21

Hay dos días en la vida para los que no nací,

dos momentos en la vida que no existen para mí.

JARABE DE PALO,

Hay dos días en la vida

Se avecinaba tormenta. El cielo llevaba días reflejando el estado turbulento de las emociones de Sebastián y tarde o temprano iba a estallar. Las olas del mar estaban cada vez más desbocadas y el puerto estaba en estado de alerta. A Sebastián, como a cualquier marino con dos dedos de frente, no le gustaban las tormentas y les tenía mucho respeto; la gente solía cometer estupideces cuando había tormenta, eran muchos los que subestimaban la fuerza del viento o la rabia del mar. Sebastián no.

Hacía días que no veía a Cecilia, después de la noche en que ella se presentó en su casa y se fue negándolos a ambos, Sebastián decidió que tenía que distanciarse un poco. De lo contrario, terminaría por darse por vencido y por irse de Cádiz y no volver jamás. Y esa opción, sí que no quería planteársela. Gracias a su hermano José, Sebastián estaba al corriente del estado de salud de la madre de Cecilia y siempre que Patricia sufría un bache, tenía que contenerse para no salir en busca de Cecilia y abrazarla. Y cuando mejoraba un poco, igual, se moría de ganas de llamarla y decirle que era buena señal, que todo iba a salir bien. Cecilia había vuelto al trabajo y cumplía con el horario y con sus obligaciones profesionales con total normalidad, sencillamente los dos se las ingeniaban para no quedarse nunca a solas y para no tener que hablar de nada excepto del puerto y sus respectivos trabajos. A Sebastián lo estaba matando.

Y a Cecilia también.

Y entonces llegó la tormenta.

Empezó a llover a las seis de la madrugada y con cada hora que pasaba los rayos y los truenos se intensificaban y sonaban cada vez más cerca. El viento arrancó postes y vallas, volcó grúas y camiones en la carretera y embraveció al mar hasta convertirlo en un infierno de llamas negras.

Sebastián estaba en capitanía junto con Cano, Márquez y Domingo, y también con los operarios de comunicaciones y miembros especiales de la Cruz Roja. De momento no se había producido ningún naufragio y los accidentes que habían acontecido en el puerto habían podido contenerlos, pero ninguno de los allí presentes se atrevía a cantar victoria. Sebastián entraba y salía constantemente de capitanía, asegurándose de que las instalaciones aguantaban el temporal y guiando a los barcos que todavía tenían que atracar definitivamente. Estaba empapado y completamente helado. La única buena noticia, pensó cuando se sopló aire caliente en los dedos, era que Cecilia estaba sana y salva en su casa. A pesar de todo lo que había pasado entre los dos, si ella estuviese allí, él sería incapaz de concentrarse y a juzgar por lo negro que estaba el cielo, durante las horas venideras iba a necesitar toda su concentración.

Cecilia no iba a quedarse en casa mientras el trabajo de los últimos meses corría peligro de destruirse por culpa de esa tormenta. En esta vida ya había perdido demasiadas cosas por causas ajenas a ella, y el proyecto Erizo no iba a ser una de ellas.

El proyecto Erizo consistía en un estudio para proteger y conservar la fauna marítima de la bahía. La pieza fundamental de ese estudio residía en una jaula que estaba en el fondo de la bahía sujeta a un complicado, y carísimo, sistema informático que analizaba sus resultados. Dentro de esa jaula, había unos especímenes que Cecilia había elegido personalmente para el proyecto; unos cangrejos que eran los descendientes de los que había visto bailar con Sebastián.

Esos cangrejos no iban a morir en esa tormenta. La jaula no iba a salir despedida en medio del mar. No si ella podía hacer algo al respecto.

Se puso el traje de neopreno con el que solía salir a bucear y un jersey encima, y se montó en el coche. Le costó conducir hasta el puerto, pero mantuvo la mirada fija en su objetivo y sujetó con fuerza el volante. El guarda que había en la barrera de la entrada parpadeó varias veces cuando la vio entrar, pero estaba tan ocupado atando unos cabos que no le dijo nada. Cecilia tampoco se habría detenido. Llegó a capitanía y encontró a Cano en la radio intentando tranquilizar a un barco que había quedado varado fuera del puerto. Sebastián no estaba por ninguna parte, pero oyó que Domingo le decía al jefe de los bomberos que el capitán había salido a observar los daños que había causado una grúa al desplomarse encima de una de las naves vacías del puerto. A Cecilia le dio un vuelco el corazón al imaginarse a Sebastián dentro de una nave medio destruida y que podía desplomarse encima de él en cualquier momento, pero sacudió la cabeza y siguió adelante con su objetivo. Se acercó a su escritorio y abrió el cajón en busca de la llave de su taquilla y del localizador; un radiotransmisor que la ayudaría a encontrar la posición exacta de la jaula.

—¿Qué estás haciendo aquí, Cecilia?

Cecilia cerró el cajón y enredó los dedos alrededor del radiotransmisor.

—Voy a sacar la jaula —le dijo sin más a Cano.

—Estás loca. No puedes meterte en el agua.

—Será solo un momento —afirmó de camino al vestuario donde estaban las taquillas—. Entrar y salir. —Cogió las gafas y el respirador—. No me pasará nada.

Pedro tardó varios segundos en responderle de lo furioso que estaba.

—No puedes meterte en el agua —repitió—. Hay olas de cinco metros, Cecilia. No para de llover y el viento es de… —farfulló— no sé cuántos quilómetros por hora. El ordenador tiene grabados todos los datos, mañana, o cuando pase la tormenta, podemos bajar otra jaula con nuevos especímenes.

Cecilia le dio la espalda y se dirigió hacia la salida. Nuevos especímenes. Esos cangrejos no iban a terminar perdidos en medio del océano, no después de haber estado con ella durante todo ese tiempo.

Ellos no la habían abandonado, así que ella tampoco lo haría.

—¡Cano, Cano! —lo llamó Domingo—. ¡El radar detecta otro barco, joder, que alguien venga a ayudarme!

Pedro soltó una maldición por lo bajo.

—Enseguida voy —gritó—. Quédate aquí, Cecilia. No cometas ninguna estupidez —le dijo mirándola a los ojos antes de salir corriendo hacia la sala de los ordenadores.

Cecilia esperó a que se cerrase la puerta y entonces salió y se metió bajo la tormenta. Caminó por entre los barcos hasta llegar al punto exacto que marcaba el localizador y tras mirar el cielo y ver los rayos que se cernían encima de ella, se lanzó al agua.

Sebastián entró en capitanía sujetándose un pañuelo en la frente para ver si así la herida que tenía en la ceja dejaba de sangrarle. Lo de esa grúa había sido un maldito milagro, si se hubiese desplomado unos metros más hacia la derecha habría caído parcialmente encima de un restaurante. Un maldito milagro, pero uno de los cables eléctricos le había atizado al pasar por el lado y ahora iba a tener una nueva cicatriz que añadir a la colección. Y todavía faltaban horas para que amainase la tormenta.

—¡Cecilia!

Oyó el grito de Cano y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Cecilia no estaba allí. No estaba allí.

—¡Cecilia! —gritó de nuevo Cano, y Sebastián corrió hacia el lugar de donde provenían los gritos.

—¿Qué diablos pasa, Cano? —le preguntó cuando lo encontró en mitad de la escalera que conducía a los vestuarios—. ¿Dónde está Cecilia?

—No lo sé —respondió Cano—, estaba aquí hace un momento. Iba vestida con el traje de neopreno y me ha dicho que iba a por la jaula.

—¿Jaula, qué jaula? —Sebastián no entendía nada pero tenía una horrible sensación en el estómago.

—Esos malditos cangrejos —dijo furioso Cano—, llevo años diciéndole que se encariña demasiado con los animales, pero lo de esos cangrejos no tiene nombre.

«Nuestros cangrejos».

—¡Cano! —lo zarandeó levemente—, céntrate, ¿qué diablos pasa? ¿Dónde está Cecilia?

Cano respiró hondo y miró a Sebastián; ese hombre amaba a su amiga y ni siquiera estaba intentando ocultarlo.

—Ha ido a sacar la jaula del proyecto Erizo. Está colgada cerca del rompeolas.

A Sebastián se le paró el corazón y dejó de respirar durante un segundo.

—¿Qué rompeolas?

—El quinto. Toma —le pasó un localizador idéntico al que se había llevado Cecilia—, esto te marcará la posición exacta.

Sebastián lo cogió y salió corriendo sin darle las gracias a Cano. Los truenos y los rayos lo impulsaron a ir más rápido y esquivó todos los obstáculos que se encontró por el camino. Solo tenía ojos para esa maldita máquina y el punto rojo que no dejaba de parpadear en la pantalla. Hasta que algo captó su atención en medio del mar y creyó morir.

Cecilia.

Se acercó al agua y se lanzó sin pensar en si conseguiría salvarla o si los dos terminarían ahogándose. No pensó en él ni un segundo, solo en ella.

Se metió en el agua y nadó con todas las fuerzas que tenía y con algunas que no. Apenas podía sentir los brazos y le quemaban los pulmones del agua que había tragado, pero no se detuvo hasta que llegó donde estaba ella.

—¡Ce! —gritó por encima del viento de la tormenta—. ¡Ce!

Una ola la movió y vio que tenía un golpe en la frente y que estaba inconsciente. Era un milagro que no se hubiese ahogado. Alargó un brazo y la cogió por el cuello para arrastrarla hasta el rompeolas donde podía ver a Cano y a un equipo de la Cruz Roja esperándolos. Cecilia pesaba demasiado, y Sebastián apenas podía mantenerse a flote. El frío empezaba a afectarlo y le costaba controlar las articulaciones.

—¡Ayúdame, Ce! —le ordenó—. Por lo que más quieras, ayúdame.

Cecilia tosió un poco y sin abrir los ojos se sujetó del antebrazo de Sebastián. Él nadó hasta alcanzar la cuerda y el salvavidas que le habían lanzado los socorristas y después todos tiraron de ellos y los arrancaron del mar. Sebastián tosió e intentó recuperar el aliento, apenas podía sentirse los brazos y las piernas casi no lo sostenían, pero no dejó que lo abrigaran con una manta y corrió al lado de Cecilia, que estaba tumbada en una camilla.

—Apartaos —les ordenó—. Abre los ojos, Ce. ¡Abre los ojos! —le exigió furioso y temblando tanto de miedo como de frío.

Cecilia debió de detectar lo que Sebastián estaba sintiendo y consciente de que si no reaccionaba él se derrumbaría por completo delante de toda esa gente, se sentó y empezó a escupir agua. Cano le echó una manta por encima de los hombros pero cuando Cecilia levantó la vista sus ojos solo buscaron los de Sebastián.

Y los encontraron. Él le aguantó la mirada sin ocultar que tenía los ojos llenos de lágrimas e incapaz de contener la rabia que le ardía por dentro con la misma furia que la tormenta que caía a su alrededor.

—Lleváosla de aquí —les ordenó a los enfermeros—. Yo vuelvo a capitanía.

—Capitán —lo llamó uno de los socorristas de la Cruz Roja—, su herida, la que tiene en la ceja, sigue sangrando.

Sebastián no se detuvo y siguió caminando. Si se quedaba allí un segundo más, aunque fuera para que le cosieran la herida, cogería a Cecilia en brazos y la besaría delante de todos. Eso después de gritarle y de echarle la bronca más grande del siglo por haber puesto en peligro su vida por unos estúpidos cangrejos.

Entró en capitanía y fue directamente a su despacho donde se cambió y se puso una camiseta y pantalones secos, además de ropa interior. Estaba tan furioso que ni siquiera pensó en ir a vestirse al vestuario, sino que cogió la bolsa del gimnasio que tenía en el armario y se cambió. Si entraba alguien y no le gustaba, que cerrarse los ojos. A él no le importaba. Vestido con ropa que no apestaba a mar y a pescado, cogió la toalla y también empezó a secarse el pelo. Cuando llamase alguien pasando el parte de otra emergencia, sería el primero en salir, a ver si así conseguía desahogarse antes de hacer algo que probablemente lamentaría más tarde. Miró por la ventana y comprobó que la tormenta seguía en plena forma, aunque le alivió ver que por delante de capitanía pasaba la ambulancia en la que con toda seguridad iba Cecilia.

—Deberías dejar que te echasen un vistazo a esa herida.

Sebastián se tensó de golpe y apretó la toalla con ambas manos.

—¿Por qué no estás en esa ambulancia? —le preguntó sin volverse.

—No me ha pasado nada, solo tengo un pequeño chichón en la cabeza.

—Estabas inconsciente en el agua, Ce. Si hubiese tardado medio minuto más en llegar allí, te habrías ahogado.

—Pero no me he ahogado. Estoy bien.

Cecilia se quedó mirando la espalda rígida de Sebastián. Todavía tenía el pelo mojado y las gotas de agua salada le resbalaban por la nuca. No se había dado la vuelta para mirarla, pero el tono de su voz le había dejado claro lo furioso y lo asustado que estaba. Ella quería acercarse a él, y sus pies se movieron para hacer exactamente eso. Cecilia quería poner una mano entre esos omóplatos y decirle que sentía haberlo asustado, que ella también estaba muy preocupada por él y que por fin todo iba a salir bien. Quería decirle que durante esos segundos que había estado inconsciente en el agua, lo que la mantuvo a flote fue pensar en él. Quería decirle que el motivo por el que se había metido en el agua era para salvar a unos estúpidos cangrejos (que por cierto estaban a salvo) porque formaban parte de uno de los mejores recuerdos de su vida; del día que lo conoció. Quería decirle muchas cosas, pero no sabía cómo empezar y seguía teniendo miedo. Miedo de que Sebastián volviese a dejarla, miedo de no poder hacerlo feliz. Él se había lanzado al agua para salvarla, eso tendría que darle valor, pero al mismo tiempo, ahora estaba allí de pie completamente inaccesible, como si hubiese levantado un muro infranqueable entre los dos.

—Lo que has hecho hoy, Ce, es imperdonable.

—¿Cómo has dicho? —Cecilia, que tenía la mano a escasos milímetros de la espalda de Sebastián, la apartó de golpe—. ¿Imperdonable?

—Sí —afirmó Sebastián volviéndose de golpe—. ¿Acaso todavía no comprendes lo que has hecho?

—Mira, Sebastián, soy una de las mejores nadadoras y buceadoras que conoces, lo sabes muy bien, y aunque es evidente que crees lo contrario, no me he metido en el agua para captar tu atención.

—No, ya lo sé. Te has metido en el agua para salvar unos cangrejos. Conmigo no quieres hablar, ni quieres darnos una oportunidad, pero te has jugado la vida para salvar unos cangrejos porque son los descendientes de los que bailaban en el mar el día que nos conocimos. ¿Qué diablos te pasa, Ce? —gritó con toda la rabia que normalmente intentaba contener—. ¿Acaso pretendes volverme loco? ¿Quieres torturarme hasta que me rinda y me vaya de aquí para siempre?

Porque si es eso, tranquila, ya lo has conseguido, me iré a Barcelona en cuanto acepten los papeles del traslado.

—¿Vas a irte a Barcelona? —le preguntó dolida y dando gracias por no haberse puesto en ridículo confesándole lo que sentía segundos atrás. Él se iba. Sebastián siempre se iba. Endureció el rostro y se cruzó de brazos.

—¿Y qué quieres que haga, Ce? No quieres que estemos juntos, no quieres saber nada de mí, de hecho, si no fuera porque al menos me dirigiste la palabra antes de irte de mi apartamento, creería que ni siquiera te acuerdas de que nos acostamos juntos.

Cecilia lo abofeteó. Fue una bofetada muy dura, y Sebastián echó el rostro hacia atrás por el impacto.

—Eres un…

—¿Qué soy, Ce? Dímelo. ¡Dímelo! —Suspiró agotado y dio un paso hacia atrás—. Tal vez yo ya no te importo, o quizá nunca te he importado. No lo sé. Pero tendrías que haber pensado en tu madre y en tu hermana antes de lanzarte al mar a salvar esos cangrejos. Les habrías destrozado la vida, Cecilia.

—Te lo repito, no pretendía asustar a nadie. Solo quería sacar la jaula y llevarla al laboratorio, pero me he golpeado con un trozo de madera que estaba flotando en el mar y he perdido la consciencia unos segundos.

—Podrías haber muerto, Ce. Y yo… —levantó las manos exasperado—. Da igual. Está claro que no podemos seguir así. Tú tienes que quedarte aquí con tu madre y con tu hermana, así que el que se va, soy yo. Te avisaré cuando el traslado a Barcelona sea efectivo, mientras tanto, haz lo que quieras con la excedencia, yo estaré varios días en Madrid solucionado temas con el Ministerio, así que si decides seguir trabajando, no tendrás que verme demasiado.

—De acuerdo, Sebastián.

Cecilia abandonó el despacho y volvió a su casa. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil?