Prólogo

Contigo soy feliz

desde el instante en que te vi

y ahora comprendo que sin ti

ya no podré vivir…

NINO BRAVO,

Contigo soy feliz

Cecilia tenía los ojos cerrados y la suave brisa de verano se colaba por entre sus pestañas; la arena le hacía cosquillas en los pies y la luna sonreía con ella. Todavía llevaba puesto el vestido que su madre le había regalado para la ocasión, pero había dejado de prestarle atención a esa tira que no dejaba de caérsele por el hombro y se había olvidado del color exacto de la tela; un rosa demasiado pálido que Cecilia jamás habría elegido.

Hoy cumplía dieciocho años y para celebrarlo sus padres las llevaron a las dos, a Cecilia y a su hermana pequeña Alexia, a cenar a un restaurante que había muy cerca de la playa. Al terminar, y dado que era un día especial, Cecilia convenció a sus padres para que la dejasen salir un rato con sus amigas. Su padre accedió a regañadientes, era un hombre que imponía unas normas de conducta muy estrictas y al que no le gustaba que sus hijas saliesen entre semana, y mucho menos pasadas las diez de la noche; pero era verano y Cecilia le recordó que en unos meses empezaría la universidad y que estaría mucho tiempo sin ver a sus compañeras de clase.

Aunque la explicación con la que Cecilia convenció a su padre era verdad, ella no había quedado con Lucía y María, había quedado con Sebastián. Y no sabía por qué era incapaz de contárselo a nadie. Sus padres conocían a Sebastián y les gustaba, y sabían que ella y él eran amigos. Quizá por eso no se lo había contado, pensó nerviosa. No se lo había contado porque en realidad ella quería que Sebastián fuese algo más que su amigo. ¿Y si Sebastián no quería lo mismo? ¿Y si se reía de ella o la miraba con lástima? Se estremeció solo de pensarlo y tras abrir los ojos optó por caminar un poco y acercarse más al mar.

La brisa la guio hasta un pequeño montículo de tierra y decidió que era el lugar perfecto para sentarse y deleitarse con las vistas. Observó el mar a lo lejos; la marea se había llevado consigo las olas, pero allí todavía olía a sal. Escuchó el sonido de una moto inconfundible y un escalofrío que no tenía nada que ver con la brisa le cubrió la piel.

—Hola, cumpleañera —la saludó Sebastián.

Cecilia giró la cabeza y le sonrió.

—Llegas tarde… —lo riñó, aunque al mismo tiempo dio unos golpecitos en la arena para indicarle que se sentara a su lado.

—Lo sé. —Sebastián dejó el casco encima de su amada moto, un trasto que era un milagro que arrancara, y se acercó a Cecilia. No se sentó a su lado, sino que se colocó delante de ella, a escasos centímetros de distancia—. Felicidades —le dijo con la voz algo ronca, y cruzó los dedos para que ella no se diese cuenta.

Cecilia se quedó mirando la caja que Sebastián sostenía entre las manos. No esperaba que él le hiciera un regalo, ella sabía mejor que nadie las horas que se pasaba Sebastián trabajando para poder ahorrar e independizarse.

—No tenías que comprarme nada —le dijo sin coger el paquete.

—No digas tonterías. —Colocó la caja encima del regazo de Cecilia e insistió—: Ábrelo.

Cecilia buscó los ojos de Sebastián y vio en ellos una vulnerabilidad que no esperaba. Él tenía miedo de que rechazara el regalo. Rompió el papel sin ninguna delicadeza y se quedó atónita al descubrir lo que ocultaba. Una cámara de fotos, pero no cualquiera, la cámara que ella no le había dicho a nadie que quería; excepto a él, porque Sebastián era el único que al parecer entendía la fascinación que Cecilia sentía por la fotografía.

—¡Oh, Dios mío! —Le lanzó los brazos alrededor del cuello—. ¡Gracias, Bastian!

—De nada —consiguió farfullar él después de tragar saliva varias veces.

En los tres años que hacía que la conocía la había abrazado varias veces, cinco para ser exactos, y en ninguna de las ocasiones había estado preparado para el impacto que suponía tener a Cecilia entre los brazos. Llevaba tanto tiempo resistiendo lo que sentía por ella que Sebastián tardó unos minutos en controlar los latidos de su corazón. Había llegado el momento. Por fin podía confesarle a Cecilia lo que sentía. O al menos una parte. Hoy ella cumplía dieciocho años y estaba a punto de empezar una nueva etapa en la vida. Una etapa de la que él quería formar parte, siempre que Cecilia se lo permitiera, por supuesto. Levantó una mano y le acarició el pelo, y notó enseguida que ella empezaba a temblar. ¿La habría asustado?

Sebastián le estaba acariciando el pelo. ¿Era posible? ¿No estaba soñando? Hacía tres años que lo conocía, pero había sido durante esos últimos meses cuando por fin había comprendido qué era aquella sensación que se instalaba en su estómago cada vez que lo veía. Había llegado el momento. Por fin podía decirle a Sebastián lo que sentía. Se había pasado incontables noches soñando con él, temerosa de que la rechazara, de que le dijera que la veía como a una amiga, o algo incluso peor, como una hermana pequeña. Lo notó temblar y se armó de valor. Aflojó los brazos y se apartó un poco para poder mirarle a los ojos. ¿Cómo empezar? Se olvidó de respirar, los ojos marrones de Sebastián, unos ojos que había visto reír tantas veces, estaban fijos en ella y brillaban tanto que parecían casi negros. Se lamió el labio inferior y él siguió el movimiento con las pupilas. Sebastián había colocado las manos en la espalda de Cecilia, y ella notó que él apretaba los dedos, y también vio que la nuez de Adán subía y bajaba con lentitud.

—Sebastián, yo…

No la dejó terminar. Sebastián obedeció a su corazón y dejó de luchar contra lo que llevaba tanto tiempo deseando hacer. La besó. Agachó despacio la cabeza, lo suficiente para que ella pudiese rechazarlo, pero no lo bastante como para que él pudiera cambiar de opinión. Esperó hasta el último instante para cerrar los ojos, quería grabar para siempre aquel precioso instante en su memoria. Y cuando sus labios tocaron los de Cecilia, Sebastián respiró por primera vez en la vida. Se quedó quieto, absorbiendo el calor que emanaba de ellos y sintiendo la respiración de ella pegada a su piel. No se movió, pero levantó despacio una mano y volvió a acariciarle el pelo. Cecilia tardó unos segundos en responder al beso, una eternidad que se desvaneció con un mero latido cuando ella volvió a rodearle el cuello con los brazos. A Cecilia nunca la habían besado, y lo que él había hecho antes de conocerla prefería olvidarlo. Aquel beso era el primero de ambos, el beso que los dos recordarían durante el resto de sus vidas. Su primer beso, el primero de muchos y, por lo que atañía a Sebastián, el primero que daba a la única mujer de su vida. Separó un poco los labios y con la lengua buscó un beso más íntimo. Cecilia lo imitó y sus bocas se fundieron. Ella tembló, él también. La dulce inexperiencia de ella, la desesperación de él por descubrir el amor por primera vez. Se besaron una y otra vez, Sebastián le sujetó el rostro con las manos y trató de consumirla con sus besos, de explicarle que jamás había sentido nada parecido por nadie. La estaba besando, y ella le estaba devolviendo los besos. La vida podía ser maravillosa. Deslizó las manos del rostro de Cecilia hacia sus brazos y buscó los dedos de ella. Los encontró en su nuca y entrelazó los suyos con los de Cecilia para que lo soltara. La besó con dulzura dos veces más. Tres. Y se apartó un poco.

—¿Te gusta la cámara? —le preguntó con la voz incluso más ronca que antes.

—Mucho —le sonrió sincera—. Pero no tendrías que habérmela comprado.

—¿Por qué? Quería comprártela desde el día que me la enseñaste. Vi cómo la mirabas en ese escaparate, además, así ya no tendrás ninguna excusa para no apuntarte a un curso de fotografía.

Cecilia desvió la mirada hacia la caja que contenía la cámara y empezó a abrirla.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él confuso por la reacción de Cecilia.

—Preparando la cámara —le explicó ella sin apartar los ojos de la tarea que tenía entre manos. Levantar solapas de cartón, abrir bolsas de plástico, comprobar que la batería estaba cargada, quitar la tapa del objetivo. Apuntar. Disparar.

—¿Acabas de hacerme una foto? —preguntó Sebastián con una sonrisa algo tímida.

—Sí. —Cecilia miró la pequeña pantalla y observó la expresión que había conseguido capturar—. Muchas gracias, Sebastián.

Él no dijo nada sino que le colocó un dedo bajo el mentón y le levantó la cabeza un poco. Justo hasta poder verle los ojos.

—De nada. —Tomó aire y añadió—: Tenemos que hablar, Cecilia, pero antes necesito volver a besarte. ¿Puedo?

Cecilia asintió y se acercó a él.

Sebastián apartó con cuidado la cámara, que dejó en el suelo junto a los dos, y sujetó de nuevo el rostro de Cecilia entre las manos. Seguían temblándole, pero no le importaba. Quizá con el paso del tiempo, cuando ya llevara más de cincuenta años al lado de Cecilia, dejaría de parecerle un milagro que ella quisiera que él la tocase. Inclinó la cabeza y colocó los labios encima de los de ella. Durante unos segundos ninguno de los dos se movió y cuando ella suspiró, Sebastián sintió cómo el aliento de Cecilia se deslizaba por su garganta. Nada le había preparado para aquello y su cuerpo reaccionó sin consultárselo a su cerebro. Deslizó la lengua por el labio inferior de Cecilia y ella tembló. Poco a poco Cecilia fue entreabriendo la boca y Sebastián se perdió en ella. Cecilia se sujetó a la camiseta de él y Sebastián apartó los labios para poder besarle el rostro, el cuello. Ella echó la cabeza hacia atrás y suspiró, y él pensó que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para escuchar aquel sonido durante el resto de su vida. Cecilia aflojó las manos y con una acarició el pelo de Sebastián. La otra la deslizó por uno de los antebrazos de él y notó que el músculo se flexionaba bajo sus yemas.

—Había soñado tantas veces con esto —dijo él pegado a su piel—. No puedo creerme que esté aquí contigo —siguió como si estuviese hablando consigo mismo—. Seguro que ahora me despertaré en mi cama.

—Yo también he soñado con esto —confesó Cecilia, a la que con cada beso le costaba más pensar—. Tenía miedo de que todo fueran imaginaciones mías.

Sebastián levantó la cabeza y la miró con una ceja enarcada.

—No. Es real, Cecilia. Llevo meses esperando este día. —En realidad eran años, pero Sebastián no quería abrumarla. Deslizó los labios por una clavícula y atrapó el tirante del vestido entre los dientes. Sintió la tentación de tirar de él, pero la miró a los ojos y al ver las intensas emociones que se reflejaban en ellos, idénticas a las de él, lo soltó y depositó un beso en el hombro. Se apartó y notó que ella le miraba confusa—. Tenemos que hablar.

A Cecilia se le hizo un nudo en el estómago. Sebastián la había besado y le había regalado una cámara, seguro que ahora no iba a decirle nada malo, pero Cecilia había visto las suficientes películas como para saber que esa frase no solía augurar nada bueno.

—Claro —le dijo tras humedecerse el labio inferior. Era curioso, pensó, la piel seguía igual que antes, pero ahora notaba rastros del calor de Sebastián en ella.

—Te quiero, y quiero irme contigo a Madrid.

Cecilia tardó varios segundos en reaccionar. ¿Sebastián la quería? ¿Quería irse a Madrid con ella?

—Si no quieres que vivamos juntos, lo entenderé —añadió Sebastián nervioso y algo incómodo—. De hecho, sería lo mejor. Y lo más lógico —añadió casi para sí mismo—. No quiero que te sientas presionada; nuestra relación avanzará tan rápido o tan despacio como tú quieras. Pero te quiero. Estoy enamorado de ti y quiero irme contigo. Puedo ayudarte con el traslado. Tengo trabajo, o lo tendré cuando lleguemos, un amigo de mi padre me ha conseguido una entrevista. Podemos vernos un par de días por semana, o solo uno. O ninguno —añadió apartando la mirada y malinterpretando el silencio de Cecilia. Intentó soltarse y entonces ella por fin salió de su estupor y le abrazó con todas sus fuerzas.

—Yo también te quiero, Sebastián —le dijo con lágrimas en los ojos.

Sebastián le devolvió el abrazo y hundió el rostro en el pelo de Cecilia.

—Te quiero —susurró él emocionado—. Y te prometo que te haré feliz. Tú y yo somos para siempre, ¿lo sabes, no?

—Lo sé. Para siempre —aseguró ella pegando la nariz al hueco que había entre el cuello y la clavícula de Sebastián.

No sabía que la piel podía oler tan bien. Sebastián notó que ella respiraba hondo y tembló y se apartó de nuevo para darle otro beso. Y otro. Y otro. Y otro. Y cuando estuvieron tumbados en la arena la besó por todas las noches que había soñado con hacerlo y que no lo había hecho porque el sentido común, la edad de ella, la relación que tenía con sus padres, y lo que él había hecho años atrás, se lo habían impedido. Cecilia le devolvió todos y cada uno de los besos y le hizo sentir como si fuera invencible. Un hombre mejor, uno con futuro. Sebastián quería quitarle el vestido, quería verla desnuda bajo la luna. Quería acariciarla y hacerle el amor. Y quería que ella se lo hiciera a él. Pero aquel no era ni el momento ni el lugar para ello, así que, aunque probablemente fue lo más duro que había hecho jamás, dejó de besarla y se sentó en la arena. Junto a ella, pero sin tocarla. Cecilia se quedó tumbada unos segundos con la piel de gallina y el corazón desbocado, pero tras unos minutos también se incorporó y se sentó. Quizá se preocupó un instante, pero cuando vio que Sebastián cerraba los ojos e intentaba recuperar el aliento, sonrió.

—Será mejor que te lleve a casa —sugirió él sin ganas.

—¿No podemos quedarnos un poco más? —le preguntó ella moviendo despacio los dedos en busca de la mano que él había dejado cerca de su pierna.

Sebastián tardó unos segundos en contestar, pero antes de hacerlo le cogió la mano y se quedó mirándola.

—No —confesó, y no hizo falta que añadiera que el motivo era porque no confiaba en poder contenerse una segunda vez.

Cecilia también tenía sus dudas acerca de sí misma. A pesar de que nunca había estado con ningún chico, estaba convencida de que si seguía besando a Sebastián, pronto no se conformaría con solo besarlo.

—¿Vendrás a verme mañana? —optó por preguntarle entonces.

—Te lo prometo. Y también hablaré con tus padres —añadió Sebastián valiente y decidido—, quiero que sepan que estamos juntos.

Cecilia sonrió. Era la noche más feliz de su vida.

Eran las doce del mediodía y Sebastián todavía no había ido a verla. Probablemente se había quedado dormido. Sebastián tenía tres trabajos; por la mañana trabajaba en el taller de reparaciones del puerto, era su trabajo preferido porque allí podía estar cerca del mar y aprenderlo todo de los barcos y de la navegación. Por la tarde seguía en el puerto, aunque entonces ayudaba a los estibadores; en el muelle de carga ganaba más dinero que en el taller, pero Sebastián se había lesionado más veces de las que Cecilia quería recordar; a pesar de que él insistía en negarlo y en bromear acerca de que así se ahorraba el gimnasio. Y por último estaba el restaurante en el que hacía desde camarero hasta lavaplatos los viernes y los fines de semana. Sí, probablemente se había quedado dormido, pensó de nuevo Cecilia con la imborrable sonrisa que se había fijado en su rostro la noche anterior. Ella también se había quedado en la cama hasta tarde, y cuando por fin salió de ella puso la radio mientras decidía qué ponerse. Todas las canciones hablaban de ella, del amor, de lo maravilloso que era el mundo. Eligió los vaqueros que más le gustaban, los que hacían que Sebastián apretara los dientes cuando la veía llevándolos, y una camiseta con escote de pico. Cogió los zapatos en una mano, unas bailarinas que habían visto tiempos mejores, y bajó corriendo descalza la escalera. Entró en el salón y después en la cocina y le sorprendió no encontrar rastro de sus padres. Alexia tampoco estaba por ninguna parte, pero su hermana solía pasar las mañanas de los sábados en las cuadras. Cecilia se puso los zapatos y bebió un vaso de zumo de melocotón para ver si así desaparecía el nudo que sentía en la garganta, y después salió y cogió la bicicleta para ir a casa de Sebastián. Así le daría una sorpresa… y ella se moría de ganas de volver a besarlo.

La familia de Sebastián vivía en una pequeña casa situada en el casco antiguo, una zona humilde y respetable. La madre de Sebastián, Antonia, era la cocinera del colegio más antiguo de la ciudad, y Miguel, su marido, trabajaba como chófer en la empresa propiedad del padre de Cecilia. Sebastián tenía dos hermanos, José Antonio y Gabriela, ambos menores que él. Cecilia los conocía a los dos; José Antonio iba a su misma clase y a Gabriela, aunque era más pequeña, también la había visto por el colegio.

Cecilia dejó la bicicleta, una BH roja, apoyada en la pared blanca y llamó al timbre. Esperó a que la abrieran y se pasó las manos por los muslos para secarse el sudor. Estaba nerviosa. Era la primera vez que veía a Sebastián después de los besos de anoche. Notó que se sonrojaba y se obligó a calmarse. Quizá no la abriría Sebastián y no quería que uno de sus hermanos, o su madre, o su padre, la vieran así. No sabía qué les había contado Sebastián y no quería meter la pata.

—Hola, Cecilia —la saludó José Antonio.

—Hola —dijo ella y le sorprendió ver que no la invitaba a entrar.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó él.

—He venido a ver a Sebastián —explicó ella extrañada por la actitud de José Antonio. Él sabía que ella y su hermano eran amigos, les había visto justos en multitud de ocasiones. Cierto, Cecilia no solía ir sola a buscarle, pero tampoco era la primera vez que lo hacía—. ¿Está dormido?

—Sebastián no está, Cecilia —le dijo, y a ella se le retorció el estómago—. Se ha ido.

—¿Ido?, ¿adónde? —Se apoyó en el marco de la puerta—. Creía que hoy no tenía que trabajar. Me dijo que hoy tenía el día libre.

—No. Sebastián se ha ido de casa, Cecilia. Cecilia vio entonces que José Antonio tenía los ojos rojos y que tenía que tragar saliva varias veces para contener las lágrimas.

—Solo ha dejado una nota en la nevera diciendo que no va a volver y que no intentemos buscarle.

Y sin una explicación, sin ni siquiera un adiós, Sebastián Nualart desapareció de la vida de Cecilia para siempre.