XIV

AL ENTRAR EN ESPAÑA

AL día siguiente, Aviraneta fue a San Juan de Luz, adonde se había trasladado la viuda de Arteaga. Mercedes le dijo que su padre vivía en Laguardia con su hermano mayor, que estaba casado y con hijos. Ella no quería ir ni a Pamplona ni a Laguardia.

Después de saludar a Mercedes y de besar a Corito, Aviraneta se dirigió a España. Estaba la frontera llena de partidas realistas; en Irún era Aviraneta conocido y no le pareció muy prudente entrar por allá llevando papeles en la maleta. Así que, desde San Juan de Luz, a caballo entró en España por Vera de Navarra.

La primera persona con quien se topó en Vera fue el teniente Leguía, que, según le dijo, iba a salir a la mañana siguiente camino de Elizondo con su tropa.

Fermín Leguía le habló de una cuenta pendiente que tenía con el prior del convento de capuchinos de Vera y con el párroco de la iglesia. Leguía estaba dispuesto a perseguirlos y a no dejarlos en paz hasta aplastarlos.

Fermín le dijo que por aquellos contornos se repetía como un refrán este dístico en vascuence:

Berako, Fermín Leguía,

Alderako, kontrako baino hobia.

(Fermín Leguía, el de Vera, mejor para amigo que para enemigo.)

Fermín andaba con una partida de ciento sesenta hombres; ochenta de la cuarta compañía del batallón ligero de cazadores de Pamplona, cincuenta a sesenta de Hostalrich y Bailén y veintitantos del resguardo oficial.

Fermín recorría el Bidasoa y el Baztán; pensaba atacar a los absolutistas que se habían apoderado de Valcarlos, y pegar fuego el mejor día al convento de capuchinos de Vera, a la parroquia y hasta al pueblo.

Leguía invitó a Aviraneta a cenar con él, y por la noche fueron los dos a una taberna de Alzate, donde se reunían sus amigos. Hablaron largo rato, tomaron café y aguardiente, y Leguía, animado, le dijo a uno de sus amigos:

—¡Berécoche!

—¿Qué?

—¿Tienes la filarmónica en casa?

—Sí.

—Pues tráela. Vamos a dar serenata a los amigos.

Berécoche salió de la taberna; Aviraneta y Leguía siguieron hablando y bebiendo hasta que llegó Berécoche con el acordeón.

Berécoche era hombre intrépido y jovial, que hablaba por apotegmas. Trajo un acordeón nuevo con un letrero en marfil, donde se leía: «Altemburgia», y comenzó a tocar en él.

Leguía se puso una boina y se embozó en la capa.

—¡Hala! Vamos todos al convento —dijo Leguía—. Eh, tú, Errotachipi, Errotari, Chamburne.

—¡A formarse! Uno… dos… ¡Adelante! —y cogiendo su palo como una batuta, marcó el compás, y cuando Berécoche comenzó con un pasodoble, dio media vuelta y siguió andando. Luego se acercó a Aviraneta.

—Me tienen un odio terrible en el pueblo —le dijo riendo—, les estoy dominando por el terror.

Al son del acordeón, los diez o doce hombres, formados, llegaron hasta el convento de capuchinos, y Leguía mandó a Berécoche que tocara el himno de Riego. Berécoche lo tocó. —¡Viva la libertad! ¡Viva Riego! ¡Viva Mina! —gritaron los amigos de Leguía. El convento, grande y negro, parecía agazapado en la oscuridad. Uno de los amigos de Leguía cogió una piedra y la disparó con toda su fuerza. La piedra dio en una de las ventanas, y se oyó una voz que gritaba:

—¡Granujas! ¡Miserables!

—Ahora al pueblo —dijo Leguía.

Comenzó de nuevo a tocar el acordeón, y los amigos de Leguía, saltando y brincando, llegaron a Vera. Entraron en otra taberna y volvieron de nuevo a Alzate hartos de vitorear a Riego, a Mina y a la libertad.

Aviraneta se retiró a su posada a dormir.