VIII

PERSECUCIÓN DE BESSIÈRES

DON Enrique O'Donnell era hombre de una perpetua doblez, histrión inconsciente que jugaba siempre con dos barajas. Aviraneta sabía que había estado comprometido en varias conspiraciones militares, principalmente en la de Richart y la de Lacy.

Se aseguraba que entre los papeles cogidos a los insurrectos de Barcelona, cuando lo de Lacy, se habían encontrado monedas acuñadas, en cuyo reverso se leía: «Enrique I, cónsul de la República española.»

La conducta de O'Donnell en el Palmar y después en Ocaña reveló el fondo de inconsciencia y deslealtad de su alma.

Al comienzo del año 23 se decía que O'Donnell tenía relaciones con los absolutistas, aunque otros opinaban que sus simpatías estaban por los constitucionales moderados o del Anillo.

Desde su reunión en Guadalajara, O'Donnell buscaba las ocasiones de que O'Daly se rehabilitara; en cambio, no llamaba al Empecinado cuando pudiera lucirse.

O'Daly, que era falso como buen criollo e hipócrita como hombre iglesiero, trabajó para desacreditar al Empecinado.

Don Juan Martín, que tenía mucho amor propio, buscó la forma de operar solo, ayudando al grueso de la división.

El 29 de enero, Aviraneta y él, con ochenta caballos, pasaron el Tajo a nado a media noche. Fueron flanqueando al enemigo, y a las dos de la mañana lo sorprendieron en la villa de Sacedón. Iba la pequeña partida en dos patrullas: en la primera marchaban el Empecinado y Aviraneta; la segunda la mandaba Antonio Martín y Francisco Van-Halen. Al llegar a las puertas de Sacedón picó el Empecinado las espuelas, y arrollando a los guardias pasó adentro. Los realistas tenían una posición fuerte; pero creyéndose rodeados, la abandonaron y se dieron a la fuga.

Con aquella maniobra se facilitó el paso del puente fortificado sobre el Tajo a las fuerzas de O'Donnell, que entraron en Sacedón el día 30.

Por la mañana de este día se recogió la lápida de la Constitución derribada y se volvió a ponerla en el Ayuntamiento.

Los oficiales de Estado Mayor interinos, don Carlos Pemán, don Ramón Collantes y Aviraneta hicieron formar una compañía delante del Ayuntamiento. Collantes arengó a las tropas, y después Pemán se adelantó, y quitándose el morrión, gritó:

—¡Soldados! ¡Libertad o muerte! ¡Viva España! Viva la Constitución!

Un coro de aclamaciones frenéticas le contestó. Se hicieron tres descargas, y la tropa marchó a su alojamiento.

Este acto, al parecer, no fue muy del agrado del general en jefe. Todos sabían que don Enrique O'Donnell, conde de Labisbal, no tenía gran entusiasmo por la Constitución de Cádiz.

Ocupado Sacedón, los constitucionales se dispusieron a seguir persiguiendo al enemigo. Se había desencadenado un temporal horroroso.

El Tajo en Sacedón venía imponente, arrastrando tierra y troncos de árboles. El camino de Auñón estaba inundado.

El Empecinado y Aviraneta exploraron los alrededores de Sacedón y tuvieron una escaramuza en la Puerta del Infierno.

El 4 de febrero, O'Donnell estableció su cuartel general en Bellisca, y el 9 tuvo que detenerse en Garcinarro. El temporal había puesto los caminos imposibles.

Mientras que las fuerzas de O'Donnell estaban en Bellisca y por los alrededores de Alcázar y Loranca, Bessières ocupaba Huete y lo iba fortificando. Huete era pueblo de recursos. Quedaban todavía allí muchos lienzos y cubos de muralla útiles, algunos conventos y casas de gruesas paredes, y se podía hacer una buena defensa, teniendo como tenía el caudillo realista cerca de cinco mil hombres, cuatro piezas de artillería y quinientos caballos.

Al acercarse los constitucionales a Huete, Bessières, desde las murallas y desde el cerro del Canino, los recibió con descargas de metralla y de fusilería desde sus trincheras. Esto, unido al temporal, obligó a los constitucionales a paralizar las operaciones y a limitarse a hacer reconocimientos.

El mismo día en que se llegó cerca de Huete se incorporó a las fuerzas de Labisbal el regimiento de Calatrava, que venía de Cuenca.

Aviraneta y el Empecinado se instalaron en un ventorro entre Buendía y Huete. Por la noche estaba Aviraneta en el ventorro cuando un pastorcillo se le acercó y le dijo:

—¿Es usted don Eugenio?

—Sí.

—¿El amigo del señor Empecinado?

—Sí.

—Pues tome usted esta carta.

Aviraneta cogió la carta, la abrió y la leyó. Decía:

«Amigo Aviraneta:

Esta noche, a las nueve, si quiere usted, avance usted hacia el pueblo por la carretera. Le saldrá a recibir un sobrino mío con una escolta que le traerá aquí y hablaremos.

Jorge Bessières.»

Aviraneta, algo sorprendido, iba a preguntar al chico quién le había dado la carta; pero el pastorcillo había desaparecido.

Aviraneta enseñó la carta al Empecinado.

—Bueno, vete a ver qué quiere —dijo éste.

Aviraneta esperó a que se hiciera de noche, y después de cenar avanzó por la carretera. Pasó la línea de centinelas y se detuvo.

Al poco rato se acercó una patrulla de jinetes:

—¡Aviraneta! —gritó una voz.

—Soy yo.

Era el sobrino de Bessières y lugarteniente suyo, llamado Portas.

Marcharon todos al trote largo hasta llegar a una casa de la carretera. En un cuartucho se hallaba Bessières con el francés Delpetre, que después en la guerra carlista anduvo con Merino. Estaba también el fraile Talarn, que tenía un brazo vendado. Bessières era un hombre fuerte, moreno, de buena figura, con ese rictus sardónico de los mediterráneos acostumbrados a lo que ellos llaman la railla. Tenía una mirada de suspicacia y un gesto al hablar de exaltado y de matón. Era este catalán hombre turbio, atrevido, audaz, que iba viviendo y avanzando entre dos paralelas: la muerte en el patíbulo, por un lado, y la gloria y el poder por otro. Bessières era un hombre intrépido que despreciaba a los demás y amaba el éxito y el dinero.

Sabía disimular su capacidad y su inteligencia con formas bruscas y brutales, hablaba una jerga medio catalana, medio francesa, medio española, y la adornaba con toda clase de juramentos, blasfemias y exclamaciones.

Bessières recibió amablemente a Aviraneta.

—Ahora, cuando nos quedemos solos, hablaremos.

Era una indirecta bien clara a los que estaban allí para que se marchasen; pero Delpetre y Talarn no parecieron entenderla.

Bessières, de pronto, se incomodó y dijo a estos dos:

—Perdonen ustedes; tengo que hablar con este señor.

Delpetre salió, pero el fraile Talarn no lo hizo; se entretuvo en atar de nuevo el pañuelo en donde apoyaba el brazo en cabestrillo, con una gran lentitud.

Cuando terminó, se marchó dando un portazo.

—Cochino frare —dijo Bessières—. Algún día le voy a cortar las orejas.

Cuando quedaron solos Bessières, Portas y Aviraneta en el cuarto, el francés pareció estar más tranquilo.

Bessières quería sonsacar a Aviraneta, preguntarle el efecto que había hecho en Madrid la derrota de Brihuega. Aviraneta contestó con ambigüedades.

Bessières habló largo rato. Había en el aventurero francés el fondo resbaladizo del que cambia de nacionalidad y de principios. Como hombre voluble y traidor, tenía muchos rencores y animosidades. Sentía por los franceses un gran odio: había peleado como guerrillero contra ellos; abominaba de los aristócratas realistas españoles, por haber sido obrero e industrial; despreciaba a los curas y frailes con quienes convivía, y guardaba por los liberales moderados la hostilidad del republicano.

Bessières era un hombre anárquico, un demagogo que podía tomar cualquier actitud política; pero que siempre había de sentirse rebelde.

Para él el orden, la jerarquía, la disciplina, no podían tener valor.

—¿Qué dicen en Madrid de mí? —preguntó Bessières.

Aviraneta le contestó que los realistas y los frailes estaban muy contentos con él; que los liberales y carbonarios decían que era traidor.

—¡Yo traidor! —exclamó Bessières—. Yo soy más republicano que Robespierre; sí, diga «ustet» en «Madrit» que si desenmascaran a los traidores como Ballesteros y Labisbal, si echan a esos Iladres a patadas, yo, yo, Jorge Bessières —y se dio fuertes puñetazos en el pecho—, iré a sacrificarme por la llibertat.

Aviraneta estaba un poco sorprendido. La mirada de Bessières le daba la impresión de que se las había con un truchimán listo; la voz y el gesto eran de un exaltado o de un loco.

Bessières añadió que los españoles tenían que unirse para combatir a los franceses, si éstos intentaban entrar en España.

—¿Es un cuco o es un loco? —pensó Aviraneta. De pronto, Bessières llamó a su lugarteniente:

—Eh, tú, noy.

—¿Qué? —preguntó Portas.

—Los copones —indicó Bessières.

Portas abrió una maleta y sacó unos magníficos cálices de oro. Bessières puso uno delante de Aviraneta y otro delante de él.

—Echa vino, tú —dijo Bessières.

Portas sacó una botella y llenó de vino los vasos.

—Tenemos una buena vajilla —dijo riendo sarcásticamente el francés—. Este —y tomó un cáliz— lo cogimos en Auñón; el otro es de aquí de Huete. Si ese asqueroso fraile lo supiera, me denunciaría… Lo tengo que matar. Beba usted.

Aviraneta temió un momento que el vino estuviera preparado; examinó los dos cálices, y por si acaso bebió en el que había puesto Porta delante de Bessières.

Bessières bebió en el otro.

—Usted es un hombre consecuente, Aviraneta —dijo Bessières—; usted es un lliberal. ¿Con que esos lladres de Madrit disen que yo he hecho la porcá de hacerme absolutista? Ya verán lo que ha de hacer Bessières. Usted ha de ver, Aviraneta, la sorpresa que voy a dar yo.

Bessières estaba dispuesto a seguir bebiendo; quería, quizás, emborrachar a su huésped; pero Aviraneta le advirtió que tenía que volver al campamento. Bessières quedó displicente y murmuró:

—Bueno, bueno. ¡Adiós! Aún nos tenemos que entender.

—Si usted se pasa a nuestro campo, al momento —contestó Aviraneta.

—¿Me reconocerían los grados?

—No sé, yo creo que sí.

Bessières alargó la mano y Aviraneta se la estrechó.

Portas acompañó a Aviraneta hasta doscientos pasos de los centinelas constitucionales.

Al día siguiente, por la noche, Bessières abandonaba Huete, clavando antes la artillería. De Huete se dirigió por la villa de Peraleja hacia las sierras de Priego, cruzó la provincia de Cuenca y apareció en Poveda de la Sierra.

El ejército constitucional se destacó en su persecución, y en Almonacid se prendió a algunos rezagados, entre ellos a Pepa Garzón, la mujer de Joaquín Capapé, mujer guapetona y de buen trapío.