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Y aunque fui yo quien decidió

que ya no más

y no me cansé de jurarte

que no habrá segunda parte

me cuesta tanto olvidarte

me cuesta tanto olvidarte

me cuesta tanto… olvidarte.

MECANO,

Me cuesta tanto olvidarte

Teresa llegó a Cádiz proveniente de Barcelona unos días antes de la boda. Su prometido (ella odiaba esa palabra pero la madre de Eusebio insistía en utilizarla) no viajaría hasta justo la noche previa a la ceremonia; tenía una reunión muy importante en Zúrich y, además, lo único que tenía que hacer él era presentarse en la iglesia.

Eusebio había nacido en Barcelona en el seno de una familia perteneciente a la clase alta catalana. Su madre, Nati, todavía no se había recuperado de no poder celebrar una boda en Pedralbes por todo lo alto, pero aquel era el único punto sobre el que Teresa no había estado dispuesta a ceder. Ya había accedido a quedarse a vivir en Barcelona y a pasar prácticamente todos los domingos y fiestas de guardar con la familia de Eusebio, lo mínimo que podía hacer su futuro marido era acceder a celebrar la boda en Cádiz.

Tal vez había sido una estupidez, pensó nerviosa mientras cogía la maleta de la cinta del aeropuerto, al fin y al cabo, ella prácticamente no tenía familia y le quedaban muy pocos amigos en su tierra.

«Y es culpa tuya por no haber mantenido el contacto».

A Eusebio no le gustaba ir a Cádiz y nunca había hecho ningún esfuerzo por conocer a los amigos de Teresa. O mejor dicho, amiga, porque Cecilia era la única amiga que le quedaba de verdad. «Y Pedro».

Sacudió la cabeza y se obligó a olvidarse de aquel último pensamiento.

Lo mejor sería que se centrase en la boda y en Eusebio, desvió la mirada hacia el reloj del taxi y vio que todavía no era la hora.

Eusebio se enfadaría si lo llamaba fuera de la hora acordada. Los dos solían viajar mucho por trabajo y habían acordado una especie de horario de llamadas. La noche que lo establecieron, a Teresa le pareció un detalle; así siempre sabrían cuándo encontrarse. Sin embargo ahora le parecía frío y distante. Absurdo. Ridículo.

¿Por qué?

¿Por qué precisamente ahora y no dos meses atrás o un año atrás?

«Solo estás nerviosa. Es normal. Les sucede a muchas chicas antes de casarse, se repitió el mantra que había leído en uno de los cientos de blogs acerca de bodas que había consultado».

Decidida a demostrarse a sí misma que su relación con Eusebio no tenía nada de absurdo, sacó el móvil del bolso y lo llamó.

Él contestó al segundo timbre, seguro que la echaba de…

—Ahora no es momento para hablar —las bruscas palabras interrumpieron el pensamiento de Teresa—. ¿Sucede algo importante?

«Que no sé qué diablos estoy haciendo».

—No, nada —contestó arrepentida—. Te he llamado sin querer pero no quería colgar sin saludarte.

Ahora solo le faltaba pedirle perdón.

—No pasa nada —él se relajó un poco y Teresa también—. Estoy en una reunión. —El silencio se alargó un poco y Teresa podía imaginarse a Eusebio moviendo nervioso los dedos sobre la mesa—. ¿Teresa, de verdad estás bien?

Ella suspiró aliviada. No tenía motivos para estar nerviosa. Eusebio la quería y se preocupaba por ella. Todo iba a salir bien.

—Sí, claro —contestó, y tomó un poco de aire—, pero te ech…

—Ahora no puedo hablar, te llamo a la hora acordada. Colgó.

Teresa tardó varios segundos en volver a guardar el móvil en el bolso. Y al hacerlo sus dedos se enredaron con una delgada cadena de oro que había lanzado en el interior casi sin pensar.

«No es verdad, sí que pensabas. La has metido en el bolso porque querías».

Teresa odiaba la voz de su conciencia.

Dejó caer el móvil y sacó la cadena de la que seguía colgando el estúpido delfín. Nunca había sido capaz de tirarla, a pesar de que había estado a punto en infinidad de ocasiones. Siempre que terminaba por guardarla, se decía a sí misma que necesitaba tenerla para no olvidarse de lo que había sucedido.

Para no olvidar lo peligroso que podía llegar a ser entregar tu corazón a otra persona.

Sí, era eso, Teresa no guardaba esa cadena porque se la hubiese regalo Pedro, no, qué va. Y apenas se la ponía. Solo de vez en cuando, como por ejemplo ese día, meses atrás, en que Pedro, después de años sin ni siquiera hablarse, decidió ir a verla a Barcelona.

Esa mañana se puso la cadena sin saber por qué. Ella no tenía ni idea de que ese día iba a encontrarse con Pedro, ¿cómo iba a saberlo? Los dos llevaban años evitándose. ¿Por qué se la había puesto? Deslizó la cadena por entre los dedos y acarició el delfín con el pulgar. Tenía un par de ralladuras de los fondos de los cajones donde había intentado olvidarlo.

¿Por qué se lo había puesto?

Teresa se había pasado el día anterior a su encuentro con Pedro trabajando en el bufete, había cenado sola y se había pasado un par de horas en el ordenador antes de acostarse buscando los ramos perfectos para el banquete de boda.

No había pensado en Pedro. Ni siquiera una vez.

No, eso no era verdad, al menos no del todo. Tal vez no había pensado en Pedro en sí mismo, pero sí que había pensado que si hubieran llegado a casarse, su boda no sería para nada como aquel circo.

El taxi pasó por una avenida desde la que podía verse el mar y Teresa se dio cuenta —igual que le sucedía siempre— que echaba mucho de menos su hogar. Barcelona también tenía mar, y sin duda era precioso, pero había algo en el color, o en el modo en que se reflejaba el cielo en las olas, que lo hacía distinto.

Por suerte para ella en aquel preciso instante le sonó el teléfono y lo descolgó sin mirar quién era. Cualquier cosa era preferible a ponerse a llorar. —¿Sí?

—¿Dónde estás? ¿Ya has aterrizado?

—Sí —la voz de Cecilia consiguió hacerla sonreír—, estoy en un taxi.

—Te dije que me llamaras, habría ido a buscarte —le recordó.

—Lo sé, pero no quería molestarte. Ya tendrás tiempo de hacer de taxista durante la boda, mis tías confían en que tú y Sebastián iréis a recogerlas al hotel.

—Claro, no te preocupes. ¿Vas a casa de tus padres o Eusebio y tú os habéis buscado un hotel para estos días?

—He venido sola —tuvo que tragar saliva, podía imaginarse perfectamente la cara de su amiga—. Eusebio tenía una reunión muy importante, y la verdad es que me irá bien estar estos días sin él —añadió, y comprendió que era verdad.

—Supongo que sí —convino Cecilia enigmática—. ¿Quieres venir a casa? Solo tendrás que compartir la habitación de invitados con Magnum.

—No, gracias —sonrió de nuevo—, le prometí a mamá que me quedaría en casa. Además, seguro que tú y Sebastián preferís estar solos.

—No digas tonterías, te aseguro que soy capaz de contenerme y no arrancarle la ropa cada vez que lo veo. O eso intento.

Teresa se rio.

—No sabes cuánto me alegro de oírte tan feliz. —«Y cuánto te envidio»—. Estoy de camino a casa de mis padres, pero, si quieres, paso a buscarte cuando llegue.

Los padres de Teresa vivían cerca del puerto donde trabajaba Cecilia. Teresa no solía ir por allí nunca, en realidad, lo evitaba como si corriera el riesgo de pillar una enfermedad mortal solo con estar a menos de cincuenta metros de distancia, pero hoy se veía capaz de hacerlo.

—¿En serio? —Cecilia no se lo había comentado nunca directamente, aunque era obvio que se había dado cuenta—. Cano está aquí.

Teresa apretó el móvil unos segundos y notó que tenía la palma de la mano completamente sudada.

—No pasa nada. Los dos somos adultos, si nos encontramos por casualidad, estoy convencida de que somos perfectamente capaces de comportarnos como unos hipócritas.

—De acuerdo, si estás segura, ven cuando quieras.

Las dos se despidieron y colgaron. Teresa guardó el móvil en el bolso y miró la cadena con el delfín durante unos segundos más.

Esos días sola en Cádiz le irían muy bien. Descansaría y estaría con sus padres y con Cecilia. Hablaría con Eusebio por teléfono y todo volvería a la normalidad. Dejó caer la cadena hacia el fondo del bolso y miró por la ventana.

Cecilia se quedó pensativa y en silencio. De hecho, tenía la mirada tan perdida que no se dio cuenta de que Sebastián pasaba por su lado hasta que este se sentó encima de la mesa y chasqueó los dedos delante de su nariz.

—Lo siento —dijo de repente.

—No te preocupes —sonrió Sebastián—. ¿Sucede algo? ¿Tu madre…

—No, no —le aseguró antes de que pudiese terminar la pregunta—. Mamá está bien —le devolvió entonces la sonrisa y con los dedos de una mano buscó la de él. Los dos intentaban ser discretos en el trabajo, pero Cecilia necesitaba tocarlo—. Era Teresa, está en un taxi camino casa de sus padres.

—¿Eusebio ha accedido a dormir en casa de sus futuros suegros? —preguntó Sebastián sorprendido, sin ocultar la mala opinión que tenía del que iba a convertirse en esposo de Teresa.

—No, Eusebio no ha venido. Llegará la noche antes de la boda.

—Ya me extrañaba a mí que el señor estirado estuviese dispuesto a dormir en una casa repleta de gente.

—Le he dicho a Teresa que si quería podía quedarse con nosotros.

—¿Y qué te ha contestado? —Sebastián enarcó ambas cejas. Teresa era la mejor amiga de Cecilia y aunque hacía poco tiempo que la conocía, le caía muy bien, pero no sabía si tanto como para sacrificar su intimidad.

—Que no, que le prometió a su madre que se quedaría con ellos, así que ya puedes dejar de disimular.

—No voy a disculparme por quererte solo para mí, Ce —le dijo él mirándola a los ojos—. Además, tengo planes para esta noche.

—¿Ah, sí? ¿Y qué habrías hecho si Teresa hubiese aceptado mi invitación? —lo provocó.

—Ser creativo. Y ahora, suéltame la mano y deja de mirarme así —añadió con la voz ronca—. Tengo que levantarme y ser capaz de volver a mi despacho sin ponerme en ridículo.

Cecilia le soltó los dedos pero se aseguró de acariciarle el interior de la palma de la mano al hacerlo, y sonrió al ver que Sebastián se estremecía.

—Ce…

—Teresa me ha dicho que pasaría por aquí. Si llega a tiempo, probablemente iré a comer con ella, ¿quieres acompañarnos?

—No, gracias —contestó él respirando controladamente—. Seguro que tenéis muchas cosas por contaros, y estoy convencido de que más de la mitad no quiero oírlas —puntualizó en broma—. Domingo y yo comeremos algo rápido y seguiremos con el maldito programa informático.

—¿Bastian?

—¿Sí?

—Pedro está aquí —no hizo falta que Cecilia añadiese nada más para que la comprendiese.

—Mierda —farfulló—. La semana pasada estuvo prácticamente todos los días en el laboratorio. En fin, no te preocupes, estaré pendiente. Pero creo que deberías decírselo. Sé que finge no saber nada acerca de la boda, pero seguro que lo está pasando mal.

—Vaya, Sebastián, ¿quién diría que hace unos meses querías arrancarle la cabeza?

—Cano siempre me ha gustado —se defendió—, me odié a mí mismo cuando creí que iba a hacerle daño al intentar recuperarte.

—Pero lo habrías hecho igualmente.

—Por supuesto. Nunca permitiré que nada ni nadie vuelva a interponerse entre nosotros.

—Entre Cano y yo nunca ha habido nada, excepto ese beso, y fue como besar a un hermano —puso una mueca de asco.

—Ya, bueno, no me lo recuerdes, ¿quieres? —Se levantó de la mesa—. Avísame cuando llegue Teresa, ¿de acuerdo?

—Gracias, amor.

Sebastián le sonrió y se dirigió de nuevo hacia su despacho, perfectamente consciente de que los ojos de Cecilia no lo abandonaban ni un segundo.

Teresa llegó a su casa y fue recibida efusivamente por su madre, que llevaba días deseando abrazarla. Charlaron y esta la ayudó a colocar el poco equipaje que había traído en su antiguo dormitorio. La madre de Teresa intentó, sin demasiado éxito, ocultar lo mal que le parecía que Eusebio no hubiese acompañado a su hija, pero al igual que esta intentó ser positiva y pensar que así tendrían más tiempo para estar con la familia. A unos minutos de la una, Teresa cogió el bolso y fue paseando hasta el puerto. Todavía le sorprendía que ella y Cecilia no se hubieran tropezado nunca la una con la otra antes de ir a la universidad.

A pesar de que las dos eran de Cádiz de toda la vida, tuvieron que irse a Madrid para conocerse. Teresa había decidido estudiar allí derecho porque sus abuelos vivían en la capital y siempre le habían dicho que la recibirían con los brazos abiertos, y porque así podía comprobar si de verdad sería capaz de irse a vivir al extranjero. En esa época, Teresa soñaba con dedicarse a la diplomacia, o con encontrar trabajo en algún organismo europeo. Pero, al mismo tiempo, le daba un miedo atroz irse de casa y echar de menos a su familia y a sus amigos. Madrid era un primer paso muy importante, y si salía mal, bueno, siempre podía volver.

Y tal vez habría vuelto si no hubiese conocido a Cecilia, y a Pedro.

—Pedro Cano.

Al menos ahora ya no se le llenaban los ojos de lágrimas al pronunciar su nombre. El día que lo vio en Barcelona tardó varios minutos en reaccionar y en comprender que no estaba alucinando. Él estaba de pie en un semáforo, justo a pocos metros del edificio donde se encontraba el bufete de Teresa. Parecía nervioso, distraído, y probablemente por eso no se dio cuenta de que ella lo había visto y lo estaba observando.

Durante esos minutos el corazón le latió tan rápido que tuvo que llevarse una mano al pecho para evitar que se le saliera por la boca. Y en su mente, la muy idiota, se imaginó todos los finales felices de las películas románticas que decía no mirar. Empezando por la escena final de Oficial y caballero y terminando por El diario de Noah. Sí, Pedro iba a ponerse a correr por la calle y se arrodillaría delante de ella para suplicarle que lo perdonase. Le diría que la amaba y…

Pedro no hizo ninguna de esas cosas. ¿Qué diablos puedes esperar de un hombre que te puso los cuernos? Pedro ni siquiera la vio hasta que ella lo llamó. Y entonces le enseñó que había recibido una invitación para la boda.

Las ilusiones de Teresa, que por suerte había conseguido ocultar, se desmoronaron y su lugar lo ocupó el distanciamiento y la frialdad que la habían ayudado a sobrevivir todos esos años.

Pedro le había sido infiel.

Pedro le había roto el corazón.

Pedro no la quería.

Pedro estaba enfadado porque había recibido la invitación y se sentía ofendido.

Pedro quería volver a intentarlo.

¿¡Quería volver a intentarlo!? El muy cretino incluso le insinuó que esta vez lo haría bien. Joder, ella lo había hecho bien a la primera y él se había acostado con otra en su cama.

Lo único que impidió que Teresa le diese una bofetada en medio de la Diagonal de Barcelona fue la aparición del coche de Eusebio en la esquina. Eusebio nunca le haría nada de eso. Eusebio era un hombre de principios, un hombre en el que podía confiar. Un hombre que jamás le rompería el corazón.

«Porque no se lo has dado».

El sonido de una motocicleta le recordó que estaba caminando por el puerto y de repente se preguntó si no estaba cometiendo un error yendo a capitanía. Pedro trabajaba allí con Cecilia, y era más que probable que terminase por encontrarlo. En Barcelona, después de que ella rechazase su absurda y nada romántica proposición, Pedro se fue sin despedirse. Y no había vuelto a saber de él.

«¿Y qué esperabas?».

—Cállate —farfulló para sí misma reprendiendo a su conciencia.

¿Acaso no estaba corriendo un riesgo innecesario yendo hasta allí? ¿Se estaba metiendo en la boca del lobo?

Giró por el último edificio y vio la capitanía. Había alguien frente al portal. Una chica descalza y con una larguísima melena rubia cayéndole por la espalda… y Pedro.

Apretó los dientes y mantuvo la cabeza bien alta y el paso firme.

Pedro ya no sabía qué hacer para quitarse a Luna de encima. Lo había intentado todo, excepto ser maleducado porque al fin y al cabo Luna trabajaba en uno de los centros de submarinismo de más éxito del puerto, pero quizá no iba a tener más remedio que serlo. Además, si era sincero consigo mis mo, él tenía parte de culpa; se había pasado meses lanzando mensajes contradictorios a la pobre chica.

—Vamos, Cano —insistió Luna pasándole un par de dedos por el antebrazo—, será divertido. Saldremos a navegar con el velero de unos amigos y luego cenaremos en la playa.

—No puedo, pero gracias por la invitación. —Se apartó ligeramente hasta que ella dejó de tocarlo.

Luna sonrió. Al parecer no iba a rendirse fácilmente.

—Últimamente trabajas demasiado. —Movió una pierna hasta que el muslo rozó uno de los de Cano—. Te irá bien desconectar un poco. Estaremos solo los cuatro, mis amigos, tú y yo. Y si se hace tarde, podemos quedarnos a dormir en el barco. —La pierna se apoyó descaradamente en la de él—. O en la playa.

¿Por qué no cedía? Pedro tenía que reconocer que era tentador. Llevaba meses solo, sintiéndose como si tuviese las entrañas del revés. Tal vez le iría bien estar con Luna. Desconectar. Dejar de pensar en…

—¿Teresa?

—Hola, Pedro.

Se había vuelto loco. Respiró hondo e inhaló su perfume. No, bueno, quizá sí, pero ella estaba definitivamente allí de verdad. La miró a los ojos y los descubrió fríos y distantes. Igual que aquel día en Barcelona, igual que el día que rompieron. Sacudió la cabeza levemente y se dio cuenta de que Luna estaba prácticamente encima de él.

Mierda.

Se apartó al instante, pero Luna, fiel a su estilo, se limitó a sonreír y a quedarse allí plantada.

—Hola —le tendió la mano a Teresa—, soy Luna, trabajo en la estación de submarinismo.

—Teresa, solo estoy de paso. Vengo a ver a Cecilia —le explicó a la desconocida, que parecía sacada de una revista de adolescentes.

—Ah, pensaba que venías a ver a Cano —siguió Luna perversa.

—No, no vengo a ver a Cano.

Cano quería morirse.

—Luna, si no te importa —reaccionó por fin Pedro—, me gustaría saludar a Teresa.

—No, por mí no te preocupes, Cano —intervino Teresa antes de que Luna pudiese volver a sonreír—. Ha sido un placer conocerte, Luna.

—Espera un segundo, Teresa. —Pedro no pudo contenerse más y la sujetó por la muñeca.

Teresa desvió la mirada hacia esos dedos y después hasta los ojos de Pedro. Él tragó saliva pero no la soltó.

—Ahora que lo pienso —dijo Teresa—, tengo que darte algo. —Tiró del brazo hasta que lo recuperó y metió la mano en el bolso. Tardó varios segundos, pero al final encontró lo que buscaba—. Toma. —Le cogió una mano a Pedro y tras colocarla con la palma hacia arriba depositó en ella el collar con el delfín.

—Es precioso —dijo Luna, ajena a lo que de verdad estaba sucediendo entre los otros dos.

—No, no lo es. —Teresa pronunció esas palabras sin dejar de mirar a Pedro—. Es de mentira. Un objeto de valor sin importancia.

Pedro entrecerró los ojos y en aquel instante habría podido estrangular a Teresa con sus propias manos, o besarla y hacerle el amor allí mismo. En vez de eso, se guardó el delfín en el bolsillo de los pantalones y desvió el rostro hacia Luna.

—Estaré encantado de pasar el sábado contigo —le dijo con una estudiada sonrisa—, estoy impaciente por dormir en la playa —bajó el tono de voz y Luna capturó el labio inferior entre los dientes.

—Perfecto. —Le colocó una mano en el torso y la deslizó unos centímetros—. Estoy impaciente.

—¡Luna! ¿Piensas volver al trabajo o qué? —gritó un hombre, probablemente el jefe de Luna, desde una tienda cercana.

—¡Ya voy! —respondió esta también a gritos—. Nos vemos el sábado, Cano. Ciao, Teresa.

La rubia corrió descalza por el puerto, y las pulseras que llevaba en el tobillo tintinearon como si fuese una sirena.

Genial.

Pedro esperó unos segundos y echó los hombros hacia atrás para enfrentarse a Teresa. Él no tenía ninguna intención de ir a pasar el sábado con Luna, pero le había dolido tanto que Teresa le devolviese el delfín que había tenido que hacer algo. Al menos así discutirían. Otra vez.

Pero Teresa no quería discutir. Teresa tenía los ojos húmedos y le temblaba el labio inferior.

A Pedro se le rompió el corazón.

«¿Qué he hecho?».

Levantó una mano en dirección a la mejilla de ella.

—Teresa… —susurró.

Ella se dio media vuelta y subió corriendo a capitanía.

«¿Qué he hecho?».