EL JARDÍN DE ETCHEPARE
AL llegar a Bidart, Aviraneta supo que Etchepare había muerto. El caserío Iturbide estaba cerrado.
Aviraneta se acercó a una casa próxima que se llamaba Beguibelchenea, y la mujer de este caserío salió con las llaves a abrir las puertas de Iturbide.
—¿Es usted el sobrino del señor Gastón? —le preguntó la mujer.
—Sí.
—¿Qué piensa hacer con esta casa?
—¿Yo?
—¿Pues no sabe usted que es el heredero?
—No, no lo sabía.
—Vaya usted a ver al notario, a San Juan de Luz; le tendrán que leer el testamento.
—Iré después.
La de Beguibelchenea y Aviraneta entraron en Iturbide. Aviraneta recorrió las habitaciones, estuvo en la biblioteca y luego bajó al jardín donde paseaba su tío.
El jardín de Etchepare era muy hermoso. Estaba en declive, orientado al Mediodía, sobre una duna próxima al mar. Tenía alrededor una tapia más alta hacia el Norte y el Oeste para proteger las plantas del viento frío y marino.
Etchepare, como jardinero, había buscado el defender su huerto del aire del mar; pero quería, sin duda, gozar de su vista, y en un ángulo de las dos tapias altas había construido hacía años un pequeño cenador, como una garita. El cenador estaba ya deshecho, con las maderas podridas; únicamente parecía sostenerle el tronco de una glicina añosa, que le estrujaba como una serpiente con sus anillos.
Desde el cenador se dominaba la costa. Se veía avanzar en el mar las rocas de Hendaya, luego el cabo Higuer, con su faro, que de noche brillaba, y más lejos, la costa vasca de España, la isla de Guetaria y el cabo de Machichaco.
Por el lado de tierra se veía el comienzo de los Pirineos; cerca se destacaba solitario el monte Larrun, y tras él se alargaban en la niebla las montañas de Navarra.
A todo lo largo de la tapia, que daba hacia el mar, los pinos y los cipreses formaban una cortina contra el viento.
En la parte baja del jardín, la más templada, tenía Etchepare sus hortalizas.
En los rincones, en los ángulos de las tapias, en los sitios sombríos, Etchepare había plantado rosales, enredaderas, madreselvas, que cubrían las paredes y las llenaban de hojas verdes y de campanillas ligeras de varios colores.
En un extremo del jardín se levantaba una alta magnolia con una gran flor blanca; en el otro, uno de esos arbustos que llaman Júpiter, casi redondo, se ofrecía a los ojos en aquel momento, con sus mil flores, como una bola roja llena de pompa y de riqueza.
Al pasear por aquellos caminos, Aviraneta comprendió el gran amor del viejo Etchepare por la tierra, su culto vagamente panteísta por las hierbas, los árboles y las flores.
¡Qué vida la de Etchepare! Sin ambición, contemplativo, enamorado de la Naturaleza, había pasado allí una existencia tranquila y feliz.
Quizás todavía quedaba en su alma el recuerdo vivo de un viejo amor; quizás sentía la voz querida en el murmullo del viento, y la figura amada, en la forma vaga de una nube o en la espuma del mar.
Etchepare, viejo pensativo, paseaba mucho por el acantilado de la costa. No tenía relaciones sociales. Sus amigos eran los árboles, las rosas, una nube que sonreía en el cielo, un faro que guiñaba a lo lejos su roja pupila…
La mujer de Beguibelchenea, que estaba rabiando por hablar, le contó a Aviraneta los últimos momentos de Etchepare. El viejo soldado de la República había muerto dulcemente una tarde de sol. La gran dama venida de París estuvo acompañándole los últimos días.
Al principio quiso obligarle a confesarse, pero al último ella transigió. La mujer de Beguibelchenea solía ver a los dos hablando constantemente en el huerto, sentados en el banco, debajo del árbol rojo.
El otoño había sido delicioso, templado, con todo el esplendor de los otoños vascos. Al caer las hojas, suavemente, había partido el viejo solitario para su último viaje.
Al morir, la gran dama lloraba, y solamente el médico y un guarda que fue soldado en tiempos de la Revolución, se presentaron en la casa.
Al día siguiente enterraban a Etchepare y la gran dama desaparecía.
Aviraneta salió de Iturbide, y después, a la caída de la tarde, entró en el cementerio de Bidart a ver la sepultura de su tío.
El tiempo estaba espléndido. En el cielo azul brillaban grandes y espléndidas nubes rojas.
Aviraneta buscó la sepultura y la encontró. La tierra estaba recién removida, y en la losa nueva se leía:
AQUI YACE
GASTÓN D'ETCHEPARE
SOLDADO DE LA REPUBLICA
1760-1822.
El rebelde había tomado su puesto entre los demás convecinos; allí aguardaría su cuerpo hasta convertirse su sustancia en la verde hierba, en las amarillas flores que tanto había amado.