7

The odds are there to beat.

You win a while, and then it's done

Your little winning streak.

And summoned now to deal

With your invincible defeat,

You live your life as if it's real,

LEONARD COHEN,

A Thousand Kisses Deep

—¿Cómo ha ido el almuerzo con Domingo y Marcela? —le preguntó Sebastián sin darse media vuelta. No le hacía falta verla para saber que Cecilia estaba allí. Todos y cada uno de los centímetros de su piel se habían dado cuenta de que estaba cerca.

—Bien. —Cecilia tardó tanto en contestar que Sebastián pensó que quizá sus instintos le habían fallado o que ella había decidido irse.

—Lamento si te he incomodado —dijo él con la mirada todavía fija en el mar—. No era mi intención. ¿Marcela y Domingo saben…?

Cecilia no le dejó terminar la pregunta.

—No, no lo sabe nadie. A veces creo que no sucedió —dijo Cecilia en voz baja sorprendiéndose a sí misma.

Sebastián se volvió de golpe y, aunque intentó disimularlo, ella vio que el comentario le había dolido.

—¿Por qué crees eso? —le preguntó Sebastián—. En capitanía has dicho que nada de preguntas personales, pero ahora no estamos allí. Estamos tú y yo solos, justo aquí. —Se encogió de hombros y esperó.

Cecilia lo observó. Podría irse y dejarlo allí plantado. No le debía nada y ella era dueña de sus actos, de sus reacciones. Él no le había dado ninguna explicación, sí, ahora decía que había vuelto dispuesto a dársela, pero doce años atrás se había ido sin decirle ni una sola palabra. Ahora ella podía hacer lo mismo. Y él no podía hacer nada para impedirlo.

Respiró hondo y notó la opresión del corsé. Esa mañana se había puesto el primero que se había comprado. Tenía cinco y todos le proporcionaban la misma paz y la misma seguridad, pero el primero era especial. Se lo compró cuando volvió a Madrid después de ver Lo que el viento se llevó. La señora de la tienda dio por sentado que lo quería para sorprender a alguien especial, y ella no se lo desmintió. Aunque esa señora también le dijo que los corsés conseguían que una mujer se sintiese poderosa. Y así era exactamente como quería sentirse Cecilia. Después de haber aceptado durante tanto tiempo que los hombres de su vida le habían fallado, quería sentir que era ella, y no ellos, la que tenía el poder. Era un corsé blanco con diminutas flores rosas bordadas. Se abrochaba delante con unos delicados corchetes y detrás tenía una lazada muy suave. El corsé le cubría de los pechos hasta la cintura y por suerte quedaba muy disimulado bajo la camisa y la chaqueta que llevaba.

—Lo siento —dijo Sebastián—, no tendría que habértelo preguntado. Me voy y te dejo sola. Nos vemos en capitanía.

Sebastián sacó las manos de los bolsillos del pantalón y dio un paso hacia delante. Y luego otro. Pasó junto a Cecilia sin decirle nada más, pero ella habría jurado que notó que respiraba hondo como si quisiese llevarse con él el aroma de su perfume.

—Porque así no me siento como una estúpida —dijo Cecilia cuando él le quedó a medio metro de distancia.

Sebastián se detuvo y se dio media vuelta.

—Tú nunca fuiste una estúpida.

—Eso ya no importa —dijo Cecilia—. Y no quiero hablar más del tema. Solo te he contestado porque no quería que te fueses sin saberlo. Mira, Sebastián, aunque solo sea por unos meses, tenemos que trabajar juntos, así que será mejor que mantengamos una relación estrictamente profesional.

Sebastián la miró a los ojos y Cecilia vio en ellos reflejada una tormenta.

—He vuelto por ti, Cecilia. He tardado mucho más de lo que creía en lograrlo y por eso mismo estoy dispuesto a darte todo el tiempo que necesites para hacerte a la idea de que estoy aquí y de que no pienso irme a ninguna parte. Jamás —añadió al ver que ella levantaba una ceja—. Si quieres que en el trabajo seamos solo el capitán Nualart y la doctora Ruiz-Belmonte, me parece bien. Aunque estuviésemos juntos, yo seguiría tratándote como una profesional en el trabajo. Pero no me pidas que te trate como si no lo significases todo para mí porque vas a llevarte una gran decepción. —Hizo una pausa y le aguantó la mirada—. Ponme todas las barreras que se te ocurran, Cecilia, estoy dispuesto a derribarlas todas. Una a una. Me he perdido muchas cosas de tu vida, y ahora que estoy aquí no voy a perderme más. ¿Quieres venir a cenar conmigo?

Ella lo miró como si se hubiese vuelto loco.

—NO —le contestó furiosa porque durante un segundo una parte de su corazón le había pedido decir que sí.

—Mañana volveré a preguntártelo —le prometió él.

—Mañana volveré a decirte que no —afirmó ella.

—De acuerdo. —Sebastián se puso de nuevo las manos en los bolsillos—. Antes o después tendrás que escucharme, Ce.

—Si vuelves a llamarme Ce solo conseguirás que ni siquiera esté dispuesta a hablar contigo.

—Está bien. Encontraré el modo de volver a acercarme a ti.

—Lo único que quiero es que te vayas, y si la memoria no me falla, se te da muy bien desaparecer sin dejar ni rastro.

Sebastián la miró y Cecilia tuvo ganas de pedirle perdón por aquel comentario tan hiriente.

—Te has convertido en una mujer muy dura, Cecilia.

—Ni te lo imaginas… —afirmó ella—. Pero no te halagues, no es por ti.

—Te dejaré sola —dijo Sebastián—. Y retiro lo que he dicho antes, no volveré a pedirte que salgas a cenar conmigo.

—¿Ah, no? Vaya, veo que te rindes muy fácilmente.

Sebastián eliminó la distancia que los separaba y la sujetó por los antebrazos.

—No voy a pedírtelo porque no voy a darte la oportunidad de que me rechaces. Voy a dejar que tengas tiempo para pensar, aunque por dentro me muera de ganas de obligarte a escucharme. Voy a mantener las distancias hasta que estés dispuesta a reconocer que nunca, ni un día de estos últimos doce años, te has olvidado de mí. Igual que yo no me he olvidado de ti. Estoy dispuesto a hacer muchas cosas, pero escúchame bien, Ce —dijo adrede—. En lo que respecta a ti, nunca voy a rendirme.

Cecilia echó chispas por los ojos. Sebastián solo la estaba sujetando por los brazos y ella temblaba de los pies a la cabeza. La reacción de su cuerpo era tan intensa que pensó que se marearía si él no la soltaba. Y para su mayor vergüenza tuvo que reconocer que quería que Sebastián la besase. Quería que agachase la cabeza y la obligase a separar los labios con los de él. Que la obligase a responder a sus caricias y a sentir algo por primera vez en más tiempo del que se atrevía a recordar.

Sebastián vio el anhelo que iluminó los ojos de Cecilia y se le secó la garganta solo con pensar en lo que sentiría si tuviese los labios de ella bajo los de él. Cecilia quería que la besase, podía sentirlo, incluso palparlo. Igual que sabía con la misma certeza que luego Cecilia lo abofetearía y saldría de allí echa una furia. Podía besarla ahora, quitarse de encima aquel insoportable anhelo que le quemaba el alma desde que había vuelto y que le exigía que la besase. Podía besarla, recordar por fin el sabor que tanto había idealizado en su memoria y que su corazón se había negado a olvidar. Revivir aquel instante que era lo único que lo había obligado a seguir adelante. Su cuerpo necesitaba recordarla, su alma necesitaba sentirla. Ya podía sentir su perfume, sus temblores bajo los dedos, su lengua rozándole la suya… Se apartó.

Respiró hondo y cerró los ojos un segundo.

Volvió a abrirlos.

—No vuelvas a provocarme, la próxima vez no me detendré y te besaré —le dijo entre dientes.

—Quería que me besases —confesó Cecilia sintiéndose valiente y orgullosa gracias al corsé y al fuego que él había conseguido despertar en su interior.

—Ya lo sé —Sebastián no estaba dispuesto a mentir—. Igual que sé que más tarde te habrías convencido a ti misma de que yo te había manipulado —añadió antes de que Cecilia pudiese hacerse la ofendida o negarlo—. Habrías utilizado este beso como excusa para distanciarte más de mí. Y aunque me muero de ganas por besarte —abrió y cerró los puños—, quiero mucho más de ti. Pero te lo advierto, no sé si podré contenerme una segunda vez, así que, a no ser que estés lista para escucharme, te pido que no vuelvas a provocarme.

—Yo no te he provocado —dijo Cecilia a pesar de que sabía que sonaba a excusa de adolescente—. Y no habría hecho nada de lo que dices, sencillamente siento curiosidad por saber si besas igual que hace doce años. Los dos éramos unos niños, bueno, al menos yo lo era, y estoy segura de que lo tengo idealizado. Seguro que si no te hubieses ido, nos habríamos peleado. Lo nuestro no habría durado.

Sebastián entrecerró los ojos y apretó la mandíbula, pero no cedió. Sabía lo que estaba haciendo Cecilia: buscar pelea.

—Vuelvo a capitanía —le dijo—. Por ahora estoy dispuesto a mantener las distancias, Cecilia. Pero no voy a irme a ninguna parte. Será mejor que lo tengas presente, la próxima vez que quieras provocarme. Y el día que de verdad quieras que te bese, lo único que tienes que hacer es pedírmelo. Nos vemos luego.

Y se alejó de allí dejándola frustrada y más confusa de lo que había estado en muchos años. Cecilia no tuvo más remedio que reconocer para sí misma que efectivamente había provocado a Sebastián, y luego también tuvo que reconocer que le habría gustado que la besase. ¿Gustar? Había estado a punto de cogerlo por el cuello y obligarlo. Pero Sebastián tenía razón. Maldita sea. Ella le habría echado las culpas del beso y lo habría utilizado para mantener las distancias. Cerró los ojos. No podía seguir así, apenas hacía unos días que Sebastián había vuelto y ya se estaba entrometiendo en su cabeza, ya le estaba arrebatando el control de sus emociones. Con lo mucho que le había costado asumirlo.

Deslizó unos dedos por entre dos botones de la camisa y tocó el corsé. Había tenido que volver a ponérselo, y eso que hacía tiempo que ya solo lo utilizaba en determinadas situaciones. El corsé había evitado que cediese del todo, que se derrumbase, pero tenía que tomar medidas más drásticas. Nada de hablar a solas con Sebastián. Nada de permitir que él la tocase o se le acercase. Nada de mirarle a los ojos y de sentir que el corazón le daba un vuelco si él la llamaba Ce.

Iría a trabajar, cumpliría con su palabra, pero cuando saliera de capitanía saldría con Pedro o con Alexia. No volvería a quedarse a solas con Sebastián y si él volvía a presentarse en su casa, no le abriría. Tarde o temprano, él terminaría dándose por vencido. Seguro. Sebastián ya le había demostrado que no era de los que se quedan, él volvería a irse. Solo era cuestión de tiempo.

Decidida y mucho más tranquila tras tirar un poco de los lazos del corsé, volvió a capitanía. Saludó a sus compañeros al entrar y no vio a Sebastián por ninguna parte en toda la tarde, aunque en un par de ocasiones habría jurado que podía sentir su mirada encima de ella. Llegó la hora de salir y tras ordenar sus cosas y apagar el ordenador se puso en pie y se despidió de sus compañeros. Estaba a pocos pasos de la puerta cuando esta se abrió y apareció Sebastián, él no dijo nada, pero la miró a los ojos, y le sujetó la puerta para que pudiese salir. Cecilia le dijo un simple adiós y se fue a cenar con Pedro.

—Se te ve preocupada —le dijo Cano a Cecilia mientras los dos entraban en su apartamento.

—No, no es nada, solo estoy cansada.

—Te he visto cansada, Cecilia, y te he visto preocupada, conozco la diferencia. —Cano dejó la bolsa de fruta que se habían detenido a comprar en la cocina—. El viernes pasado entregaste los papeles para la excedencia y hoy has vuelto al trabajo como si nada. Te pasa algo, Cecilia.

Cecilia no le respondió y desvió la vista hacia uno de los marcos que había encima del mueble de la entrada, el que estaba justo al lado de la bicicleta de Cano.

—No puedo creerme que sigas teniendo esa foto.

Cano se encogió de hombros mientras continuaba ordenando la compra.

—¿No te parece muy masoquista? —Cecilia caminó hasta el mueble y cogió el marco.

—Supongo —reconoció Pedro—, pero creo que me dolería más no verla.

Cecilia inspeccionó la foto en la que solo estaba Teresa. Cecilia recordaba perfectamente el momento exacto en que se la había tirado y que había utilizado la cámara que le había regalado Sebastián por su dieciocho cumpleaños; ella volvía de hacer un curso de fotografía al que se había apuntado los lunes por la noche y cuando entró en el apartamento que compartía con su amiga la encontró dormida en el sofá y con cara de haber estado llorando. La luz era perfecta, una mezcla extraña entre claroscuros y sombras, el rostro de Teresa estaba parcialmente oculto por la melena y las pestañas parecían acariciarle la mejilla. Era una imagen única, así que Cecilia sacó la cámara y disparó casi sin pensar. Cuando despertó a Teresa para decirle que ya estaba en casa descubrió que el motivo de las lágrimas era que había descubierto que Pedro le era infiel.

Años más tarde, y sin saber muy bien por qué, Cecilia le contó a Pedro lo de esa fotografía y él exigió que se la enseñase. Cecilia se habría negado, pero al ver los remordimientos y el dolor que quemaban dentro de los ojos de Pedro, se la mostró. La fotografía había estado en aquel mueble desde entonces.

—¿Has hablado alguna vez con ella? —le preguntó Cecilia.

A Pedro no le hizo falta preguntarle a quién se refería.

—No. Lo intenté hace años, pero ni siquiera conseguí que me contestase el teléfono.

—Quizá tendrías que volver a intentarlo, Pedro.

—No. Teresa está mejor sin mí.

—Tal vez —reconoció Cecilia—, pero si de verdad crees que jamás arreglarás las cosas con Teresa, entonces tendrías que olvidarte por completo de ella.

—Ya la he olvidado, Cecilia. Por eso tengo la foto, para recordarme que no puedo volver a cometer el mismo error otra vez. ¿Piensas contarme por qué has decidido quedarte y no pedir la excedencia?

—El capitán me dijo que si yo no estaba clausuraría el proyecto Erizo —dijo sin más.

—¡Será capullo! Y mira que me había parecido un tipo íntegro.

—Y lo es —las palabras salieron de su boca antes de que su cerebro pudiese pensarlas y Cecilia se sonrojó sin darse cuenta—. Son cosas del Ministerio —improvisó—. Le dije que me quedaría tres meses, es tiempo más que de sobra para que tú te pongas al día de todo. Y él me prometió que no lo clausuraría.

—Vaya… —suspiró Cano—, me siento halagado de que creas que puedo estar al mando del proyecto, Cecilia, pero la verdad es que preferiría que no te fueras —sonrió—. Incluso estoy dispuesto a seguir hablando de Teresa, si con eso consigo que te quedes.

—No digas tonterías, Pedro, lo harás muy bien. Además, lo de Canarias no es para siempre.

—¿Cuándo tienes pensado regresar?

—No lo sé muy bien… —«Depende de lo que tarde Sebastián en irse».

—Bueno, por lo menos desde allí no podrás interrogarme —bromeó.

—Seguro que se me ocurre otra manera de torturarte.

Cecilia y Cano dirigieron entonces la conversación hacia temas más divertidos y cuando Cecilia se fue a su casa casi logra no pensar en Sebastián.

El resto de la semana transcurrió del mismo modo. Cada día, Sebastián hablaba con Cecilia de algún tema relacionado con su trabajo, y cada día le costaba más no preguntarle por su vida privada o por algo tan inocuo como por ejemplo qué programa de la tele había visto la noche anterior, o si lo había visto sola. Sebastián se consolaba a sí mismo diciéndose que el miércoles ella le sonrió, y que el viernes le preguntó si quería una taza de café. Ambos gestos eran completamente inocentes, Cecilia sonreía a menudo a sus compañeros de trabajo y siempre tenía la cortesía de preguntar si alguien más quería un café cuando ella se servía uno. Sebastián lo sabía, pero aun así no pudo evitar sentir un atisbo de esperanza cuando ella le preguntó si seguía tomándolo solo y con dos terrones de azúcar. Si no se había olvidado de cómo le gustaba el café, quizá tampoco había olvidado otras cosas mucho más importantes. Pero por muy bien que consiguiese disimular a lo largo de la jornada, lo que peor llevaba Sebastián era el momento de irse a casa. Habitualmente salían a las siete y a esa hora desde su despacho empezaba a oír el ruido de los ordenadores apagándose, de las sillas echándose hacia atrás y de los cajones que se abrían y cerraban para guardar las pertenencias de sus distintos propietarios. Y también oía las despedidas y era justo entonces cuando oía que Cecilia y Cano se iban juntos. Un día, el miércoles para ser más exactos, incluso se atrevió a observarlos desde la ventana y vio que Cano caminaba sujetando la bici a un lado para seguir el paso de Cecilia que iba a pie. No volvió a repetir tal temeridad, le dolía ver a Cecilia con otro hombre, a pesar de que antes de volver a España se había dicho infinitas veces que era más que probable que ella estuviese con alguien. Y la verdad era que no le sentaba nada bien que ese hombre fuese Cano. En los pocos días que hacía que le conocía, Cano había empezado a gustarle. Era listo, ingenioso, tenía un gran sentido del humor y era un científico excelente. A Sebastián no le gustaba pensar que si su plan salía bien, le haría daño a ese hombre que había empezado a admirar. Pero a pesar de los remordimientos y de los ataques de conciencia, Sebastián no tenía ninguna intención de rendirse tan pronto. Él quería recuperar a Cecilia, o como mínimo quería contarle la verdad. Si luego ella no podía perdonarle, entonces…

—¿Puedo pasar?

Sebastián estaba de pie de espaldas a la puerta y se dio media vuelta al oír la voz de Cano. Era viernes, lo que significaba que todo el mundo saldría más puntual. Él se había dirigido a la ventana de un modo inconsciente; si iba a estar todo el fin de semana sin ver a Cecilia, quería aprovechar hasta el último momento.

—Por supuesto, Cano, adelante.

Cano entró y cerró la puerta tras él.

—¿Iba a salir? —le preguntó al ver que el capitán no estaba tras el escritorio.

—No, no. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Necesitaría tomarme unos días libres —dijo sin preámbulos—. Sé que no los tengo autorizados y que no aparecen en el calendario que le entregué, pero necesitaría ausentarme dos semanas.

—¿Dos semanas?

—Es un asunto personal, capitán, y no se lo pediría si de verdad no fuese importante —afirmó Cano mirando a Sebastián a los ojos—. He terminado los informes que me pidió y la doctora Ruiz-Belmonte está al tanto de todo.

—Si la doctora está de acuerdo, por mí no hay ningún problema. Espero que ese asunto personal no sea nada grave, Cano.

—Gracias, capitán, yo también. —Cano asintió y en su mente le agradeció al capitán que no le preguntase de qué clase de emergencia personal se trataba.