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VUELTA A MADRID

AL llegar a Aranda Aviraneta dejó al Empecinado en compañía de Moreno, su administrador, que vivía en la plaza del Trigo, y él se fue a hacer algunas diligencias.

Contrató con un arriero el porte de los muebles que quería llevar a Madrid, y al atardecer, embozado en la capa para que nadie le conociera, se acercó a la Casa de la Muerta.

Una turba de chiquillos había tomado posesión de la encrucijada donde se hallaba la casa, y jugaban allí; habían pintado en las paredes letreros y figuras con yeso y amontonado delante tierra y arena.

Cuando llegó Aviraneta dos chicos tiraban piedras a una ventana, y una mozuela con una criatura en brazos daba golpes con el aldabón.

Aviraneta esperó a que oscureciera y que se fueran los chiquillos. Entonces se acercó a la puerta, abrió el postigo y entró en el zaguán. Encendió una vela y subió al primer piso.

Los chicos, y quizás también la gente de la vecindad, habían roto los cristales a pedradas. La casa estaba fría e inhospitalaria.

Aviraneta recogió algunos papeles que tenía allá y llenó un cestillo de cubiertos y objetos de plata.

Hecho esto bajó al zaguán, buscó entre un manojo de llaves hasta que encontró una y abrió la bodega. Era ésta un sitio oscuro, sin ventilación, en cuyo fondo se veían derechos grandes tinajones para el vino.

Aviraneta cogió una palanca, fue a un rincón y levantó una losa del suelo sin gran trabajo. Hecho esto volvió al zaguán, y en un cántaro metió sus cubiertos y sus papeles. Tapó la boca del cántaro con un corcho, la cubrió después de lacre y la enterró en el agujero, puso la losa encima y salió de la bodega. Se cepilló la ropa, se lavó las manos y se fue.

Marchó hacia la Plaza Mayor. Todavía el relojero Schültze estaba delante del cristal del escaparate con la lente en un ojo, trabajando. La confitería de doña Manolita se hallaba abierta, y don Eugenio entró y compró un gran paquete de dulces.

Aviraneta pasó por delante de la casa de Teresita, subió rápidamente por la reja, hasta el piso primero, y dejó el paquete colgado en el hierro del balcón con una cinta.

Al bajar se encontró con el tío Guillotina, el loco, que le miraba atento.

—Hola, Guillotina —le dijo Aviraneta.

—Hola. ¿De dónde vienes? —le preguntó el mendigo.

—De arriba.

—De arriba tienen que bajar los buenos a cortar la cabeza a estos canallas… Sí, canallas… todos son unos canallas. República y guillotina… Al río todas las cabezas de los malos de Aranda… Al río… ¡Canallas, bandidos! He de beber vuestra sangre.

El loco se encontraba en un estado horrible, febril, desencajado; tenía la frente abierta de una pedrada, con la herida que manaba sangre y un ojo hinchado por algún golpe; su traje estaba cubierto de barro, y las plumas de gallo de su tricornio, caídas.

Era una ruina, un verdadero harapo humano.

Aviraneta intentó calmarlo y lo quiso meter en el mesón del Brigante, pero el loco se le escapó y se marchó corriendo y vociferando.

Aviraneta volvió acompañado por el sereno hasta el alojamiento de don Juan Martín, de la plaza del Trigo.

Al día siguiente, el Empecinado con su escolta se dirigió a Madrid.

Había mejorado el tiempo; un hermoso sol brillaba en el cielo. Aviraneta, con la perspectiva de estar una temporada sin trabajar, se sentía perezoso, cansado.

Al llegar a Madrid pasó unos días en la cama. Escribió varias veces a Teresita, y ella le contestó de este modo:

«Mi estimado don Eugenio:

Cogí el paquete de dulces del balcón y en seguida me figuré que era de usted. No sé para qué hace usted esos gastos.

He leído su carta, y me da mucha pena ver que lleva usted una vida tan arrastrada y que pasa usted tantos trabajos y fatigas. Mi pobre don Eugenio, le veo a usted muy mal.

Ese Empecinado es un monstruo. ¿Qué furia le ha entrado a don Juan Martín de arreglar el mundo cuando debía estar en Castrillo trabajando su tierra? ¿No ven ustedes que toda España está contra ustedes? ¿Cómo no lo comprenden? Habrá que decir como dice mi tía: ‘Herradura que chacolotea, clavo le falta’. Y a ustedes les falta algún clavo o algún tornillo. ¿No escarmentará usted, don Eugenio? ¿Por qué no someterse a la razón?

¡Qué afán de cambiar y de trastornarlo todo! Así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos. Tenga usted fe. Olvide usted la vanidad. ¿Qué le importa a usted lo que le digan sus amigotes?

Me figuro que no ha de hacer usted caso de mis palabras y que seguirá usted erre que erre hasta llegar a la América o al Polo Norte.

Nosotros hemos tenido este invierno nuestros achaquitos; mi padre está con una tos que se ahoga; Rosalía engorda y no tiene ganas de comer, y yo que como muy bien, estoy cada vez más flaca. Adiós, don Eugenio, cuídese usted y que no se le revuelva más esa olla de grillos que lleva usted en la cabeza. Muchos recuerdos a su madre.

Su amiga, que desea verle,

Teresa.»