2 de diciembre | Sólo se me pegan los idiotas
Hace un mes que mi mamá apostó que iba a ir al casamiento sola, y por ahora tiene razón. En estos treinta días no sólo no pude conseguir un acompañante, sino que ni siquiera pude experimentar una velada agradable. Tengo un maleficio: soy invisible para los hombres normales. Estoy condenada a que se fijen en mí sólo los idiotas, los desagradables, los grotescos, los chiflados, los esquizofrénicos voluntarios. Ni siquiera me dan bola los psicópatas y abusadores, que deberían hacerse un festín con una insegura como yo. Ni eso. Soy como un negocio que sólo trabaja payasos, y nada de otra línea de hombres.
En una época salí con un tipo que sí o sí tenía que volver a las once de la noche a su casa para darle de comer a su gata. Otro año, salí con uno que le hablaba al auto. Le decía, cariñoso como un domador de caballos: «Hoy vamos a lo de mamá, más tarde nos volvemos, descansamos dos horitas y vamos a un cumpleaños». Otra vez salí con uno que compraba todo usado por Internet (hasta las sábanas) y me daba asco ir a su casa porque todo me parecía transpirado y pegajoso. Y hace más tiempo todavía, salí con un profesor que tenía un perro salchicha que se sentaba entre nosotros a ver la tele y me mordía la mano si quería correrlo para acercarme a su dueño.
Ni una persona normal o común. Para ésos soy siempre la otra, la amiga, la que dejan para volver con su ex novia, la que ven los domingos a la tarde, el parche, la que hace de enfermera cuando les rompen el corazón, la segunda, el romance de verano. Pero nunca soy el amor de sus vidas. Nunca.
Yo no soy fea, no soy estúpida, no tengo ninguna tara insalvable. Apenas soy neurótica e insegura. Pero por alguna razón termino siempre enamorada de algún infeliz que me trata mal, o de un infeliz que apenas puede con su propia vida.
Y por eso sé que nunca va a pasar nada entre Matías y yo. Y no porque él sea inalcanzable, encantador o demasiado buenmozo, sino porque a mí esas cosas no me pasan.
Cuando voy a una fiesta, por ejemplo, nunca soy la que alguien está esperando. Cuando conozco a un hombre divino con mis amigas, para nombrar otro caso, nunca me lo quedo yo. Jamás soy la que tiene un vecino soltero que le golpea la puerta con un vino. Tampoco soy la que viaja sola a París, se enamora y se queda un mes paseando y comiendo baguettes. Yo soy siempre la actriz de reparto, la protagonista de una comedia de humor negro, la amiga graciosa de la novia, la hermana del galán, la que se tropieza cruzando una avenida. Siempre hago la línea de comedia de la película.
El sábado es la fiesta de fin de año de la empresa. Y voy a ir sola, a pesar de que este año por primera vez se puede ir con pareja. Otra vez voy a ser la que se vuelca el vino en el vestido, la que muere aplastada por una bola disco o la que se electrocuta en el baño de mujeres. Todas, menos la Cenicienta.
3 de diciembre | No tengo candidato
Ayer revolví todas las agendas viejas, toda la libreta de direcciones del correo electrónico, todos los mails que recibí en el último año. Nada. No hay nada. Nadie más a quien pueda invitar a salir. Mis amigas dicen que busque en Internet, pero a mí me da miedo. No, miedo no. Rechazo. En Internet están todos los tullidos, los traumados, los onanistas, los horribles y los casados. Sobre todo, los casados. Lo único que se me ocurre es pedirle a Marisa, una amiga de mi hermana, que me presente a ese famoso candidato que me ofrece desde hace meses. Quizá pueda aprovechar su cumpleaños (creo que cumple este mes) para conocerlo, porque las citas a ciegas son arenas movedizas. Y más cuando tu amiga te jura que el candidato es muy divertido y un gran tipo para convencerte.
Al final, siempre pasa lo mismo. La cita es un desastre y tu amiga se enoja, te acusa de exquisita y te dice lo que siempre pensó de vos: que te vas a morir soltera.
4 de diciembre
Hoy a las nueve de la mañana, mientras desayunaba, me llegó un mensaje de texto de un número desconocido. Decía:
ESTOY ENFERMO. ¿VOY O NO VOY?
Traté de hacer memoria, busqué el número en mi casilla de mail, en los papelitos de mi cartera, en mi memoria de tía solterona, pero no pude identificarlo. Paranoica, le pregunté quién era, sin saludar ni contestar la pregunta. Y adivinen qué:
ME SIENTO MAL. TENGO MIEDO DE FALTAR Y QUE GISELA CANTE. ¿VOY IGUAL?
Como soy una maricona modosita, le dije todo lo correcto:
FIJATE SI TE SENTÍS BIEN, MIRÁ SI TENÉS UNA RECAÍDA
Pero pensaba «venívenívenívenívenívení». Me imaginé la oficina sin nadie para mirar y me deprimí. Iba a tener que soportar a todos esos tontos comiendo medialunas berretas, olfateando milanesas rancias y charlando a los gritos sobre «Gran Hermano», y quise faltar yo también. Pero tomé coraje y le escribí:
BUENO, VENÍ IGUAL
Y acá estoy, esperando.
5 de diciembre
Ayer mi madre me llama muy emocionada y me dice lo siguiente: «Lulú, ¿viste ese muchacho que salió en la tele? ¡Pesaba cuatrocientos kilos! Y se hizo un bypass gástrico y ahora está estupendo. Bajó como doscientos kilos y ya puede caminar (keyword: doscientos). ¿Por qué no averiguás si el método es muy invasivo y cómo es el posoperatorio?».
Y no le pude contestar. Me quedé dura. Yo sé que todos los lunes intento empezar la dieta y que todos los miércoles la termino abrazada a una caja de pizza, pero yo en este momento tengo once kilos de más, no trescientos veinte. Debería haberle cortado el teléfono, pero no me salió. Me quedé ahí, temblando de ira como un perro furioso detrás de un portón de madera.
6 de diciembre
Estuve casi media hora buscando la forma de preguntarle a Matías si iba a ir a la fiesta de la empresa. No sé para qué, si nunca me va a dar bola. Pero soy curiosa. Y masoquista, por supuesto.
Al principio me daba miedo que me preguntara por qué quería saber si iba, o que me dijera que iba a ir con su novia. Pero después pasó algo y el miedo se fue. Ahora tengo vergüenza. Contundente y exagerada vergüenza de quien se sabe enamorada en secreto.
Hace un rato, Matías vino hasta mi escritorio para hablar, pero cuando llegó no pudo decir nada. Se quedó mirando mi taza de café sin saber qué decir. Mi taza no es una taza. Es un cuenco monstruosamente inmenso de tres cuartos litros, que aloja adentro un ecosistema y debe ser edulcorado con manguera. Es cómodo para un adicto al café y nunca me sentí intimidada por su volumen colosal. Hasta ese momento, en el que por primera vez me di cuenta de que era una cerda.
—¡Genial! ¡Ahora sabés que tomo café con leche en balde como una chancha!
—Sí, qué onda… es un poco grande eso, ¿no? ¿Qué tiene, como un litro?
—No sé. ¿Diez galones?
—Che, te iba a preguntar… Viste que… —arranqué, hasta que me interrumpió una voz conocida.
—Mate tenés que tomar…
Marcelo Ugly se acercó con su termo y se instaló en la conversación.
—Yo no tomo mate… —dijo Matías— porque es feo, pero además porque me parece un quilombo al pedo cebarlo cuarenta veces y pasarlo.
—¿Cómo? —Marcelo no entendía.
Yo suspiraba y le pedía al cielo que se fuera: Andate andate andate andate andate. ¡Llevate ya mismo ese cascajo lleno de yerba de mi escritorio! ¡Volá! ¡Desaparecé! ¡Estoy hablando con otra persona! ¡Metiche! ¡Esto no es uno de tus fogones! ¡No queremos tocar la guitarra ni contar historias! ¡Evaporate!
—Noooooooooo, es rico el mate, che.
—No, Marcelo, es un asco. Es un juntadero de microbios —le dije tratando de terminar la conversación.
—¡No! —volvió a decir Marcelo, acomodándose—. Mirá, te cuento algo…
¡Hijo de una gran puta no te acomodes! ¡Son las cinco de la tarde y no le voy a poder preguntar nada por tu culpa! ¡Qué carajo me importan las propiedades curativas del mate! ¡Me querés cagar la vida, eso querés! Me querés dejar soltera porque no quise ir con vos a hilar polainas a Tilcara… Aaaaaaay… Andate ya mismo de mi escritorio.
—Entonces los gauchos, cuando era tarde…
Callate. Callate. Callate. No me interesan tus historias de campo, gallinas mugrientas y mate al amanecer. No me interesa nada que no esté asfaltado o venga en tetra brik. Andá comer asado con cuero y dejame vivir.
—Ya entendimos, Marcelo. Pero en esta mesa tomamos café, así que si querés traete tu cafecito, pero dejá de hablar del mate como si fueras una promotora de tiempos compartidos.
—Bueno.
—¿Bueno qué?
—El cafecito. Ya vengo.
¡No! ¡Pesado de mierda! ¡Era un chiste! ¡Dejame vivir!
7 de diicebmre
iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiujuju. jajajajajd9jajjajaja. vovli de la fiesta buenísima. voy aexplicar. priero que marcelo ulgy se puso a baliar y como hacia calor se hizo un roedete. jajajajajajajajjajajjjj ai marcelo!! jajajjajajjajajajaja. beuno me volque el vino y matis linisdisismo me limpio con unas servillera el vino del vestdo. tomamos muchomucho y volvlimos en taxi dlos dos y el taxista nos quiso bajar porque los gritos y me diji soss divertida la mas divertida pordios.
sentmamos en la mesa con marcelo, nina y ora chica, matias. marcelo hablo toda a noche de cosas queria que se calle ysefuera parasiempre total. gisela buchen fue fucsia brillante jajajajajkkakakakaj y parecia pasion tripical bailando no canto ningun tema della, odoi la cumbia ojala se muera ya mismo. se tiro encima de matias para baliar, pero el no baila y ella le deciia ay dale un tema amargo y matias haicia que nocon la cabeza que niquierabailar nienpedo jajajajajajjapobre…no¨¨?
un moemto cuando yisela se puo mas mas pesada nos roabmos un vino y fuimos afuera al patio chiquito por esos estabamos boarchos pero hice ua cosa malisima; me comi el postre de matais tambien. los dos. mio y el suyo, el se reia pero fue myy grave porque me comi lkos dos que eran un eladocon tortas. y boarr’c ha me parecio bien comermen dos postres. ahora va a pensar que soy un godra mordbida fuera de control. le pusinos pelusa del postre a marcelo y se comio igual.
ay y dijo en unmoemnto: no sabia yo que tenias pelo tan largo proque sienmpre lo tenes atado cin un lapis y me toco el ’pelo un poco ¿eso es raaaaaaaaaaro, o no’? no tocasel pelo de cualquier no? fue asi como un momentoe rarisiismo con silencio raro, no se, raro. no? no se en realidad. despues vino mi jefay no se mas.
primero me baje en micasa y qusie saludar a matias y le di un cabazazo sinquerer como cuadno haces mejila con mejila y no das ek beso en el aire y me iba a bajar chauchau y me dijo nooo dame un beso bien esono es un besoo. y le di. en el chacheche eh pero es raro ¿nooooooooooooooooooooo””’ eh¡?
chauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu
cahuuuuuuuuuuuuuu
chauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu
uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu ol
holamati
8 de diciembre
Hoy a la mañana, después de la fiesta me despertó el celular. Tenía un mensaje de texto nuevo:
¿A VOS TAMBIÉN TE DA VUELTAS EL TECHO?
Y a los dos minutos otro más:
ME SIENTO MUY MAL. NO ME ACUERDO DE NADA
Y ahí fue cuando le mentí, un poco graciosa, un poco enojada:
NI IDEA. YO NO FUI A LA FIESTA. ¿LA PASARON BIEN?
Y entendió.
QUÉ GRACIOSA
Y en parte es cierto. Porque yo las cosas me las acuerdo así:
Hace 10 horas. Me desplomo sobre la cama, vestida, maquillada y con zapatos.
Hace 10 horas y 30 minutos. Estacionamos en la puerta de casa. El taxista se da vuelta. Aparte de los bigotes de las orejas, tiene pelos en la nariz. Parece una medusa. Lloramos de risa. Nos quedamos unos segundos larguísimos en silencio. Le digo que me voy. Asiente con la cabeza. Le doy un beso mal dado, en el aire, y le pego con el hueso de mi mejilla. Me dice que eso no es un beso. Que le dé un beso bien. Me río. Se ríe. Le doy un beso en la mejilla. Se ríe de nuevo. Me bajo.
Hace 10 horas y 40 minutos. El taxista tiene unos pelos enormes en las orejas, como bigotes de gato. No podemos parar de reír. «Te pago veinte pesos si le arrancás un pelo de un tirón», me dice Matías. «Si me das cien, lo hago.» «No lo hacés.» «Sí lo hago.» «No.» «Sí.» Matías saca cien pesos y me los da. Extiendo la mano hasta la oreja del taxista, convencidísima, pero me ataja, asustado, cuando estoy a punto de agarrarle un pelo.
—¡Estás loca! ¡Lo ibas a hacer!
—¡Son cien pesos! ¿Vos sabés lo que gano yo?
Hace 11 horas. Me despierto dormida sobre el saco de Matías. Le digo que espero no ganarme la rifa porque no puedo subir la escalera del escenario. Me avisa que la rifa pasó hace dos horas. Llamamos un taxi.
Hace 14 horas. Matías juega haciendo bollitos con la etiqueta de las botellas. Yo giro la botella en el piso y la miro, perdida. Matías me pregunta si quiero que llamemos a Marcelo y a Gisela y juguemos a la botellita. No me causa gracia.
Hace 17 horas. Borrachísima, revelo que una vez me comí una caja de chocolates y terminé en el hospital. Sigo con la vez que lloré porque se me derritieron unos bombones en el baúl del auto (lo conté muy angustiada).
Hace 17 horas y 30 minutos. Matías me dice que tengo el pelo largo, que no parece porque siempre lo tengo atado con un lápiz. Me marca por dónde me llega el pelo tocándome la mitad de la espalda.
—¿Por qué te lo atás? Es más lindo así —me dice.
Hace 18 horas. Matías vuelve con otra botella de vino. Nos quedamos callados un rato largo. No le preguntes «¿en qué pensás?». No le preguntes «¿en qué pensás?». No le preguntes «¿en qué pensás?». ¡Ouch!
Hace 19 horas. Absolutamente borrachos, nos tiramos en el piso a tomar y a hacernos preguntas tontas. Nos quedamos sin vino.
Hace 20 horas. Huimos a un patio al lado de los baños a tomar vino a escondidas. Los dos estamos bastante entonados. Yo estoy peor. Él argumenta que viene de otra cena y que tomó cerveza. Me pongo celosa, me lo imagino cenando con una novia y la odio. Le pongo la cara de Cameron Díaz (siempre uso a Cameron Díaz para ilustrar chicas que odio sin conocer).
Hace 20 horas y 5 minutos. Matías se roba dos botellas de vino de la cocina.
Hace 20 horas y 10 minutos. Lloriqueo porque tengo sed. Matías se ofrece a conseguirme Coca-Cola. Me trae Coca-Cola común y le digo que no quiero porque engorda. Cierro la boca como si fuese una compuerta de amianto. Se ríe. Me ofrece vino, porque según él engorda menos.
Hace 20 horas y 30 minutos. Matías me pregunta si también quiero el postre de Gisela, que total está bailando y seguro es anoréxica. Le digo que sí. Me como los dos volcanes de chocolate y los dos helados. Delante suyo. Uno atrás de otro. Creo que también chupé el azúcar impalpable del plato (ahora, mientras lo tipeo, me arrepiento tanto tanto).
Hace 21 horas y 10 minutos. Gisela se vuelve loca al ver a Matías y empieza a bailarle alrededor. Lo agarra de la mano y le pide que bailen «un tema, nada más». Me hago una apuesta a mí misma: si Matías se levanta y se baila un tema, no es para mí. Pero no se movió del asiento.
Hace 21 horas y 30 minutos. Llega Matías. Ya no tengo maquillaje, arrastro todas las consonantes y le revoleé cuarenta papas noisette y un zapato a Marcelo para hacerlo callar.
Hace 21 horas y 45 minutos. Matías me manda un mensaje de texto. No encuentra el salón. Lo llamo. Es la primera vez que lo llamo. Tiene linda voz por el teléfono. Me pregunta si por casualidad no estoy medio borracha. Le digo que sí, que si viese a Marcelo haciendo torres de papas noisette con las sobras de la cena, él estaría borracho también. Me dice que no me emborrache sin él, que lo espere. Me muero de amor.
Hace 22 horas. Matías no llega. Me tomo media botella de vino por la ansiedad. Diez minutos después ya estoy patinando consonantes.
Hace 22 horas y 55 minutos. Camino hacia Matías y Gisela para interrumpirlos. Pero para sorpresa mía, no es Matías. Es Marcelo con su nuevo corte de pelo. Además, está vestido con un jean, una camisa blanca y un saco marrón lindo. Debe haber ido a esos programas de televisión en los que te cambian el look, si no, no me explico qué pasó.
Hace 23 horas. Veo a Matías a lo lejos, charlando con Gisela. ¿Qué hace hablando con ella? ¿De qué pueden hablar? ¡Que hable con Marcelo!
9 de diciembre | Las cenas de parejas
Ayer fui al cumpleaños de Marisa, una amiga de mi hermana que está embarazada de siete meses, y me pasó lo peor que le puede pasar a una mujer soltera durante una cena. Sólo había parejas. No hay nada que odie más que las cenas de parejas. O sí. Las cenas de parejas con una soltera. Particularmente cuando esa soltera soy yo.
No importa lo amena que sea la gente o lo emocionante de la ocasión, siempre hay una incomodidad en el aire, una compasión disuelta en elogios absurdos, que me hace sentir fuera de lugar.
¿Tan difícil es invitar un par más de solteros para matizar las conversaciones? ¿No se dan cuenta, los casados, que a nosotras no nos interesa hacer chistes acerca de hombres que no limpian o debatir sobre lo difícil que es conseguir una mucama de confianza? ¡Inviten solteros! ¡Prometo no hablarles! Sólo quiero que estén ahí, como una minoría tolerada por el resto, ocupando el quince por ciento de las sillas del living. ¿Es mucho pedir que lo consideren? ¿O será que les gusta hacernos sentir fuera de lugar?
A las mujeres, presumo, les debe servir para desahogar la bronca de una rutina levemente esclavizante. Hablan de sus problemas durante horas seguidas (toallas en el piso, suegra jodida, demasiado fútbol el fin de semana), pero después notan que yo ni siquiera tengo con quién pelearme por las toallas y se sienten mejor consigo mismas.
A ellos, por su parte, también les sirve que haya una soltera inofensiva. Porque cada vez que ven una veinteañera gatuna y desprejuiciada, los hombres casados piensan en todo lo que se están perdiendo. Pero cuando me ven a mí, que soy más parecida a sus esposas que a una vedette, se dan cuenta de que no se están perdiendo nada y se quedan tranquilos.
La única que la pasa mal soy yo. Ellos ni siquiera se plantean cómo me hacen sentir a mí esas cenas. Cómo me aburren. Cómo que me indigna que ellas me miren como si tuviese cáncer terminal. Cómo me extraña que hablen de sí mismas como si hubieran nacido casadas. Cómo me exaspera que me traten como si yo fuese de una casta inferior.
Anoche, por ejemplo, hubo varios momentos en los que quise llorar o sacar una escopeta. La primera vez fue en el medio de una conversación sobre el supermercado. Marisa aclaró que iba a una verdulería más lejos, porque las mismas berenjenas que compraba a nueve pesos en el supermercado, ahí estaban cuatro. Y yo dije que yo llegaba tan cansada de trabajar que las terminaba pagando nueve por falta de tiempo. Pero ella no pudo con su genio:
—Claro, en tu caso no tiene sentido. Para vos solita es una berenjenita, un tomatito… ¿Qué vas a ahorrar? ¡Nada! Pero cuando tenés una familia, y más con lo que come Juan, no te queda opción.
Y desde ese momento no pude contenerme más.
—No, no te creas, yo como mucha verdura, pero cuando llego de trabajar estoy aniquilada. Mi trabajo te desgasta mentalmente y al final del día te juro que no podés pensar si las berenjenas cuestan tres pesos más. Además está la cuestión del tiempo. Pensá que vos tenés todo el día para ir y venir con los tomates, porque llevás a tu nena al jardín y nada más, pero yo no puedo.
Ella no se quedó quieta. Media hora después recibí un mensaje de Marcelo en el celular, diciendo que tenía que hablar conmigo. Y Marisa, que es una chismosa serial, una celestina venenosa y barrial, una viborita encubierta, me empezó a preguntar, burlona, quién era Marcelo.
—¿Aaaaay, con quién hablaaaaaaa? ¿Es alguien que yo conozca? ¿Es un novio? ¡Era hora! ¡Era hora!
Recé mucho para que la silla se le diera vuelta y quedara panza arriba, inmovilizada como una tortuga indefensa, pero no pasó y me tuve que conformar con decirle que la terminara, que estaba haciendo un papelón.
Otro gran momento fue cuando me preguntaron por el casamiento de mi hermana. No entendía qué era lo que podía interesarles de una fiesta a la que nadie iba a asistir. Pero rápidamente entendí. La fiesta de mi hermana era la ocasión para hablar de sus antiguos festejos. Un momento único para rememorar semejante gastadero de dinero absurdo. Una ocasión para desempolvar ese sacón de cincuenta mil pesos que se pusieron una sola noche y colgaron del placard.
Así que cada una empezó a contar cómo había sido su fiesta de bodas como si fuese la entrega de los premios Oscar. Contaron si fueron en auto, mateo o limusina. Si el vestido era «campestre» o «de princesa». Si se gastaron todo en bebidas, en flores o en la luna de miel. Cuál había sido su filosofía casamenteril: ¿la fiesta es un poco de todos o hago lo que quiero porque es mi fiesta? Y otras grandes incógnitas sobre los casamientos que deberían recopilar en un libro llamado «Como me gasté cuarenta mil pesos en saladitos para primos que no soporto y todavía no conozco Europa».
Yo, por mi parte, dije que jamás me iba a gastar dos viajes a Europa en canapés para mi abuela. Y una me tocó el hombro, sonriendo compasiva, y me dijo:
—Eso decís ahora, vas a ver cuando te toque.
El final de la noche es siempre idéntico y me devuelve a mi casa hecha un trapo de piso. Yo me quiero tomar un taxi y alguna pareja insiste en llevarme. ¡Si nos queda de paso! ¡Para qué vas a gastar en un taxi! ¡Si no nos cuesta nada! ¡Con el frío que hace! Lo que ignoran es que ir sola en el asiento de atrás, mientras ellos van sentados adelante como una pareja, poniendo los cd que grabaron juntos, agarrándose la mano, charlando de que el domingo tienen que ir al cumpleaños del padre de ella, te hace sentir de nuevo, más que nunca, la hermana menor que sacaron de paseo por obligación.
10 de diciembre
Hoy fue el cumpleaños de Gisela Buche y le compraron una torta horrible (una de esas que tienen copos de crema plástica y guindas de gelatina), una tarjeta de felicitación y un set de espuma de baño, jabón y sales muy berreta, del que pagué una doceava parte.
Odio los cumpleaños de oficina. No hay experiencia más deprimente. Cuando yo esté a cargo de una redacción no voy a dejar que nadie festeje. ¿Cómo ponerse a trabajar luego de agradecer un regalo impreciso, de comer una porción de torta rancia con gaseosa caliente y de cantar un «Feliz cumpleaños» remolón y desafinado hasta la jaqueca?
Intolerable. Al menos para mí. Así que aproveché ese circo para llevar unas fotos a otro piso, al menos hasta que todos terminaran de arañarse por un pedazo de torta de supermercado.
Cuando volví, en mi escritorio había una sorpresa: alguien había tenido la gentileza de guardarme torta. A mí y a otra persona. Pregunté quién se había dejado su torta y como nadie la reclamó, la llevé a la heladera, pero Matías me interceptó en el pasillo.
—¿Es tuya? —le pregunté, descolocada.
—No, son las dos para vos. Les dije que a vos te gustaba así, de a dos.
—No es nada gracioso —dije mientras mi cara se inflamaba de ira.
—Sí es.
—Creeme que no.
10 de diciembre, más tarde
Hoy a la tarde, Matías vino hasta mi escritorio para tratar de arreglar las cosas.
—No te enojes, por favor. Vos… sos preciosa para mí. Fue un chiste, pensé que estábamos más allá de estas susceptibilidades femeninas. Pensé que te ibas a matar de risa. A un amigo le hubiese hecho el mismo chiste y ahora él estaría pensando otro para hacerme a mí. ¿Qué puedo hacer para que me perdones? ¿Querés un alfajor de la paz?
—¡Estúpido! ¡Estabas así de cerca de que te perdone!
—¡Perdón! ¡No lo pude evitar! ¡Volvé! ¡Otra oportunidad!
12 de diciembre
Matías y yo no nos dirigimos la palabra desde ayer a la tarde. Me dijo que ya me había pedido perdón y que no pensaba suplicarme toda la vida que lo disculpara. Y como no le contesté nada, usó el caballito de batalla de todos los hombres. Me dijo «histérica».
Aparentemente, la histérica soy yo. Él me pide un beso y después pierde la memoria, y la histérica soy yo. Él dice que soy preciosa y al día siguiente que soy como un amigo, y la histérica soy yo. Él me espera todos los días a la salida del trabajo para tomarse el subte conmigo pero me hace chistes ofensivos, y la histérica, por supuesto, soy yo.
Y eso no es nada. Lo más grave de todo es que estoy tan acostumbrada a la histeria que ni siquiera me di cuenta de lo que pasaba hasta este momento. Pero me cansé. Estoy harta de que Matías entrene su coquetería y se masajee el ego a costa mía.
Decidí rendirme como el comandante cobarde de mi pelotón, con una banderita blanca hecha de trapo, ante el enemigo. Es más, ya llamé al general del otro bando y le dije que me rendía. Que ganaron, que voy a traicionar mis ideales y unirme a su ejército para siempre, porque estoy profundamente cansada de estar del otro lado.
Y eso hice. Llamé.
—Hola, ¿Marisa? ¿Cómo estás? Soy Lucía, la hermana de Irina, nos vimos en la cena el otro día… Sí, exacto. Yo estaba pensando… ¿Viste que me dijiste que tenías un amigo de Juan para presentarme? Sí, eso. Sí. ¿Creés que podríamos…? Ajá. Bueno. Dale. No te entusiasmes tanto. Genial, entonces espero tu llamado. Sí, viernes, sábado. Yo puedo. Estoy soltera. Sí, solterísima. Bueno, tanto como apuro… Sí, treinta. Ok, con apuro, como vos digas.
13 de diciembre
Ayer a la tarde, Marcelo vino a mi escritorio con cara de perro mojado otra vez. Ni levanté la vista, porque sabía que quería hablar conmigo pero no tengo ganas de escucharlo. No me interesa nada de lo que tenga para decirme. Por lo que a mí respecta, entre nosotros nunca pasó nada y no hay nada que discutir. Sin embargo, él no piensa lo mismo.
—¿Che, te dijeron que mañana vamos al bar a tomar algo? Todos los solteros vamos a festejar el cumpleaños de Graciela y de otros dos que cumplen este mes. Te avisaba porque capaz…
Pero fui tajante.
—No, no puedo.
—Pero mirá que vamos como a las nueve porque algunos vamos a comer ahí. Nos quedaremos hasta las seis, así que podés ir antes, o después.
—No puedo. Voy a salir.
—Ah… ok.
Se alejó de mi escritorio, con paso cansado, pero después de unos minutos volvió, con el ceño fruncido.
—Yo quería hablar con vos, hoy si puede ser… Hay algo que te quiero decir hace unos cuantos días, que quedó pendiente.
—No puedo.
—Bueno, el lunes quizás.
—No creo.
15 de diciembre | El loquito del celular
Ayer tuve la segunda peor cita del mundo. La primera sería, por supuesto, la que tuvo lugar en el campamento con Marcelo Ugly. Podría jurar que en la de Eduardo y el doble la pasé mejor, pero no estoy segura.
Willy, el amigo de Marisa, me tocó timbre a las diez y veinte de la noche. O sea, media hora tarde. Como yo soy impuntual, que se demore no me interesa demasiado. Sin embargo, hubo otra cosa que sí me sacó de las casillas. Apenas llegó a casa, tocó timbre, esperó dos o tres minutos y empezó a cagarme a bocinazos, impaciente como un adolescente. Algunos eran tan largos y punzantes que por momentos pensé que se le había trabado la bocina. Pero la bocina estaba bien, lo que tenía trabado era el cerebro.
A pesar de todo, cuando me subí al auto vi a un hombre normal. No era feo, tenía dos ojos, diez dedos y una sola nariz, y a primera vista parecía normal. Pero esa impresión errática y apurada duró poquísimo. Nada, en realidad. Apenas nos sentamos a cenar, arrancó con un monólogo insoportable sobre su amigo «fachero fachero que se levanta todas las minas» y sobre el amor de su vida: su celular.
Evidentemente, Willy pertenece a esa nueva clase de hombres que apareció justo después del corralito, que viven hechizados por los avances estridentes de la telefonía celular. Antes de esa fecha, con el dólar a un peso, estos imbéciles se entretenían tuneando el auto. Estaban todo el día hablando de su catramina como si fuese una limusina y comparándose con otros hombres para ver quién tenía el estéreo más caro o el aire acondicionado más potente. Pero desde que con diez mil pesos ya nadie se compra un cochecito digno, tuvieron que trasladar su obsesión devaluada de pito corto a la telefonía móvil.
Más allá del gusto personal, todos tienen siempre el aparato más cambalachero y repugnante del universo, y están todo el día tocándolo, probando ringtones, ingresando contactos, seteando alarmas, sacando fotos y haciendo ajustes de volumen innecesarios. Y Willy no es la excepción. A grandes rasgos, tiene todos los síntomas de los loquitos del celular, aunque de vez en cuando matiza hablando de su auto.
No bien nos sentamos, Willy empezó con que su celular «tenía de todo». «Tirame una función cualquiera», repetía como si estuviese programado, y a pesar de que le supliqué varias veces que obviáramos la demostración, insistió tanto que dije «agenda».
Me miró entusiasmadísimo y con cara de vendedor en colectivos repitió: «¿Agenda? ¡Por supuesto!». Y empezó a mostrarme una cantidad increíble de inutilidades que hacía el artefacto ese. Una por una, como si me lo quisiera vender.
—¿Alarma? Por supuesto. ¿Diccionario? Por supuesto. ¿E-mail? ¡Claro! ¿Browser? Tirame una página, tirame una página. ¿Yahoo? ¿Querés que ponga Yahoo? No, si hace todo. Es una computadora. Igual. Igualita. Tiene de todo. Es el mejor en el mercado. Cuesta dos lucas, pero te digo que es una computadora.
Cuando me dejó en casa, con la cabeza zumbando, no tuvo mejor idea que pedirme mi número de teléfono para llamarme y arreglar para vernos de nuevo.
—Viste, al final vas a entrar en mi celular. No cualquiera, chiquita, pero todo llega. ¿Te digo? Me caíste bien, creo que la vamos a pasar bárbaro nosotros. Y yo rara vez me equivoco.
Le di mi celular, por supuesto. Y registré el suyo para estar segura de que voy a reconocer su número para no atenderlo nunca. Él, por su parte, agradeció mi gesto. Al parecer, el celular de una persona es lo más íntimo que uno pueda dar. O eso dice Willy.
17 de diciembre
Matías está más enojado que de costumbre conmigo. Ni siquiera me habla y no sé por qué. Traté de mandarle un mensaje pero se desconectó. Fui hasta su escritorio, le pregunté si tenía un par de minutos y volvió a negarse. Y finalmente me lo dijo sin anestesia. «No quiero hablar con vos.»
Lo que no entiendo es por qué. ¿No era yo la enojada?
17 de diciembre, más tarde
Tirito de la bronca como una olla en el fuego. Si me dejo llevar, si me olvido que puedo ir a la cárcel, creo que soy capaz de matar a Marcelo. De disfrutar su asesinato como si fuese una actividad recreativa. Sé que mucha gente lo vería como un acto de justicia, o que al menos me disculparía por el incidente.
Desde el sábado que Matías no me habla. Me ignora deliberadamente. Ni siquiera me sostiene la mirada. Cada vez que nos cruzamos baja la cabeza y sigue de largo. Así, de repente.
Traté de escribirle pero no me respondió. Fui a su escritorio a proponerle una tregua, pero apenas me vio llegar se levantó y se fue. A la salida del trabajo no me esperó para tomar juntos el subte, pero lo encontré en la escalera, bajando huidizo y de malhumor. Y me dio tanta bronca que me esquivara de manera tan torpe que no tuve mejor idea que gritarle histérico desde mi intempestivo escalón. Y al parecer, mi grito le cayó muy mal, porque me vomitó los motivos de su indiferencia como un volcán que expulsa lava antes de una erupción.
Escuchar todo eso fue una sorpresa. No lo había visto venir, no me lo imaginé. Yo pensé que era histeria, o estupidez, a lo sumo apatía. Pero nunca me imaginé algo así. Creo que nunca me había pasado algo parecido.
Lo primero que Matías me dijo fue «mentirosa». Y agregó que si él se hubiese enterado antes de cómo era yo, jamás en la vida me hubiese llamado. Que él ya tuvo relaciones complicadas, dolorosas, retorcidas, y que a esta edad no quiere saber más nada. Que él tiene treinta y dos años, y que las locas como yo le dejaron de gustar a los veintiuno. Que pensó que esto era diferente, para mí y para él. Y que se siente un estúpido. Que le hice perder el tiempo, quedar como un idiota delante mío y de los demás. Que él buscaba algo normal, tranquilo y lindo. Que no quiere saber nada más conmigo. Ni siquiera hablar.
Les juro que hasta ese momento no entendía nada. Quise ser cautelosa, pero estaba tan descolocada que quizá fui algo bruta. En vez de preguntarle qué le pasaba o ponerme a llorar, le pregunté si estaba drogado. Y se puso más loco todavía.
—Y encima con Marcelo… Porque eso no lo entiendo. ¿Cómo podés salir con Marcelo?
Me quedé estupefacta y mareada, como si me hubiesen encandilado con una linterna.
—Porque vos te reís de Marcelo, te burlás de las cosas que hace… O sea, hablabas mal de él y después pasaban un fin de semana juntos… ¿Dormís con él el domingo y el lunes me histeriqueás a mí? ¿Qué problema tenés?
—¿Qué?
—No me interesan las relaciones de a tres, ni de a cuatro, y no me interesan las locas como vos. Casate con el idiota ese y listo.
Traté de explicarle que no era la novia de Marcelo, trastabillando por la sorpresa y la indignación. Se me caían las lágrimas de bronca. Pero todos mis balbuceos fueron en vano. Me preguntó algunas cosas en las que no podía mentir: si había salido con Marcelo, si habíamos pasado un fin de semana juntos y por qué.
Me tuve que quedar callada. No pude explicarle ninguna de las tres, porque las dos primeras me avergüenzan profundamente, pero también porque la tercera es la peor de todas. Se pueden superar la palabra «infidelidad» y la palabra «mentira», pero «apuesta» no tiene retorno. «Apuesta» es la peor de las afrentas.
17 de diciembre, más tarde todavía
Estuve como veinte horas esperando el momento oportuno para agarrar a Marcelo de la solapa, pero quería que Matías no me viera, así que tuve que esperar hasta el mediodía.
Mi plan era simple. Lo iba a empujar por la ventana e iba a quedarme comiendo pochoclo mientras miraba cómo lo pisaba un auto. Pero bueno, no pudo ser. En el momento de hacerlo pensé en la dureza de la rutina carcelaria y me arrepentí.
Lo primero que le dije a Marcelo Ugly fue que nosotros dos no fuimos ni somos nada. Ni siquiera amigos. Que no tuvimos ningún tipo de relación, que salimos dos veces y que fue un error. Un error enorme y sin sentido. Y después me quedé callada para ver qué decía (porque si contestaba que yo tenía razón era un hijo de puta, pero si decía que éramos marido y mujer realmente estaba loco).
—Mirá, ése es tu punto de vista, yo no pienso lo mismo. Yo creo que algo hay, pero no puedo convencerte de nada…
Le expliqué que era un hecho real y concreto y no estaba sujeto a opiniones. Que yo podía decir que era la reina de España, la hija de Perón o Michael Jackson, pero que a pesar de mi autodeterminación yo seguía siendo Lucía. Pero no se enojó. Se empezó a reír y me dijo que Matías no era para mí, y que a la larga yo lo iba a entender a la fuerza.
Me dio tanta bronca que me empezaron a temblar los labios y los ojos se me llenaron de lágrimas. Le dije cosas feas. Que jamás me iba a gustar, que no saldría con él aun si fuese el último hombre del mundo. Que estaba harta de sus intentos, de sus advertencias, de sus conversaciones pendientes. Que no quería hablar con él y que le exigía bajo amenaza de muerte que fuera a decirle a Matías que nosotros no teníamos nada que ver. Pero me dijo que no.
—Yo no le dije nada. Apenas si hablamos. Si se enteró, no fue por mí —me aclaró, relajado.
—¿Ah, no? ¿Y quién le dijo?
—Es una buena pregunta que deberías hacerle a él.
18 de diciembre
Al final, mi madre y mi hermana decidieron prescindir de la wedding planner y organizar la boda ellas mismas (keyword: mi madre y mi hermana, no yo). Y a pesar de que yo jamás acordé ayudarlas, me suelen invitar a sus reuniones para hablar de saladitos y ramos de novia. Yo trato de ir lo menos posible, pero la verdad es que no puedo desaparecer todos los fines de semana. Si falto a tres reuniones seguidas, mi hermana se pone a llorar y dice que no la quiero, y mi madre me acusa de egoísta.
Sin embargo, lo que más me molesta no es la consabida estupidez y frivolidad que implica organizar una boda, sino las intervenciones de mi mamá. Hoy, sin ir más lejos, escuché lo siguiente:
—A mí me parece que sacarse una foto en cada mesa es una exageración y una antigüedad. Hay miles de álbumes de fotos arruinados por esa costumbre. Porque por cada pariente bien vestido tenés diez feos. No. Saquemos sólo fotos con la familia más cercana y con los que queden bien.
—¿Los que queden bien? Pero mamá, no es un casting de modelos —dije.
—Es el único recuerdo que va a tener tu hermana de su fiesta de casamiento y nadie con dientes de oro, dedos de pezuña o chancletas de gordo se la va a arruinar.
Todavía no me repongo.
19 de diciembre
Hoy, mientras almorzaba una ensalada en el comedor de la oficina, leía una revista estúpida y pensaba en que a la salida tenía que pasar por el supermercado, Marcelo se sentó a comer al lado mío como si nunca me hubiera peleado con él.
Subí la vista, lo miré con desprecio, arrastré mi bandeja a la otra esquina y me moví sigilosamente, tratando de que nadie nos viera. Pero Marcelo no aceptó el desprecio y arrastró su paquete hasta donde estaba yo nuevamente.
Sentí tanta impotencia que agarré mis cosas y me cambié de mesa. Pero antes de que pudiera acomodarme, lo vi levantarse para venir a mi lugar. No tuve más opción que agarrar mi ensalada, dispararla violentamente al tacho de basura e irme de la cocina dando un portazo. Fue tanto el movimiento que la gente empezó a levantar la vista. En realidad, creo que me vio todo el mundo. Incluido Matías, que comía con el fotógrafo en otra mesa.
20 de diciembre
Hoy almorcé en el comedor otra vez, pero para evitar visitas incómodas, esta vez elegí una mesa llena de gente.
A los dos o tres minutos, como si lo hubiera planeado, entró Marcelo. Sin embargo, como vio que no había lugar, se sentó a comer en la mesada de la cocina. Sentí un alivio esperanzador. Hasta me felicité por mi capacidad para prever conflictos. Me sentí adulta y equilibrada. Pero me duró poco, como siempre. Los dos idiotas que estaban al lado mío se levantaron para volver a trabajar y no bien Marcelo los vio, agarró su bolsa y vino corriendo a sentarse al lado mío.
En ese momento el tiempo se hizo más lento. Yo sólo escuchaba los pasos de Marcelo y el crujido de su bolsa de cartón. Estaba en una encrucijada. Si me levantaba y dejaba atrás mi ensalada intacta, me iba a morir de hambre y a la tarde iba a caer en brazos de un alfajor seductor. Pero si me quedaba sentada y concentrada en mi comida, Marcelo se iba a sentar al lado mío, pegando su muslo contra mi muslo, su codo contra mi codo, su aire contra mi aire.
Nunca llegué a tomar la decisión. Debo haber tenido una cara realmente penosa, porque dos pasos antes de que Marcelo aterrizara en mi mesa, Matías se levantó y ocupó el lugar tan temido. Y no sólo eso. Miró a Marcelo con expresión catatónica, le dijo que el lugar estaba ocupado y señaló otra mesa con el mentón.
Aunque no me habló durante todo el almuerzo, sentarse conmigo fue una buena señal. O bien se dio cuenta, por mi cara, que odio a Marcelo. O me creyó la vez número mil que dije que no habíamos tenido nada que ver. O simplemente sintió pena. Como sea, estuvo bien.
21 de diciembre
Son las tres y media y acabo de llegar a casa. Vine temprano por una razón de lo más sencilla: me suspendieron. Mi jefa me agarró de los hombros, y falsificando un abrazo maternal, me dijo que yo no estaba bien y me mandó a casa por un par de días. Y creo que tenía razón. Yo bien no estoy.
Pero la historia no empezó en ese momento, sino mucho más temprano.
A causa del paro de transportes, había colas de una cuadra para todos los colectivos. La gente se agolpaba en las esquinas como si estuvieran en un recital. Los taxis también estaban ocupados. Debo haber tardado noventa minutos en conseguir uno, y encima el chofer estaba de peor humor que yo. Noventa. Hubiera tardado menos en ir caminando o en patineta.
Previsiblemente, el calor y la demora me destrozaron el temperamento, y cuando llegué a la oficina no era más que un cuerpo sudado y nervioso dispuesto a matar al primer imprudente que se interpusiera entre él y el enojo.
Lo primero que me llamó la atención fue que Marcelo no tenía su ropa puesta. No estaba desnudo, por supuesto, pero estaba vestido de otra persona. Su remera era moderna, no decía «Machu Picchu» ni «Poder coya»; tenía una estampa abstracta parecida a la Vía Láctea bastante linda. En realidad, si lo pienso bien, estaba vestido de Matías.
No sé si yo lo miré demasiado o si el calor lo había afectado a él también, pero quince minutos después vino a mi escritorio para decirme, por enésima vez, que teníamos que hablar. Le dije que no quería hablar con él, pero se puso insistente y dijo que era importante porque estaban involucrados Matías y él. Tanto insistió que me empecé a poner nerviosa. La gente nos miraba y empecé a insultarlo entre dientes. Pero él no se amedrentó. Al contrario. Se instaló, como una estatua de bronce, al lado de mi escritorio.
Esta situación, el calor y el malhumor nos empujó directamente al contacto físico. Yo lo empujaba delicadamente y él se empacaba en el mismo lugar. Yo trataba de correrlo y él de no ser corrido, y así nos peleamos hasta que me dio un ultimátum y mi paciencia estalló como un plato contra la pared.
—No me muevo de acá hasta que hablemos —me dijo Marcelo, mientras se sentaba en mi silla.
Normalmente yo me hubiese puesto a llorar de la impotencia. Su ultimátum era una declaración de violencia y de superioridad física. Era un acto machista. Al sentarse, sólo me dejaba dos opciones, moverlo o hablar con él, sabiendo que yo no podía moverlo de ninguna manera.
Ese abuso implícito me volvió loca de inmediato (no por él, sino porque desprecio a todos los hombres que se imponen por la fuerza) y me obligó a levantar la voz. Le grité que era insoportable, que no teníamos nada que ver, que no tenía nada en la cabeza. Y después le tiré medio café con leche en la remera. Y no media taza cualquiera, sino mi taza, la que aloja tres galones de café adentro.
Marcelo se paró, separando la remera caliente de su cuerpo, aterrado, mientras mi jefa me llamaba, estupefacta, desde la puerta de su oficina. Pensé que me iba a despedir, pero sólo me suspendió. Le dije que Marcelo se había puesto demasiado insistente conmigo y que perdí el control, y me dijo que hasta el jueves no vuelva.
21 de diciembre, a la noche
Marcelo me mandó un mail. No sé si lo escribió él por propia voluntad o lo obligó mi jefa. La verdad es que no me interesa. Básicamente me pide perdón y me dice que no me va a volver a hablar, pero que siempre me acuerde de que yo le pedí que no lo hiciera.
22 de diciembre | Me piden ser madrina (¡!¿?)
Anoche fui (engañada) a un cumpleaños. Y digo engañada porque creí que iba a una reunión de adultos y me encontré con que era el baby shower de Marisa.
Estaban los personajes de siempre: mi hermana y su futuro esposo, Marisa con Juan, algunas parejas anónimas y un par de amigos solteros que incluían a Willy, el loquito del celular. Por suerte para mí, toda la reunión giró en torno al bebé y eso me evitó estar cerca de los hombres, que conversaban acerca de negocios imaginarios y mujeres hermosas en otro lugar de la casa.
En el rincón de las mujeres, en cambio, el diálogo giraba exclusivamente alrededor del futuro retoño. No sé si era el calor o el vino, pero ninguna madre parecía poder guardarse sus consejos. Le criticaron a Marisa la elección del obstetra y de la clínica, su aversión por los calmantes, e incluso el nombre del bebé. Con una sonrisa de lo más amable le dijeron que «Violeta» era como ponerle «Marrón claro», que «Aurora» era nombre de vieja senil y que si no conseguía un jardín de infantes antes de parir, su hijo iba a ser analfabeto.
Mientras tanto, yo me entretenía mirando las puertas y pensando cómo hacer para escapar temprano y evitar que la noche terminara conmigo en el palco de las solteras (el asiento trasero del auto de una pareja). Pero mientras nadaba en mi propio limbo, me sorprendió un beso ruidoso en el cachete. Y otro. Y otro. Y otro más. Palmaditas y besos se agolpaban alrededor de mi cuerpo sin explicación aparente.
Las mujeres eran tan efusivas que me costó entender qué pasaba entre tanto murmullo. Los hombres, en cambio, seguían echados en el sillón, con las panzas exultantes de pechuga rellena y vino tinto, sonriendo de costado, hablando de secretarias en minifalda y emprendimientos mediocres sobre franquicias extranjeras.
Recién cuando el entusiasmo bajó a un nivel aceptable, supe que Laurita había dicho que quería que Willy, el loquito del celular, y yo fuésemos padrinos de su hija. De más está decir que me fue imposible rechazar la oferta. Ya me habían felicitado y no podía devolver los besos.
No hay nada peor para una treintañera célibe que ser tía o madrina. El título de «madrina» refuerza el grado de soltería. Cada vez que me invocan con ese nombre, me veo más sola, más gorda, más vieja y más soltera frente al espejo de la vida.
23 de diciembre | No voy a ser madrina
Hoy cuando volví de la casa de mi mamá, tenía tres mensajes de Willy preguntando por el regalo, la ceremonia y otros menesteres típicos de padrinos entusiasmados. Me sentí tan agobiada por la situación, que decidí no prolongar la confusión por más tiempo y llamé a Marisa para explicarle que si bien me sentía halagada por su propuesta, ella se estaba equivocando: tenía que elegir a alguien más cercano, a una amiga de toda la vida, que además no fuese tan radicalmente atea como yo.
Pensé que se iba a ofender, pero no hizo ninguna escenita. Me dijo que estaba bien y me dio una explicación rarísima e hiriente, como todos sus comentarios.
—¿Sabés lo que pasa? Cuando una es mamá ya no puede pensar en lo que quiere una… No sé como explicarte, pero es como que tu hijo está primero, tenés que pensar en lo mejor para él. Y mis amigas están casadas, y la gente casada tiene sus hijos y sus problemas. Mi mejor amiga es la hermana de Juan, pero ahora tiene tres chicos, entonces yo aprendí que siempre hay que elegir a una amiga soltera, porque tiene tiempo para ese chico, que va a cuidar como suyo porque no tiene otro. ¿Entendés? Y encima si vos empezás a salir con Willy, al ser los dos padrinos es más difícil que se borren. A mí no me importaría que se casen, está todo bien, porque sé que van a estar…
24 de diciembre | Navidad en la oficina
Después de San Valentín, la Navidad es el día más deprimente del año. En realidad, cualquier fecha que incluya velas doradas o gente disfrazada con trajes de colores es deprimente. Las oficinas, lejos de ser un refugio, toman lo peor de la ciudad. En vez de imitar el feriado, el champagne y los turrones, se empeñan en copiar los rituales más torpes y redundantes: las lucecitas intermitentes, los adornos de plástico coreano y el juego del amigo invisible.
Como si fuera poco, los jefes nos someten a ese ritual de brindis con sidra barata y pan dulce sin fruta que todos olvidan encima de computadoras y mesas ajenas. No entiendo qué buscan. ¿Que nos sintamos en un ambiente familiar? ¿Que sociabilicemos? ¿Que nos creamos que son sensibles? ¡Si es tan obvio que todos odiamos a todos! ¡No hay oficina sin chismes y camarillas! Pero ¿qué se puede esperar de gente que te hace trabajar medio día el 24 de diciembre sabiendo que no vas a hacer absolutamente nada?
Lo importante es que con el pretexto burlón de que yo siempre como dos postres, Matías me trajo el suyo. ¿Cómo tengo que interpretar eso? ¿Amor? ¿Amistad? ¿Caridad? ¿Reconciliación? ¿Pena?
25 de diciembre
Mi Nochebuena fue, como todos los años, una pesadilla.
21:30. Llegué a lo de mi mamá. Había unas quince personas, más o menos. Mucha comida, mucha sonrisa falsa, mucha cortesía exagerada.
—¿Tomás vino, querida?
—No, mamá. Estoy a dieta.
—¿En Navidad?
—Sí, mamá, en Navidad.
—¿Pero no podés hacer una excepción?
—No, ya hice excepciones toda mi vida, mamá.
—¿Pero una copita que te va a hacer?
—Nadie toma una copita, mamá.
—¿Pero esa dieta funciona, cuánto bajaste, a ver…?
—No sé mamá, no me pesé.
—¿Entonces qué clase de dieta es ésa, que no te deja tomar ni vino y no bajás nada?
21:45. Mi madre, como siempre, acaparó la conversación toda la noche:
—Silvia me odia desde que éramos chicas porque yo me casé con tu padre y ella con Ernesto. Después se volvió borracha. Antes no era así. Fue después de que descubrió que su marido era un pobre tipo que jamás iba a tener un peso…
23:00. Para esa hora, mi madre ya estaba borracha y junto con mi abuela (que está senil) empezaron a contar un montón de cosas privadas. Casi todas arrancaban con la frase «tu padre» y tenían un alto contenido erótico. Con mi hermana, aterradas, pusimos música para no tener que escuchar sus anécdotas sensuales, pero tanto se esforzaron que algunas confesiones se filtraron entre tema y tema.
24:00. Mi abuela me preguntó por qué no tenía novio a las nueve y media, diez menos diez, diez y cuarto, diez y veinte, once, once y diez y a las doce en punto, en el medio del brindis. La última vez fue, sin duda, la mejor:
—No brindé con tu novio, querida.
—No tengo novio, abuela.
—Ah, claro, vos no tenés, es la otra la que tiene.
0:10. Mis primos, tíos, madre, hermana, cuñado, abuela, conocidos, amigos recién divorciados de mi madre que no tienen con quién pasar Navidad me ofrecieron turrón, almendras, pan dulce, garrapiñadas, confites, higos y chocolate al menos dos veces cada uno. Y a pesar de que en cada ocasión dije que no, no pararon de estirar su manito pecadora hacia mi plato hasta que por fin mezclaron vino con ensalada de frutas y cayeron desmayados en el sillón.
0:30. Abrimos los regalos. Tengo un voucher para hacerme limpieza de cutis y masajes, una cartera, una remera, un collar horrible, unas chatitas espantosas y el libro del nuevo horóscopo chino porque según mi prima «éste es nuestro año». (Mi prima es soltera. Yo sé que sueno paranoica pero estoy segura de que venía por ese lado.)
0:45. Me encuentro un mensaje de Willy, el loquito del celular, en el que me dice «madrina». Se ve que nadie le avisó que ya no somos familia. Pero no me sorprendió, ya se enterará en el bautismo, cuando otra mujer le sostenga la cabeza al bebé. La sorpresa vino más tarde, cuando todos se calmaron y pude levantar los mensajes. Había dos declaraciones de borrachos equivocados que saludaban a una tal Perla, uno de una prima que quería hablar con mi abuela, dos de mis amigas y uno de Matías.
—Ehm, hola, soy yo (keywords: soy yo), quería saber qué hacías… Nada, yo acá… Quería saber qué estabas haciendo. Nada, me aburro… Nada, quería decir feliz navidad o algo… No sé. ¿Llamo de nuevo? ¿Vas a salir? Yo iba a ir a la fiesta de una gente, pero al final era el 31, no hoy. Tiene lógica… ¿No? Bueno, me aburro con mi tía… y mi abuela, ehm… Llamame para desearme felices fiestas o algo. O si saliste nos vemos el miércoles. Chau.
1:00. Estuve casi cuarenta minutos rumiando, obsesiva, millones de motivos para no llamarlo. Me autoflagelé pensando que quería hablar conmigo por aburrimiento o porque estaba borracho y no sabía a quién llamar. Llegué a pensar que se había equivocado de número pero que al darse cuenta no tuvo más motivo que grabar un mensaje para disimular su patético error de borrachín.
1:20. Recién a la una y veinte de la madrugada, cuando vi a mi prima volcada y deprimida en una banqueta comiendo sobras de vitel thoné, reconocí que tenía el deber moral de llamarlo. Que si no lo hacía, yo iba a ser la única culpable de mi destino de solterona. Así que junté coraje, me encerré en el escritorio de mi papá y disqué. Al principio, a causa de la timidez y los rastros de la última pelea, la conversación arrancó fría como un auto parado, pero después de un rato, volvimos a la naturalidad de siempre. Hicimos un juego telefónico al que le pusimos de nombre «Ganale a ésta», que era más o menos así: vos decías «Ganale a ésta» y luego contabas una cosa terrible, grotesca o vergonzante que hubiera hecho tu familia. Por ejemplo:
—Ganale a ésta: mi abuela, que tiene ochenta y dos años, golpeó la mesa porque no había más vino y mi tío tuvo que ir a comprar unas botellitas a un kiosco que vendía petardos clandestinos.
Contamos como diez cada uno, pero Matías ganó ampliamente con una sobre la tacañería de su mamá. Al parecer, le regalaron un perfume a su madre y unas sobrinas le pidieron que les pusiera un poquito en el cuello, pero en vez de tirarle dos o tres chorritos para dejarlas contentas, les acercó el perfume e imitó el sonido del pulverizador con la boca «tssssssssssss, tsssssssssssssssss» para no desperdiciarlo.
11:00. Me desperté recién al otro día, vestida y babeada en el cuarto de servicio, con el sonido de un mensaje de texto de Matías en mi celular:
NO ME OBLIGUES A PASAR EL 25 CON MI FAMILIA.
Y le contesté enseguida.
¿QUé TENÉS PARA OFRECER? TIENE QUE SER MEJOR QUE FLOTAR EN PILETA CON PRIMA REGORDETA Y PERRO HISTÉRICO DE MI ABUELA.
CLARO, SI A ELLA NO LA LLEVAN DE CAMPING NO VA.
TE ESTÁS PASANDO…
26 de diciembre | Matías perfecto
El 25 de diciembre es la fecha más rara del mundo para salir con un hombre. Todo tiene olor a mayonesa y la gente está verde de fruta fermentada y hepatalgina, los negocios cierran y la calle desierta pone en evidencia los rincones más viejos y sucios de la ciudad.
Sólo por ese motivo podría decir que salir con Matías no fue gran cosa. Porque era un día horrible para salir. Con él o con cualquiera.
Tomamos té de yuyos digestivos en el único bar que había abierto, uno de esos boliches de gallegos con mozos antiguos y escaleras con baranda dorada. Nada del otro mundo. Pero al menos fue formalmente una salida. Estuvimos juntos. No en el subte o en el trabajo por obligación. Juntos porque sí. Juntos por estar juntos.
Estuvimos alrededor de cuatro horas recostados en los bancos del bar hablando de cualquier cosa. Parecíamos dos pacientes en divanes enfrentados. Hablamos de lo difícil que fue para él cortar con su ex novia y, ya que estaba, aprovechó para deslizar una suerte de disculpa camuflada argumentando que por algún motivo que desconoce, todas sus relaciones terminaban así, con un intruso que sale de la nada para arruinarlo todo.
—No siempre tiene que ser así —le dije, tratando de venderme bien.
—Siempre es así, no sé por qué —respondió tajante.
También hablamos de mi abuela y de su obsesión con los novios, de mi mamá y su obsesión con los novios, y de mis amigas casadas, que están obsesionadas con poner de novios a los demás. Y mientras tomábamos té de hierbas y yo monologaba acerca de cuánto habían cambiado mis amistades con sus matrimonios y sus hijos, como si nada, como si fuésemos chicos tímidos que se miran en la escuela, Matías me dio la mano, tibia e insegura, por debajo de la mesa.
No puedo precisar muchos detalles. Sólo puedo decir que me preguntó si quería más té, que nos reímos, que le dije que no, que pagamos, que nos fuimos, que nos dimos unos besos en la puerta y que vinimos a mi casa con la excusa de seguir tomando té. Lo demás no tiene palabras. O no las sé poner yo.
Sin embargo, hay una parte de la que sí puedo hablar. A la noche, cuando ya estábamos en casa muy entretenidos, besándonos en mi sillón, mi madre me llamó al celular y me pregunto dónde estaba. Y bastó que le dijera «en casa», para que me tocara el timbre. Como había dejado los regalos en su casa y estaban cerca, se le había ocurrido dejármelos de camino a una cena.
Mi madre debe haber olido algo raro porque, por primera vez, no la dejé pasar al departamento y porque todavía tenía puesta la ropa de la cena del 24. Yo soy famosa por ponerme pijama y pantuflas apenas cruzo la puerta. Y ella lo sabe muy bien porque me vive molestando con ese hábito que ella considera «de gente dejada».
Tantas veces trató de entrar, tanto se rió de mis nervios, tanto estiró el cuello de goma para espiar y tanto dijo que tenía que usar el baño, que finalmente Matías se paró y la saludó con timidez desde atrás de la mesa ratona.
La cara de mi mamá fue algo que jamás voy a olvidar, porque fue la misma que puso Lex Luthor cuando vio que Superman estaba vivo. Una mezcla de terror y de asombro al mismo tiempo.
Me costó mucho remontar la noche luego de la intrusión de mi madre. Las cosas se pusieron incómodas. Previsiblemente, fui el blanco de burlas durante una hora rara y empinada en la que todos los chistes giraron alrededor de mi madre. Pero por suerte, repito, más tarde remontó.
27 de diciembre
Ayer, Matías y yo dormimos en casa y nos olvidamos de poner el despertador. En consecuencia, llegamos a la oficina de malhumor, todos despeinados, medio sucios y dormidos. Como era de prever, Marcelo se dio cuenta y me miró todo el día con expresión de madre decepcionada. Y aunque sé que tenía la obligación moral de no prestarle atención, no pude evitar hacerle unas sonrisas exageradas de caricatura vengativa.
No entiendo por qué se empeña en reprobar lo que hago, cuando es clarísimo que jamás va a pasar nada entre nosotros. ¿No sería más digno que me ignore? ¿O que se compre una novia en Europa del Este, o una muñeca inflable, y la lleve a las salidas del grupo de solteros de la oficina?
El día terminó con Matías diciendo «te llamo» desde el subte. Odio esa frase. Todas la odiamos. Nunca se sabe cuándo es en serio y cuándo no. No importa la experiencia ni los detalles contextuales, un «te llamo» es siempre el mismo misterio.
Por ejemplo, ahora son las doce y no llamó.
Volví. Es la una. No llamó. ¿Y si no llama más? Me voy a dormir.
1:30. Acaba de llamar y viene para casa.
1:47. Vino. Acaba de tocar el timbre.
28 de diciembre
Mi madre me llamó varias veces. Me dejó cinco mensajes preguntando quién era el chico que había visto en casa (me encanta que la gente mayor siga dejando mensajes como solía hacerlo en los contestadores viejos, que se escuchaban en un altavoz).
—¿Estás por ahí? Luluuuuuuuuuuuuuuuuuuuu, soy mamá… ¿Quién era ese chico tan mono? A tu mamá le tenés que contar. ¡Atendé!
—¿Estás? Soy mamá, quiero saber, tengo derecho, soy tu madre, me preocupo, llamame.
—Soy yo. Ya sé que escuchaste los mensajes porque antes no tenías más lugar en la casilla. ¿Es puto? ¿Es eso? Es puto. ¿Siempre son putos? Es que ahora todos son putos; no sos vos, vos no le hiciste nada.
—Bueno. Era yo: mamá. Llamame.
—¿Estás y no querés hablar o no estás y no me escuchaste? Sólo decime eso.
29 de diciembre
Antes de ayer Matías me propuso repetir la experiencia del veinticinco y pasar juntos fin de año. Vamos a ir a una fiesta de una amiga suya, en Pilar. Le dije que sí, exultante. Pero mientras hablábamos, Marcelo me hacía que «no» con la cabeza. ¿Quiere que lo mate? Quiere que lo mate.
31 de diciembre | ¡Fin de año!
Me voy a la fiesta. Me puse un vestido que se me sube un poco, pero que me queda bien. Espero no quedarme desnuda mientras bailo. O no. Total, yo no bailo.