18

Quizá la culpa es mía

por no seguir la norma,

ya es demasiado tarde

para cambiar ahora.

ALASKA,

A quién le importa

Al día siguiente, Sebastián no fue a trabajar. Llamó a Márquez para informarle de que tenía que ir a Madrid para resolver unos asuntos en el Ministerio, y luego llamó a Domingo para pedirle que supervisase un par de temas mientras él no estaba. Desde su llegada a Cádiz que había pospuesto ese viaje, pasearse por las oficinas ministeriales le parecía una absoluta pérdida de tiempo, normalmente resolvían en días lo que podía dejarse zanjado en cuestión de minutos, pero Sebastián comprendía que formaba parte del juego. Lo había aprendido mientras estaba en Chile y viajando por el mundo a bordo de los buques en los que había servido.

Cecilia no le había preguntado nada acerca de lo que había sido su vida durante esos largos y vacíos doce años, y a Sebastián le dolía muchísimo ver que ella no solo no le había perdonado, sino que ni siquiera le había entendido. Tras aquella horrible discusión con su madre, en la que Sebastián por fin asumió que Antonia había dejado de quererle cuando él cometió aquel horrible error en su adolescencia, Sebastián supo que tenía que irse. Si se quedaba, su madre no dudaría en llamar a la policía y en acusarlo de todo lo imaginable. Él iría a la cárcel y perdería a Cecilia, y también a José Antonio y a Gabriela. Sebastián no se hizo ilusiones acerca de la posibilidad de demostrar su inocencia, si la policía llegaba a casa y le encontraban a él con la droga, sumarían dos más dos y lo dejarían listo para sentencia. Su madre tuvo al menos la decencia de llamar a Chile, a Francisco Nualart, un primo tercero o cuarto de la familia con el que seguían en contacto, y le dijo que Sebastián iría a vivir allí. En cuanto terminó la llamada, Antonia le dio algo de dinero y lo echó de casa. Sebastián tuvo el tiempo justo de recoger sus cosas, coger el dinero que había ahorrado, y escribirle una nota a su hermano diciéndole que no le buscase. A lo largo de los últimos meses, él y José Antonio se habían hecho amigos, otra vez, y Sebastián estaba convencido de que su hermano no entendería su partida y que intentaría encontrarlo. Por nada del mundo quería que después del sacrificio que iba a hacer, José Antonio se metiese en un lío por su culpa, así que escribió aquella breve nota de despedida. Los recuerdos de los días antes de coger el vuelo rumbo a Santiago le resultaban algo confusos, era como si su mente hubiese intentado borrarlos, o incluso modificarlos, pero la realidad era que Sebastián se subió a ese avión y dejó atrás la vida que había deseado tener y que durante un breve instante había podido tocar con la punta de los dedos.

En Chile, Francisco resultó ser mucho mejor de lo que Sebastián esperaba. Su tío era un viejo marino retirado muy estricto pero con un marcado código de valores que, sorprendentemente, coincidían muchísimo con los de Sebastián. Y amaba el mar tanto como Sebastián. Francisco nunca le preguntó qué había sucedido en España y le recibió con los brazos abiertos. Tras la primera semana, que Sebastián dedicó a instalarse y a buscar trabajo, Francisco le sugirió que se pasase por la base española y preguntase si podía alistarse en la marina. Al principio, Sebastián descartó la idea por absurda, pero Francisco insistió y una mañana le llevó a hablar con uno de sus amigos que todavía estaba en activo y capitaneaba un buque español que hacía la ruta Galicia-Chile con relativa frecuencia. Tanto Francisco como su amigo insistieron en que no iba a resultarle nada fácil, pero le dijeron que si lo conseguía, tendría una gran carrera por delante en la que siempre podría estar cerca del mar. Y quizás algún día podría volver a España siendo un hombre respetable y con futuro. Fueron unos años muy difíciles para Sebastián, y no solo porque tuvo que estudiar mucho y entrenarse a diario, sino también porque cada día que pasaba echaba más de menos a Cecilia. Y cada día, cada segundo, se planteaba si había tomado la decisión correcta. A pesar de lo que ella había dicho, Sebastián había descolgado el teléfono millones de veces para llamarla y le había escrito muchísimas cartas que al final no se había atrevido a mandar. La amenaza de su madre se había colado por los poros de su piel y vivía bajo el miedo constante de que Antonia la hiciese realidad.

Sebastián desvió la vista hacia la bolsa de viaje que había preparado. Sí, le iría bien ausentarse unos días. Iría a Madrid y resolvería los temas que tenía pendientes, y quizás incluso preguntaría si había alguna vacante en otra capitanía. O en un buque. O quizás incluso en una base militar en el extranjero.

Cuando Cecilia llegó a capitanía y vio que el despacho de Sebastián estaba vacío se preocupó un poco, pero no demasiado. Probablemente tenía una reunión en otra parte y llegaría más tarde. Pero cuando terminó el día sin que Sebastián hubiese aparecido, se dio por vencida y fue a preguntarle a Domingo si sabía algo de él.

—Se ha ido a Madrid —le explicó su amigo.

—¿A Madrid?

—Sí, tardará unos días en volver. Al parecer tenía varios asuntos que tratar con el Ministerio. ¿Necesitas algo? Ya sabes que puedes ausentarte los días que haga falta, Sebastián me dejó claro que eso no era ningún problema.

A Cecilia le reconfortó ver que él había hablado de ella con Domingo, sin embargo, le puso furiosa que Sebastián se hubiese ido sin decírselo.

«Tú le echaste de casa y prácticamente le dijiste que no querías saber nada de él, a pesar de que Sebastián te contó lo más horrible y doloroso que le ha sucedido jamás».

—No, estoy bien, gracias. Mamá está en casa con Alexia y todo parece ir bien. Ya sé que no puedo hacerme ilusiones —siguió—, pero la verdad es que se la ve animada.

—Tu madre es una mujer muy fuerte, una luchadora. Y no me extrañaría que se estuviese aprovechando de la situación para dejar que sus dos hijas la cuiden y la mimen —sugirió Domingo guiñándole un ojo.

—Gracias, Domingo.

—Oye, ¿por qué no vienes a cenar a casa uno de estos días? A Marce y a los niños les hará mucha ilusión verte.

—Claro, deja que hable con Alexia para organizarme. ¿De acuerdo?

—Ningún problema. ¿Quieres que le diga algo a Sebastián? —le preguntó—. Me dijo que me llamaría por la noche para que le contase cómo había ido el día en capitanía.

—No, no hace falta, pero gracias por el ofrecimiento.

—De nada. —Domingo estiró los brazos—. Creo que me iré a casa, ayer jugamos a futbol con los niños y estoy destrozado.

Cecilia se despidió de Domingo y decidió que ella también se iría. Quizás incluso iría al gimnasio antes de ir a casa de su madre. A ver si así dejaba de pensar en la mirada dolida de Sebastián antes de irse, y en todas las preguntas que ella había querido hacerle acerca de su pasado y que no se había atrevido a preguntarle.

La jornada en el Ministerio fue agotadora y más fructífera de lo que había esperado. Sebastián llegó al hotel y tras ver que tenía piscina interior, se puso el bañador que había metido en la maleta casi por casualidad y fue a nadar. Durante los primeros años de instrucción, Sebastián se convirtió además en submarinista profesional de gran profundidad y era el único de su promoción que podía sumergirse cien metros sin equipo practicando apnea. Estar bajo el agua a esa profundidad era doloroso pero al mismo tiempo reconfortante. Allí, a esa profundidad, el mundo dejaba de existir y solo estaba él, el mar, y su mejor recuerdo. El día que besó a Cecilia. El único día que besó a Cecilia.

Se lanzó a la piscina y nadó hasta que le dolieron los brazos. Y luego, tras comprobar que estaba solo, pues no quería asustar a otro huésped, respiró hondo una única vez y se sumergió en el agua. Se quedó bajo el manto del agua cristalina de la estática piscina del hotel tanto tiempo como le permitieron los pulmones, pensando en ese beso que le había dado esperanza durante un tiempo y que ahora parecía perdido en la profundidad de sus recuerdos y de sus rencores. Salió de la piscina cuando notó que el pecho empezaba a quemarle y se puso el albornoz. Afortunadamente no se tropezó con nadie de regreso a su habitación, probablemente creerían que era un loco por cruzar empapado los pasillos del hotel, y tras abrir la puerta con la tarjeta de plástico se sentó en la cama y descolgó el teléfono. Un timbre.

Dos.

Tres.

—¿Diga?

—Cecilia, soy yo, Sebastián —le dijo serio—. Solo te llamo para decirte que estoy en Madrid.

—Lo sé, me lo ha dicho Domingo —le explicó ella algo confusa, y feliz porque la hubiese llamado.

—Ah, bueno. No quería que creyeses que había vuelto a irme sin decirte nada —se justificó él tras carraspear—. ¿Cómo está tu madre?

—Está bien, tranquila.

—Me alegro. Buenas noches.

—¿Cuándo volverás?

A Sebastián le sorprendió tanto la pregunta que casi le cae el auricular al suelo.

—No lo sé, todavía tardaré unos días. ¿Por qué? —quiso saber esperanzado.

—Por nada. —«¿Por qué le costaba tanto decirle que sentía haber sido tan poco comprensiva con él la otra noche?».

Sebastián cerró los ojos y apretó el teléfono con fuerza. A esas alturas ya debería saber que en lo que se refería a Cecilia no podía hacerse ilusiones.

—Buenas noches, Cecilia.

—Buenas noches, Sebastián. —Y justo antes de colgar añadió—: Gracias por llamar.

Y Sebastián se olvidó de su propio consejo y se hizo ilusiones.

Una semana más tarde, Sebastián seguía en Madrid y Cecilia no sabía qué hacer con sus sentimientos. Él no había vuelto a llamarla, pero a través de Domingo se enteró de que Sebastián había tenido que alargar su estancia porque los altos cargos ministeriales querían presumir del capitán más joven y más condecorado de la marina española en unos actos oficiales. ¿Por qué no le había contado que había ganado tantas medallas? «Porque tú no se lo preguntaste. Le echaste de casa en cuanto terminó de contarte por qué se había ido. Él te abrió su corazón y tú solo pensaste en ti. Sí, Sebastián te dejó sin decirte nada, pero tú te quedaste aquí con mamá y con Alexia, y él se fue solo a otra parte del mundo». ¿Por qué no volvía? ¿Por qué? «¿Y por qué va a tener prisa por volver?». Su conciencia empezaba a ponerla furiosa, aunque por desgracia, tenía toda la razón del mundo.

Sebastián llegó a Cádiz a las dos de la madrugada y se tumbó en la cama sin desnudarse. Se quedó allí mirando el techo y respirando profundamente. El viaje había sido un éxito, había conseguido renovar las subvenciones de distintos proyectos, incluido el de Cecilia, y había convencido a sus superiores de que invirtiesen el dinero necesario para sacar adelante el programa informático que estaban diseñando Domingo y su equipo para el puerto. Y había estado esos días sin ver a Cecilia y había sobrevivido. Sí, no había sido feliz, y sí, todavía sentía un doloroso vacío en el pecho cuando pensaba en el rechazo y en la indiferencia de ella, pero estaba convencido de que algún día lograría convivir con esa sensación. Sebastián había recibido varias ofertas de trabajo, un par en el sector público, y más de cinco en el lucrativo sector privado; cuatro de ellas en España y ninguna en Cádiz. Eran muy tentadoras, y sería un cretino si no reconociese que una parte de él se había sentido muy redimida al recibir tantos halagos. Y si era sincero consigo mismo, también tenía que reconocer que le habría gustado llamar a su madre y restregarle todos esos éxitos por las narices. Durante doce años lo único que le había impulsado a luchar había sido el amor que sentía por Cecilia, y el rencor que sentía por su madre. Quizás había llegado el momento de desprenderse de ambas cosas. El rencor solo era un lastre, un peso muerto que si seguía llevándolo encima terminaría por hundirle en el abismo. Y el amor no correspondido solo serviría para hacerle desgraciado. Y para amargar cualquier instante de felicidad que pudiese llegar a sentir con otra persona. Se puso en pie y se cambió de ropa para acostarse. Miró la luna que brillaba sobre el mar y decidió que al día siguiente iría a hablar con sus hermanos para contarles la verdad. Ellos dos se merecían el mismo respeto que Cecilia. Sebastián se metió en la cama y rezó para que José Antonio y Gabriela le entendiesen.

—Dios mío, Sebastián. Lo siento —fue la primera frase que le dijo José en cuanto terminó de escuchar el relato de Sebastián—. Lo siento mucho. —Se levantó y lo abrazó con todas sus fuerzas.

Eran las diez de la mañana y los tres hermanos se habían sentado junto a la mesa de la cocina. José no tenía que ir al hospital y Gabriela también se había quedado en casa. Sebastián les había pedido que no dijesen nada hasta que él terminase, y les contó toda la sórdida historia sin apenas mirarlos. Y cuando notó que su hermano le abrazaba casi se puso a llorar.

—Lo siento mucho, Seb —repitió José Antonio—. Te juro que no tenía ni idea.

—Lo sé —le dijo Sebastián devolviéndole el abrazo—. Lo sé, José.

José se apartó y lo miró a los ojos.

—Habría renunciado a la beca —dijo solemne.

Y Sebastián comprendió entonces que nunca había perdido a su hermano, y que jamás lo perdería.

—Gracias —farfulló emocionado.

—Tú eres mi hermano mayor. Siempre me cuidabas, y siempre estabas a mi lado cuando te necesitaba. Yo habría hecho lo mismo por ti —le aseguró José Antonio.

—¿Cómo fue capaz de hacernos eso? —preguntó Gabriela, que estaba petrificada en la silla—. Mamá, ¿cómo fue capaz? —Notó que le resbalaba una lágrima por la mejilla—. Es un monstruo. Dios mío, Sebastián. Tendrías que habérnoslo contado.

—Quizá, pero tenía miedo de que mamá pudiera hacerme algo —confesó sincero.

—Papá lo sabía —señaló Gabriela—, por eso apenas soportaba mirarla. Y por eso siempre llevaba una foto tuya en la cartera.

—¿Papá llevaba una foto mía? —preguntó Sebastián agradecido por el cariño de sus hermanos.

—Sí, y siempre nos pedía que le leyésemos las cartas que nos mandabas. Estaba muy orgulloso de ti —le contó Gabriela.

—¿Por qué no volviste antes? —quiso saber José—. Yo terminé la carrera hace años, y mamá se fue con ese hombre.

Sebastián se encogió de hombros.

—Supongo que tenía miedo de volver. Yo acababa de licenciarme pero seguía siendo un don nadie.

—Tenías miedo de que Cecilia no te perdonase —dijo Gabriela.

—Sí, pero no solo eso, también tenía miedo de que mamá encontrase el modo de hacerte daño a ti, Gabi, tú todavía eras una niña y ella es, al fin y al cabo, tu madre. Y no quería correr ese riesgo. Mamá me dejó claro que estaba dispuesta a todo para echarme de la familia, y no quería que os hiciese daño a ti o a José para conseguirlo.

—¿Y ahora ya estás dispuesto a arriesgarte? —le preguntó José.

—Mamá ahora no puede hacerme nada. Aunque siga en posesión de ese paquete de heroína, nadie creerá que es mío. Hoy en día mi reputación es intachable y si me hacen un análisis de sangre comprobarán que estoy completamente limpio desde hace años. Y en cuanto a Raúl y a Julián —suspiró resignado—, no creo que a nadie siga importándole ese caso. Tú eres un médico respetado —señaló a José— y Gabi está a punto de cumplir dieciocho años. Ya no puede hacernos nada.

—¿Vas a ir a verla? —le dijo su hermano.

—Ella vino a verme a mí. Hace unos días estuvo en capitanía —especificó al ver el rostro estupefacto de sus hermanos—. Es una mujer miserable que ni siquiera se merece mi rencor —aseguró Sebastián—. Le dije que algún día os contaría la verdad sobre aquella noche e insinuó que no me creeríais.

—Yo no quiero volver a verla más —afirmó Gabriela—. Y por supuesto que te creemos —afirmó airada.

—No lo hagas por mí, Gabi. Es tu madre —le recordó Sebastián.

—Y tú mi hermano y por su culpa he tenido que crecer sin ti. Mira, ella tendría que haberte cuidado, tendría que haberte protegido. Se supone que los padres están para eso, ¿no?

—Yo sí iré a verla —afirmó José Antonio dejando atónita a Gabriela—, para decirle que desaparezca de nuestras vidas para siempre. Te has convertido en un gran hombre, Sebastián, y si ella fue incapaz de ver que su hijo mayor era una de las mejores personas que he conocido jamás, entonces no se merece formar parte de nuestra familia.

—Bien dicho, Doctor Maligno —dijo Gabriela abrazando a sus dos hermanos mayores.

Sebastián no pudo contener más la emoción y se abrazó con todas sus fuerzas a José y a Gabriela.

—Dime una cosa, Seb. —José fue el primero en separarse un poco y volver a hablar—. Si volviste por Cecilia y por nosotros, ¿cómo es que no estás con ella?

—Sí, hermanito, ¿acaso no le has contado la verdad? —quiso saber Gabriela.

—Se lo he contado —explicó Sebastián—. ¿Y?

—Está dolida porque no la llamé ni le escribí durante estos doce años. A vosotros os escribí porque sabía que, aunque me resultara muy difícil, podía contener las ganas de veros —confesó Sebastián al ver las cejas enarcadas de José y de Gabriela—, pero con Cecilia no habría podido. Si le hubiese escrito, y ella me hubiese pedido que volviera, habría vuelto. Y no podía correr ese riesgo. —Suspiró abatido—. Y luego supongo que me dio miedo. Había pasado mucho tiempo y pensé que quizás ella me había olvidado. Y no quería averiguarlo con certeza.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —le preguntó Gabriela.

—No lo sé. He recibido varias ofertas de empleo que me gustaría comentaros. Si somos una familia, estas cosas tenemos que hablarlas juntos, ¿no os parece?

—Por supuesto —le aseguró José—, pero ¿estás seguro de que quieres irte de Cádiz?

—No, pero quizá sea lo mejor para todos. Para mí y para Cecilia —puntualizó.

—Yo no estoy tan segura —señaló Gabi—. ¿Por qué no hablas con ella?

—Créeme, Gabi. No servirá de nada.

—Estuviste doce años sin decirle nada, Seb —le recordó José—. Y ahora se lo has soltado todo de golpe cuando ella tiene que enfrentarse a la enfermedad terminal de su madre. ¿No crees que deberías darle otra oportunidad? Quizá lo único que necesita Cecilia es algo de tiempo para asimilar las cosas.

Sebastián escuchó a su hermano con atención.

—Me lo pensaré, ¿de acuerdo? —dijo al fin.

—Genial. La verdad es que tanto a mí como a Gabi nos gustaría que te quedases por aquí, capitán. Pero si al final decides irte, lo entenderemos.