HISTORIAS DEL CAMINO
AL día siguiente Fermín le preguntó a Aviraneta si necesitaba algún guía, y habiéndole dicho que sí, le prestó dos hombres para que le acompañaran: Errotachipi y Arroschco.
Errotachipi era flaco y huesudo; Arroschco, grueso y redondo; pero los dos eran fuertes y marchaban más de prisa que el caballo que montaba Aviraneta.
Salieron de Alzate los tres, cruzaron el puente de San Miguel, y por la orilla del Bidasoa salieron a Zalain y comenzaron a subir Baldrun y después Escolamendi. Al mediodía llegaron para comer a la ermita de San Antón, en el límite de Navarra y Guipúzcoa, enfrente de la Peña de Aya.
Era el sitio verdaderamente desierto y salvaje; la Peña de Aya se levantaba allá como una pared cortada a pico de quinientos o seiscientos metros de alta, y en el fondo del valle, estrecho, dominado por la enorme muralla de granito, se veían unas cuantas ferrerías abandonadas y derruidas.
La ermita de San Antón tenía adosada una venta, y en ella entraron Errotachipi y Arroschco a encargar el almuerzo. El ventero los conocía y era amigo suyo, y en un cuarto de techo bajo y con una gran mesa en medio les sirvió la comida.
Comieron los tres opíparamente, preguntaron al ventero si venía por allí mucha gente y el ventero dijo que no; sin duda, San Antón no tenía gran prestigio en los alrededores.
A esto dijo Arroschco que debía hacer un milagro para acreditar la ermita, y Errotachipi contó uno que habían hecho entre él y un amigo sin querer.
—A ver, a ver como fue eso —preguntó Aviraneta.
—Pues verá usted —dijo Errotachipi—. Por entonces era yo chico. Una noche de otoño salimos de Vera, Shaguit y yo, a Las Palomeras de Echalar, con una escopeta vieja que nos dejaron. Compramos un pan en casa de Petrich, tomamos la cuesta de Premoscha y subimos hasta el alto de Las Palomeras. Llegamos, no había amanecido aún, y como hacía frío, nos acercamos a una borda del caserío Mashtierne. Estaba la puerta cerrada, y para entrar levantamos unas tejas, nos metimos y nos echamos en la hierba seca. Debimos dormir demasiado, porque nos despertamos con la luz del sol. Ya no podíamos cazar. En esto nos levantamos y vemos un pajarraco grande que andaba entre la hierba. Era un buitre, pero un buitre grande, a quien sin duda habían encerrado allí. Al principio tuvimos miedo, pero luego nos tranquilizamos al ver que estaba atado por una pata.
Shaguit había encontrado un cencerro como de ternero entre la hierba, y me dijo:
—Se lo vamos a poner al buitre.
—Nos va a despedazar.
Le echamos una cuerda al cuello al pajarraco, y tirando de ella le pusimos el cencerro. Hecho esto abrimos la puerta de la borda y cortamos la cuerda que le ataba la pata. El buitre salió furioso, azotando las alas, revolcándose por el suelo hasta llegar a un alto, de aquí se tiró y comenzó a volar. Nosotros le seguimos con la vista maravillados. El cencerro, mientras tanto, iba haciendo talán, talán. Le perdimos de vista, nos volvimos a casa y nos olvidamos de aquello. Al cabo de quince días se empezó a hablar en el pueblo de si se oían por la noche ruidos misteriosos de campanas.
Una mujer de Achulechecoborda había oído claramente talán, talán en el aire. Convencida de que era esto cuestión de las ánimas del Purgatorio, envió una vela de dos libras de cera y mandó decir una misa; otra de Garmendia oyó también al anochecer talán, talán en el aire y dobló la ofrenda, y un viejo de Zugardi, que estaba despierto por los dolores reumáticos, oyó durante mucho tiempo talán, talán, y con este motivo entregó al cura veinte duros para la iglesia.
Todo el mundo estaba convencido de que las ánimas rondaban el pueblo, cuando Capagorri el cazador, ese que vive en Chacur-chulo, ahí cerca de Cherri-buztango-erreca, salió un domingo al monte de Santa Bárbara, vio un buitre, le disparó un tiro, lo mató y vio, con asombro, que llevaba colgando un cencerro.
Cuando lo contó en el pueblo nadie lo quiso creer; el vicario dijo que Capagorri era un farsante y un mentiroso.
La verdad es que desde entonces no volvieron a oírse campanas en el aire por la noche; pero el milagro estaba hecho y el vicario tuvo más misas que nunca, y el cerero de la plaza, José Ignacio Perosterena, vendió trescientas veinte y cuatro libras de cera más que el año pasado, a nueve reales la libra…
Errotachipi y Arroschco trataron de convencer al ventero de San Antón que debía emplear algún procedimiento parecido para acreditar la ermita.
Después de comer siguieron los tres de nuevo la marcha; pasaron por Arichulegui, y por la tardo a Oyarzun, y allí se despidieron de Aviraneta Errotachipi y Arroschco.
Al día siguiente, Aviraneta tomó de nuevo la diligencia para Madrid, donde se presentó a don Evaristo San Miguel, que le dio las gracias por sus servicios.