LA CONDESA DE RUPELMONDE
CCONCLUÍDA su misión en Bayona, la Soledad y don Eugenio tomaron de nuevo la diligencia.
La admiración de la Sole crecía de punto al internarse en Francia. El viaje por tierra extranjera le parecía un sueño.
Las gentes que tomaban y dejaban la diligencia, los cochecitos con que se cruzaban en la carretera, los carros de los saltimbanquis, los gendarmes, las casas con flores, los jardines en donde jugaban unos niños o un señor gordo regaba, el castillo con sus torres y tejados puntiagudos y su camino enarenado, el río o el mar que se veía a lo lejos, todas eran sorpresas para la Sole, todos descubrimientos que tenía que mostrar a don Eugenio.
De noche las impresiones eran para ella también admirables. Se llegaba a algún pueblo; paraba la diligencia en una callejuela tortuosa, delante de la puerta de una posada llamada el Dragón Azul, las Armas de Francia o el Buen Caballero; se cruzaba un patio mal iluminado, en donde se veían galeras, camiones, carrozas, tílburis, montones de heno, cajas de frutas, de ostras, de pescado seco, banastas de arenques y barricas de vino, y por una escalera, precedidos de una criada con una palmatoria en la mano, se llegaba a una galería que daba la vuelta al patio y se penetraba después en una sala iluminada con un candelabro, y una alcoba en el fondo adornada con cortinajes.
—¡Qué miedo tendría si viniera sola! —exclamaba la Soledad, y el sentirse protegida era para ella una de sus mayores satisfacciones.
Todo el viaje la muchacha fue así encantada.
Al llegar a Burdeos Aviraneta se encontró con que uno de sus parientes de Méjico, don Pedro Pascual de Ibargoyen, se había instalado allá, en unión de un primo de Aviraneta, llamado Francisco Berroa.
Don Eugenio preguntó a sus parientes qué se hablaba allí de política española; pero éstos no se ocupaban más que de sus negocios. No pudo encontrar en Burdeos grandes datos para cumplir la misión que llevaba, y Aviraneta con la Sole siguió inmediatamente a París. Llegaron por la mañana, con un calor sofocante. Tomaron un coche y fueron al hotel de Embajadores, de la calle de Santa Ana.
El amo del hotel era desde antiguo amigo de Aviraneta, y estaba afiliado a la masonería.
Llevó a don Eugenio y a su compañera a un saloncito de lectura, y después de hacerles descansar y de charlar un momento con ellos, les acompañó a ver los cuartos.
El hotel era estrecho y estaba repleto; tenía una escalera angosta, en la que se respiraba un vaho de comida y de agua de fregar caliente; en los rincones, oscuros, había bujías encendidas.
Aviraneta no quiso quedarse en los pisos bajos y pidió un cuarto en lo más alto, adonde no llegaba el tufo de la casa y donde se respiraba un aire más limpio.
Hubo que hacer varios cambios, y la Sole y Aviraneta se instalaron, por fin, en un cuarto bastante grande, en el último piso, con dos balcones a la calle. La habitación tenía pretensiones de elegante: estaba tapizada con un papel con dibujos, tenía una chimenea de mármol y encima de ella un gran espejo dorado. En los balcones había tiestos de enredaderas. Desde allí arriba se veía un panorama de guardillas y de tejados y un bosque de chimeneas de todas clases, de ladrillo, de barro, de hierro, agrupadas como tubos de órgano, aisladas, torcidas, derechas, en zigzag, terminadas en caperuzas, cascos, mitras, morriones, sombreros de teja, sombreros de obispo y gorros de dormir.
La Sole quedó un poco sorprendida de esta vista sobre París a vuelo de pájaro, y comenzó a sacar su ropa del baúl.
Aviraneta escribió a González Arnao y a otros amigos pidiéndoles hora para verles.
—Bueno —le dijo a la Sole—; me voy.
—¿Te vas?
—Sí; vendré a la hora de comer.
Aviraneta marchó a dejar en su destino el encargo de Etchepare. Era un paquete pequeño, cuadrado, envuelto en un papel, con esta dirección:
«A la señora condesa de Rupelmonde.
Calle del Infierno, 23, hotel.»
¿Qué demonio tendría que ver el republicano Etchepare con aquella condesa?
Aviraneta tomó un coche a la puerta de su hotel, cruzó el Sena por el puente de las Artes, y luego por un laberinto de vías estrechas y sucias llegó a una calle próxima al Val de Grace, la calle del Infierno. Aviraneta pagó al cochero, y antes de llamar en el hotel estuvo contemplando la calle desierta y abandonada, entre cuyas piedras nacían manchones de hierba. Miró al reloj: eran las diez y media. Le pareció que quizás sería demasiado temprano para visitar a una dama de la aristocracia, y pensó en hacer un poco de tiempo, paseando. Esta calle del Infierno, donde estaba la casa, terminaba en la plaza d'Enfer, plaza irregular que se continuaba por la barriere d'Enfer. El barrio aquel era de conventos. A un lado estaba el Val de Grace, convento de Benedictinas fundado por Ana de Austria; cerca el convento de Port Royal, notable por la protección que dispensaron las monjas a los jansenistas; a un paso las Ursulinas, las Feuillantines…
Aviraneta recorrió el barrio y se acercó de nuevo al hotel de la calle del Infierno. Era éste pequeño, de piedra, con dos pabellones de color negruzco; el tejado puntiagudo y las ventanas sin maderas. Aviraneta llamó; sonó a lo lejos una campana y poco después apareció un criado viejo, que le preguntó en voz baja qué deseaba. Aviraneta le explicó que traía un encargo para la condesa de parte del señor Etchepare de Bidart.
—Etchepare… Bidart… —murmuró el viejo—. Espere usted un momento.
Entró Aviraneta en el portal, se sentó en un banco y esperó unos minutos. Volvió el criado, pasaron una puerta vidriera y subieron una gran escalera de mármol, alfombrada en el centro.
El criado hizo pasar a Aviraneta a un saloncito en donde había una señora de pelo blanco como la nieve, vestida de luto.
Esta señora, de aire imponente, tenía el rostro joven a pesar de la blancura del pelo y la mirada llena de brillo.
—Mi tío, el señor Etchepare —dijo Aviraneta—, me manda con este encargo para usted.
—¡Ah! ¿Es usted sobrino del señor Etchepare? —preguntó ella dando muestras de gran sorpresa.
—Sí, señora.
—¿Vascofrancés?
—No, señora; soy español.
—Un momento.
La señora se acercó a un costurero, sacó unas tijeras y abrió el paquetito de Etchepare. Aviraneta, que estaba lleno de curiosidad, vio que encerraba unos papeles y una miniatura.
La dama se quedó contemplándolos absorta.
—No comprendo por qué me manda esto el tío de usted —dijo la señora con voz temblona—. ¿Le pasa algo? ¿Es que está enfermo?
—Sí, muy enfermo.
—¿Grave?
—El cree que durará poco, unos días solamente.
—¿Quién le cuida?
—Una mujer de un caserío próximo le lleva la comida y le saca al jardín. Luego queda solo.
—¡Pobre amigo! —exclamó la condesa—. ¿Sabe usted si se ha reconciliado con la iglesia?
—Creo que no, señora.
La dama quedó pensativa. Aviraneta dio dos pasos para retirarse.
—Espere usted un momento —dijo la condesa—. ¿Necesita usted en París alguien que le guíe?
—No, señora. Muchas gracias. Conozco la ciudad.
—Sin embargo, no le perjudicará a usted tener una persona conocida.
—¡Ah, claro que no!
La condesa tocó una campanilla, y apareció el criado viejo.
—Dile al señor abate que venga.
Aviraneta esperaba de pie.
—Siéntese usted, caballero —dijo la señora. Aviraneta se acercó a la mesa y miró la miniatura. La conocía. Era la que le había enseñado Etchepare hacía muchos años al contarle su historia.
Al mirar de nuevo a la condesa de Rupelmonde comprendió que era la sobrina de Guzmán, de la que había estado enamorado Etchepare en su juventud.
Pasaron así unos minutos, sentados frente a frente la señora y Aviraneta, sin hablarse, hasta que llegó el criado en compañía de un abate.
La condesa presentó al abate Dumanoir a Aviraneta; después dijo que tenía que ausentarse por unos días de París, y se despidió.
El abate Dumanoir era un hombre de treinta a cuarenta años, charlatán, ceremonioso y muy amigo de dogmatizar.
Tenía el aspecto de un hombre del antiguo régimen, jugaba con una lente de oro colgada del cuello por una cinta y usaba una tabaquera de concha que llevaba siempre en la mano.
Dumanoir le interrogó a Aviraneta acerca de los asuntos de España, y le llevó al jardín de la casa. Este jardín había sido de mademoiselle la Valliere; allí había paseado en sus últimos tiempos la favorita de Luis XIV.
Dumanoir le mareó a Aviraneta a preguntas; quería sonsacarle, saber sus opiniones políticas.
El fingir que no comprendía bien unas veces y el hacer que no tenía facilidad de expresarse en francés otras, le salvaba de descubrirse como liberal.
De cuando en cuando el consejo de Sanguinetti le venía a la memoria.
—Mio caro studiate la matematica.
Después de enterarse bien de la política española el abate Dumanoir habló de sus teorías políticas. Era partidario de las doctrinas de Maistre y de Bonald. El despotismo del gobierno, según él, debía estar por encima de la voluntad de los individuos, y el despotismo de la Iglesia por encima de todos los gobiernos.
Aviraneta le dejó hablar, y luego le preguntó su opinión acerca de la posible guerra con España. El abate estaba convencido de que la intervención se iba a verificar; pero no dijo los motivos que tenía para creerlo.
Aviraneta inventó una ocupación urgente, se despidió del abate y salió del hotel.
A la puerta esperaba un coche. ¿Iría la condesa a ver a Etchepare?