TERESITA
DOS o tres días después, la madre de Aviraneta decidió marcharse a Irún con su vieja criada Joshepa-Anthoni.
Pensaba detenerse dos días en Aranda y seguir después.
Aviraneta les acompañó hasta el coche. Pasada una semana, su madre le escribió una carta.
Le contaba varias noticias de Aranda. Frutos San Juan se había casado con una señorita bastante rica, pero nada joven, de Roa; el Gaceta estaba herido de un garrotazo que le había dado un miliciano nacional; Emilio García, el de Vadocondes, había comprado varias tierras y pensaba ir a vivir a Madrid, y el tío Guillotina había muerto en el hospital.
Tras estas noticias, para Aviraneta de poco interés, le decía que Teresita, la hija de Auñón, entraba monja.
El cura don Víctor y un jesuita recién llegado a Aranda la habían convencido. Doña Nona estaba contentísima. Teresita estaba admirando al pueblo con su sabiduría.
Aviraneta quedó absorto, sintió como si se le escapase el suelo bajo los pies.
Había, sin duda, forjado vagas ilusiones, en las cuales intervenía Teresita, la muchacha amable, sabia y discreta de la casa del juez.
Teresita se le escapaba, marchaba a un convento, abandonando las complicaciones del mundo…
Era su vida, su vida inquieta y nómada la que arrebataba a Aviraneta la posibilidad de detenerse un momento en el camino, de entregarse a un afecto hondo y fuerte.
Aviraneta estuvo varios días dominado por una impresión de vértigo; pasaba las horas en actitud indecisa, sin pensar en nada.
No sabía qué hacer, no sabía qué determinación tomar.
Un día el francés Cugnet de Montarlot fue a su casa y le sacó de su pasividad con sus exageraciones y sus gritos.
—Los franceses están ya en la frontera —dijo—, la libertad española peligra. Hay que tomar las armas en seguida…
Madrid, febrero 1915.