1 de noviembre | La apuesta

Ayer tendría que haber matado a mi madre y a mi hermana, pero en vez de apuñalarlas me comí medio lemon pie y lloré.

Mi hermana menor, Irina, nos invitó a cenar a su casa para darnos una sorpresa: que se casaba en siete meses y medio. La noticia no sorprendió a nadie. Está de novia hace cuatro años y siempre supimos que su soltería iba a terminar antes de esa manera: con un novio impecable, una relación soñada y una boda perfecta.

Así que hicimos lo que había que hacer, festejar. Brindamos, comimos cosas ricas, discutimos un poco, miramos vestidos en una revista y diseñamos un menú imaginario tiradas en el sillón del living. Todo parecía ir relativamente bien (lo que es mucho en mi familia) hasta la hora del café, cuando yendo al baño me llevé la sorpresa de mi vida.

Mientras me estaba lavando las manos, escuché a lo lejos una conversación que todavía me cuesta asumir como real. Mi mamá le decía a mi hermana que esta boda iba a ser muy difícil para mí, porque yo era la mayor de las dos (tengo treinta años y ella veintisiete) y la que tenía que casarse primero. Que yo tenía el peor trabajo (soy periodista y gano una miseria, es cierto), que no tenía pareja (¿cómo sabe?), que estaba gorda (tengo unos doce kilos de más) y que mi vida no iba hacia ningún lado (cierto también). Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue el final. Dijo que el casamiento iba a ser una doble tragedia, porque mi familia iba a sufrir tanto como yo al verme bailar sola y borracha mientras mi hermana menor se casaba con el amor de su vida.

Mi hermana, sin embargo, no estuvo de acuerdo. Le preguntó cómo sabía ella que yo iba a ir sola. «Quizás esté con alguien que no conocemos.» Pero mi mamá respondió enseguida que ella sabía que yo iba a ir sola por una razón muy simple: siempre iba sola a todos lados. Mi hermana le dijo que no. Mi mamá que sí. Mi hermana que no. Mi mamá que sí. Y la conversación fue subiendo de tono hasta que (lo escribo y no lo creo) mi mamá dijo que si yo no iba sola, deprimida y vestida de negro al casamiento (¿qué tiene el negro de malo?), ella pagaba toda la fiesta. Y pronunció la palabra «apuesta» varias veces. De hecho, cuando salí del baño se estaban dando la mano.

Para disimular, amagué que iba para el living, pero me quedé en el pasillito para seguir escuchando. Mi mamá puso condiciones: que no valía si llevaba un candidato prestado, es decir (cito textual), «compañeros de trabajo, amigos putos o cualquier persona que me hiciera el favor de acompañarme (keyword: favor)». Que tenía que ser un novio en serio.

Después habló un rato largo sobre mí, pero por más que me esfuerzo no me puedo acordar qué dijo. Tengo una suerte de bloqueo. Las frases se me enredan como una hiedra venenosa en el cerebro. Sólo sé que me tuve que apoyar en la pared para no caerme al piso. Me sentí tan mal que después de escucharlas no hablé en toda la noche. No dije nada. No podía escuchar nada más que mi propia cabeza. Ni siquiera pude pedir que me alcanzaran el azúcar porque cada vez que intentaba hablar las palabras no me salían.

Todavía estupefacta, me senté de nuevo a la mesa y me comí tres porciones de lemon pie en cinco minutos, ante la mirada absorta de mi madre, que servía el té escandalizada por mi gula. Yo ni siquiera la miraba. No hacía nada más que comer. Sabía que tenía merengue en los labios y me lo dejé. Estaba catatónica y miraba la pared como un enfermo mental en un hospicio. Si en ese momento entraban ladrones, creo que ni siquiera hubiese corrido. Me hubiese quedado ahí, consumida por el miedo y el merengue, a dejarme morir.

4 de noviembre

Hace dos días que no salgo de casa. No fui a trabajar, no me bañé, no atendí el teléfono ni el timbre. Ni siquiera fui al supermercado. Me alimenté con lo que encontré en la alacena: galletas de arroz gomosas y gelatina (siempre tengo galletas de arroz y gelatina porque todos los lunes intento empezar una dieta).

La frase de mi mamá se repite en mi cabeza como los raspadores de una cumbia: «Si tu hermana va con un novio a la fiesta, te la pago entera». El tonito irónico y la risita del final serían la pandereta.

5 de noviembre

¿Por qué no me dejan ser soltera en paz? ¿Soy yo la perdedora porque prefiero estar sola antes que estar con cualquiera? ¿O son las demás, que salen con cualquiera para no tener que estar solas?

Cada vez que una amiga me dice «tenés que conseguirte uno como Pablo, mi marido», pienso para adentro: «¡Tardo veinte minutos en encontrar a un chanta mediocre como el tuyo! ¡Estoy sola justamente por eso, porque espero algo mejor para mí! ¡Dejá de jactarte de tu pareja como si te hubieras sacado la lotería! ¡La calle está llena de tipos así! ¡No es ningún mérito tener uno con cama adentro!».

Además, estar sola no es tan terrible. Al menos no adentro de mi departamento. Lo grave es afuera, en la calle, en las reuniones sociales, en los formularios. Yo no sufro tanto por estar sola (keyword: tanto) como sufro por la mirada de los otros sobre mi soledad.

Sin embargo, aunque sé que no tengo que demostrarle nada a nadie, aunque me parece una estupidez medir el éxito de una persona por su estado civil, aunque soy una mujer independiente, moderna y (aunque mi madre frunza el ceño) joven, no quiero ir sola al casamiento. No quiero soportar esas miradas. No quiero que me pregunten cómo una chica tan linda no tiene novio.

Llegar sola sería poner en evidencia que estoy sola porque las chicas como yo siempre están solas. Asumir que no es circunstancial, que no estoy entre una relación y otra, sino que estoy jodida, mal de la cabeza, que tengo problemas emocionales y que me voy a morir aplastada debajo de cinco gatos gordos que gritan, irritados, porque quieren más alimento balanceado. Ir sola es decirles que sí, que no puedo con mi destino. Ir sola es habilitarlos para que se codeen. Ir sola es darles permiso para que sientan compasión, para que me traten como a una leprosa o, peor todavía, para que intenten presentarme a un amigo. ¡Ir sola es confirmar que no tengo remedio!

Pero, por otro lado, ¿estoy dispuesta a invertir mi tiempo y a poner en juego mi autoestima para que otros dejen de hablar de algo que ni siquiera me importa? ¿Quiero ser así de vanidosa? ¿Quiero ser así de insegura? ¿Quiero ser así de neurótica?

Sí, quiero. Me da bronca que mi mamá haya apostado que iba a ir sola y deprimida al casamiento, que mi vida no esté en su mejor momento, y que encima sea así de obvio para los demás. Y no sé qué voy a hacer con esa bronca. Sólo sé una cosa: que mi mamá no va a determinar qué clase de persona soy. Que mi mamá no va a salirse con la suya otra vez. Que va pagar hasta el último canapé que mi novio y yo decidamos comer.

9 de noviembre

Hoy a la mañana mi mamá me mandó un mail (a primera vista casual) que me sacó de las casillas.

chicas no me van a creerr!!!! se casa tambien la hija de beba la del club y la hija de teresita… la mas chica… y ayer de casualidad me entero que tambien se casa julio el sobrino de los alvarez del colegio… y bueno la hija de rita… que ya sabiamos que es un csamiento humilde pero es un casamiento …no? cuatro… y se casan todos en julio. no vaquedar ni un soltero en argentina!!!!!!!!!!!!

Mama

Y antes de poder pensarlo, ya le estaba contestando una barbaridad (¡Susana perdoname!):

¡Sí! Increíble. ¡Quedé shockeada, te juro! Porque justo ayer me enteré que Mariana y Pablo, los dos hijos de Susana, se divorciaron. Los dos. Por fin Susana va a poder decir que tiene a todos sus hijos divorciados… Y se pone mejor: como el ex marido de Mariana no le pasa un peso y Mariana no le deja ver a los chicos, todos los fines de semana se arman unos escándalos tipo «Policías en Acción» en la puerta de lo de Susana. Pero vos ya lo debés saber, porque es tu amiga. ¿Te dijo si ella mantiene a todos? Yo creo que sí, porque Pablo acaba de tener un bebito con la nueva, y no debe poder con las dos casas ¿No?

PD: Susana podría aprovechar y divorciarse también, total, sabe que el marido le mete los cuernos desde hace años! ¡Todos lo sabemos! (Y ahí serían 4 divorciados y podríamos decir oficialmente que Buenos Aires está llena de separados con problemitas. ¿O no?)

L.

11 de noviembre | Tengo 3 posibilidades: Rodrigo, Eduardo, Marcelo

Tengo tres opciones fáciles y seguras para ganar la apuesta. La primera es Rodrigo, mi ex novio. La segunda es un compañero de trabajo, Marcelo Ugly, y la tercera es Eduardo, un contador aburrido con el que salí tres veces y al que nunca más le devolví una llamada.

Los tres son fáciles. Sólo tengo que llamarlos y están ahí. El único problema es que me duren doscientos cincuenta días. Nueve meses es mucho tiempo para salir con alguien que no te gusta. Hay que superar por lo menos cien citas, trescientos llamados telefónicos, cuatro cenas familiares, un cumpleaños, dos enfermedades y un fin de semana juntos en el mar. Pero tengo que hacerlo ahora. Si dejo pasar algunos meses y los llamo más adelante, corro el riesgo de que conozcan a otra persona. Y yo no puedo darme ese lujo.

Rodrigo es el más fácil, pero es el peor de los tres. En los últimos diez años cortamos y volvimos unas cinco veces. La última fue hace cuatro y fue la definitiva. Es, además, el único novio que le presenté a mi familia, que lo despreciaba por gritón, ordinario y prepotente. Rodrigo te hace pasar vergüenza a donde vayas. Es metido, habla a los gritos en lugares públicos y hace preguntas desubicadas (es capaz de preguntarle a un desconocido cuánto gana y cuántas veces tiene sexo con su mujer), pero es fácil. Está ahí. Llama. Se muere por volver. Pero seamos sinceros. ¿A quién voy a impresionar con Rodrigo? Mi mamá es capaz de impugnar el resultado.

Marcelo Ugly, en cambio, es todo lo contrario. Es sensible, bueno, medio tonto. De esos que te preguntan si te sentís bien y si querés un té porque se van a hacer uno. Pero es muy feo, y además tiene pelo largo. Le dicen «Marcelo Ugly»; en realidad, su apellido no es «Ugly» sino algo parecido, pero lo llaman «Ugly» porque quiere decir «feo» en inglés y porque, justamente, lindo no es. Se viste mal: su estilo es entre hippie y desaliñado (usa bombachas de gaucho y remeras con estampas indígenas). Además escucha música bajonera como folklore o tangos. Cuando me lo imagino en un recital de Horacio Guaraní, borracho, babéandose y cantando, me quiero pegar un tiro. Sinceramente no me veo comiendo humitas en una peña; en una peña no me veo haciendo nada más que tratando de escapar.

Eduardo, el tercero, es el más presentable, pero es mucho más grande que yo. Tiene cuarenta y dos años, es contador (aburrido, aburrido, aburrido) y, como si fuera poco, es pelado y se viste de traje. Por otro lado, tiene un par de cosas buenas: sabe comer, sabe beber y viajó mucho. Y otras malas: es insoportablemente presumido, obsesivo y amarrete. Desde hace diez años, él y su mucama Ninfa se organizan como si fuesen un matrimonio. Él le da el menú semanal detallado, le explica cómo planchar las camisas y cómo acomodar la alacena, y Ninfa hace todo tal cual él le pide.

Ninguno es para mí, ya sé. Pero es todo lo que tengo. Y no van a esperarme toda la vida, porque aunque nadie me crea, afuera, en la calle, en los boliches, en los restaurantes, hay miles de mujeres en sus treinta, ansiosas por llevarlos de la mano a una fiesta.

12 de noviembre | Voy a salir con Marcelo

Después de mucho pensarlo, creo que lo mejor es probar con Marcelo. Es mucho más fácil cortarle el pelo a un hombre, que lograr que deje de gritar o contar las monedas de la propina. Después de todo, todos los hombres son un desastre hasta que una mujer los hace de nuevo. Voy a recauchutarlo un poco (cambiarle los pantalones, sacudirle el folklore y, si se puede, cortarle el pelo) y en julio lo llevo al casamiento.

Estoy convencida. Tanto, que ya di el primer paso. Aprovechando que siempre me invita a salir con el resto de los solteros de la oficina, le mandé un mail casual pero muy claro:

Hola, soy yo, Lucía. Estaba pensando que por un motivo u otro nunca fui a tomar nada con ustedes… Y como vos siempre me preguntás por qué no voy y yo siempre te digo que no puedo, pensaba que quizás podíamos hacer algo otro día. Vos y yo, digo. Avisame si querés.

Un beso.

L.

13 de noviembre

Dijo que sí. Salimos mañana.

14 de noviembre

Mi jefa le puso «El club de los solteros» a un grupo de compañeros que siempre están solos. Incluso cuando están en pareja (de vez en cuando salen con alguien), siguen organizando salidas todos juntos. No me imagino actitud más perdedora que ésa. Es como si supieran que de todos modos ninguna relación les va a funcionar, y por las dudas no quieren perder su lugar en la mesa del restaurante de abajo o en los miércoles de bowling.

Algunos me caen bien. El gordo Piñata, por ejemplo, es muy tierno; sesea y parece un chico. Graciela, en cambio, es una señora de cincuenta y tantos años que vive con su madre. Es un poco la tía de todo el mundo y está obsesionada con la moral, las buenas costumbres y lo que es fino y lo que no. Gisela, la recepcionista, también es del grupo (en realidad no se llama Gisela; yo le digo Gisela Buche porque es una versión desmejorada y más petisa de Gisele Bundchen, la modelo brasilera). Es muy linda y siempre tiene propuestas para salir, pero como «quiere concentrarse en su carrera» está tan sola como ellos. Y por último yo, que soy el blanco ideal de sus invitaciones porque intuyen que tampoco tengo pareja.

—Che, Lucía —me dijo Marcelo—, mañana, el grupo de los que estamos solos de acá vamos al bar de enfrente a tomar algo. Deberías venir, va a estar bueno.

Cada vez que me invitan, me dan y me doy tanta pena, que quedo deprimida hasta el día siguiente. Además, la última vez nos escuchó Matías, un redactor nuevo, perfecto, precioso, con el que tengo fantasías licenciosas y vergonzantes casi todos los días.

Si mañana me va bien con Marcelo, quizá mate dos pájaros de un tiro. Consigo novio para el casamiento de mi hermana y me ahorro las preguntas del club de los solteros al menos por nueve meses. No es poco.

14 de noviembre, noche

Recién vuelvo de mi cita con Marcelo Ugly. No me fue ni bien ni mal. Simplemente no me fue.

Me pasó a buscar, mal vestido y puntual, a las ocho. Primero fuimos al cine y después a comer, pero ambas experiencias fueron olvidables. Hablamos casi dos horas de temas aburridos y comunes, hasta que me cansé, le dije que me tenía que levantar temprano y me tomé en taxi. Creo que bostecé varias veces pero no se dio cuenta. Él estaba muy emocionado con la salida, pero yo me veo venir varios problemas.

El primero es que Marcelo es indigenista. Todo lo que viene de la tierra o de los indios le parece una maravilla. Incluso superior a cualquier tecnología actual: el barro le resulta un material noble y aromático, los ranchos una belleza autóctona y la lana de llama, un pedazo de nube en la tierra. Éste es (o va a ser) un problema fundamental entre nosotros, porque yo soy todo lo opuesto. A mí me gustan los aviones, los hoteles, la comida chatarra, el brit pop, la computadora y el diseño minimalista. De sólo pensar en ponerme unas chancletas de paja, me muero. Siento como si me inocularan mal de Chagas por la planta de los pies. Mientras yo sueño vivir en un piso veinte con vista a la avenida 9 de Julio, él quiere instalarse en Tilcara o en las sierras cordobesas y poner un hotel. Planea cosechar sus propias verduras, volverse macrobiótico y dejar de ver televisión. Juro que cuando habló de la abstinencia televisiva me bajó la presión. Me imaginé que no veía más «El aprendiz» y quise morirme ahí mismo.

El broche de oro fue cuando llegamos al café. Él pidió un té con miel y yo un capuchino con cuatro sobres de edulcorante. Pero ni siquiera notó el contrapunto. Estaba demasiado emocionado con la cita.

Por otro lado, como bien dije antes, le gustan el folklore y la comida argentina (me llevó a un restaurante a comer tamales y humitas). Le encantan la literatura latinoamericana, el realismo mágico, viajar a Machu Picchu y los carnavales del Litoral. Creo que incluso en algún momento empezó a hablar de ir a una peña. Yo no conozco a nadie que tenga trabajo y vaya a peñas. Ahí van todos los estudiantes de Bellas Artes que subsisten pidiendo unas monedas «para la birra» en las fiestas de su facultad.

En cuanto a su aspecto, que sea feo es lo de menos. Necesita arreglos de otro orden. El pelo, cortarlo. Los suéteres que usa (con capucha y dos tiritas), tirarlos. Los jeans, que son cortos y, presumo, de tiro alto, desaparecer. La billetera tejida, evaporarse. Y por último, la pulserita roja que tiene atada en la muñeca debe ser arrancada de inmediato (estas pulseritas se pueden tener sólo hasta los veinte años y en localidades balnearias, cuando te bajás del micro en Retiro te las tenés que cortar).

Me temo que me espera un gran trabajo por delante. Nueve meses de revoques, de correcciones, de imperativos disimulados detrás de tiernas sugerencias. En muchos sentidos, voy a tener que hacer una exterminación total. Pero quién sabe. Quizá debajo de todo ese yute, Marcelo sea el amor de mi vida.

15 de noviembre | Marcelo cree que es mi novio

Hoy Marcelo Ugly me miró toda la tarde con cara de romance clandestino desde su escritorio. Yo debería haberle devuelto las miradas, o aunque sea una sonrisa tibia, pero me daba vergüenza que alguien nos viera.

Por otro lado, me llevé una gran sorpresa. Marcelo no es tan relajado como parecía, porque cada cinco minutos me preguntaba por Messenger: «¿En qué andás?». Y si no contestaba, me llamaba al interno para ver si estaba en mi escritorio o no.

Este tipo de acoso o, para ser menos dramática, de supervisión, lo puede realizar únicamente un novio. O un marido, claro. Es decir, alguien que goce de derecho sobre tu atención y que esté habilitado para exigir una cierta velocidad de respuesta. Y Marcelo Ugly no tiene ese derecho. Una persona normal sabría eso. Pero él no, y me molesta muchísimo. Pero no quiero decírselo porque lo va a tomar mal y va a transformar mi observación en una conversación de pareja que no quiero tener.

Por lo pronto, el sábado tiene «una sorpresa para mí»: eso dijo. «Algo de lo que hablamos el otro día.» Yo sólo espero que la sorpresa no sea contarles a todos sus amigos que estamos saliendo. Por lo pronto, nos encontramos a las doce, en mi casa.

16 de noviembre

Ayer fui con mi mamá y mi hermana a conocer a una wedding planner. Al parecer, ya no se estila más hacer las cosas uno mismo. Ahora hay que contratar a alguien que oficie de mediador entre la novia y el florista. Alguien que decodifique lo que quiere la pareja y lo transforme en mesa dulce y servilletas.

Me quedé impresionada con la cantidad de chupasangres que viven de esto. Equipos de seis personas debaten con total seriedad si una torta helada de maracujá puede constituir una torta de bodas «sin que el invitado se sienta defraudado en su expectativa gastronómica de comensal experimentado» o si las carnes rojas en verano son, a nivel filosófico y culinario, una suerte de contradicción.

Yo entiendo que los detalles de cualquier fiesta son importantes para el anfitrión. Presumo necesario elegir las flores o el color de los manteles. Debe ser espantoso pagar cincuenta mil pesos por un casamiento color verde agua y centros de mesa con gladiolos y claveles. ¿Pero es necesario usar cuatro días para explicarle a mi hermana que las papitas noisette no se hacen en casamientos buenos desde el año 92 y que si quiere papas deberán ser papas rotas o «en croûte» de especias? Es el menú y todos van a comer, es verdad. ¿Pero definir el tono de un casamiento a partir de la guarnición de papas no es llevarlo demasiado lejos? ¿Hay que usar máximas tan idiotas como que «el menú es la columna vertebral de la fiesta» o «no existe el demasiado para el día más importante de tu vida»?

Además, que haya empresas que viven del alquiler de sillones es la prueba inequívoca de que todo el mundo usa los mismos. ¿Entonces qué es lo original, lo novedoso, lo moderno de esta empresa? ¡Si sólo cambian el concepto de papa y el color de manteles, pero la fiesta es siempre la misma! ¡Incluso nos sentamos en el mismo sillón!

Por otro lado, ahora se estila darles diferentes funciones a las amigas más cercanas y familiares. Es un detalle lúdico, no operativo. No sé qué me va a tocar a mí. Espero que no sea nada humillante, nada en un escenario, nada con fuego y nada relacionado con la despedida de soltera.

19 de noviembre

Ojalá alguna vez me pueda olvidar de este fin de semana. Pero no creo. Como el miedo, va a volver en pesadillas disfrazado de otra cosa.

El sábado a las doce del mediodía Marcelo me tocó el timbre. Bajé de malhumor porque odio el sol, especialmente al mediodía. En la puerta de mi edificio estaba estacionado su auto con el baúl lleno de bagayos y bolsitas de supermercado llenas de porquerías. Y mientras yo rezaba para que se abriera una grieta en el piso para esconderme, él revolvía sus petates buscando quién sabe qué.

Miré rápidamente el asiento del acompañante y había un paquete de panadería y, arriba de la guantera, un termo y un mate de cuero repujado. Sentí miedo, ese miedo raro que provoca lo desconocido. Reculé. Di unos pasos hacia el palier para meterme adentro, pero me atajó con cara de pícaro. Sentí lo mismo que cuando el monstruo me alcanza en sueños.

Marcelo sonrió y me mostró una fotocopia horripilante y sucia. Una especie de folleto casero que decía «Camping Las Margaritas». La palabra «camping» me sacudió la visión y perdí el equilibrio. Como cuando le das un golpe al televisor y hace líneas en la imagen. Sé que dijo cosas como «alejarse», «aire puro», «de lo que hablamos el otro día». ¡O sea que este tarado creía que a mí me había parecido encantadora su fantasía tilcareña! ¡Debería haber dicho algo! ¡Todo esto me pasó por callarme y sonreír durante toda la noche!

No sé cómo, pero una hora después yo estaba en el asiento delantero, comiendo un vigilante, con cara de culo. Lo único que pensaba era cómo hacerlo volver. El fin de semana se me venía encima, como un flash forward potencial. Me imaginaba haciendo pis en pastizales llenos de culebras, metida en una carpa con olor a calzón, comiendo de una olla y tomando mate cocido. Mi malhumor era increíble. Lo odiaba profundamente por necio. Tanto, que le contesté con monosílabos hasta que quiso poner un cassette (keyword: cassette) y me opuse. No sé de qué era, porque lo alejé con la bombilla del mate a modo de palo, como si fuese un perro muerto.

Cuando íbamos en camino, fantaseé con desmayarlo, tirarlo en el asiento trasero y volvernos a mi casa. Pero no pude. No por él, que se merecía explotar contra el pavimento, sino por mí. Si hacía o decía algo, probablemente la próxima escena sería conmigo sola, comiendo isla flotante llena de papel picado en la fiesta de casamiento de mi hermana.

Para contenerme, me autoflagelé con lo que yo presumía iba a ser la fiesta: me imaginé a mi mamá dándole un billetito clandestino a mi primo para que me sacara a bailar, visualicé el aparato amigo de mi hermana con el que me sentarían en la fiesta (buscando engancharme con un tipo que ninguna otra quiso), me vi conversando con mis tías gordas sobre la mesa de quesos y el surtido de canapés. Y decidí que entre las dos experiencias, el camping era «la menos peor».

Con todas esas imágenes y tres vigilantes atorados de angustia en la garganta, llegué a Las Margaritas a las cinco de la tarde. Si las casas embrujadas existen, les juro que éste era el patio trasero. Había tranquera, directivas talladas en tablas de quebracho y una huerta saqueada por alimañas. No me pregunten dónde quedaba. Sé que había un río y, al lado, una suerte de pocilga con heladeritas de telgopor y un montón de gente riéndose con los dientes verdes de yerba mate. Era como viajar en el tiempo. Como meterme un domingo en el televisor, cuando dan las películas de Tiburón, Delfín y Mojarrita.

Me puse muy mal. Estas cosas son típicamente mías. Bien maníacas. ¿Qué hacía yo ahí con ese tipo? ¿Era necesario llegar tan lejos? ¿De verdad me iba a quedar cociendo arroz en una olla como un gaucho del 1800? ¿Iba a juntar madera? ¿Iba a hacer pis en un árbol? ¿Iba a armar la carpa, por amor de Dios? Me daban ganas de confesarle todo. De decirle que mi mamá había hecho una apuesta, poniendo en duda mi honor y mi estado civil, y que tenía que ayudarme por caridad, y llevarme a casa de vuelta a ver tele y pedir empanadas por teléfono como personas normales. Hasta pensé en arrodillarme y hablarle al cielo para que empezara a diluviar.

Cuando sentí que me ponía a llorar, le pregunté en dónde estaba el baño y me fui corriendo. Él se fue a hacer trámites (aparentemente tenés que pagar para entrar al lugar) y yo me senté en el inodoro, trabé la puerta con las piernas flexionadas y lloré. Lloré lágrimas gruesas, pesadas, llenas de agua. Lloré como hacía años que no lloraba. Lloré mucho. Lloré como cuando dejé a Rodrigo para siempre y pasé mi primer fin de semana sola. Lloré porque odiaba estar ahí, lejos de mis cosas, de mi vida, de mí. Y me propuse llegar al domingo, como fuera, y después replantearme todo. Pero el domingo fue peor todavía. Mucho peor.

Salí del baño del camping con cara de mala cita y una sola idea: aguantar hasta el otro día a la mañana y decirle a Marcelo que me sentía mal y que me quería ir. Si tenía dos dedos de frente, iba a desarmar esa toldería e íbamos a volver a la civilización.

Cuando llegué a nuestro lugar, Marcelo armaba la carpa solo. No sé si notó mi amargura o se dio cuenta de que una cita en un camping era una porquería, pero no tuve que mover un dedo. Me senté al lado mientras él hacía todo, y le contesté con ironías. Más tarde fuimos al bar, y entre la televisión, una milanesa recalentada y unas revistas viejas, me volví a sentir una persona por un ratito. Pero cuando terminamos de cenar, Marcelo se quiso ir a la carpa. Y yo no. Yo parecía uno de esos chicos que van a jugar a lo de un amiguito y cuando tienen que volver a su casa no quieren irse.

Tomamos varios cafés hasta que cerró el bar. Nos volvimos en la oscuridad, usando una linterna. Cuando llegué a la carpa me desplomé, creo que del cansancio y del miedo de que Marcelo me quisiera tocar. A mí no me iba a tocar un pelo. Lo supe esa misma mañana, cuando lo vi revolviendo el baúl del auto con esa riñonera en la cintura. No me iba a tocar nadie que usara riñonera. Nunca.

Pero mis intentos por dormir fueron inútiles. No pude pegar un ojo hasta el otro día, porque a la una de la mañana empecé a escuchar unos ruidos extraños. Algo así como el ulular de un bicho impreciso; un ruido animal que nunca había escuchado en mi vida. Era como el graznido de un pájaro raro: uiu uiuy uuuuiu iuiu uuuui, al que se le sumaba el silbido filoso del viento. Sentí un miedo incómodo, solitario. El ruido se hizo más fuerte. Me abracé a la almohada, esperando que Marcelo lo escuchara y se levantase a ver qué era, pero como no se movía, decidí despertarlo yo. Toqué su lado de la carpa, cuidadosa, y sentí el piso frío e irregular. No estaba. El miedo se duplicó, se triplicó. La noche se hizo sólo miedo. Traté de quedarme quieta, esperando que volviera, pero el ruido era cada vez más claro. Uuu uiuiuy uiu iuiu uuuui. Creí que me iba a morir de un infarto. El corazón me latía con fuerza, y cuando estaba por largarme a llorar usando las lágrimas de reserva, el ruido desapareció.

Esperé así, apretujando la bolsa de dormir entre las uñas más de diez minutos. El idiota de Marcelo seguía sin aparecer y empecé a tener miedo de que le hubiera pasado algo. Hasta sentí culpa. Después de todo, me había llevado a ese lugar pensando que era una buena idea. No lo hizo por maldad, lo hizo por tarado, pobrecito. Decidí, entonces, ir a buscarlo. Abrí la carpa, decidida, con valentía inusual, inesperada, pero no pude salir. Me choqué de frente con el susto de mi vida. Como un mosquito reventándose contra el parabrisas de un auto, frente a mí, el retrasado mental de Marcelo se reía con una linterna en el mentón, iluminándole la cara, y hacía: uiu uuuuui uiuuuuiu uiuiu.

Lo último que me acuerdo son mis gritos. Los de miedo, los de enojo, los de angustia. No sé cómo pasó, pero se me escapó: «¡Mogólico de mierda!». El resto es previsible. Regresamos a las ocho de la mañana, sin dirigirnos la palabra en todo el viaje.

20 de noviembre

Desde el domingo que Marcelo y yo no nos volvimos a hablar. Para completar la escena, yo, además, lo ignoro. Hago como si no existiera. Él, en cambio, merodea mi escritorio con ojos de perro confundido a la espera de un gesto de complicidad. Ahora mismo, por ejemplo, si yo lo miro, baja la cabeza y simula una concentración acartonada, ficticia, que sólo pone en evidencia que hasta hace diez segundos me observaba, meloso, desde atrás del monitor.

Pero más allá de eso todo venía bien. Hasta hoy. Hoy pasó algo.

Cuando volví de almorzar me encontré un muñeco espantoso en el escritorio. Un engendro de masa coloreada con sombrerito a lunares y zapatitos de plástico con un cartel que decía: «¡Empecemos de nuevo!». Mi reacción fue la de quien encuentra una rata muerta sobre sus papeles. La misma. Lo corrí con un lápiz, sin tocarlo, hasta la esquina del escritorio, y seguí trabajando.

A lo lejos, Marcelo esperaba con los ojos vidriosos un momento emotivo entre los dos. Creo que incluso me guiñó un ojo, canchero. Lamento no haberle revoleado esa cagada de plastilina. Me hubiese gustado ver si podía hacer otro guiño con el muñeco reventado en la nariz. Mi jefa me hubiese aplaudido y levantado en el aire como una campeona. Seguro.

21 de noviembre

Me siento como cuando sacás el «pierde todo» en la perinola o vas a la cárcel en el «Estanciero». Tengo que volver a empezar de cero mi búsqueda. Si me preguntan hoy, siento que ni en veinte años voy a lograr deshacer las palabras de mi mamá. Que soy una solterona en trámite, que, como los héroes de las tragedias, no va a poder torcer su destino fatal.

Como si fuera poco, hoy tuve reunión con el comité organizador de saladitos. O sea, Irina, mi mamá y yo. Mi mamá me preguntó en qué mesa quería ir yo, si en la de ella, en la de papá, o con «chicos y chicas de mi edad». Y eso quiere decir una sola cosa: que no saben en dónde ubicarme porque soy soltera. En realidad, lo que mi mamá intentaba preguntarme es qué rol prefería ocupar. Si prefería ser una solterona consumada (sentada con mis padres a los treinta años) o si todavía quería insistir en buscar pareja.

Esta pregunta, lejos de deprimirme, me dio más fuerza. Decidí que voy a llegar hasta las últimas consecuencias, pero intentando preservar mi integridad. Voy a procurarme un candidato seguro, un candidato que a primera vista sea convincente. Voy a llamar a Eduardo, el contador.

Debería haber arrancado con él directamente. Es educado y serio. No me puede hacer quedar mal. Salvo por unos detalles, no es un mal partido. Es un poco aburrido. Y obsesivo. Por ejemplo, tiene una fijación con la cantidad de tiempo que habla por teléfono: nunca se pasa de los treinta minutos. Y además, es maníaco de la limpieza. Y un tacaño.

De hecho, la última vez que fuimos a comer afuera, hizo algo que nunca me había pasado en la vida. Todas las veces que salimos, Eduardo revisó todo el menú, línea por línea. Luego interrogó de manera pausada y loca al pobre camarero. Le preguntó por los ingredientes, los métodos de cocción, las cantidades, más en carácter de bromatólogo que de sibarita. ¿Los tomates del concassé son frescos? ¿Las hojas verdes son orgánicas? ¿Los camarones están crudos o cocidos? La pesca del día no será siempre merluza, ¿verdad? Pero ese detalle siempre me pareció gracioso, un rasgo de extravagancia más que un peligro.

Pero la última vez que salimos (keyword: última), cuando el mozo trajo la cuenta, Eduardo hizo otra cosa más. Primero, se dedicó a examinarla unos cinco minutos, y después, en vez de darle la tarjeta al mozo, la dejó sobre la mesa. Eran ciento cuarenta y dos pesos con cincuenta centavos. Entonces hizo un cálculo mental, sacó la billetera y, como un caballero, pagó. Puso un billete de cincuenta pesos y dijo «cincuenta…», sacó diez más y dijo «sesenta…», sacó otros diez y dijo «setennnta…» y luego sacó monedas de su bolsillo, puso un peso «setenta y uuuuno» y siguió buscando, buscando, buscando, tocándose los bolsillos, hasta que chistó, dejó cincuenta centavos más y me dijo: «No tengo de veinticinco».

Y eso fue todo. Ese día me quedé sin novio de nuevo.

22 de noviembre

Hoy nos juntamos por última vez con mi mamá y mi hermana para definir los detalles de la fiesta. Y digo por última vez porque no voy más. Que se arreglen entre ellas. Aunque si lo pienso bien, ya se estaban arreglando sin mí. Es más, cuando llegué, me sorprendieron con un montón de ideas increíbles. En especial una, que todavía me parece irreal.

—Y para vos, para vos habíamos pensado algo especial, porque sos la hermana —arrancó mi mamá.

—¿Yo? Yo prefiero no hacer nada.

—No seas tonta, mi vida. Sos la hermana. Esta fiesta es importante para toda la familia.

—¿No es nada con shows, no?

—No, no. Los shows son para gente que toma y se ríe. Pero sí vamos a tener un kínder para que los chicos no molesten. Y va a haber una maestra jardinera y vos.

—¿Qué?

—Claro, no para que los sigas por todos lados ni para que trabajes. Para eso está ella. Pero para organizar juegos, actividades, bailes estás vos. Lo lindo, no lo feo. Si uno se hace caca no lo cambiás vos. Lo cambia… ¿ella? ¿O la madre? Irina, si un nene se hace caca, ¿quién lo cambia? En el casamiento de Susana…

—¿Organizar bailes? Mamá, yo no bailo, no juego, apenas si me río. ¿Se volvieron locas?

—Pero te encantan los chicos…

—Váyanse a la mierda las dos.

23 de noviembre

Hoy salí con Eduardo el contador.

¡¿Por qué?!

24 de noviembre

Ayer fui a cenar con Eduardo. Y digo «cenar» y no «salir», porque fue sólo una cena. A las once de la noche estaba de vuelta en casa. El encuentro (para llamarlo de alguna forma) duró sólo dos horas y terminó malísimamente mal, pero por las razones más raras del mundo. Tan raras que no tuve que pagar la mitad de la comida.

1. El interrogatorio. Como siempre, antes de pedir, Eduardo interpeló al mozo durante veinte minutos. Le preguntó sobre la procedencia de la rúcula (al parecer, la de invernadero tiene hoja pequeña y tierna pero no tiene gusto a nada) y si los mariscos habían sido congelados crudos o cocidos (cocidos se ponen gomosos). Este proceso demoró un poco más de lo habitual porque el salón era ruidoso y además el mozo era inexperto y haragán.

2. La revolución. Pero no éramos los únicos que se quejaban de la atención del mozo. Todos los comensales lo llamaban porque se había olvidado el limón, una Coca-Cola, o había llevado un plato equivocado. Un señor tuvo que llevar su bife hasta el pasaplatos de la cocina y pedir que se lo volvieran a poner en la parrilla. Parecía más un bingo que un restaurante. Todos se paraban, chistaban, levantaban la mano y comparaban con las otras mesas anécdotas increíbles sobre la ineficiencia del personal. Pero ninguno se quejaba tanto como Eduardo, que estaba a punto de llorar, desbordado de impotencia, porque la ensalada no tenía tomates «confit» como el mozo le había prometido.

3. La batalla. Un rato después, algunos comensales se fueron resignando y otros consiguieron su comida. Fue entonces, cuando el caos se aplacó, que noté que el mozo hacía siempre el mismo recorrido: un triángulo entre otra mesa, la nuestra y la cocina. Otra mesa con otra pareja, otros problemas y, lo que es peor, otro Eduardo que levantaba la mano tan histérico como el mío.

Apenas los dos Eduardos se vieron, perdieron el control. Sin decirse nada, se retaron a un duelo de mañosos desenfundando el brazo en alto como si fuese un revólver. Daban cabezazos, silbaban, chistaban, hacían la ola. Cualquier monería era válida para llamar antes al agitado camarero y evitar que el otro pidiera primero.

4. Los disparos. Hasta este momento la guerra no tenía víctimas graves. Las únicas heridas éramos la pareja del doble y yo, que comíamos en silencio intentando calmar a nuestros héroes hasta el siguiente round de chiflidos. Pero en un momento, Eduardo sintió que el mozo no respetaba el orden cronológico de los llamados y se puso loco en serio. Mientras el mozo conversaba con el doble, que señalaba un balde de hielo vacío, Eduardo se paró y gritó con su vozarrón: «¡Yo había levantado la mano antes!».

5. La invasión. Los ojos del doble se inyectaron como las rutas coloradas de los mapas. Se miraron fijo unos segundos y luego se escuchó una ametralladora de agresiones estruendosa y confusa: «Callate, pelado», «Vení para acá que yo te llamé primero», «No se puede llamar tanto al mozo si pedís ese vino barato», «¿Qué dijiste?».

La gente nos miraba como cuando se llevan preso a un delincuente con la campera en la cabeza. Mientras el encargado se acercaba, en cámara lenta, con ambas cuentas en bandejitas de cuero, yo dejé de escuchar. Lo último que recuerdo fue a Eduardo diciendo «nos vamos» y la cuenta (con su respectiva bandejita) volando por el aire, cumpliendo la profecía del barrilete y salvando a la panera de su destino volador.

Así que a las once estaba de vuelta en casa. Sola de nuevo.

25 de noviembre | Los domingos para las solteras

Los domingos son el cáncer de las solteras. La mayoría de nosotras nos encerramos en un departamento oscuro, vestidas con un pijama mugriento de cuando teníamos doce años, y nos quedamos viendo televisión berreta, charlando por teléfono con una amiga, perdiendo el tiempo en la computadora y comiendo basura engordante con gaseosa tibia y sin gas.

Podríamos hacer miles de cosas más lindas y escapar de ese agujero negro: ir a comer un rico brunch al jardín de un bistró en Palermo, ir a revolver ferias de antigüedades, nadar en la pileta de una amiga, o ir al Malba a ver una exposición y a tomar un té. Pero no vamos. O al menos no los domingos. Los domingos preferimos encerrarnos a sentir autocompasión y a autoflagelarnos porque no tenemos pareja. Es nuestro hobby secreto.

Recientemente, sin embargo, sumé una nueva actividad dominguera. Ahora, aparte de pasear en pijama por la casa, me evado desarrollando hipótesis sobre mi vida amorosa. Pienso, por ejemplo, por qué me tocan tipos como Eduardo y no como Matías (el nuevo de la oficina). Pienso que los tipos como Matías no salen con chicas que pijamean y miran repeticiones de Charmed, y por un rato garabateo listas en un cuadernito viejo inventariando todos los cambios que voy a hacer en el futuro: voy a estar siempre depilada, voy a hacerme un baño de crema cada quince días, voy a empezar el gimnasio y alguna clase de arte y, ante todo, voy a salir todos los fines de semana sin excepción.

Pero un rato después, mientras combato la somnolencia del último alfajor triple que me comí, pienso que yo soy así, que no me gusta salir a la calle, y que quien se enamore de mí tendrá que aceptarme de esta manera.

En ese momento, además, entro en un episodio de espejismos idiotas. Pienso que Matías se me declara, que tenemos sexo en la escalera de emergencia de la oficina, que me canta una serenata o que deja a su novia actual (que es malísima y ahoga gatitos) porque no puede vivir sin mí.

Claro que todo esto no tiene ni un detalle real. Matías no habla con nadie. O en realidad habla con cualquiera, pero nadie sabe nada de él. Así que todo, incluida la novia que ahoga gatitos, es parte de mi imaginación. Me gusta pensar que es un hombre hosco y torturado, que alguien le rompió el corazón hace cinco años y nunca más pudo volver a enamorarse. Que a las mujeres hermosas pero tontas las esquiva, asqueado, por su estupidez y vulgaridad de gallinas gritonas. Que su mejor amigo es su perro, que tiene un nombre cool como Ajax. Que lee mucho para no tener que relacionarse con nadie y que si bien no detesta a la gente, prefiere la soledad.

Me lo imagino así. Perfecto. Con un toque de Rick de Casablanca y una pizca de El paciente inglés. El otro día, además, me animé y me lo probé. Él estaba parado en el teléfono, al lado de una pared espejada, y yo me puse al lado, con el brazo escondido detrás de su cintura, como si tuviésemos los codos entrelazados ¿Y saben qué? Me quedaba perfecto.

28 de noviembre

Como ayer estaba apurada por llegar a casa, me volví en subte y me llevé varias sorpresas. La primera es que abajo no se puede respirar. La segunda es que el subte es elástico: siempre entra más gente. Y la tercera es que Matías perfecto se lo toma todos los días. Es eso, o yo aluciné toda una conversación con él a causa de la asfixia y el calor que hacía ahí abajo.

Eso es, en parte, una desgracia para mis domingos de solterona, porque ahora sé muchas cosas de Matías y ya no voy a poder fantasear. Sé que estuvo de novio diez años (¡desde los diecinueve a los veintinueve años, con la misma chica!) y que se separó hace dos años y medio. Sé que es profesor de «expresión oral y escrita» en una universidad privada (me muero, los profesores me gustan más que los médicos y los jugadores de fútbol), que vive solo y tiene una perra que se llama Rita, porque es una cocker y es pelirroja como Rita Hayworth. También sé que huele rico, a papel nuevo, y que, por suerte, quiere vivir siempre en Capital Federal.

Él, por su parte, ahora sabe todos los chismes de la oficina, el historial amoroso de mi jefa y qué hay que hacer para conseguir que vengan a llenar la máquina de café. De mi vida, poco y nada, porque casi todo me da vergüenza y contesto con evasivas. Sabe que vivo sola en Almagro, que desde los doce estoy enamorada de Frank Sinatra y que me gustan las comedias románticas de la época dorada de Hollywood. Especialmente las de Katherine Hepburn y Spencer Tracy.

Quisiera decir que después hablamos de jazz y cocina fusión, pero no es cierto. Nos dedicamos a reírnos de Gisela Buche y sus aspiraciones de cantante, de Marcelo y su mate, y de cómo sesea Piñata cuando se pone nervioso.

29 de noviembre

En la editorial en la que trabajo publicamos cerca de diez revistas, pero cada uno está en un proyecto distinto. El mío, por ejemplo, ocupa dos pisos. Arriba está la gente de diseño y redacción, y abajo el área comercial que nuclea pago a proveedores, marketing y ventas. Los de arriba (que somos el sector creativo), le decimos «el infierno» al otro piso. Y ellos, sin ofenderse, nos dicen «los hippies de arriba» con cierto desprecio.

Yo estoy hace un año trabajando ahí, pero no conozco a todo el mundo porque no soy muy sociable. No debo haber hablado con más de diez personas en todo este tiempo. De Gisela sólo sé que quiere ser cantante y que llegó a la mitad de uno de esos reality shows que buscan solistas y que no puede pensar en otra cosa. A menudo canta en el mostrador de entrada como si nadie la escuchara y todos nos morimos de risa.

Marcelo Ugly es diseñador. Matías perfecto, otros dos y yo somos redactores. Hay un fotógrafo tontísimo al que detesto, una gatita provocativa que lo sigue a todos lados, y dos pasantes que sacan fotocopias, pautan alguna entrevista o buscan información en Internet. Abajo, además, están Graciela (la asistente de mi jefa), Piñata (el gordito que sesea) y Silvani (que hace marketing o algo parecido), entre otros.

Al mediodía, algunos salen a comer al bar de abajo y otros almuerzan en el comedor. Los que son solteros, además, juegan juntos al bowling o van a tomar algo a la salida de la oficina.

Yo en general voy a comer algo por ahí, pero hoy me quedé porque Gisela Buche se puso a cantar como un ruiseñor en la cocina. Aparentemente, Matías le dijo que si no había quedado en Popstars era porque cantaba mal, y Gisela enloqueció y nos obligó a escuchar su tema.

Quisiera poder decirles que cantó como una urraca o como un ángel, pero es lo de menos para alguien que, como yo, vio las monerías que hacía con la boca y las cejas. Hay una serie de gestos de cantante berreta que se deben enseñar en algún instituto o video casero, porque ya los he visto en intérpretes horribles que van a programas de cable a hacer un cover o en fiestas vulgares de fin de año de algunas empresas.

Pero lo que al principio me causó tanta gracia, luego me dio pena. Era como esas viejas locas que se desnudan en el patio del geriátrico. Hubiese querido abrazarla y ahorrarle semejante humillación. Su canto era tan feo, tan artificial, que con cada falsete se iba poniendo más fea, como si el papelón se llevara con él su belleza, sus rasgos finos, su pelo sedoso de publicidad. Era como ver una media dada vuelta, que de un lado es blanca, suave, mullida, y del otro es un bollo de hilachas y pelusas grises del lavarropas.

Matías y yo tuvimos que terminar de reírnos en la escalera con los fumadores, porque nuestras carcajadas parecían alaridos. No dije nada. No quise parecer sentimental, pero me dio mucha pena verla en su peor versión, delante de todos esos buitres de oficina.