EN GUADALAJARA
DESPUÉS de la derrota de Brihuega, el Gobierno tuvo que echar mano de todos sus recursos; nombró capitán general de Castilla la Nueva a don Francisco Ballesteros, gobernador militar de Madrid a Zarco del Valle, y concluyó de organizar una fuerza de tres mil hombres de infantería y cuatrocientos caballos, que puso a las órdenes de otro prestigio, el general don Enrique O'Donnell, conde la Labisbal.
Los realistas, por su parte, no se durmieron; la misma noche del triunfo de Brihuega Bessières hizo ingresar en sus filas algunos de los prisioneros constitucionales, y a los demás los soltó.
Al día siguiente del encuentro, por la mañana, Bessières y el ex coronel de ejército don Nicolás de Isidro, con un pelotón de lanceros, salieron de Brihuega; llegaron a Horche, donde se reunieron con unos doscientos infantes, y juntos se acercaron a Guadalajara y entraron hasta el palacio del Infantado. Intimaron su rendición, que no fue atendida por el gobernador civil, que estaba en el palacio, y siguieron adelante hasta ocupar el pueblo.
Al mediodía, el gobernador pudo mandar aviso al batallón de Bujalance, que se encontraba fuera de la ciudad, de que Bessières había entrado en Guadalajara con pocos hombres.
Las tropas de Bessières y de Isidro se posesioneron del pueblo; pero al anochecer, temiendo un ataque, se retiraron hacia el puente. El momento y la oscuridad lo aprovecharon los del batallón de Bujalance para entrar en Guadalajara y distribuir fuerzas en el palacio del Infantado y en algunos otros puntos estratégicos.
El mismo día de la entrada de Bessières y de Isidro llegaba O'Donnell a Alcalá de Henares, y saliendo inmediatamente ocupaba el 26 Guadalajara.
Se habían reunido en esta ciudad tropas de Labisbal, de O'Daly, de Velasco y del Empecinado. En conjunto, cerca de ocho mil hombres.
Labisbal, al llegar, llamó al Empecinado, con quien tuvo una larga entrevista acerca de lo ocurrido en Brihuega; después avisó a O'Daly, y a los dos juntos les dijo:
—Ha sido una mala inteligencia la que ha producido el tropiezo de Brihuega. No creo que ninguno de ustedes tendrá inconveniente en servir a mis órdenes.
—Yo, por mi parte, no —dijo el Empecinado.
—Ni yo tampoco —añadió O'Daly.
—Pues entonces prepárense ustedes. Ahora mismo vamos a desalojar a los enemigos del puente de Guadalajara y a dispersarlos.
El Empecinado contó a Aviraneta lo ocurrido, y se dieron las órdenes para el ataque.
Llovía de una manera desastrosa. Guadalajara, que es de por sí un lugarón pobre, envuelto en aquel continuo chubasco parecía más mísero y triste.
Bessières con sus hombres se había atrincherado en el puente sobre el Henares y en algunas casas inmediatas.
Se reunieron en la plaza, delante del palacio del Infantado, unos trescientos hombres, cien caballos y dos piezas de artillería. Labisbal dispuso que se tomaran posiciones en la cabeza del puente que da a la ciudad. Lo hicieron así y comenzó el tiroteo.
Al cabo de media hora se ordenó que se colocaran dos piezas de artillería a orillas del río, cerca de unas colinas terrosas y amarillentas a las que va desmoronando el Henares en sus crecidas.
Tras de una hora de fuego de fusil y de cañón, O'Donnell dispuso que una compañía desplegada en guerrilla avanzara por el puente.
Bessières estaba fortificado en un molino y en dos o tres casas de la orilla, y había mandado construir un parapeto de un lado a otro del puente, uniendo los dos baluartes en ángulo saliente que tiene en medio.
El Henares venía ancho, crecido, turbio, de color de ocre. No era posible atravesarlo por ningún vado. Al entrar la columna en el puente comenzó un fuego muy vivo. Los dos cañones disparaban simultáneamente y destrozaron una casa baja de ladrillo, desde donde los realistas tiroteaban por las ventanas.
Los soldados constitucionales avanzaron hasta el centro del puente, y antes de que se entablara la lucha cuerpo a cuerpo, los realistas retrocedieron. Pronto se dieron cuenta los liberales que los de Bessières no se defendían con valor, y notando la debilidad del adversario hicieron un esfuerzo y desalojaron de las casas y del molino a los realistas, donde se habían guarecido.
Cuando se pasó a la orilla opuesta se vio que los realistas se retiraban rápidamente. El triunfo de Brihuega quedaba algo contrarrestado, y Bessières y los suyos no se atrevieron a seguir camino de Madrid.
Se puso una compañía vigilando el puente, y Labisbal y el Empecinado volvieron a Guadalajara.
Seguía lloviendo; Aviraneta se fue a la posada de los Mandambriles, donde había varios oficiales que estaban jugando al monte. Uno de ellos, oficial de O'Daly, le dijo que Labisbal se inclinaba a defender a O'Daly y a echar la culpa al Empecinado por lo de Brihuega.
—No me choca nada —dijo Aviraneta—. Son los dos de origen irlandés. Se las echan de aristócratas y tienen el odio de todos los militares de escuela por los guerrilleros.
—Eso no es cierto —dijo el militar.
—Sí lo es. Bah. Ya lo creo.
—Tienen mucha vanidad estos guerrilleros.
—Hombre, nosotros no tenemos la culpa de que ganáramos acciones mientras el ejército español perdía batallas.
—Eso es un insulto.
—No; únicamente es un hecho.
La discusión hubiera tenido malas consecuencias si no la hubiese interrumpido la entrada de otros oficiales.