Lo que sucede es que me he enamorado,
como el perfecto estúpido que soy.
LUIS EDUARDO AUTE,
Una de dos
Sebastián pasó el fin de semana con sus hermanos. Y el rato que no estuvo con ellos lo dedicó a leer los informes que Galindo había olvidado mencionar que tenía pendientes. Cuando terminó, fue a correr. Y después de correr nadó durante dos horas en la piscina del gimnasio. Cualquier cosa excepto pensar en el rechazo que había visto en los ojos de Cecilia, o en la posibilidad de que el lunes ella no se presentase en el trabajo. Por suerte para él, ni Gabriela ni José Antonio sabían lo que había sucedido con Cecilia doce años atrás, así que ninguno de sus hermanos le preguntó por ella, habría sido incapaz de contarles cómo estaban las cosas entre los dos. Sebastián comprobó que efectivamente José Antonio se pasaba muchas horas en el hospital y que era muy estricto con Gabriela, y también descubrió que su hermana tenía un don innato para la mecánica y que todavía no sabía qué carrera quería estudiar, y que nunca había tenido novio. Según ella, los chicos del instituto eran unos estúpidos que no sabían cómo tratarla. Él le dio la razón.
El domingo se acostó pronto y se obligó a dormir, objetivo que consiguió durante unas meras horas. No podía dejar de pensar en Cecilia y en todo lo que necesitaba explicarle, así que cuando dieron las seis de la mañana, se dio por vencido y tras ducharse y vestirse, fue a capitanía. Siempre le había gustado pasear por el muelle a esas horas, en medio de los barcos y de la brisa del mar. Lo había echado de menos. Y quizás así estaría más sereno cuando llegasen los demás a la oficina.
De camino a capitanía pasó por delante del taller en el que había trabajado cuando tenía veinte años. Ahora era un local vacío con un cartel que decía SE ALQUILA pegado a la persiana. Los barcos y las grúas que circulaban por el muelle como langostas por los prados ya no acudían a ese pequeño taller y ahora se reparaban en una nave industrial habilitada para ello en un polígono cercano. Más tarde se pasaría a echar un vistazo. Y también visitaría la escuela de submarinismo que había en el puerto y preguntaría qué tenía que hacer para salir a bucear. Estar en las profundidades del mar siempre le había ayudado a pensar.
Sebastián todavía no sabía cómo había sido capaz de mantenerse alejado de Cecilia durante todo el fin de semana. La tentación de ir a su encuentro y de exigirle que lo escuchase, que lo dejase hablar, había sido casi imposible de resistir, pero para contenerse solo había tenido que pensar en la mirada glacial con la que ella le había recibido al abrir la puerta de su casa. Durante todas las noches que se había pasado despierto echándola de menos, se había imaginado infinidad de veces lo que diría cuando volviese a verla, lo que haría, y en todos y cada uno de esos sueños, a pesar de que en algunos ella le perdonaba y de que en otros no quería volver a verlo, Sebastián la besaba. «Pero eso eran tus sueños, Sebastián, Ce no te besó, ni siquiera pareció sentir las más mínimas ganas de hacerlo. Quizás has esperado demasiado. Quizás es demasiado tarde».
Levantó la vista y miró hacia el horizonte, negándose a aceptar si quiera la posibilidad de que hubiera perdido a la mujer de su vida para siempre.
—Buenos días —saludó al guardia de seguridad que había en la entrada de capitanía.
—Buenos días, capitán —respondió el hombre sin ocultar lo sorprendido que estaba de verlo por allí a esas horas.
Sebastián subió los escalones de dos en dos y cuando llegó al piso en el que se encontraban los despachos no encendió los fluorescentes, sino que se acercó a la ventana y se quedó observando el cielo. El sol siempre tenía una luz especial a esas horas. Igual que el mar. No sabría explicarlo, pero a lo largo de todos esos años, Sebastián había visto amanecer miles de veces en lugares que probablemente eran mucho más bonitos que ese; a bordo de un barco en la Antártida, en las costas de Chile, en Canadá, pero ningún amanecer parecía significar tanto como aquel. Y tuvo miedo.
Por suerte para él, en aquel preciso instante empezó a llegar gente y Sebastián no tuvo más remedio que dejar a un lado sus preocupaciones personales y comportarse como el profesional que era. Se sentía muy orgulloso de haber llegado tan lejos, y no quería defraudarse ni a sí mismo ni a todo el equipo que ahora dependía de él.
—Buenos días —dijeron los dos primeros.
—Buenos días —respondió Sebastián.
—Tengo listos los informes que me pidió, capitán —dijo Ponce, uno de los encargados del control del tráfico marítimo del puerto, nada más dejar las cosas encima del escritorio.
—Perfecto. Venga a mi despacho a las diez y media y los repasaremos juntos.
—¿Necesita que se lo anote en la agenda, capitán? —le preguntó Márquez que justo en aquel instante entraba por la puerta.
—Buenos días, Márquez; no, no será necesario. —El joven le miró tan sorprendido y asustado que Sebastián se vio obligado a añadir—: Necesito que se encargue de algo mucho más importante, la agenda puedo gestionármela yo solo. Gracias.
—¿De verdad, capitán? Lo siento —farfulló muerto de vergüenza Márquez al darse cuenta de lo que había dicho.
—De verdad —sonrió Sebastián—. En Chile me hablaron de un programa informático que gestionaba las entradas y salidas de buques del puerto de Shanghái. ¿Lo conoce?
—Sí, capitán.
—Genial. Entonces averigüe a quién tenemos que venderle el alma para conseguirlo y empiece a aprender cómo funciona.
—¿Yo? —preguntó Luis Márquez atónito.
—Sí, usted, Márquez. A no ser, claro, que quiera seguir con las funciones que tenía hasta ahora.
—No, señor, quiero decir, capitán.
—Basta con Sebastián, Márquez.
Márquez asintió por última vez y corrió a esconderse detrás de la pantalla de su ordenador.
—Vaya, veo que a pesar de la capitanía sigues siendo tan intuitivo como antes —dijo una voz de barítono detrás de Sebastián.
—Y tú sigues siendo el hombre más sigiloso que he conocido jamás. —Sebastián se volvió—. Me alegro de verte, Domingo.
—Y yo a ti, capitán —pronunció el título con aire burlesco—. Lamento no haber estado la semana pasada cuando llegaste, pero me habían aprobado las vacaciones hacía meses y no iba a volver para ver a un tipo tan feo como tú —añadió en broma—. Me alegro de que estés aquí.
—¿Cómo es que sigues trabajando en el puerto? —le preguntó sincero Sebastián tras dar un abrazo de oso al otro hombre que tenía diez años más que él y le sacaba unos treinta quilos de ventaja—. Cuando Márquez me mandó el organigrama y vi tu nombre junto al cargo de «supervisor de comunicaciones radio-marítimas», pensé que era una coincidencia. Pero luego vi la foto…
—Y viste que sigo siendo tan guapo como antes.
—Y modesto.
—No sé, Sebastián, supongo que no todos estamos hechos para las altas esferas. Mírate tú mismo, hace años te pasabas las mañanas en el taller y ahora prácticamente diriges el puerto.
—¿Y tú? —Sebastián no quería hablar de él—. ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? ¿Marcela sigue aguantándote o vio la luz y te dejó? ¿Y tu moto, todavía tienes ese trasto?
—Gracias a ese trasto cobraste un montón de horas extra, así que un respeto. No, mi querida moto pasó a mejor vida cuando Marcela y yo tuvimos gemelos. Y yo al final me puse las pilas y empecé a trabajar en serio.
—¿Tienes hijos?
—Dos. —En un acto casi reflejo, Domingo se sacó la cartera del bolsillo de los pantalones y le enseñó a Sebastián la foto de dos niños de unos nueve años—. Se llaman Juan y David, pero yo les llamo Zipi y Zape. Ellos ni siquiera entienden el chiste.
—Ya. Felicidades. —¿Y tú?
—¿Yo? —Sebastián levantó ambas cejas.
—¿Tienes hijos? —le preguntó también.
—No, qué va.
Domingo le miró sorprendido.
—No me dirás qué todavía sigues colgado de esa chica misteriosa. A pesar de las cañas a las que te invité para hacerte confesar, jamás me dijiste quién era —chasqueó la lengua—. Es una lástima, con la de mujeres de carne y hueso que te tiraban los tejos. —Le dio una palmada en la espalda—. Será mejor que me ponga a trabajar. Me alegro de que estés aquí, Sebastián. Siempre pensé que terminarías haciendo algo bueno —añadió Domingo.
—Gracias, yo también me alegro de estar aquí.
Sebastián observó a Domingo dirigiéndose hacia el despacho que ocupaba en uno de los laterales de la sala y al girar la cabeza hacia allí se topó con una imagen que habría deseado no ver jamás: Cecilia entrando del brazo de otro hombre. Un hombre muy atractivo, de esos que parecen sacados de una revista de adolescentes, con dientes blancos y perfectos y hoyuelos en los lugares exactos. Y para empeorar las cosas, el muy desgraciado se agachó y le dio un beso en la mejilla. ¿Quién era ese tipo que se atrevía a besar a Cecilia en su lugar de trabajo?
—¡Hola, Cano! —un mensajero cargado con una bolsa de plástico amarillo saludó al supermodelo—. ¡Tu bicicleta es lo más!
¿Ese era Cano? ¿El ayudante de Cecilia? Guapo, fuerte, joven e iba en bici. Sebastián quería matarlo con sus propias manos.
—Cuando quieras te la presto —dijo Cano.
«Y además es generoso».
—Genial, tío.
—Buenos días a todos. —Cano sonrió de oreja a oreja.
«Y bien educado».
—Buenos días —Cecilia también saludó a sus compañeros, y solo con el gesto consiguió excluir a Sebastián del saludo. No lo miró ni por casualidad, los ojos de Cecilia ni siquiera se acercaron a los alrededores de donde él estaba.
Justo antes de que Sebastián pudiese reaccionar, Domingo volvió a aparecer en la sala.
—Ah, Cano, veo que has llegado. ¿Puedes venir un segundo a mi despacho? —le pidió antes de volver a bajar la vista hacia el documento que llevaba en la mano, pero de repente se detuvo y parpadeó confuso—. ¿Cecilia? —Domingo la miró sorprendido—. ¿No habías solicitado una excedencia?
—Sí, pero me lo he pensado mejor —explicó fulminando a Sebastián con la mirada durante un microsegundo. Acto seguido, esbozó una sonrisa—. Me iré dentro de unos meses, así tengo tiempo de organizarlo todo con más calma. He decidido que me iré a vivir al extranjero una temporada.
—¿Y tú qué dices, Cano, vas a irte con ella? —preguntó Domingo cruzándose de brazos.
—¿Tú qué crees? —Cano guiñó un ojo.
—Cuando hayáis terminado con la cháchara —les interrumpió Sebastián—, ¿le importaría pasarse por mi despacho, doctora?
—Luego hablamos, Pedro —le dijo Cecilia a Cano colocándole una mano en el antebrazo. Ella era de las pocas personas que le llamaban por su nombre y no por su apellido—. Será mejor que atiendas a Domingo… antes de que el capitán saque humo por las orejas —añadió en voz más baja.
—Claro, princesa. —Cano le dio un ligero apretón en los dedos y siguió a Domingo hasta su despacho.
«Princesa. La llama princesa. Será cursi».
Cecilia se acercó a su mesa y dejó sus cosas como siempre. El ritual matutino la ayudó a fingir que no sucedía nada fuera de lo habitual y a mantener cierta calma. Puso en marcha el ordenador y miró la fotografía que tenía junto a la pantalla; una en la que estaba con su hermana y con su madre. No era una fotografía especialmente bonita, no tenía nada especial, excepto que las tres estaban juntas y riéndose. A Cecilia le encantaba, la reconfortaba. Pasó un dedo por el marco y cogió el expediente que estaba encima de la pila. Cogió las gafas y un bolígrafo y se dirigió al despacho de Sebastián. Cuanto antes hablase con él, mejor. Igual que arrancar una tirita; un gesto rápido y sin vacilar. Así solo le dolería un segundo.
Llamó a la puerta antes de entrar. No lo hizo por educación, sino porque sabía que al «capitán» le pondría de los nervios que ella marcara tanto las distancias.
—Adelante —dijo Sebastián, y Cecilia creyó oír cómo le rechinaban los dientes.
—¿Quería verme, capitán?
Sebastián estaba de pie detrás de su escritorio, con las manos en la espalda y la frente tan arrugada que de seguir así terminaría quedándole un cerco permanente.
—¿Qué diablos es eso de que quieres irte a vivir al extranjero? Creía que habías pedido la excedencia para hacer unos cursos en Canarias —le recriminó él sin disimulo.
—Eso no es de su incumbencia, capitán —le dijo mirándole a los ojos—. Si no me ha hecho venir aquí para hablar del proyecto Erizo, o de cualquier otro asunto de mi departamento, me temo que no tengo por qué contestarle, capitán.
—Sebastián. Llámame, Sebastián.
—No, capitán.
—El viernes me llamaste Sebastián —le recordó él.
—El viernes no estábamos en el trabajo, capitán.
—Les he dicho a todos que no quiero que me llamen capitán. ¿No me crees? —La mueca de Cecilia le dejó clara la respuesta a esa pregunta, y Sebastián se acercó a la puerta y la abrió de golpe—. Márquez, ¿puede venir un momento, por favor?
—Por supuesto, Sebastián —afirmó el otro hombre desde su puesto de trabajo.
Tras obtener una prueba tan irrefutable, Sebastián desvió la mirada hacia Cecilia y la retó a que volviera a contradecirle.
—Al final no será necesario, Márquez. Siga con lo que estaba haciendo —le dijo Sebastián—. Disculpe la intromisión. —El joven lo miró como si le hubiese crecido otra cabeza, pero Sebastián se limitó a cerrar de nuevo la puerta. Ahora no tenía tiempo de preocuparse por lo que opinara Luis Márquez de él.
—¿Tienes una aventura con Cano?
—¿Tiene eso algo que ver con mi trabajo, Sebastián? Porque si no, no pienso contestarte.
—¿Es tu pareja? —insistió.
—Me voy. —Se dio media vuelta y cogió el picaporte.
«No», le gritó una voz en la mente de Sebastián.
—Ayer leí el informe que le pasaste al capitán Galindo sobre el descenso de la fauna marina de la bahía —dijo Sebastián en un intento desesperado por reconducir aquel encuentro. En su mente, se había imaginado que hablaría con Cecilia del trabajo y que mantendría sus distancias durante unos cuantos días, ganándose así poco a poco su confianza. Después, al cabo de una semana, o tal vez dos, la invitaría a cenar y le explicaría lo sucedido. Ella le perdonaría y serían felices para siempre. «Iluso. Te ha bastado con verla junto a otro y te has puesto como un neandertal salido de las cavernas».
Cecilia se volvió y lo miró con el ceño fruncido.
—Tu propuesta de aislar ciertas zonas me parece algo exagerada —siguió él.
—¿Exagerada? Oh, claro, qué importancia tienen unos pocos peces y unos crustáceos comparados con unos buques de carga.
Sebastián se sentó e intentó adoptar una postura profesional. Ella parecía relajarse cuando hablaba de su trabajo.
—Los peces y los crustáceos tienen mucha importancia —la sorprendió diciendo—. Lo que me parece exagerado es la cantidad de metros cúbicos que pretendes aislar y la zona en la que propones que se sitúen.
—¿Se te ocurre algo mejor? —le desafió ella.
—Todavía no, pero le estoy dando vueltas a un par de ideas. Cuando tenga algo concreto, serás la primera en saberlo.
Cecilia se sentó en la silla que había frente al escritorio, y Sebastián se arriesgó a seguir con la conversación.
—También leí el informe que elaborasteis sobre las consecuencias que tendría una fuga del crudo que transportan ciertos buques. Eché en falta un plan de contingencia.
—Galindo creyó que no era necesario —se defendió.
—¿Y le hiciste caso? Vamos, Cecilia, no me lo creo. —Se echó un poco hacia atrás y levantó las cejas—. Enséñamelo.
—¿El qué? —Trató de hacerse la tonta.
«Es una pregunta trampa, Sebastián, sigue comportándote como un profesional».
—El plan de contingencia que trazaste.
Cecilia se puso las gafas y abrió el expediente que tenía en el regazo. La verdad era que había cogido ese sin pensar, solo para tener algo entre las manos, pero al parecer había tenido suerte y había cogido el correcto. «¿Dónde diablos había metido el plan de contingencia? ¡Aquí!».
—Cano y yo estimamos que… —Levantó la cabeza y vio que Sebastián la miraba confuso—. ¿Qué? ¿Qué pasa?
—Llevas gafas —carraspeó—. ¿Desde cuándo?
Cecilia se tocó la montura y la subió por la nariz.
—Hace mucho tiempo, ya no me acuerdo. ¿Seguimos?
Sebastián quería preguntarle si era miope o si tenía estigmatismo, si había pensado alguna vez en operarse, si le gustaba llevar gafas o si prefería utilizar lentillas. Quién le regaló el primer par de gafas. Si las llevaba siempre o solo de vez en cuando… pero probablemente ella volvería a amenazar con irse si le preguntaba todo eso. Demasiado personal. Y no estaba relacionado con el trabajo. Así que en contra de todos sus instintos, y de la necesidad que sentía por averiguar todo lo que había sucedido a Cecilia mientras él no estaba, Sebastián dijo:
—Por supuesto. Cuéntame qué opciones os planteasteis, ¿incluisteis la posibilidad de que el crudo quedase estancado en alguna zona?
Cecilia empezó a sacar papeles del expediente y a explicarle todas las hipótesis que ella y Cano se habían planteado. Al principio, Sebastián había sacado el tema para evitar que Cecilia se fuese, pero a medida que iba hablando, fue prestándole atención. Y al final no tuvo más remedio que reconocer que tanto ella como su excesivamente guapo y cariñoso ayudante, sabían lo que se traían entre manos.
—¿Puedo quedármelo? —le preguntó Sebastián sujetando el expediente en la mano.
—Claro, lo tengo grabado en el ordenador. Si quieres, puedo mandarte por correo el resto de documentación.
—Te lo agradecería.
Se quedaron en silencio y Cecilia se dio cuenta de que habían pasado casi una hora juntos sin pelearse. Le miró y entonces él le devolvió una sonrisa, y en aquel preciso instante Cecilia recordó lo mucho que había llegado a depender de aquella sonrisa, lo mucho que la había necesitado durante una época de su vida, y que él se la había arrebatado sin darle una explicación.
—¿Es todo? —le preguntó marcando de nuevo las distancias. Más le valía no olvidar el daño que le había hecho Sebastián. Nada de sonrisas ni de miradas de complicidad, él sería su jefe y ella trabajaría para él durante el tiempo que habían acordado, pero después se iría y no volvería a verlo jamás. Esta vez, para variar, sería ella la que lo dejaría plantado.
Sebastián tardó unos segundos en reaccionar. El cambio que se produjo en la actitud y en la mirada de Cecilia fue más que evidente, y se maldijo por haber hecho o dicho lo que fuera que hubiese causado dichos cambios. En un abrir y cerrar de ojos Cecilia había pasado de estar relajada a no ocultar las ganas que tenía de salir de allí y de alejarse de él.
—Sí —carraspeó—, es todo.
Cecilia asintió y se puso en pie.
—Te mandaré el resto de la documentación ahora mismo —le dijo desde la puerta.
—Gracias. —Él cogió un bolígrafo y fingió interesarse por un papel que tenía encima de la mesa—. Lo leeré y veré qué puedo hacer al respecto. Quizá con unas pequeñas modificaciones podríamos implementarlo.
—Eso sería genial. Gracias.
Sebastián asintió incómodo, no sabía cómo despedirse de ella. Lo que era una tontería, Cecilia iba a estar sentada a escasos metros de él, solo tenía que salir del despacho para volver a verla. Alguien golpeó la puerta y lo obligó a reaccionar.
—Disculpad —dijo Cano al entrar—, lamento interrumpir.
—No, ya habíamos terminado. ¿Qué puedo hacer por usted, Cano?
—En realidad venía a buscar a Cecilia, capitán —le dijo—. Hoy tenemos la reunión con los de la escuela de submarinismo. Iba a ir yo solo, pero ya que estás aquí…
—¡Me había olvidado! Lo siento, Pedro. —Extendió el brazo y miró el reloj—. Es a las once, ¿no?
«Todo el mundo le llama Cano excepto ella».
—Exacto —contestó el ayudante sin percatarse de la mirada letal del capitán.
—Pues vamos —dijo Cecilia poniéndose en pie.
—Lo tengo todo listo —señaló Cano, y en aquel instante Sebastián vio que Cecilia y su ayudante estaban muy bien sincronizados. Y le dolió.
—¿Una reunión con la escuela de submarinismo? —Quizá no tuviera derecho a hacerle preguntas personales, pero de profesionales podía hacerle tantas como quisiera.
—Sí, y si no nos damos prisa llegaremos tarde.
—De acuerdo —accedió Sebastián—, pero cuando volváis quiero que me pongáis al corriente.
—Por supuesto, capitán —afirmó Cano ajeno a los celos que sentía el otro hombre.
Cecilia se limitó a asentir antes de cerrar la puerta, dejándolo solo con sus dudas y sus remordimientos.