IV

EL AVANCE ABSOLUTISTA

A principios del año 1823, Jorge Bessières, obligado por Mina a salir de Cataluña, se dirigió a Aragón y entró en Fraga y en Mequinenza. La Regencia de Urgel le había dado el mando de esta ciudad. Organizó Bessières en ella, en colaboración con el padre Talarn, su tropa, que ascendía a unos tres mil hombres, y se dispuso a seguir camino de Madrid.

Durante su estancia en el pueblo aragonés, sus diferencias con Adán Trujillo, el presidente de la Junta Suprema de Mequinenza, estuvieron a punto de producir choques y que ambos jefes viniesen a las manos.

Adán Trujillo mandaba a la Regencia de Urgel informes contra Bessières; le acusaba de masón, de tener relaciones con los liberales y de no darse prisa en la organización de sus fuerzas. La Regencia ordenó a Bessières que saliera lo antes posible de Mequinenza y se acercara a Madrid alarmando los pueblos.

Bessières se aproximó a Zaragoza el 4 de enero e intimó la rendición de esta ciudad el 5, intimación que fue despreciada; hizo otra tentativa inútil sobre Calatayud y comenzó a internarse en Castilla.

Bessières no tenía en su viaje un fin claramente concebido. Pensaba llegar hasta donde pudiese; pero si la casualidad hacía que fuera de éxito en éxito y de fortuna en fortuna, entonces pensaba entrar en Madrid, apoderarse del rey y de su familia, ponerlo a la cabeza de las tropas y marchar hacia el Norte.

Fernando VII estaba enterado del proyecto y lo aprobaba.

En su marcha se incorporaron a Bessières Carlos Ulman, que llegaba de Peñíscola con más de mil hombres y doscientos caballos, reclutados en Castellar, y Rafael Sempere.

Sempere se había levantado primeramente en Benazal con sesenta hombres, y después de varios encuentros, afortunados para él, con los liberales, su partida había crecido hasta formar una brigada.

Poco después se unieron a Sempere el comandante Prats y el carretero Ramón Chambó.

Chambó tenía una partida de cien hombres en el Maestrazgo y había sustituido al cabecilla Rambla. Sempere, con un núcleo de fuerzas importantes, tomó Segorbe, donde cogió un botín importante, y después avanzó hacia Castilla para unirse a Bessières.

Las tropas de Bessières, Ulman y Sempere se unieron poco después con las de Capapé y las del ex coronel Nicolás de Isidro.

En conjunto formaron una hueste de más de cinco mil infantes y de cerca de mil lanceros.

El Gobierno destinó a la persecución de estas fuerzas a los generales don Manuel de Velasco, Carondelet y el Empecinado.

Cerca de Calatayud, Carondelet salió al encuentro de los facciosos, los atacó y los rebeldes se retiraron, dejando unos cuarenta rezagados prisioneros.

El 11 de enero, Antonio Martín, capitán de caballería, hermano del Empecinado, volvió a atacar a la retaguardia de Bessières, que se hallaba en las proximidades de Molina de Aragón, y le hizo algunos muertos y setenta y dos prisioneros.

A pesar de estos ligeros tropiezos, Bessières iba avanzando hacia Madrid, cobraba contribuciones, requisaba ganado lanar y caballería para su tropa.

Del 16 al 17, Bessières estaba en Medinaceli y pedía al Ayuntamiento de Sigüenza que quitara de la plaza la lápida de la Constitución, símbolo de irreligión y de licenciosidad, según decía el antiguo republicano.

Al saber que los facciosos se hallaban ya en Medinaceli y avanzaban hacia Guadalajara, el pánico en Madrid fue terrible. Se sabía que estaban reunidas las fuerzas de Bessières, Ulman, Capapé, Chambó y el ex coronel Nicolás de Isidro. Tales datos hacían creer a la gente en contra del Gobierno, que aseguraba no llegar el número de los facciosos más que a tres o cuatro mil, que éstos ascendían al doble o quizás al triple.

El peligro era grande; la guarnición de Madrid, exigua, no bastaba para defender la ciudad; se sentía la ramificación reaccionaria con el movimiento de Bessières que llegaba a Palacio, y se veía que algunos políticos influyentes colaboraban en el movimiento absolutista, paralizando en lo posible la acción del Gobierno.

La milicia voluntaria de Madrid pidió a las Cortes, como favor especial, pues la disposición de la ley no le autorizaba a hacer este servicio fuera de la provincia, que se le permitiera marchar contra los facciosos. La petición se aprobó por unanimidad y se designaron los batallones 20, 22 y 24, por ser los menos incompletos, para que salieran a luchar. En Madrid se preparó una columna de dos mil hombres de infantería, quinientos caballos del regimiento de Alcántara y cinco piezas de artillería. Esta columna estaba mandada por don Demetrio O'Daly, comandante general de Castilla la Nueva y uno de los militares sublevados en Cabezas de San Juan, portorriqueño, de origen irlandés, muy católico y francmasón.

El 16 de enero había salido de la corte O'Daly con sus fuerzas. Palarea, mientras tanto, tomaba medidas para la defensa de Madrid.

El día 20 de enero, Aviraneta presenciaba en la calle de Alcalá la partida de cuatro compañías de milicianos que marchaban a Guadalajara. Juntas con ellas iban partidas sueltas, a las órdenes de varios jefes populares, entre ellos Beltrán de Lis, que pensaban unirse a las fuerzas del Empecinado.

El Ayuntamiento de Madrid reunió todas las diligencias, tartanas, calesas y calesines que pudo encontrar para el transporte de los nacionales. El espectáculo era de lo más desordenado y lamentable; la gente del pueblo, la mayoría deseosa de que derrotasen a los milicianos, les dirigía bromas y burlas. Los milicianos se agitaban en la mayor confusión. Hablaban, reñían, disputaban en corrillos, sacaban a relucir antiguos resquemores, y la ancha calle de Alcalá, ocupada por la masa de público y por los milicianos discutidores y chillones, era como el símbolo de la sociedad y de la revolución española.

Comenzaban a marchar las primeras calesas con los milicianos calle abajo, cuando un mozo de la Fontana de Oro se acercó a Aviraneta:

—¿Qué pasa? —preguntó don Eugenio.

—En el café hay dos lanceros que le andan buscando.

Estos lanceros traían una carta del Empecinado. Aviraneta abrió la carta. Don Juan Martín le decía que necesitaba de él, que le nombraba secretario de campaña y ayudante de campo, que pidiera un caballo en el Ministerio de la Guerra y que saliese inmediatamente para Torija.

Aviraneta pidió el caballo y poco después, entre los dos lanceros, pasaba por la puerta de Alcalá, alcanzaba a los milicianos y seguía adelante.