19

Al partir un beso y una flor,

un te quiero una caricia y un adiós

es ligero equipaje para tan largo viaje,

las penas pesan en el corazón.

NINO BRAVO,

Al partir

Pedro Cano volvió a Cádiz con el corazón destrozado pero convencido de que al menos había intentado hablar con Teresa. Lástima que ella hubiese estado demasiado ocupada con su trabajo y con los preparativos de la boda como para hablar a solas con él.

Probablemente Pedro podía haberse pasado semanas regodeándose en lo desgraciado que era, pero cuando llegó al trabajo y se enteró de que la madre de Cecilia volvía a estar enferma, se olvidó de sí mismo y se dispuso a ayudar a su amiga.

—¿Por qué no me llamaste? —le preguntó Pedro a Cecilia mientras tomaban un café en un bar cercano a las oficinas de capitanía.

—Tú ya tenías bastante con lo tuyo —le dijo Cecilia—. Lamento mucho que las cosas con Teresa no hayan salido bien.

Pedro asintió y entrelazó los dedos con los de ella.

—Y yo. Supongo que era pedir demasiado.

—No sé, Pedro. Siempre pensé que tú y Teresa terminaríais arreglando las cosas.

—Le fui infiel, Cecilia. Me pilló en la cama con otra —se obligó a decir Cano. Había tardado años en ser capaz de decir esa frase, se había pasado bastante tiempo justificándose.

—Quizá Teresa necesita tiempo.

—Han pasado seis años, Cecilia. Y Teresa va a casarse con otro, con un importante abogado de Barcelona. Les vi juntos y la verdad es que hacen muy buena pareja. —Pedro suspiró abatido—. Míranos, vaya dos. Es una lástima que lo nuestro no funcionase.

Cecilia se sonrojó al recordar el único beso que Pedro y ella se habían dado. Ella no tenía hermanos, pero si los tuviera y los besara, probablemente sentiría lo mismo que sintió al besar a Pedro. Nada. O mejor dicho, vergüenza, y la inconfundible sensación de que entre ellos no debería existir aquel tipo de relación.

—Sí, bueno, supongo que fue lógico que lo intentáramos. Yo te estaba consolando por lo de Teresa —dijo Cecilia.

—Y yo por lo de tu misterioso desconocido. ¿Por qué no me has dicho nunca quién era?

En aquel preciso instante entró Sebastián en el café y les vio con las manos entrelazadas. Él habría querido irse, desaparecer de allí sin que le vieran, pero Cano le saludó efusivamente.

—Buenos días, capitán.

—Buenos días, Cano. Me alegro de que haya vuelto.

—Y yo me alegro de haber vuelto —afirmó Cano sin soltarle la mano a Cecilia.

—¿Cómo está tu madre, Cecilia? —le preguntó Sebastián al ver que ella se esforzaba por no mirarle.

—Sigue estable, gracias.

—Me alegro mucho —se quedó en silencio un segundo antes de añadir—: Os veré luego. Domingo me está esperando.

—Hasta luego, capitán —se despidió Cano observando la reacción de su amiga, y en cuanto Sebastián desapareció, le dijo—. Es Sebastián.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—El misterioso desconocido del que has estado enamorada toda la vida es el capitán. Dios mío, cómo no me he dado cuenta antes.

—Está bien, reconozco que Sebastián y yo nos conocíamos de antes.

—Oh, vamos, Cecilia. Tú lo sabes todo de mí, empieza a hablar.

—Me enamoré de él como solo es capaz de enamorarse una niña de dieciocho años.

—¿Y él?

—Él me dijo que me quería y yo le creí.

—¿Y qué pasó luego?

—Que se fue sin decirme nada y no volví a verle hasta hace unas semanas. —Cecilia le contó una versión bastante resumida de los hechos, pero su amigo no la dejó escapar tan fácilmente.

—¿Por qué se fue?

—Porque su madre le amenazó con algo de su pasado.

—Tuvo que ser algo muy importante.

—¿Por qué lo dices?

—Porque es obvio que ese hombre está loco por ti. Cuando ha visto que nos estábamos dando la mano he temido por mi vida.

—¿Tú crees?

—Lo sé. Y si ha vuelto por ti, ¿por qué no estáis juntos?

—No es tan sencillo.

—Sí que lo es —afirmó rotundo Cano—. ¿Acaso se niega a verte? ¿O va a casarse con otra?

—No —reconoció Cecilia confusa—. Tú y Alexia no podéis entenderlo, no sabéis lo que sentí cuando vi que pasaban los años y yo seguía sin recibir ni una carta suya.

—Mira, Cecilia. No tengo ni idea de lo que le pasó a Sebastián, pero ahora está aquí y tú también. Y es evidente que los dos seguís sintiendo algo por el otro.

—Sí, pero no sé si estoy dispuesta a volver a correr el riesgo de que me rompa el corazón.

—Eres afortunada de volver a tener esa oportunidad. Si Teresa me quisiese, aunque fuera solo por un día, yo aceptaría sin dudarlo.

—¿Aunque después te rompiese el corazón?

—Exacto, al menos así sabría que estoy vivo. El mundo está lleno de gente y probablemente algún día encontrarías a alguien con quien compartir tu vida y ser más o menos feliz. Pero nadie podrá compararse jamás a Sebastián. Créeme. Cuando le fui infiel a Teresa, pensé que me aburriría toda la vida con la misma mujer a mi lado, y ahora sé que lo que es de verdad aburrido es estar con una mujer que no me llega al alma y que no tiene ni la más mínima posibilidad de lograrlo. No importa con cuántas me acueste, jamás sentiré con ninguna lo que sentí con Teresa. Y fui un estúpido por no valorarlo entonces.

—Eras joven —Cecilia consoló a su amigo.

—Igual que Sebastián cuando se fue.

Pedro siempre había tenido la habilidad innata de dar en el clavo.

—Vamos, tenemos que volver al trabajo —le dijo Cecilia incómoda.

—Claro, no queremos que el capitán se enfade —añadió Pedro con una sonrisa—. Prométeme que le explicarás que solo somos amigos. Todavía me tiemblan las piernas por cómo me ha mirado antes.

—Te lo prometo —le aseguró Cecilia, a pesar de que no sabía cuándo iba a tener la oportunidad, o la valentía, de volver a hablar a solas con Sebastián—. Pedro…

—¿Sí?

—¿Quieres que llame a Teresa y le pida que hable contigo? Probablemente podría convencerla.

Pedro se detuvo en medio de la calle y miró a su amiga. Era la primera vez que Cecilia se ofrecía a interceder por él, ella siempre se había mantenido al margen porque se consideraba amiga de ambos. Y tanto Teresa como Pedro la habían respetado por ello.

—No, gracias. De verdad, pero gracias por ofrecerte —le dijo sincero—, significa mucho para mí.

—De nada. Y si te sirve de consuelo, a mí tampoco me gusta el abogado con el que va a casarse. Es un engreído y se me ponen los pelos de punta cada vez que Teresa me cuenta algo de él. Es tan frío y distante que cualquiera diría que están organizando una fusión de empresas en vez de una boda.

Pedro opinaba lo mismo. Teresa necesitaba a un hombre que le diese alas, un hombre que le recordase que no tenía que tomarse la vida tan en serio. Un hombre que la hiciese reír y que la despertase con besos cada mañana. Él habría podido ser ese hombre, pero lo había echado a perder.

—Si ella es feliz, supongo que no tienes más remedio que apoyarla —le dijo Pedro a Cecilia—, aunque te agradezco el comentario.

—Vamos, será mejor que aceleremos el paso.

Cuando entraron en capitanía, Cecilia vio que Sebastián estaba encerrado en su despacho con Domingo y con Márquez. No sabía si era porque había estado varios días sin verle, pero le pareció más delgado y cansado. Seguía siendo el hombre más atractivo que había visto jamás, pero tenía ojeras y su postura desprendía tristeza a pesar de que era evidente que estaba prestando atención a lo que los otros hombres le estaban contando. Cecilia se dio cuenta entonces de que probablemente ella era la causa del abatimiento de Sebastián y se arrepintió de habérselo causado. No podían seguir así, el problema era que ella no sabía si era capaz de enfrentarse a todo lo que sentía por Sebastián.

Cecilia se pasó el resto del día intentando terminar unos informes que tenía pendientes, y esperando a que Sebastián fuese a buscarla para hablar con ella. Pero no lo hizo. El reloj marcó las siete de la tarde sin que Sebastián le dirigiese la palabra. Después de esa reunión, Sebastián había salido un rato y cuando volvió se metió en su despacho y no despegó la nariz del ordenador. Cecilia supuso que él por fin había aceptado que entre ellos no podía haber nada y que había decidido mantener las distancias, y se dijo que era mejor así. Y se lo repitió una y otra vez de camino a casa de su madre cuando ella y Cano fueron a visitarla un rato. A Patricia Ávila siempre le había gustado mucho el amigo de su hija mayor, y había creído que algún día terminarían siendo pareja. Ahora sabía que eso no sucedería jamás, y también sabía el porqué.

Cano las hizo reír un rato y luego se despidió de ambas, y Cecilia se quedó haciéndole compañía a su madre hasta que llegó Alexia.

—Mamá, ¿alguna vez piensas en papá? —le preguntó Cecilia a su madre.

—No, ¿por qué?

—¿No?

—No, me parecería una pérdida de tiempo. Tu padre no se merece que piense en él.

—Si él te pidiese perdón, ¿le perdonarías? —insistió Cecilia.

—¿Qué te pasa, Cecilia? —le preguntó su madre mirándola preocupada.

—¿Le perdonarías?

—No, no le perdonaría, pero probablemente no por los motivos que tú estás pensando. Tu padre fue un egoísta, pensó en él y solo en él. Y os hizo daño a vosotras. Así que no, no le perdonaría. ¿Por qué me preguntas esto ahora? ¿Has visto a tu padre?

—No, qué va. Hace años que no sé nada de él —respondió Cecilia.

—Es por Sebastián —le explicó Alexia a su madre—, la muy idiota todavía sigue sin perdonarle.

—¡Alexia!

—No le grites a tu hermana, Cecilia. Además, creo que supe antes que tú que estabas enamorada de Sebastián.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Ay, hija, ¿de verdad creías que no lo sabía? ¡Pero si se te notaba a la legua! Oh, sí, tú intentabas disimularlo, eso seguro, pero hay cosas que no se le pueden ocultar a una madre. Así que más os vale que dejéis de intentarlo, señoritas —apuntó mirándolas a ambas.

—Si sabías lo de Sebastián, ¿por qué no me dijiste nada el otro día, ni cuando era pequeña?

—El otro día no dije nada porque vi lo enfadada y dolida que estabas con él y pensé que tenías que resolverlo tú sola. Y cuando tenías dieciocho años no te dije nada porque pensé que ya vendrías a contármelo. Se me partió el corazón al ver lo triste que estabas y creí que algún día me lo contarías, pero entonces te volviste dura, distante, y la verdad es que no me atreví a preguntártelo. Supongo que hice mal.

—No, mamá. En esa época no habría sido capaz de contártelo.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no hay nada que contar.

—¿Estás segura? —la pregunta salió de los labios de su hermana Alexia.

—Sí, estoy segura.

—Hijas, sé que vuestro padre y yo no hemos sido muy buen ejemplo, pero os aseguro que hay amores por los que vale la pena luchar. Hay historias de amor que duran para siempre.

«Para siempre. Sebastián me dijo en la playa que él y yo éramos para siempre».

—¿Cómo estás tan segura, mamá? —le preguntó Alexia—. Tú misma has dicho que tú y papá no fuisteis una pareja modelo.

—Porque me niego a aceptar que no exista nada mejor de lo que yo he vivido —contestó Patricia—. Las bibliotecas están llenas de novelas sobre amores eternos. Casi todas las canciones que vale la pena escuchar están dedicadas al amor, y lo mismo sucede con las películas y con las obras de arte. Existe, niñas, hacedme caso. Y vosotras vais a encontrarlo.

—¿Y si no nos damos cuenta de que lo hemos encontrado? ¿Y si lo perdemos porque cometemos una estupidez? —dijo Cecilia.

—Bueno, eso no sucederá.

—¿Por qué no? —preguntaron las dos hermanas al unísono.

—Porque yo no pienso irme de aquí hasta asegurarme de que tenéis el amor de vuestra vida al lado.

—Mamá, ni siquiera tú puedes garantizar tal cosa —le recordó Alexia enarcando una ceja.

—Por supuesto que puedo, espera y verás.

—Papá fue un imbécil —dijo de repente Cecilia admirando a su madre por su valentía y optimismo.

—Sí que lo fue —convino Patricia—, así que no permitas que lo que él nos hizo te marque para siempre, Cecilia. No todos los hombres son como tu padre. Hay hombres que no escurren el bulto cuando hay un problema, y que son capaces de sacrificarlo todo para proteger a las personas que aman. Vuestro padre y yo nos conocimos porque vuestros abuelos se movían en los mismos círculos y supongo que cuando él me pidió para salir vuestras abuelas ya empezaron a hacer la lista de invitados a la boda. Nos casamos muy jóvenes y vosotras nacisteis enseguida. No estoy buscando excusas, nadie me obligó a casarme con él. Y a él tampoco le obligaron a casarse conmigo. Lo que quiero decir es que fue un matrimonio muy práctico, muy conveniente para todos. Me gusta creer que durante unos años fuimos felices, pero cuando vosotras os hicisteis mayores empezamos a distanciarnos casi sin querer. Y cuando me diagnosticaron el primer cáncer, vuestro padre decidió que ya no le compensaba seguir con la farsa. Y yo no le obligué a quedarse.

—Si él se hubiese puesto enfermo, tú no le habrías abandonado —señaló Alexia indignada.

—No, me habría quedado a su lado y le habría cuidado. Pero no le habría amado.

—Aun así te habrías quedado —recalcó Cecilia.

—Tenéis que dejar de pensar en lo que hizo vuestro padre, niñas. A veces no sé cuál de las dos es peor. Tú, Cecilia, te convertiste en un témpano de hielo después de que Sebastián se fuese, pero con lo de tu padre empeoraste. Y tú, Alexia, ¿qué voy a hacer contigo? Siempre eliges a los hombres equivocados, es como si ya supieses quién es el correcto y estuvieses buscando lo completamente opuesto a él.

—¿Yo? —Alexia se sonrojó—. No tengo ni idea de qué estás hablando.

—Por supuesto que no —le otorgó su madre con una sonrisa—. Me apetece acostarme un rato. Buenas noches, niñas.

—Buenas noches, mamá —las dos hermanas le dieron un beso en cada mejilla y se fueron del dormitorio para pensar en todo lo que su madre les había dicho.

Sebastián siguió en capitanía hasta pasadas las nueve. El y Domingo aprovecharon que se habían quedado solos para seguir hablando de algunos aspectos del nuevo programa informático que iban a desarrollar para el puerto. Al terminar, Domingo no hizo ningún intento por levantarse de la silla y se quedó mirando a Sebastián.

—Tienes muy mal aspecto —le dijo sin rodeos.

—Gracias —respondió sarcástico Sebastián.

—En fin, tú sabrás —le reprendió Domingo—. Yo me voy a casa.

—Lo siento, Domingo. No pretendía ser maleducado.

—Vete a casa, Sebastián. Duerme un poco —le aconsejó su amigo con el cariño propio de un padre—. Mañana volverá a salir el sol.

Sebastián asintió y recogió sus cosas. Se había pasado el día concentrado en su trabajo con la esperanza de borrarse de la mente la imagen de Cecilia y Cano juntos, pero no lo había logrado. Le había dolido verlos charlando tan relajados el uno con el otro, aunque quizás era lo que necesitaba para reaccionar. Pedro Cano era un buen hombre y era evidente que Cecilia podía ser feliz a su lado. Pedro Cano no la había abandonado de joven ni tampoco la había hecho sufrir durante años. Pedro Cano no compartía un pasado con ella y podía ofrecerle un futuro. Apagó las luces y se fue caminando a aquel apartamento que nunca llegaría a convertirse en su hogar.

Al mediodía, Sebastián aprovechó para salir de capitanía y llamó al Ministerio para decir que estaba interesado en la plaza que había vacante en Barcelona. El secretario que le atendió prácticamente se puso a gritar de alegría cuando le preguntó su nombre y Sebastián respondió. Sebastián le pidió al hombre que todavía no comunicase a nadie su interés y le aseguró que solo había llamado para preguntar si dicha plaza seguía libre. El secretario le dijo que no se preocupase y que le guardaría el secreto unos días, pero Sebastián no terminó de creerle.

Buscó la llave en el bolsillo y subió la escalera hasta su piso. Abrió y al entrar observó las estanterías vacías. Fue a su dormitorio y se sentó en la cama. En un acto reflejo cogió la fotografía que tenía de Cecilia. La acarició con el pulgar y tembló al recordar lo mucho que la amaba. En todos los años que había pasado lejos de ella jamás sintió flaquear su amor. Por muchas mujeres que se acercaran a él, Sebastián nunca veía a ninguna. Por muchos días o meses que pasasen, él jamás dudaría que amaba a Cecilia.

«Esa clase de amor solo se siente una vez en la vida».

—Una última vez, Sebastián —se dijo a sí mismo en voz alta—, y si te rechaza, encontrarás el modo de vivir sin ella.

Se puso en pie y buscó una caja que había viajado con él desde Chile y que todavía no había abierto. Rompió el cartón y encontró lo que buscaba. Ahora solo tenía que dárselo a Cecilia y después, bueno, después ya decidiría lo que haría con su vida.