XI

LOS SARGENTOS DE LA ROCHELA

AVIRANETA había aplazado la marcha a España al recibir aviso de la Alta Venta Carbonaria, de París, para que se quedara.

Iban a ejecutar a los cuatro sargentos de la Rochela, y el Comité director necesitaba todos los hombres de buena voluntad para intentar salvarlos.

Se había pensado en sobornar al encargado de su custodia, y éste pedía sesenta mil francos.

Al saberlo se hizo una suscripción, que encabezó Lafayette; se reunieron los sesenta mil francos, y en el momento mismo en que los agentes carbonarios entregaban el dinero al vigilante de la cárcel fueron sorprendidos por la policía.

Entonces el Comité director decidió salvar a los sargentos a viva fuerza cuando los llevaran al patíbulo.

El jefe de la intentona debía ser el barón de Fabvier. Aviraneta fue invitado a marchar en el grupo con el barón.

Era Fabvier hombre de mediana estatura, fuerte, ágil, atrevido y rápido; iba afeitado completamente; tenía la cara redonda y muy expresiva y parecía un actor.

Era Fabvier uno de los aventureros románticos de la época, había sido en Ispahan el amigo del Sha de Persia y el instructor de sus tropas, había peleado en España a las órdenes de Marmont, conspiró en Francia contra los Borbones y se distinguió después en la lucha de la independencia de Grecia.

Se citaron los carbonarios por la mañana delante del reloj de la Conserjería. Habían sido trasladados a esta cárcel los cuatro sargentos. Se decía que conservaban la serenidad y que estaban convencidos de que el pueblo les salvaría.

Aviraneta se presentó armado con dos pistolas y un bastón de estoque a la hora de la cita, y formó en el Estado Mayor de Fabvier.

Algunos grupos de carbonarios se veían en medio de la bruma y se distinguían por sus pañuelos rojos anudados al cuello.

Al amanecer salió la carreta del muelle del reloj, y atravesando el río, tomó la dirección hacia la plaza de la Greve, seguida de una enorme masa compacta.

El tiempo estaba brumoso y oscuro; las tiendas, cerradas.

Fabvier comenzó a dar órdenes a sus lugartenientes, mandándoles que al entrar en el puente rodearan la carreta de los condenados, y al conseguirlo, dieran un silbido. En el mismo instante todos los carbonarios se enredarían a puñaladas y a tiros con los soldados y gendarmes, se confundiría a los reos con la multitud, se les pondría trajes prestados y se les haría escapar.

Si hubieran podido mirar desde arriba, a vista de pájaro, hubiesen notado que a los lados de la carreta de las víctimas no se abría la masa de gente en un surco, sino que, acompañando al carro, iba un gran grupo compacto de hombres.

Los condenados miraban con anhelo a aquella multitud, de la que esperaban la salvación. Los cuatro eran jóvenes. Se decía que el mayor no tenía más de veinticinco años.

Al llegar la carreta al puente, la masa hizo que el cortejo fuera más despacio. Grupos de carbonarios de ocho o diez, a quienes se conocía por su tipo, avanzaban entre la gente como una cuña.

Fabvier esperó el movimiento ordenado por él; pero no se verificó.

—Vamos nosotros —dijo el barón a Aviraneta y a otros amigos.

Empujando a derecha e izquierda, metiendo los codos entre la masa, los treinta o cuarenta hombres, dirigidos por el barón, se acercaron a la carreta. Intentaron luego aproximarse a ella; fue imposible.

Más de trescientos gendarmes, vestidos de paisano, formaban un núcleo impenetrable alrededor del carro. Varios carbonarios que intentaron incrustarse en el grupo de gendarmes fueron hechos prisioneros.

—Estamos perdidos —murmuró Fabvier con angustia—; han tomado sus disposiciones mejor que nosotros. Vamos a ver si reunimos toda nuestra gente en la plaza de la Greve y atacamos allá.

—Convendría que alarmaran por el otro lado de la plaza para que nos lanzásemos nosotros en la confusión —dijo Aviraneta.

—Sí, estaría bien.

Fabvier llamó a un joven y le ordenó que un grupo de carbonarios marchara corriendo hacia el otro lado de la plaza de la Greve, y que reunidos gritaran: «¡viva la Carta! ¡viva la República!», con el objeto de atraer hacia ellos los gendarmes.

El joven salió de prisa; Fabvier se quedó solo con Aviraneta, marchando ambos detrás de la comitiva.

La orden de Fabvier era formarse en dos grupos en la plaza de la Greve y atacar inmediatamente a la tropa.

—¿Cuántos hombres cree usted que habrá? —preguntó Aviraneta.

—Se han comprometido doce mil. Yo espero que habrá seis mil, tres mil…

Aviraneta y Fabvier marcharon despacio entre la multitud hasta desembocar en la plaza de la Greve.

El cortejo de los condenados iba avanzando por la plaza y acercándose al lugar de la ejecución. Sobre las cabezas de la multitud se veía la guillotina y la cuchilla, que brillaba pálidamente a la luz de la mañana.

Fabvier y Aviraneta quedaron asombrados al entrar en la plaza. En el punto indicado por el barón había hasta setenta u ochenta hombres afiliados a la Venta Carbonaria. Los demás habían desaparecido.

Fabvier y Aviraneta se unieron a ellos.

A pesar de su corto número, estaban todos dispuestos a intentar un ataque a la desesperada.

—Esperemos un momento —dijo Fabvier.

En esto, a lo lejos, se oyeron rumores y gritos.

«¡Viva la Carta! ¡Viva la República!» —se escuchaba distintamente.

Hubo algún movimiento entre la tropa.

Fabvier miró a los suyos.

—¿Estamos? —dijo—. Adelante.

Aviraneta desenvainó el estoque, dispuesto a abalanzarse sobre la tropa.

La gendarmería de a caballo se había dado cuenta del movimiento y se lanzó sobre los carbonarios.

No hubo manera de resistir. El grupo quedó deshecho.

Aviraneta se encontró desarmado y solo.

—¿Qué hace usted aquí? —le dijo un guardia.

—Soy extranjero. He venido por curiosidad.

—Bueno. Vamos, vamos. A su casa.

Aviraneta avanzó por un puente. Un sol pálido iluminaba las guardillas de la orilla izquierda del río…