sé, creo que sí —le dije para sacármelo de encima.

—Dicen que María Leal es lesbiana.

—No me interesa.

—Y la chiquita, la bizca, parece que era opa en serio.

Traté de sacar otro tema, aunque más no fuera para terminar la cena en paz, pero no hubo caso. A esa altura yo ya sabía que no iba a volver a verlo, pero no tenía el coraje de levantarme, tirarle la servilleta en la cabeza e irme a buscar un taxi a la calle. Debería haberlo hecho, porque ni siquiera íbamos a poder cerrar la noche con dignidad.

—Che, ¿te jode si le pido un autógrafo?

—¿Qué?

—Es un minuto, pero no sé, me parece que ahora me da cosa y después me voy a arrepentir.

—¿Arrepentir de qué?

—Arrepentirme de haber dejado pasar el momento. De no habérselo pedido por boludo, por timidez, viste esas cosas que uno hace…

—Andá si querés, qué se yo —rezongué.

—Buenísimo, ahí vengo.

Y me quedé en la mesa mirándolo humillarse ante Arturo Puig. Por su risa supongo que hizo algún chiste boludo, que largó un par de cumplidos, y que a lo último, haciéndose el que no tenía ningún papel, le dio su tarjeta personal para que se la firmara.

Ya de nuevo en la mesa, Marco me mostró su trofeo orgulloso: una tarjeta personal suya, firmada por Arturo Puig.

—Un capo, Arturo. Buena onda.

Miré la tarjeta y sonreí.

—Dice Marcos.

—¿¿¡Qué!??

—Jajjaajjajajajajajaja. Dice Marcos. Con «s» de salame.

—Qué tipo forro. Le dije Marco. Se lo dije bien. Marco, no Marcos. Qué pelotudo.

”Seguro lo hizo a propósito, el amargo. Qué estúpido.

—Jajajajjajajaja. Perdoname, pero es demasiado gracioso.

—Todo bien, total tengo otro de antes —me dijo, haciéndose el superado.

—Jajajjajajajajajajaja.

—Será Arturo Puig, pero si no estás en la tele, por aaaaaaaaalgo debe ser.

—Quizá le agregaba «s» a los verbos. Decía «vistes».

—Qué tipo boludo. Le dije Marco. Además lo vio en la tarjeta. Lo hizo a propósito.

—Debe ser eso. Te quiso cagar.

—No sé si cagar, pero está resentido porque no está en la tele.

—Y sí, porque si no estás en la tele, por algo debe ser.

—¡Más bien!

—Marco, perdoname, pero creo que los dos sabemos que se puso un poco raro. Preferiría que cerremos la noche acá y listo. ¿Te molesta si nos vamos y me dejás en casa?

—Sí, la verdad es que no la estoy pasando bien.

—Yo tampoco. Perdoname.

—No, vos no tenés la culpa. Es este tipo que nos cagó la cena.

17 de enero

Ayer tuve la primera entrevista para el puesto de editora. Llegué temprano y me puse a leer una revista, impaciente, mientras clavaba la mirada en la puerta de vidrio que separaba el trabajo de mis sueños de la recepción. Un rato después, Matías entró en la habitación en la que estaba yo sentada, se anunció con la recepcionista y se quedó quieto, incómodo, enfrente mío. Por su mirada, estoy casi segura de que no sabía que yo estaba ahí. Y tampoco que ambos estábamos postulándonos para el mismo puesto.

Nos saludamos con cortesía impostada y agarramos inmediatamente una revista, pero tanto demoraron para hacernos pasar que al final se animó y habló acelerado, torpe, como si se hubiese sacado un tapón de la boca.

—¿No vamos a hablar más? ¿Vamos a dejar las cosas así?

—Sí.

—Como si no hubiera pasado nada.

—Exacto.

—¿Y qué hago? ¿No te saludo más?

—Por mí no.

Y justo me llamaron para que pasara.

17 de enero, casi viernes | Oscarcito

Llegué tan triste de mi cita de hoy que ni siquiera iba a escribir. Quisiera ponerme el pijama, hacerme un té y dormir hasta el año que viene. Pero al mismo tiempo, siento que si no escribo lo que pasó, esta tristeza me va a devorar por dentro.

Oscar tiene casi mi edad, pero parece de ochenta años. Es canoso, arrastra los pies al caminar, tiene la espalda doblada como un arco iris y cuando le preguntan cómo le va, contesta «tirando».

Apenas llegó, lo primero que hizo fue tomarse un té amargo, pedir que bajaran el aire porque tenía frío y decirme que ese bar le encantaba porque tenía olor a viejo. Arrancamos hablando de su ex esposa y de su hija. Según contó él, apenas se casaron pusieron juntos una librería, se fundieron y ella se volvió para su país a vivir con sus padres. Y se llevó a su hija, por supuesto. Entonces él vendió el departamento que tenía, puso una nueva librería y ahora se funde lentamente de nuevo.

Creo que dijo «departamentito», «tecito» y «churrasquito» varias veces, cosa que me hizo muchísimo daño, porque imaginar a un hombre doblado en un ambiente minúsculo tomándose una infusión de yuyos y comiendo un bifecito parado en la cocina, es algo muy perturbador.

Pero eso no fue nada. Cuando entramos en confianza, sin que yo preguntara nada, se puso a contar anécdotas tristísimas sobre su hija, que me dejaron con unas ganas enormes de cortarme las venas con la cucharita del café.

—… y me dijo: «Papá, no te vayas, soy la única sin papá en la escuela».

—Pobrecita —le dije yo, apenada.

—Y te juro, se me caían las lágrimas. ¿Qué le decís a una nena que te pide algo así?

—Claro.

—Y me decía: «Papá, papito por favor… no te vayas». ¿Viste cuando los nenes tienen el llanto entrecortado, agónico, con hipo? «Pa…​pá…​por…​fa…​vor…​yo…​te…​quie…​ro.»

—Claro, entiendo.

Y la situación se puso peor. Más tarde me contó una anécdota sobre una Navidad en la que no tenía plata y le dio un regalo invisible a la hija y le leyó El principito. Juro que yo quería ver la belleza desinteresada en su relato, pero no podía. Lo quería matar a golpes. ¿Acaso yo le cuento cuando mi abuelo con diabetes le pedía llorando a los médicos que por favor no le cortaran la pierna? ¿O cuando a los ocho años yo estaba sola con la empleada doméstica, y mi perra Luna se murió en mis brazos? ¡Qué derecho tiene este hombre de deprimir a una desconocida! ¿No hay que ganarse la confianza y el aprecio del otro antes de invadirlo con problemas y complicaciones?

—Y juicios por acá, juicios por allá. Vendí el departamento, les pagué a los dos empleados, y con lo que quedó me puse este localcito, que no anda mal, pero bueno, la gente no lee y los que leen quieren comprarte un librito de treinta mangos en doce cuotas.

—Claro.

—Y yo pago al contado… Y vas viendo como vuela la guita. Cada vez que hacés un sope en las fiestas, suben el alquiler, sube el morfi.

—Claro, el… «morfi», los «sopes».

—Che, yo no comí. ¿Querés que vayamos a otro lado a comer un sanguchito?

—No, eso te iba a decir, que para mí es medio tarde, yo me tengo que ir yendo.

—¿Ya? Pero igual tenés que comer en tu casa, vamos a comer un sanguchito y seguimos con la charla.

—No. Me tengo que ir. Perdoname.

—No, todo bien, yo me como un churrasquito en casa, total no ceno mucho de noche, me cae mal.

—Me imagino.

—Sí, no te conté, pero hace unos años me operaron para el culo.

—Me imagino.

—No, te digo que es inimaginable. Pero la próxima te cuento bien bien, porque si no te explico antes cómo me garcó la obra social, no entendés.

—Me voy.

—Bueno, hablemos. Me encantó conocerte, che. Te pego un llamado… O llamame vos, que no tengo crédito.

—Chau.

Y me fui, me tomé un taxi de quince pesitos, me vine a casa y me estoy tomando un tecito, mientras lloro un poquito, por el drama de Oscar.

18 de enero | Fede cara de nena

A diferencia de la cita del otro día, la de hoy fue cortita. Duró veinte minutos exactos.

Cuando llegué, Fede ya estaba en el bar. Lo reconocí por la ropa que me dijo que iba a tener puesta. Entré, lo salude, sonreí, pero puse mala cara sin querer. Era horrible. Pero no horrible universal. Horrible para mí. Cumplía con todas las cualidades que detesto en un hombre: flaco, chiquito, tenía cara de nena, piel colorada y era eléctrico para caminar.

Sin embargo, no fui la única que puso carita de desilusión. Por esas cosas que tenemos las mujeres, si bien no dijo nada, intuí que yo tampoco le gustaba. Y para no repetir la escena del día anterior, decidí resolver la situación de manera adulta. Lo miré, negué con la cabeza, chisté y le dije:

—No va a pasar.

—¿Qué cosa?

—No me gustás.

—Vos tampoco.

Nos quedamos mudos un par de segundos, hasta que él se decidió.

—¿Te llevo a tu casa?

—Dale, llevame.

Si es feo, por lo menos que me lleve. ¿No?

19 de enero | Ezequiel de Robotech

Hoy hablé con otro candidato, uno de los primeros que me escribió: Ezequiel, el que tiene la gata que se llama Lynn Minmei, como el personaje de Robotech. Parece un poco mejor que los anteriores, al menos por teléfono. Tiene una voz muy tranquila y habla pausado, como si se detuviera a pensar cada palabra meticulosamente. Por lo que me contó, es diseñador de websites y hace presentaciones de productos. Es hijo único, vive solo desde hace diez años y tuvo tres relaciones largas pero nunca convivió.

Le gustan los dibujos y los juegos de computadora (era predecible, lo sé), el cine, la literatura de ciencia ficción y las películas viejas de vampiros en blanco y negro. Además, odia los deportes, el sol y la vida al aire libre, como yo.

Por lo que yo escuché, es inseguro, un poco fóbico, introvertido. Dice «no sé» cada dos oraciones y hace muchas preguntas retóricas.

Por lo que vi en su foto, es alto, flaco, morocho, blanco, huesudo. Parece un cantante inglés.

Por lo que intuí, le habla a su gata como si fuera una persona, no sale mucho a la calle y odia ir a lugares con mucha gente.

Y por lo que sentí, está todo bien. Creo que vamos a vernos.

20 de enero | Vacaciones en la pileta de mi madre

Si tuviera que elegir los diez peores momentos de las vacaciones que pasé en la pileta de mi madre, el ranking sería algo así:

En el puesto número 10. Como había llegado a lo de mi mamá sin desayunar, fui a su cocina y me hice dos tostadas de pan integral y un café enorme. Me senté con una mermelada light de pomelo y un mendicrim desmoralizador a comerlas en la mesa del living, y estuve tranquila hasta que mi madre, recién levantada y en bata, pasó al lado mío con su yogur descremado y su café, y mirando de reojo mi platito me dijo:

—Qué desayuno tan generoso, querida. Venís del gimnasio, me imagino.

En el puesto número 9. Al otro día, mientras almorzaba, pasó, me miró el plato y se fue para la cocina. A los cinco minutos, volvió con un táper vacío, me sacó una milanesa de soja del plato (tenía dos) sin decirme nada y se la llevó. Antes de irse, sin embargo, me palmeó el hombro y me dijo:

—La guardamos para mañana.

En el puesto número 8. —Los primeros meses de casada, yo sólo podía pensar una sola cosa. Me acordaba de ese compañero de secundaria, Peralta, sobre el que inventábamos millones de historias locas porque vivía con una abuela y nadie sabía nada de los padres. ¡Qué estúpidas! Nos burlábamos de que no tenía padres. Pero bueno, una de chica es siempre estúpida, si yo hubiese sabido entonces lo que era una suegra, jamás me hubiese burlado.

En el puesto número 7. —Soltero es sinónimo de Edipo, de psicótico, de tartamudo, de neurótico, de pesado, de mamerto y adicto. Es todo lo mismo, Lulú. Vos tenés que buscar un viudo, o un divorciado. Tendrán chicos, pero al menos sabés que alguna vez los quiso alguien.

En el puesto número 6. —Es muy simple. Antes de salir prestá atención. Si te dice «cafecito», decile que estás ocupada. «Cafecito» dice la gente que está en la lona, Lulú. Los que tienen unos pesos dicen «comer algo por ahí», y los que tienen un buen sueldo dicen «cenar» o «comer afuera».

—Ajá.

—Hasta «comer algo por ahí» aceptá, porque tampoco hay que ser tan exquisita, porque no estás para bajar a «cafecito» todavía (keyword: todavía).

En el puesto número 5. El primer día que llegué a la casa de mi mamá, yo estaba blanquísima. Entonces, para tomar color rápido me puse una bikini horrible de entrecasa, me unté bronceador SPF4 y me tiré muy deprimida en una reposera y me quedé dormida. A las dos horas mi madre vino hasta donde estaba yo, me tiró un spray autobronceante en la panza, se bajó los anteojos de sol y me dijo, indignada:

—Haceme el favor, ¿querés?

En el puesto número 4. Mi madre me está contando todo lo mala y envidiosa que es su amiga Silvia (con quien compiten desde que se conocen, se acusan de copiarse peinados y ropa y de comparar maridos) hasta que de repente le digo que me quiero ir a buscar algo para tomar y me voy. Se queda pensativa unos segundos, y me dice: «¿Sabés que ya sé lo que te hace tan gorda? ¡El pareo! ¡Te aplasta la cola, parece un batón!».

En el puesto número 3. Martes, tres de la tarde. Estoy tomando sol semiinconsciente al lado de la pileta. Mi madre llega corriendo y me sacude, sobresaltada de felicidad, me vacía el Gancia en el piso y revolea el vaso (de vidrio) contra las plantas del fondo, y agitada por la corrida, me dice con un hilo de voz:

—¡Rápido! Tapate la cola con el pareo y sonreí que vino el hijo de Dorita.

Y se vuelve corriendo para adentro, pero antes de meterse en la casa dice:

—Trajo facturas, pero ¡ni-se-te-o-cu-rra comer delante de él! —y hace el ademán de serrucho— ¡Te corto la mano!

En el puesto número 2. —Por un momento te vi más flaca, pero no, ya pasó. Era el sol.

En el puesto número 1. Mi madre entra en el living con una botella vacía de Gancia en la mano y me increpa indignada.

—Para ser borracha, primero tenés que ser Kate Moss. Esto es como los jeans de tiro bajo, no le quedan bien a cualquiera.

21 de enero | Salí con Ezequiel de Robotech

Todavía no puedo creer lo que me pasó. Nunca me había sucedido algo igual. Nunca. Yo suelo ser una persona respetuosa. No soy malvada, ni grosera. Por el contrario, me importa mucho lo que piensen los demás. Pero hoy no sé qué pasó conmigo. Mi cuerpo se portó muy mal y yo no pude hacer nada al respecto.

Como hoy a la mañana tenía la última entrevista de trabajo, anoche me quedé hasta muy tarde leyendo notas sobre algunos temas que estaban relacionados con el puesto, y al final terminé tardísimo y me fui a dormir recién a las cinco de la mañana.

Me desperté a las diez, tambaleándome de sueño y me fui a la entrevista, que, entre una cosa y otra, duró casi dos horas. A las dos de la tarde ya estaba en casa, pero como a las cuatro me encontraba con Ezequiel de Robotech, para poder mantenerme despierta me tomé una Coca-Cola con cafiaspirinas como en la secundaria. Una mala idea, ya sé.

No hace falta aclarar que dos horas después estaba más despierta que nunca pero horrible: tenía unas ojeras verdes y comatosas que apenas se escondían debajo de un maquillaje torpe y apurado, bostezaba cada cinco minutos y me quedaba tildada sin decir una palabra durante varios minutos.

Como no quería ir a una cita en ese estado tan calamitoso, traté de llamarlo al celular para ver si podíamos pasar la cita para mañana, pero, para mi desgracia, ya era demasiado tarde. Estaba en camino.

Nos encontramos en Recoleta, en un bar que me encanta, y tardamos en reconocernos unos veinte minutos. Ezequiel es alto, flaco, de pelo oscuro. No tiene nada raro ni se parece a un dibujito animado oriental, pero tiene algo de personaje. Es extraordinariamente tranquilo y paciente. Habla poco, espaciado, piensa mucho las respuestas. En el mismo tono monocorde, me contó cómo era el proceso de hacer una página web, me describió con lujo de detalles sus últimos trabajos (botón por botón, sección por sección, imagen por imagen), me habló de su infancia (que al parecer fue igual a doscientos millones de otras infancias), y para probarme que yo era prejuiciosa me contó el argumento de varias series de animé (que siguieron sin gustarme).

Me gustaría recordar qué más me dijo, qué cara puso, qué contesté, pero no lo sé. De lo último que me acuerdo es de su voz ofendida y firme diciéndome algo parecido a esto:

—Me parece que es mejor que te vayas a tu casa.

Recién cuando escuché esa frase me desperté y me di cuenta de que me había quedado dormida adelante suyo. Dormida. Enfrente suyo. A medio metro, en el asiento opuesto del mismo box, mientras me hablaba de sí mismo. Profundamente dormida. Inevitablemente dormida. Irrespetuosamente dormida.

23 de enero

Después de quince días lamentables de vacaciones, hoy volví a trabajar. Durante todo el viaje de ida me la pasé recordando la cita de ayer, muerta de vergüenza, ensayando explicaciones en voz alta en el colectivo, como una vieja loca. Pensaba llegar y llamar de nuevo Ezequiel de Robotech, pero no pude hacerlo. Apenas puse un pie en la oficina surgieron problemas más graves, más nuevos y más urgentes, y mis disculpas tuvieron que esperar.

Cuando llegué saludé a algunos compañeros que me hicieron las preguntas tontas de rutina, me elogiaron el bronceado y me dijeron otras cosas aburridas que no vienen al caso. Mientras me hablaban, aproveché para espiar qué estaba haciendo Matías, pero su escritorio estaba vacío. No había nada. Ni una carpeta, ni una taza. Sólo la computadora, apagada y fría, como si nadie la hubiese tocado el día anterior.

—Le dieron el trabajo… Lo pasan al décimo piso —dijo Marcelo, a mis espaldas.

Entonces giré y lo encontré sentado en su escritorio, mirándome compasivamente. Me quedé muda algunos segundos. No esperaba tener noticias tan pronto. Y menos que salieran de la boca de Marcelo.

—Ah, nadie me dijo nada…

—Quizá te lo quería decir personalmente.

—No, él no… con él no hablo. Pero nadie me avisó que no me lo iban a dar a mí.

—En realidad, es sólo un cambio de sección. Ni siquiera le subieron el sueldo, eh.

—Nada, pensé que yo era ideal para eso… Se ve que no.

—No era gran cosa, y además, mejor para todos que él esté arriba y no acá, ¿no?

—Sí, claro. Supongo que sí. Para todos.

—Che, el otro día viste que vino…

—No me cuentes nada, no quiero saber nada de tu amiga.

24 de enero

Llamé a Ezequiel media docena de veces durante el día, pero no me devolvió los llamados. Por fin hoy a la mañana, luego de mucha insistencia, me parece que lo ablandé. Distante, cortado, incómodo, me dijo que había escuchado mis mensajes pero que recién hoy se le había pasado el enojo. Que a pesar de mi guarangada, yo le había gustado, y que si ésa no era mi conducta habitual, podíamos probar de ir a comer.

Obviamente le dije que sí, y sugirió pasar al mediodía por la oficina e ir a un bar por ahí cerca. Supongo que no quería hacer una gran cita para evitar decepciones y eligió un momento casual, al paso, por si yo arruinaba todo de nuevo.

Ezequiel me pasó a buscar un rato después. Fuimos a comer al bar de abajo, que es donde comemos cuando no almorzamos en el comedor. Un bar de mala muerte, de esos que tienen olor a milanesa. Él come poco y despacio (me di cuenta, básicamente, por lo rápido y mal que como yo). Entre bocado y bocado conversa, descansa, mira a la gente. Y yo soy todo lo contrario: un cerdo que traga compulsivamente y de vez en cuando gruñe que necesita más pan o mayonesa. Un espanto.

Me trajo varios discos con películas que le gustan. Me aclaró que eran japonesas pero que no había artes marciales ni colegialas de animé. Prometí verlas para la próxima vez y estuvo de acuerdo (keyword: próxima vez).

El resto del almuerzo transcurrió tranquilo. No fue demasiado tiempo, apenas una hora y media, porque yo tenía que volver a trabajar. Nos despedimos con un beso y quedamos en que me llamaba. Hizo chistes porque no me quedé dormida, pero no es tan gracioso como Matías. De hecho, no es gracioso. Es más bien oscuro, extraño y aburrido.

Cuando nos íbamos, sin embargo, pasó algo que, aun siendo ajeno a nosotros, levantó varios puntos a la cita. Mientras nosotros salíamos (él me abría la puerta y yo pasaba), otros entraban: Marcelo y la ex novia de Matías.

Yo me quedé dura en el medio de la puerta y Ezequiel me empujó suavemente para que siguiera caminando. Es una buena señal. El empujón, por supuesto.

25 de enero

Recién vuelvo de ir al cineclub con Ezequiel de Robotech. O sin Ezequiel, en realidad, porque volví sola. O mejor dicho, yo entré a casa y él se fue. Al contrario de lo que yo había previsto, la pasé bastante bien. Vimos dos capítulos de una serie muy bizarra de la década del 70 sobre unos científicos japoneses que encontraban un monstruo asesino que vivía en un lago. Tenía los peores efectos especiales del mundo. Los chinos estaban en una nave que era igual a esas cocinitas de juguetería taiwanesa, con botones de plástico y calcomanías en forma de manijita que no abrían nada, y el monstruo era una especie de dinosaurio de papel maché, todo duro, que cuando se acostaba a dormir (sí, se acostaba como una persona) no cerraba los ojos porque los tenía pintados con témpera.

Lo primero que me llamó la atención fue que, apenas empezó la película, Ezequiel sacó de sus bolsillos miles y miles de golosinas (desde gomitas de eucalipto hasta chocolatitos en forma de osito) y empezó a comer uno atrás de otro durante toda la función. Después conocí a dos de sus amigos, y me contaron que todos los martes hace lo mismo y que nadie sabe por qué no explota como una piñata de colesterol.

La segunda cosa que me llamó la atención fue que cuando terminaron las series, Ezequiel me presentó a sus dos amigos y fuimos a comer con ellos, como si nos conociéramos de toda la vida. Ellos aparentaron que era una cena espontánea, pero yo sospecho que él quería que sus amigos me aprobaran.

Y por último, la tercera cosa que me llamó la atención fue que cuando llegamos a mi casa a la madrugada, Ezequiel me saludó y se fue. Y era nuestra tercera cita. Es verdad que la primera cita fue muy mala (keywords: muy mala) y que la segunda fue apenas una hora en un bar horrible, pero en esta conocí a sus amigos, fuimos al cine y me acompañó hasta mi casa. No es que yo esté ansiosa, más bien estoy desconcertada. ¿No se supone que trate de hacer algo? ¿No es que la tercera es la vencida? Y si no le gusto, por ejemplo, ¿no se supone que deje de llamarme, de mandarme mails y de invitarme a salir? ¿Les habré caído mal a sus amigos? ¿Será porque le rechacé las golosinas? ¿Es la venganza por quedarme dormida?

28 de enero

Ayer tuve el cumpleaños de mi futuro cuñado, futuro marido de mi hermana y futuro yerno de mi madre. Iban a ir algunos amigos (entre ellos, Marisa y su marido) para cenar algo informal en su casa y terminar temprano, pero al final mi familia empezó a insistir con los juegos de mesa y no me pude ir hasta la una de la mañana.

—Lulú, vos vení a jugar con papá y conmigo, no vas a jugar sola, querida.

—No quiero jugar. No me gustan los juegos de mesa.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Te vas a sentar ahí? Vení a jugar, por favor. Vos podés contestar las preguntas de periodistas. ¿Hay de periodistas?

Y la estúpida de Marisa, la amiga de mi hermana, tampoco pudo callarse.

—¡No seas tonta, Lucía! ¡Que estés sola no quiere decir que no te puedas divertir! ¡Jugá con Juan! —dijo mientras agarraba a su marido del brazo y lo trataba de levantar del sillón para tirármelo encima—. ¡Y yo juego con tu mamá!

—No quiero… Gracias.

Pero insistió con prestarme a su marido.

—Pero dale, si yo lo tengo todo el día. ¿Qué me cuesta?

—No quiero, gracias.

La estúpida de Marisa se paró y me sentó a la fuerza al lado de su marido, sonriendo, orgullosa de su propia generosidad. (Hay que decir que su marido es exageradamente lindo. Tan lindo que nadie entiende qué hace con ella, que es un loro chillón que grazna en vez de hablar. ¿Cómo puede ser que un hombre con una mandíbula tan cuadrada, ojos tan verdes y espalda y brazos tan grandotes como Juan esté casado con esta gallina?)

Contento con la idea, Juan me guiñó un ojo y avisó:

—Esto va a ser un robo. Vamos a ganar, lejos.

—¡Eso está por verse, chiquito! —le contestó la estúpida.

No quiero exagerar, pero una hora después, la estúpida, mi madre y mi padre todavía no habían contestado una pregunta bien (incluso discutieron durante diez minutos que «Caminante no hay camino…» era un poema de Serrat). Mi madre se descostillaba de risa por sus burradas, y la estúpida de Marisa revoleaba los ojos, indignada, diciendo que a ellos les tocaban las más difíciles, que así no valía.

Pero eso no fue lo único que pasó durante esa hora. Yo no sé si su marido era tan lindo que empecé a alucinar, pero por momentos sentía que él apoyaba su pierna sobre la mía. Al principio pensé que era cortesía, como cuando los primos mayores sacan a bailar a sus tías solteronas en una fiesta, pero después confirmé que no era una alucinación cuando, como al pasar, mientras contaba casilleros y me pedía que tirara los dados porque yo era una chica con suerte, puso su mano tibia sobre mi rodilla. Me sopló las manos, sacudí los dados, tiré y saqué cinco. Exactamente lo que necesitábamos para contestar por otra ficha.

Y cuando subí la vista, encantada con mi puntería, también noté que su mujer nos miraba en silencio, sin pestañear. Y como contestamos bien y teníamos que volver a tirar, mientras cuchicheábamos aprovechó para intervenir:

—¡Ay, ahora se los tiro yo! Yo también traigo suerte.

—¡Ni en pedo! ¡Vos sos yeta! Perdés a todo. Ni los mires —le dijo su marido.

—¡Juan, no es cierto!

Pero su marido ya me estaba hablando a mí.

—Si sacás un doce, nunca más voy a poder jugar con nadie que no seas vos. Nos toca arte, seguro la sabés, y después vamos al centro y la última.

Saqué diez, pero me acarició el brazo para consolarme, pícaro. La estúpida lo vio, frunció la nariz y se levantó para ir a la cocina.

—Yo no juego más, voy a hacer el café, que ya es retarde —dijo.

A los veinte minutos volvió con el café. Nosotros todavía rebotábamos y no podíamos caer justo en el casillero de arte.

—Bueno, tomamos el cafecito y vamos.

—Andá si querés, yo voy a ganar —le dijo su marido.

Un poco incómoda y adelantándome a la pelea conyugal inminente, me levanté para ir a buscar el edulcorante a la cocina, pero como no llegaba al estante superior, tuve que pedir ayuda. Juan vino corriendo a bajármelo y, cuando lo hizo, apoyó todo su cuerpo contra el mío.

Cuando salimos de la cocina nos esperaba su mujer con la cartera puesta y pidiendo disculpas porque estaba muy cansada y se quería ir en ese mismo momento. Por suerte, Juan se encogió de hombros y se puso a saludar a la gente. Yo estaba muy incómoda por la situación, así que me fui al baño, que queda en el fondo del pasillo, a hacer tiempo hasta que se fueran.

Esperé ahí unos cinco o seis minutos y después salí, aliviada. Pero todavía no se habían ido. Mientras la estúpida saludaba a todo el mundo y buscaba la fuente de la torta, el marido de la estúpida, el padre de su hija, el hombre de su vida, el buenmozo-inteligente-espaldasanchas de Juan, me agarró la cara con sus manos enormes y húmedas y me dio un beso. A tres metros de su esposa, con una puerta apenas entornada entre el escándalo y nosotros. Un beso largo, dedicado e incorrecto.

—Juaaaaaaaaaaaaaaan vamos porfavoooooooortengo sueeeeeeño.

Y me pegó en la cola y se fue corriendo.

29 de enero

Hoy mi hermana me llamó varias veces. Me dejó algunos mensajes, pero la verdad es que no tenía ganas de hablar de nada. Sólo quería volver a casa, pedir delivery y mirar tele berreta hasta quedarme dormida. Pero no pudo ser. Insistió tanto pero tanto, que no me quedó más remedio que atenderla.

—Lu, ¿escuchaste mi mensaje?

—Sí, no pude llamarte. ¿Pasa algo?

—No, no sé. Ayer me llamó Marisa resacada, dice que la semana que viene hay que organizar la revancha del partido y que te avise. ¿Pasó algo? ¿Vos le dijiste algo de que contestaba todo mal? ¿Alguien se burló? Mamá se burló, ¿no? Yo no sé qué le dijo, la escuché reírse nada más. Pero no era para enojarse… Es un juego. Yo creo que ella está mal con Juan y está nerviosa, y todo le pega mal. ¿Vos vas a ir? Yo tengo que ir, me llamó dos veces ayer para hablar de eso. Pobre, nunca fue muy inteligente tampoco, en la secundaria le costaba todo… ¿Y si vamos y la dejamos ganar un poco? Pobre, está re mal, me dijo que esta vez te iba a ganar, que iba a jugar de local como veinte veces. Me da pena. ¿La dejamos ganar?

—¿Me estás cargando?

—No, ella siempre fue así. Siempre se siente menos, se persigue.

—No lo de dejarla ganar, Iri, lo de ir. Yo no pienso ir. ¿Estás loca?

—Pensé que te habías divertido. ¡Si te matabas de risa!

—Bueno, olvidate. Yo no voy.

—Uh, seguro te va a llamar.

—¡No le des mi número!

—¡Ya se lo di ayer, me dijo que tenía que decirte algo! ¡No sabía que era algo de esto! ¿No te llamó?

—Ahora que lo decís, me parece que sí.

30 de enero

Ayer, después de mucho tiempo evitando a Matías, nos cruzamos en la presentación de un nuevo suplemento de la editorial. Como había gente cerca, traté de hacer la conversación lo más corta y prolija que pude. Lo felicité formalmente por el trabajo nuevo y me contó a grandes rasgos cómo le estaba yendo. Me preguntó por el trabajo viejo y le conté lo que ya sabía con otras palabras. El disfraz de compañeros de trabajo civilizados nos quedó perfecto, hasta que él decidió sacarse la careta y arruinarlo todo.

—Te llamé varias veces. También traté de hablarte en la oficina, pero siempre estás con alguien o te cruzo en el ascensor.

—Estuve ocupada, sí.

—Sí, ya vi.

—Ajá.

—Alguna vez vamos a tener que hablar en serio.

—Me tengo que ir, me están esperando —y agarré mi cartera para irme.

—En algún momento vamos a tener que hablar. Quedate, hablamos ahora y terminamos de una vez con este asunto.

—No quiero hablar. Me quiero ir —insistí.

—Es sólo hablar.

—No, no es sólo hablar. Cuando un vendedor de biblias te toca la puerta no lo tenés que dejar pasar. Nunca. Porque si lo dejás pasar, si abrís la puerta sólo para que te muestre, te termina vendiendo la Biblia.

—No entiendo.

—Que no es sólo hablar. En algunos casos, como con el vendedor de biblias, hablar es sólo el principio.

—¿Entonces?

—Entonces nada… La única forma de que no te vendan una Biblia es no abrir la puerta.