Vivir,
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo,
que lloro otra vez.
CARLOS GARDEL,
Volver
Sebastián se fue del hospital como un autómata y por fortuna condujo hasta la casa de sus hermanos sin causar un accidente. Había perdido a Cecilia. Había llegado demasiado tarde. Sí, ella había llorado entre sus brazos, pero probablemente esa reacción se debía a la presión y al estrés que había soportado durante toda la noche. «Se habría abrazado a cualquiera, tú sencillamente estabas allí. Y te aprovechaste. Eres un cretino. Un egoísta. Y probablemente eso es exactamente lo que ha pensado Ce». Sebastián no se engañaba a sí mismo, sí, había ido al hospital con la esperanza de encontrarse con ella, pero de verdad estaba preocupado por Patricia Ávila, en las pocas ocasiones que había coincidido con la madre de Cecilia, ella siempre había sido muy buena con él. Siempre le había tratado bien y no como el delincuente juvenil que en esa época se suponía que era.
Aparcó el coche y fue en busca de Gabriela con la esperanza de que su hermana consiguiese animarle, y recordarle que había gente dispuesta a darle una segunda oportunidad. Probablemente tendría que conformarse con recuperar el cariño de sus hermanos, porque cada vez era más evidente que no podría lograr lo mismo con el de Cecilia. Esta vez utilizó la llave para entrar en casa y se encontró con Gabi sentada en el sofá con la nariz pegada a las páginas de un libro.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó, pues ella ni siquiera le había oído entrar.
—¡Ah, hola, Sebastián! —Cerró la novela de un salto—. Me has asustado.
—Lo siento —se disculpó él encogiéndose de hombros—, debería haber llamado al timbre.
—No digas tonterías, Seb, no te pega. —Gabriela se puso en pie y estiró los brazos. Estaba todavía con las manos apuntando al techo cuando vio el rostro de su hermano—. ¿Qué te ha pasado? ¿Te encuentras bien?
Sebastián supuso que no era tan bueno como creía disimulando y levantó la comisura de los labios en un gesto burlón. Le había gustado oír el apodo con el que Gabriela le había bautizado de pequeña, cuando todavía no había aprendido a hablar y Sebastián había resultado ser un nombre demasiado largo y demasiado difícil de pronunciar.
—No, la verdad es que no —confesó.
—¿Es por Cecilia?, ¿cómo está su madre? —Gabriela dejó la novela encima de la mesilla que había frente al televisor y se acercó a su hermano.
—No lo sé —carraspeó incómodo—. ¿Tienes hambre, quieres que salgamos por ahí?
Su hermana se quedó mirándolo unos segundos a los ojos. José había hecho lo mismo antes y, a decir verdad, a Sebastián empezaba a irritarle que sus dos hermanos tuviesen el don de ver dentro de él. Porque no tenía ninguna duda de que era eso exactamente lo que estaban haciendo.
—Iré a cambiarme —respondió enigmática dándose media vuelta.
Gabriela reapareció quince minutos más tarde, se había puesto unos vaqueros y un jersey, y se había peinado, ahora llevaba una diadema que le apartaba la melena negra de la cara.
—¿Adónde quieres ir? —Sebastián dejó la novela que había cogido para ojear mientras esperaba.
—Por qué no paseamos un rato. El barrio ha cambiado mucho desde que te fuiste —apuntó Gabriela haciendo referencia por primera vez a los años que Sebastián no había estado.
—Claro, tú mandas.
Gabriela le cogió por el brazo y tiró de él hacia la puerta.
—Vamos, paseemos un rato. Creo que te llevaré al restaurante preferido de papá. Lo abrieron unos años después de que te fueras.
Gabriela guio a Sebastián por las calles que él apenas había tenido tiempo de conocer durante los tres años que había permanecido allí y que sin embargo ahora recordaba con absoluta claridad. Gabi tenía razón; no parecían las mismas. Habían cambiado mucho, igual que él, igual que su hermana, igual que Cecilia.
—Papá solía traernos aquí de vez en cuando, a mí y a José Antonio —le explicó Gabriela al pasar por una plaza.
—¿Y mamá?
Gabriela se detuvo y obligó a Sebastián a hacer lo mismo. Esperó a que su hermano girase el rostro y entonces clavó los ojos en los de él.
—No sé qué pasó cuando te fuiste, yo solo tenía seis años, pero la relación entre mamá y papá cambió a partir de entonces. Creo que ambos intentaron ocultarlo, fingir que todo seguía igual que siempre, pero no era así.
Gabriela reanudó la marcha y Sebastián la siguió atónito.
—Apenas se hablaban —siguió su hermana—, y papá la miraba como… —buscó el modo de explicarlo— como si le hubiese traicionado. O decepcionado. Y ella le miraba como si hubiese tenido todo el derecho del mundo a hacerlo. No sé, Seb, quizá tuviste suerte de no estar aquí.
—No digas eso —le pidió sincero.
—No, es verdad. Papá se fue apagando, marchitando, y cuando murió —tragó saliva—, ¿te he contado alguna vez que yo fui la primera en verlo? —Miguel Nualart había muerto de un infarto mientras estaba descansando en una de las habitaciones para empleados de la empresa en la que trabajaba—. Cuando le vi, sonreía, como si se sintiese aliviado. Y mamá, bueno, mamá nunca fue muy cariñosa, pero con los años se fue amargando, endureciendo. Nunca he conocido a una mujer más enfadada con el mundo que ella.
—¿La ves a menudo?
—¿A mamá? No. —Gabriela dio una patada a una piedra que se encontró por el camino e intentó ocultar el dolor que evidentemente le causaba la indiferencia de su madre—. Después de que papá muriese, empezó a salir con gente del trabajo. Y un mes más tarde ya había conocido a Ramón.
—El hombre con el que vive ahora.
—Sí, creo que incluso se casarán. La verdad es que siento lástima por él. Le conocí hace tiempo y me pareció un buen hombre. Es mayor que mamá y ella hace con él lo que quiere. ¿Sabes qué es lo más curioso?
—¿Qué?
—A papá le echo mucho de menos. Papá lleva seis años muerto pero todavía hay días en que pienso que me gustaría contarle algo, como el día que llegaste. —Miró a Sebastián y sonrió—. Pero a mamá no. Mamá vive a dos horas de coche de aquí. Podría verla cada semana, si yo o ella quisiésemos, pero ni siquiera siento la necesidad de llamarla. ¿Le has dicho que has vuelto?
—No —contestó Sebastián apretando la mandíbula.
—Es aquí. —Gabriela se detuvo frente a la puerta de un restaurante de aspecto familiar.
«Sí, seguro que a papá le gustaba venir aquí».
Los dos hermanos entraron y la camarera saludó efusivamente a Gabriela, y después los acompañó hasta una mesa algo apartada.
—Así podréis estar tranquilos —dijo la muchacha—, dentro de un rato echan un partido de fútbol y esto se pondrá imposible.
—Gracias, Manuela —dijo Gabriela.
Sebastián vio que encima de la barra de la entrada había colgado un enorme televisor y entendió el comentario de la joven.
—Gracias —dijo él también. Sebastián había vivido en dos buques transatlánticos y en tres puertos internacionales y en todos esos sitios el fútbol era quizá lo único que poseía suficiente poder de convocatoria como para reunir a toda la tripulación en el mismo lugar al mismo tiempo.
Gabriela y Sebastián se sentaron y él abrió la carta.
—No te molestes —le aconsejó Gabi—, el padre de Manuela nos preparará lo que le dé la gana.
—Ah. —Devolvió el menú a su sitio.
—Bueno, Seb, yo te he contado lo de papá y mamá, así que ahora te toca a ti.
Sebastián notó que le sudaban las manos. Quizá Gabriela debería presentarse a las oposiciones de la policía. Sería letal en los interrogatorios.
—¿Yo? —intentó fingir que no la entendía.
—Sí, tú, Sebastián. Elige, ¿qué prefieres contarme? ¿Por qué te fuiste? —enumeró cada pregunta con un dedo de la mano—, ¿por qué has vuelto?, o, ¿por qué te tiembla la mandíbula cada vez que se menciona el nombre de Cecilia Ruiz-Belmonte?
Sebastián pasó el dedo por el borde de la copa vacía que tenía delante. Un camarero se acercó en aquel instante y les sirvió agua, y Sebastián se la bebió. Gabriela no dijo nada y esperó paciente a que su hermano decidiese qué quería contestarle.
—No puedo contarte por qué me fui —empezó con la cabeza agachada y la mirada todavía fija en la copa. Un segundo más tarde, como si en su fuero interno hubiese llegado a un acuerdo consigo mismo, la levantó y miró a su hermana—. Todavía no. Antes debo contárselo a otra persona.
—A Cecilia.
—Sí, a Cecilia —afirmó Sebastián a pesar de que Gabriela se lo había preguntado. Su hermana no lo había dudado ni un segundo—. Y por eso mismo tampoco puedo contarte porque… —se sonrojó un poco y Gabriela pareció sentirse bastante satisfecha consigo misma— porque me afecta oír su nombre —hizo una pausa—. Pero lo que sí puedo contarte es por qué he vuelto —añadió Sebastián sorprendiéndola. Y a él le gustó coger desprevenida a Gabi—. Al menos en parte.
—¿Por qué has vuelto? —le preguntó Gabriela cogiéndose las manos. Estaba nerviosa. Ella y Sebastián se habían escrito muchas cartas a lo largo de los años, y en las cien primeras Gabriela le había pedido infinitas veces que volviese, que fuese a verlos. Y él siempre había hecho caso omiso a esas peticiones. Hasta que ella dejó de pedírselo.
—He vuelto porque quería recuperaros. A los tres. A ti, a José y a Cecilia.
—A mí y a José nunca nos perdiste.
«No estés tan segura».
—Me he pasado doce años sin veros, Gabi. No estaba aquí cuando José terminó sus estudios universitarios, ni cuando tú aprendiste a ir en bici. Ni cuando te rompiste la pierna, ni cuando José…
—No importa, Seb. —Gabriela vio la rabia contenida de su hermano y le colocó una mano encima de las de él—. Ahora estás aquí. Y no vas a marcharte, ¿no?
—No —le prometió solemnemente mirándola a los ojos—, no voy a marcharme.
—Tú y Cecilia, ¿estabais enamorados? —le preguntó con cautela. Sebastián no dijo nada, pero asintió y su hermana se atrevió a seguir—. Entonces, si antes la querías y ahora has vuelto por ella, ¿por qué no estáis juntos?
—No es tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Vamos, Seb, no me trates como si fuese una niña pequeña. Cuéntamelo. Es evidente que Cecilia siente algo por ti, si no, ¿por qué te ha esperado todos estos años?
—Cecilia no me ha esperado.
—Por supuesto que te ha esperado —afirmó Gabriela—, yo no la conozco demasiado bien pero…
—Cecilia no me ha esperado porque no hemos estado en contacto durante estos doce años.
—Joder, Sebastián. Perdón —añadió al ver que su hermano enarcaba una ceja al escuchar el taco—. ¿Te has pasado doce años sin hablar con ella? —Vio que Sebastián asentía y abrió los ojos de par en par—. ¿Y tampoco la has llamado? —Las cejas iban a salirle de la cabeza—. Pero al menos te despediste de ella, ¿no?
—No.
—Joder. Lo siento. —Estiró los pies por debajo de la mesa y miró a su hermano con cara de preocupación—. Tienes razón. Seb. No es sencillo. Tú mismo me has dicho que has vuelto por ella…
—Y por vosotros… —la interrumpió para puntualizar ese importante detalle. Por nada del mundo querría Sebastián que su hermana pensase que solo había vuelto por Cecilia.
—Lo sé, Sebastián, pero nosotros nos hemos escrito durante estos años y hemos hablado por teléfono unas cuantas veces, aunque la verdad sigo sin entender por qué te negaste a visitarnos. En fin, lo que quiero decir es que si me lo hubieras hecho a mí, creo que te haría caminar por encima de clavos ardiendo antes de perdonarte. Cien veces.
Sebastián sonrió y pensó que Cecilia probablemente ni así le perdonaría.
Comieron sin volver a hablar del tema, Gabriela le contó anécdotas sobre ella y José y cuando llegaron a los postres, Manuela fue a charlar con ellos. Sebastián se rio más veces que en los últimos siete u ocho años juntos, y para cuando volvieron a casa casi se había olvidado de que probablemente jamás sería feliz.
Unas horas más tarde, Sebastián y Gabriela estaban sentados en el sofá jugando a la brisca, y riéndose el uno del otro, cuando llegó José Antonio. Exhausto. Destrozado. Y con cara de que las cosas iban mal. Muy mal.
—¿Ha sucedido algo? —le preguntó Gabriela poniéndose en pie de un salto—. ¿Te encuentras bien?
José se desplomó en el sofá justo al lado de Sebastián. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Estuvo varios segundos en silencio, probablemente meditando si debía contarles a sus hermanos lo que sabía.
—La señora Ávila no saldrá de esta —dijo tras decidir que sus valores humanos valían más que el secreto profesional. Se frotó los ojos con las palmas de las manos y soltó una maldición antes de abrirlos y mirar a su hermano mayor—. He echado a Cecilia del hospital y la he mandado a su casa. Alexia se ha quedado con su madre. Esta tarde me he acordado de algo —dijo José cambiando repentinamente de tema y quedándose en silencio.
—¿De qué? —preguntó Sebastián convencido de que José todavía no había terminado de decir todo lo que quería.
—La mañana después de que te fueras, Cecilia vino a buscarte y cuando le dije que no estabas… —se frotó la cara cansado—, mira, yo solo tenía dieciocho años y probablemente no me daba cuenta de muchas cosas, pero te aseguro que vi cómo se le apagaban los ojos.
—Yo tuve que irme.
—Todavía no nos has contado por qué —le recordó José refiriéndose a él y a Gabriela—, pero nosotros podemos esperar, ¿no? —Desvió la mirada un segundo hacia la hermana de ambos y vio que esta asentía—. Cecilia y yo nos hicimos amigos cuando su madre enfermó por primera vez, y no sé si debería contarte esto, pero sé que esta noche no puede estar sola. Nadie debería estarlo en un momento así. Yo dormiré un poco y volveré al hospital; cuando me he ido, Alexia estaba dormida, pero quiero estar allí cuando se despierte —afirmó poniéndose en pie y sin explicarle por qué quería estar con la hermana de Cecilia cuando esta se despertase—. Lamento haberte chafado el fin de semana, Gabi.
Gabriela le dio un abrazo a su tosco hermano y un beso en la mejilla.
—Vete a dormir, Doctor Maligno, te despertaré dentro de ¿tres horas?
—Dos y media.
—José Antonio —lo llamó Sebastián—, gracias. Otra vez.
José asintió y entró en su dormitorio después de farfullar:
—Nos vemos mañana.