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Y cuando hay olas en el mar, cuando hay calma y tempestad,

y cuando no también, cuando me siento sereno, cuando te echo de

menos.

ALEJANDRO SANZ,

Cómo te echo de menos

DOCE AÑOS MÁS TARDE

Sebastián volvía a estar en Cádiz. Había transcurrido una eternidad, una vida entera. A pesar de que según las horribles hojas de calendario que había guardado solo habían sido doce años, Sebastián se sentía como si hubiera transcurrido un siglo desde la última vez que había estado en ese puerto. Pero al mismo tiempo apenas había cambiado nada. El mar seguía oliendo igual. Las olas seguían golpeando el rompeolas del mismo modo. Los barcos seguían entrando y saliendo con una carencia que solo unos pocos podían comprender. Sí, había máquinas nuevas, y probablemente menos trabajadores que antes, pero el muelle seguía siendo una criatura con vida propia. Una criatura cuyo cerebro iba a gobernar él a partir de ahora. Después de incontables sacrificios, de noches llenas de desesperanza, y de un giro inesperado del destino, Sebastián había sido nombrado capitán de la capitanía marítima del puerto de Cádiz e iba a tomar posesión del cargo esa misma semana. En una decisión de una última hora, o eso se dijo a sí mismo, decidió llegar un par de días antes porque quería ver a sus hermanos antes de empezar el trabajo, y porque tenía que reunir todo el valor que pudiese encontrar antes de volver a ver a Cecilia. Y el cariño de sus hermanos seguro que le ayudaría a conseguirlo. Cada vez que pensaba en Cecilia lo asaltaban cientos, miles, de dudas, a decir verdad, las dudas eran solo la punta del iceberg. Sebastián tenía miedo de volver a ver a Cecilia, porque sabía que entonces no le quedaría más remedio que asumir la realidad, fuera cual fuese.

Desvió la mirada hacia las olas y los buques que bailaban en ellas y decidió que lo mejor sería enfrentarse a un reto después de otro, y ahora lo estaban esperando en las oficinas del puerto. Respiró hondo y se dirigió hacia allí.

El capitán Galindo le recibió en capitanía y cual perfecto cicerone lo guio por las instalaciones. Galindo estaba a punto de jubilarse y había aceptado pasarse unos días enseñando a su sustituto, y se alegró de que fuese precisamente Sebastián y no un «estúpido pijo que no hubiese pisado un muelle de carga en su vida» el que ocupase la silla que ahora él iba a dejar vacante. Sebastián no contaba solo con la aprobación de Galindo, sino que también venía recomendado por el capitán del buque oceanográfico Díaz de Vivar, el buque en el que había servido durante sus últimos años en el ejército y, aunque a él le incomodase reconocerlo, también venía respaldado por los años de experiencia que había adquirido en Chile. «Y por el título que me saqué durante las noches que no podía dormir», pensó al recordar las horas que se había pasado estudiando derecho y odiando cada minuto, cada segundo.

—Este es su despacho, capitán. —Galindo abrió la puerta que había al final de la sala llena de ordenadores y de mesas ahora vacías. Eran las diez de la noche y los empleados de capitanía estaban ya en sus casas.

—Sebastián, por favor —le dijo él. Nunca le había gustado el título. Hacía muy poco que se lo habían dado, y en realidad no significaba nada para él. Lo único que siempre había querido Sebastián… No, ahora no iba a pensar en eso.

—Como quiera, Sebastián. —El viejo capitán lo llamó por su nombre pero siguió tratándole de usted. Y no le ofreció la misma cortesía. Galindo era de la vieja escuela—. En el piso inferior se encuentra el registro y los servicios administrativos, y aquí están las áreas de inspección y de seguridad marítima.

—Comprendo. El señor Márquez me mandó un organigrama. —Luis Márquez era un joven licenciado en económicas que por lo que Sebastián había podido deducir ejercía de asistente de Galindo. Él no iba a necesitarlo y seguro que Márquez estaba ansioso por progresar dentro de capitanía. A Sebastián le parecía una completa estupidez desaprovechar el talento de ese joven que según su currículum era brillante haciendo algo que podía hacer él mismo, como por ejemplo gestionar su agenda.

—Sí, mañana podrá conocerle. Y también le presentaré al resto del personal.

—Tengo entendido que también hay una bióloga marina.

—Sí, la doctora Ruiz-Belmonte. Tras los últimos «accidentes» ecológicos, derrames petroleros, destrucción de residuos, y cosas por el estilo, el Ministerio estimó pertinente que tuviésemos a un biólogo en plantilla. No se preocupe por ella, la doctora Belmonte se pasa el día preocupada por sus bichos —añadió Galindo con tono paternalista y dejando claro que a él la conservación del medioambiente no le importaba lo más mínimo—. Aunque la verdad es que, cómo se lo diría, es algo pesada —dijo a falta de un eufemismo mejor—. Seguro que sabrá tratarla.

«No creo».

—Estoy convencido de que la doctora es una gran profesional —afirmó Sebastián con voz firme.

—No sabría decirle, Sebastián. De todos modos, no vale la pena que se preocupe por eso. La doctora no estará mañana, en realidad estará ausente durante un tiempo.

—¿Ah, sí? —Sebastián fingió prestar atención a una de las pantallas de ordenador que transmitía una señal.

—Sí, la doctora solicitó una excedencia hace unos días. Va a estudiar no sé qué no sé dónde, su ayudante se hará cargo de los temas del puerto a partir de ahora.

—¿Ha autorizado ya la excedencia, capitán? —preguntó Sebastián.

—No —miró al hombre más joven al notar que este le clavaba los ojos en la espalda—. Tiene que autorizarla usted, pero hágame caso, el ayudante de la doctora, Pedro Cano, se ocupará de todo. Y es mucho menos «insistente» que la doctora.

—Bueno, como usted mismo ha dicho, la excedencia tengo que autorizarla yo. ¿Seguimos con el recorrido, capitán?

—Por supuesto, sígame.

Tras la visita guiada, Sebastián no regresó al apartamento que, al menos durante un tiempo, iba a ser su hogar. Se trataba de un dúplex situado en otro edificio también propiedad del Ministerio y cuya finalidad era ser la vivienda del capitán del puerto. El predecesor de Sebastián, el capitán Galindo no lo había ocupado porque era oriundo de Cádiz y porque prefería vivir en una casa que clamara a los cuatro vientos su estatus social. A pesar de que en más de una ocasión había deseado volver a Cádiz y restregar por las narices de varias personas todo lo que había logrado, ahora que por fin lo había conseguido, Sebastián se dio cuenta de que no le preocupaba lo más mínimo lo que la gente pensase de él. Nadie excepto tres personas, dos de las cuales iba a ver en cuestión de minutos. De esas tres personas dependía que se quedase en esa ciudad o que volviera a irse, pero esta vez para siempre. Sebastián caminó por las calles y pensó en las dos únicas maletas que estaban esperándole en el apartamento. Él siempre viajaba ligero, y en Chile había aprendido que cuanto menos se aferrara a sus posesiones mucho mejor. Su equipaje consistía en ropa, los enseres personales de rigor, un par de libros de derecho y de buceo, sus acreditaciones profesionales, unas cuantas cartas y un par de fotografías. Gracias a esas cartas sabía que ahora era bienvenido en su casa y allí era adonde se dirigía.

Sebastián llevaba varios años en Chile cuando recibió la primera carta. Todavía podía recordar lo estupefacto que se quedó cuando el almirante del navío le entregó la misiva y le dijo que era para él. Hasta entonces había dado por hecho que sus hermanos lo odiaban, que creían que él era un cretino al que no querían volver a ver jamás, pero en esa carta Gabriela le contó que habían encontrado un papel con su dirección escondido entre distintos documentos de su padre y que se había animado a escribirlo. Sebastián se emocionó al leer que su hermana lo echaba de menos y sonrió cuando llegó a la línea en la que le exigía que le escribiese. Sebastián lo hizo y empezó a sentirse menos solo. Con el paso de los meses, y de varias cartas, Gabriela y José Antonio, que siempre se animaba a añadir un par de líneas en las cartas de su hermana pequeña, empezaron a pedirle que regresara. Él se lo había planteado varias veces, lo había deseado a diario. Pero nunca se había atrevido. Hasta ahora. Su padre llevaba ya seis años muerto. Miguel Nualart murió de un repentino ataque al corazón y se fue igual que vino a este mundo, sin hacer ruido y casi sin molestar. Sebastián no pudo asistir al entierro, en esa época estaba destinado en un buque oceanográfico atracado en Ushuaia y cuando se enteró de la noticia, el funeral ya formaba parte del pasado. A Sebastián le dolió no haber podido darle un último adiós a su padre, pero la verdad era que ya hacía años que se habían despedido el uno del otro. En las cartas, Gabriela también le había contado que su madre, tras quedarse viuda, había decidido volver a Galicia e instalarse con una de sus hermanas, aunque poco tiempo después se fue a vivir con un hombre de su edad.

Pasó por delante del colmado de la señora Remedios y en un gesto inconsciente buscó a la anciana con la mirada. Y la encontró. Dios, esa mujer había hecho un pacto con el diablo. Sin duda tenía más arrugas, pero seguía plantada detrás de la caja registradora vigilando los paquetes de chicle como si fueran diamantes. Sebastián sonrió y decidió interpretar la longevidad de la señora Remedios como una buena señal. Dos puertas más y se detuvo frente al que había sido su hogar durante los tres mejores años de su vida. Desvió la mirada hacia los puños de la camisa blanca y tiró de las mangas de la americana. Él no solía llevar traje, pero había decidido ponerse uno para su cita con Galindo y había acertado. Si se hubiese presentado con sus vaqueros de siempre y una de sus camisetas, a ese hombre le hubiese dado un infarto. Se llevó una mano al pelo y se lo peinó nervioso. Dios, tenía que tranquilizarse. Eran sus hermanos, y le habían dicho una y otra vez, o mejor dicho, se lo habían escrito, que querían volver a verle. Golpeó la puerta con los nudillos.

—¿Sí? —Una preciosa joven abrió la puerta y en cuestión de segundos se le lanzó a los brazos—. ¡Sebastián! ¡Has venido!

Sebastián casi se cae al suelo pero consiguió mantener el equilibrio y sujetó a la que suponía que era su hermana. En su mente Gabriela seguía siendo una niña pequeña que apenas le llegaba a la cintura, y no casi una mujer.

—He venido —farfulló emocionado.

Gabriela saltó al suelo y corrió hacia el interior de la casa.

—¡José! ¡José!

Sebastián cruzó el umbral y cerró la puerta detrás de él.

—No hace falta que grites, Gabi —dijo un hombre que parecía la copia exacta de Sebastián pero unos años más joven—, ya te he oído.

—Hola —dijo atónito Sebastián sin dar un paso más.

José Antonio salió de la que siempre había sido la cocina y tras darle un cariñoso beso en la mejilla a su hermana pequeña se acercó a Sebastián.

Los dos hombres se quedaron inmóviles mirándose a los ojos. José Antonio fue el primero en reaccionar y abrazó a su hermano como si llevara años queriendo hacerlo.

—Hola —dijo al fin José Antonio antes de soltarlo—. Has venido —repitió la misma frase que había dicho Gabriela.

—Os dije que vendría —les recordó él a los dos levantando una ceja. Era evidente que no le habían creído. Se habría enfadado, pero supuso que tenían motivos de sobra para dudar de él.

—Estás aquí. ¡Estás aquí! —José Antonio volvió a abrazarle y Gabriela se lanzó encima de los dos—. Siempre hace eso —le explicó José Antonio a Sebastián—, es como un mono.

—Cállate, Doctor Maligno —dijo ella—. Creo que eso que tienes en la mejilla es una lágrima.

—No digas tonterías —se defendió José Antonio.

—Os he echado mucho de menos, a los dos —confesó Sebastián emocionado y agradecido de poder abrazar a sus hermanos, y sintiendo una envidia enorme al ver la complicidad que existía entre ellos y de la que él no formaba parte. No importaba, ahora tenía la oportunidad de ganársela.

—Y nosotros a ti —afirmó José Antonio apartándose de nuevo de él—. ¡Mierda! —exclamó de repente al oír que sonaba un teléfono. Descolgó y tras unas escuetas palabras volvió a colgar—. Tengo que volver al hospital —explicó dando media vuelta para entrar en un dormitorio del que salió con un casco de moto—. No dejes que se escape, Gabi.

—Ni hablar, Doctor Maligno —prometió Gabriela haciéndole un saludo militar.

—Estarás aquí cuando regrese, ¿no? —le preguntó José Antonio a Sebastián en un tono mucho más serio del que había empleado con su hermana.

—Aquí o en capitanía —le aseguró él—. No tengo intención de irme a ninguna parte, José.

—Eso espero, no quiero tener que renegar de mi juramento hipocrático y tener que romperte las piernas.

—Haré todo lo que esté en mi mano para evitarlo. Vamos, vete. Cuidado con la moto —añadió sin poder contenerse.

José Antonio se detuvo junto a la puerta y sonrió.

—Te hemos echado de menos, hermano.

Sebastián y Gabriela siguieron en silencio hasta que oyeron rugir el motor de la motocicleta y entonces los dos hablaron a la vez.

—¿Por qué lo llamas Doctor Maligno?

—¿Por qué no nos avisaste de que llegabas?

—Tú primero —dijo Sebastián con una sonrisa.

—Obviaré que no me has dicho lo guapa que estoy y te contestaré. Lo llamo Doctor Maligno porque José Antonio se toma a sí mismo demasiado en serio. Trabaja demasiado, sí, ya sé que es médico y todo eso, pero alguien tiene que hacerle reír.

—Estás guapísima. Gracias por mandarme todas esas fotos. —La última vez que Sebastián vio a Gabriela, ella tenía tres años. Si no hubiese sido por las cartas que se habían mandado esos últimos años, y por las fotos y por las llamadas de teléfono, seguro que se habría caído al suelo nada más verla.

Físicamente, Gabriela se parecía mucho a su madre, pero no cabía ninguna duda de que allí terminaba su parecido. Su hermana tenía el corazón tan grande que toda ella irradiaba dulzura y su belleza iba mucho allá de lo físico. Tenía la cara redonda y la nariz algo respingona. Los ojos marrones y pecas esparcidas por todo el rostro, un flequillo demasiado largo, y una sonrisa perenne en los labios. Sebastián pensó que a primera vista lo que la diferenciaba de la madre de ambos era precisamente aquella sonrisa.

—¿Por qué no nos avistaste, Sebastián? Habríamos venido a buscarte.

—Quería daros una sorpresa. —«Y no quería correr el riesgo de que me dierais plantón»—. Además, vino alguien de capitanía.

—¡Es verdad! Se me olvidaba. —Se puso firmes y lo saludó—. Presente, capitán.

Sebastián sonrió y se dio cuenta de que en los últimos diez años no había sonreído tanto como en los últimos diez minutos.

—No soy de esos capitanes —le explicó—. ¿Tienes que quedarte sola hasta que José Antonio vuelva del hospital?

—¡Eh, que cumplo dieciocho años dentro de tres meses! —se defendió ella—. Además, no es la primera vez. Y el Doctor Maligno me obliga a quedarme en casa y a llamarlo desde el fijo cada par de horas.

—Vaya, ahora empiezo a entender lo del apodo. Piensa que si tuviera que decidir yo, te vendrías conmigo al hospital.

—Oh, eso también lo intentó José, pero creo que su jefe le llamó la atención. —Y el que ella hubiera estado intentado desmontar un microscopio no tuvo nada que ver—. Puedes quedarte a hacerme compañía, si quieres.

—Claro que quiero. ¿Acaso crees que voy a dejar escapar la oportunidad de cenar con la chica más guapa de Cádiz?

—¿Solo de Cádiz? Vaya, Sebastián, suerte que no tengo problemas de ego, que si no… Está bien, dejaré que me lleves a cenar. Con una condición —añadió su hermana pequeña—, que me cuentes algún chisme sobre José. Él siempre amenaza con contarle a todo el mundo mis trapos sucios.

—Trato hecho —aceptó Sebastián—. ¿José no te ha contado nunca que de pequeño dormía con un conejito rosa?

—¡No!

Seguramente su hermano querría estrangularlo cuando lo viese, pero Sebastián disfrutó muchísimo contándole a su hermana pequeña anécdotas de su infancia, y durante esa cena sintió como si volviese a formar parte de una familia.

Gabriela llevaba ya un par de horas durmiendo cuando la puerta de la casa se abrió y entró José con cara de agotamiento.

—Ah, gracias por esperarte —le dijo a Sebastián mientras dejaba el casco de la moto encima de la mesa.

—De nada. Ha sido muy… esclarecedor.

José sonrió.

—Tiemblo solo de pensar todo lo que te habrá contado Gabi. Estoy destrozado. —Se quitó la cazadora y la colgó en el respaldo de una silla.

—Me voy… —anunció Sebastián al ver lo cansado que efectivamente estaba su hermano—. Vendré a veros mañana —añadió poniéndose en pie. Después de que Gabriela fuera a acostarse, él se había quedado en el sofá pensando, intentando contener los recuerdos sobre la última noche que pasó en esa casa.

—Llama antes y organizamos algo. Mañana tengo libre, seguro que cuando haya dormido un poco volveré a sentirme como un ser humano. Podríamos ir a cenar los tres juntos —sugirió José entre bostezos.

—Eso sería fantástico —aceptó Sebastián tras tragar saliva y cuando lo consiguió se acercó a José y le puso una mano en el hombro—. Has hecho un gran trabajo con nuestra hermana.

—Tuve un buen maestro —señaló el otro—. Vamos, será mejor que vaya a acostarme antes de que esto parezca una escena sacada de un culebrón.

Sebastián sonrió pero se apartó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Sebastián?

—¿Sí?

—Si de verdad vas a quedarte, algún día tendrás que contarnos por qué te fuiste. Lo sabes, ¿no?

—Lo sé. Vamos, duerme un poco. Nos vemos mañana.

Sebastián abandonó la casa y respiró hondo. Tardó unos segundos en recuperar la compostura y en ponerse en marcha, pero al final lo consiguió. Bueno, el primer encuentro con sus hermanos había salido infinitamente mejor de lo que él se había atrevido a soñar. Al menos Gabriela y José se alegraban de que hubiese vuelto, pasara lo que pasase con Cecilia, nada cambiaría eso. Mucho más ligero que antes, cruzó la ciudad y se metió en el anodino apartamento que le había proporcionado la capitanía. Abrió la maleta y sacó lo imprescindible; el neceser, un pijama, y las fotografías. Se quitó el dichoso traje, que con algo de suerte no tendría que volver a ponerse en unos días, se puso el pijama, se lavó los dientes y se acostó. Y antes de apagar la luz acarició la fotografía que había colocado en la mesilla de noche.