There was love all around
But I never heard it singing
No I never heard it at all
Till there was you.
THE BEATLES,
Till there was you
La calma después de la tormenta.
Así sería como Sebastián describiría la situación entre él y Cecilia después de decirle que había decidido aceptar el puesto de capitán del puerto de Barcelona.
Lo odiaba, prefería mil veces que ella lo gritase o lo insultase, o que le dijese que no quería verlo más, a esa total y educada indiferencia.
Lo estaba matando.
Tal como le había dicho a Cecilia, Sebastián estuvo unos días en Madrid para ocuparse del papeleo del traslado y para resolver cuantos temas pudiese de la capitanía de Cádiz, como por ejemplo, encontrar su sustituto. Al final redujo la lista a tres candidatos y los presentó al Ministerio con su recomendación personal; eligiesen al que eligiesen, de lo único que tenían que asegurarse era de que Domingo y Márquez seguían en el equipo, y también Cano.
De nuevo en Cádiz, lo primero que hizo Sebastián fue organizar una cena con sus hermanos para contarles sus intenciones.
—No veo bien que tengas que irte, Sebastián —le dijo Gabriela, y Sebastián tuvo ganas de abrazar a su hermana—. Lamento mucho que tú y Cecilia no hayáis arreglado las cosas, pero no veo qué tiene que ver eso con que te vayas a Barcelona.
—De momento, es mejor así, Gabi —le explicó Sebastián—. Si me quedo, no podré mantenerme alejado de Cecilia y tarde o temprano terminaremos haciéndonos daño.
—Podrías quedarte aquí y no mantener ningún contacto con ella —sugirió José.
—Me he pasado doce años en Chile y el océano ha sido lo único que ha impedido que viniese a buscarla —ejemplificó Sebastián—. Creedme, si me quedo, iré a verla, a hablar con ella. No podré evitarlo.
—¿De verdad crees que no podéis arreglar las cosas, Seb?
—De verdad, Gabi. Además, lo de Barcelona es una gran oportunidad y podemos vernos por vacaciones y casi todos los fines de semana.
—Ya lo sé, pero me da mucha rabia —sentenció, demostrando que apenas tenía dieciocho años.
—Si crees que es lo mejor para ti, cuenta con nosotros, Sebastián.
—Gracias, José. Te aseguro que lo es.
—Bueno, pues más te vale buscarte un apartamento bien grande, porque los fines de semana que no vengas a Cádiz, Maligno y yo iremos a Barcelona.
—Me parece bien, Gabi, en realidad, es una gran idea.
José y Gabriela se tomaron la decisión de Sebastián mucho mejor que Domingo y Márquez. Claro que ellos sabían la verdad, y eso probablemente ayudaba bastante.
—No puedo entenderlo, Sebastián —le dijo Domingo sin ocultar que no le hacía ninguna gracia que Sebastián se fuese a Barcelona—, ¿por qué diablos tienes que irte?
—El puerto de Barcelona tiene que renovarse, y creen que soy la persona adecuada para sacar adelante el proyecto.
—Mira, no es que lo ponga en duda, pero, ¿no puede hacerlo otro? Tú aquí haces falta, Sebastián. Es la primera vez en muchos años que esta capitanía funciona bien de verdad, y apenas hace unos meses que llegaste.
—Gracias, Domingo.
—No me las des, no te estoy haciendo la pelota, Sebastián, de hecho, ahora mismo tengo ganas de estrangularte, capitán.
Sebastián sonrió.
—Lo sé, Domingo, y no sabes cuánto te agradezco que te contengas.
—Yo también lamento mucho que se vaya, Sebastián —dijo Márquez con su habitual educación.
—¿No te parece que podrías tratarme de tú, Luis?
—Por supuesto, Sebastián. Si te quedas, te trataré de tú.
Domingo soltó una carcajada.
—Vaya, vaya, Márquez, al parecer resulta que tienes sentido del humor.
—Solo a veces, Domingo. Solo a veces.
—Todavía no han elegido a mi sustituto, pero como les he mentido como un bellaco y les he dicho que vosotros dos solos podéis llevar la capitanía, no creo que se den mucha prisa.
—Vete a la mierda, Sebastián, dime que no has hecho eso —dijo Domingo—, ahora seguro que tardarán una eternidad en mandarnos a alguien que pueda firmar los malditos permisos.
—Coincido con Domingo, Sebastián, vete a la mierda.
Los tres hombres se rieron por lo surrealista de la conversación y cuando Cecilia oyó las risas provenientes del despacho de Sebastián se sintió tremendamente culpable. Sebastián se iba por su culpa, porque creía que si se quedaba ninguno de los dos sería feliz. Pero ella… ella no lo tenía tan claro. Desde un principio Sebastián la había abrumado, le había saturado los sentidos hasta tal punto que era incapaz de pensar con claridad. Cuando lo conoció, con tan solo quince años, estuvo días sin poder quitarse de la cabeza la sonrisa del chico que se había encontrado en el puerto cuando miraba los cangrejos. Y cuando la miró a los ojos y le dijo con total sinceridad que había sido un delincuente y un drogadicto, supo que jamás encontraría a nadie tan valiente. Ni tan sincero. Cierto, en aquel entonces ella tenía dieciséis años y no entendía nada de lo que le estaba sucediendo, pero una parte de su corazón, de su alma, supo sin lugar a dudas que Sebastián Nualart iba a ser la persona más importante de su vida.
Él tenía un pasado horrible, había pasado por unas situaciones por las que ninguna persona debería pasar y había sobrevivido. Y se había convertido en un hombre increíble, un hombre arrollador que como tal le pedía que fuese igual de valiente que él.
Cecilia lo amaba, de eso no tenía ninguna duda. A él no se lo había dicho porque… porque cómo le dices a alguien que lo amas pero que tienes miedo de ser feliz. ¿Cómo le dices que no quieres estar con él porque sabes que si sale mal, que si algún día te deja, no podrás volver a recomponerte y que esta vez, no podrás seguir adelante sin él?
La respuesta es: no se lo dices.
Oyó la puerta del despacho y comprobó que no tenía escapatoria.
—Hola, Cecilia, no sabía que todavía estabas aquí —le dijo Domingo al verla—. ¿Te has enterado de que Sebastián nos abandona?
Oh, Dios. Los dos se miraron a los ojos sin saber qué hacer.
—Sí, me he enterado —contestó al fin Cecilia—. Felicidades, capitán.
Sebastián entrecerró los ojos y le suplicó que no lo torturase.
—Gracias, Cecilia. La verdad es que lamento mucho tener que irme. —Dos podían jugar a ese juego.
—¿Necesitabas algo, Cecilia? —le preguntó entonces Márquez.
—No, gracias, ya me iba. Buenas noches a todos.
—Espera, te acompaño —se ofreció Márquez—, me gustaría preguntarte algo.
—Por supuesto. Te espero abajo.
Márquez cogió sus cosas y mientras lo hacía les explicó a Domingo y a Sebastián que quería preguntarle a Cecilia sobre una cámara fotográfica que quería comprarse. Sebastián se relajó, aunque al mismo tiempo se recordó que él no tenía derecho a estar celoso. Ya no, y quizá nunca lo había tenido.
Cuando Domingo y Sebastián se quedaron a solas, el primero no perdió ni un segundo en atacar al segundo.
—Es Cecilia. Cecilia es la mujer misteriosa de la que estabas enamorado hace años, y ella es el motivo de tu traslado a Barcelona.
Sebastián no intentó disimular, sabía por propia experiencia que jamás conseguiría ocultar lo que sentía por Cecilia.
—Sí, así es.
—Joder, Sebastián. Ahora entiendo muchas cosas.
—¿Ah, sí? Pues empieza a explicármelas, si no te importa, porque yo hace tiempo que no entiendo nada.
—Por eso pidió Cecilia la excedencia justo antes de que llegaras —siguió Domingo.
—Sí, por eso.
—¿Tanto os odiáis que no podéis comportaros como dos personas civilizadas y trabajar en el mismo sitio?
Aquella descripción de su relación con Cecilia dolió mucho a Sebastián y miró al otro hombre a los ojos.
—Yo no odio a Cecilia. Jamás podría odiarla. La amo.
—Entonces, ¿por qué te vas? —le preguntó como si fuera idiota.
—Porque es mejor así.
Domingo le dio una colleja.
—¡Au!, ¿por qué me pegas?
—¿Desde cuándo te has convertido en un adolescente, Sebastián? Si la amas, lucha por ella.
—No es tan fácil —suspiró Sebastián—. Cecilia y yo nos conocimos cuando vine a Cádiz hace años —resumió—. Nos enamoramos y yo me fui sin decirle nada. Y ahora he vuelto. Doce años más tarde.
—Y ahora has vuelto. El pasado, por horrible que haya sido, es pasado. Ahora estás aquí y ella también. Y ahora que sé la verdad, no me cabe ninguna duda de que Cecilia también siente algo por ti. Dios, si Marcela lleva años buscándole novio y ella nunca ha accedido a cenar con ninguno de nuestros amigos. Marce siempre ha tenido la teoría de que era porque Cecilia estaba enamorada de alguien en secreto, y ahora veo que no iba desencaminada.
—Las cosas se han complicado, Domingo. Digamos que por ahora lo mejor para los dos es que estemos un tiempo sin vernos.
—Ya, claro, porque los últimos doce años que habéis pasado sin veros os han sentado tan bien que queréis repetir. No digas estupideces.
Dicho así, pensó Sebastián, realmente parecía una estupidez.
—Te agradezco que estés de mi parte, y me alegro de que por fin sepas la verdad.
—Y yo, podrías habérmelo contado antes, ¿lo sabes, no?
—Lo sé… —reconoció Sebastián encogiéndose de hombros—, pero cuando deduje que Cecilia no le había contado a nadie que me conocía, opté por seguir su ejemplo.
—Te entiendo, yo también hago siempre lo que me dice Marce —añadió Domingo con una sonrisa para quitarle algo de hierro al asunto—. Vas a irte a Barcelona.
No era una pregunta, pero Sebastián la respondió.
—Sí, voy a irme a Barcelona y tú vas a cuidar de Cecilia hasta que yo consiga encontrar el modo de volver.
—De acuerdo, pero no tardes demasiado.
Había llegado el día de la despedida. El lunes lo esperaban en Barcelona y Sebastián había decidido ir con sus hermanos a pasar el fin de semana en la Ciudad Condal; así podrían estar juntos y él les enseñaría el apartamento que había alquilado pensando en cuando fueran a visitarlo. Cogían el avión el sábado, a primera hora, lo que significaba que a Sebastián solo le quedaban unas horas para despedirse de Cecilia. E iba a despedirse de ella; le había prometido que nunca más volvería a irse sin decirle adiós. Los dos estaban en capitanía; Cecilia había pospuesto la excedencia y había retomado con todas sus fuerzas el proyecto Erizo, y Sebastián estaba recogiendo sus cosas. Domingo se había pasado toda la mañana insistiéndole para que hablase con Cecilia, haciéndole gestos nada sutiles cada vez que Cecilia cogía el teléfono o se levantaba para ir al baño. La técnica de Domingo dejaba mucho que desear, pero su amigo tenía razón en algo; se le estaba acabando el tiempo.
Cerró el último expediente y se puso en pie. Respiró hondo y salió del despacho en busca de Cecilia. «Esto no es un adiós, volveremos a vernos», se repitió en su mente para darse ánimos.
—Ce —le dijo al detenerse junto a su mesa—, ¿podemos hablar un momento?
Ella tenía la cabeza agachada como si estuviese leyendo algo, pero cuando la levantó Sebastián vio que no tenía ningún papel entre las manos y que tenía los ojos húmedos.
—Claro, Sebastián. Te vas mañana, ¿no?
—Sí, de eso quería hablarte. —Tuvo la sensación de que todo el mundo los estaba mirando y se sintió como cuando era un adolescente—. ¿Podemos quedar luego? —Qué raro se le hacía hablarle de esa manera a Cecilia, como si fuera de lo más normal.
—He quedado con mi madre y mi hermana para cenar. —De hecho, la cena la organizó ella en cuanto se enteró de que Sebastián se iba ese sábado—, pero podemos hablar antes.
—De acuerdo —aceptó él.
—¿Dónde quieres que nos veamos?
Sebastián no tuvo que pensarlo ni un segundo.
—Donde bailaban los cangrejos.