DE MADRID A BIDART
MUCHAS veces Aviraneta se quejaba de no tener una obra que realizar. El Gobierno le abandonaba, no le había encomendado nada, no le había aceptado como militar. Sin embargo, pensando en su vida no tenía más remedio que reconocer que cuando se cerraba un camino ante él, inmediatamente se abría otro nuevo.
A pesar de esto, siempre temía que, al cerrarse uno de los caminos, su vida quedara sin objeto y sin plan.
Aviraneta buscó recomendaciones para cumplir bien su misión. Gipini, el dueño de la Fontana de Oro, le llevó a casa de Gaspar Colombi, un milanés que vivía en Madrid dedicado a negocios de relojería. Colombi era carbonario y estaba muy relacionado en Francia e Italia, y pensaba también marchar a París.
Colombi y Aviraneta se citaron para una semana después en París, en el café Foy, del Palais Royal.
Aviraneta recogió el dinero del Ministerio y advirtió a la Sole que se marchaba.
—¿A París? —preguntó ella.
—Sí.
—Ah, yo también —dijo ella.
—No digas locuras.
—No, no. Si tú vas a París, yo voy contigo. A mí no me dejas sola.
—Pero eso es absurdo.
—Lo que tú quieras, pero si tú vas a París, yo voy contigo.
Aviraneta, sorprendido de sí mismo, cedió. Luego pensó que así el viaje sería más divertido. Se dispuso que ella marchara un día antes y que se reunieran en Valladolid.
Aviraneta estuvo en Aranda unos momentos. Fue a ver a su madre, habló con Teresita y después con el Lobo y Diamante.
Diamante le dijo que el joven Frutos trabajaba ya descaradamente por los absolutistas. Diamante estaba deseando que hubiera un alboroto para trincarlo y fusilarlo sobre la marcha.
Dejó Aviraneta Aranda y se reunió con la Sole en Valladolid, y siguieron los dos a la frontera sin más obstáculos en el camino que el ser detenidos un momento en Salinas.
La policía obligó a mostrar sus papeles a don Eugenio, por sospechas de complicidad con don Juan Ignacio de Aizquibel, a quien habían preso en Escoriaza días antes por organizar en Vitoria un movimiento anticonstitucional.
La detención obligó a perder unas horas, mas se pudo recuperarlas pronto, porque el gobernador puso a la disposición de Aviraneta y de su supuesta señora una silla de postas, en la que llegaron en pocas horas a la frontera.
La Sole iba admirada y encantada de su viaje, los pueblos que se cruzaban, las casas de posta, las posadas de Castilla, el trágico desfiladero de Pancorbo, las aldehuelas vascas, los gritos de los postillones, todo era para ella nuevo y extraordinario.
En Hendaya tomaron asiento en la diligencia francesa hasta Bidart.
En este corto trayecto se encontró Aviraneta sorprendido con un español que parecía navarro, que de cuando en cuando gritaba: ¡Viva el rey! ¡Viva Dios!
El tal navarro vivía en Pamplona. Los pamplonicas son un poco pedantes, y aquél, que lo era en grado sumo, creía que su grito ¡Viva Dios! era un hallazgo.
Cuando lo daba miraba a todos los viajeros, como diciendo: Eh, ¿qué les parece a ustedes mi adquisición?
Un francés gordo y mofletudo, con patillas y un sombrero a la Bolívar, lo contemplaba de cuando en cuando con unos ojos abultados de rodaballo.
Aviraneta se cansó de este grito desafiador, y le preguntó al pamplonica:
—¿Qué grita usted tanto?
—Grito ¡viva Dios! ¿Está mal?
—Pche. No sé.
—¿Cómo que no sabe usted?
—No. Yo no conozco a ese ciudadano.
El pamplonica miró a Aviraneta, asombrado, indignado, en el colmo del estupor.
Aviraneta contó al francés gordo y apoplético del sombrero a la Bolívar lo ocurrido, y a éste le hizo una gracia tal que empezó a ponerse rojo y a reírse con un hipo estruendoso. El navarro, enfurruñado, miraba a Aviraneta y al francés con horror.
El navarro era uno de los milicianos de Pamplona, que habían escapado de la ciudad después de un choque que tuvieron con la tropa, en donde los soldados gritaban: ¡Viva Riego! ¡Viva la libertad!, y los milicianos contestaban: ¡Viva el rey! ¡Viva Dios! De este choque resultaron veinte muertos y treinta heridos, y la disolución de la milicia nacional. Aquel navarro era uno de los ¡viva Dios! de Pamplona.
Al llegar a Bidart, Aviraneta bajó con la Sole de la diligencia, y dejando a la muchacha en la posada, se dirigió en línea recta al caserío Itúrbide, propiedad de Etchepare.
Etchepare estaba gravemente enfermo de hidropesía. Se encontraba, como de costumbre, solo en su jardín, envuelto en una manta. Una mujer de un caserío de al lado le llevaba el alimento necesario y le sacaba en un sillón con ruedas a tomar el aire. Etchepare, al ver a Aviraneta, le preguntó cómo seguía la revolución en España, y escuchó con gran detenimiento lo que le contó su sobrino. Después oyó la explicación de los proyectos que Aviraneta llevaba a Francia.
—Y usted, ¿cómo está? —dijo de pronto Eugenio.
—Yo tengo vida para pocos días.
—¡Bah! No tenga usted aprensión.
—No tengo aprensión; estoy malo, muy malo, y ya que estás aquí y vas a París te voy a hacer un encargo. Llévame hasta casa.
Aviraneta empujó el sillón de ruedas y llevó a su tío hasta la entrada de la casa, y pasó el sillón adentro. Etchepare se acercó a una mesa, sacó un paquete donde escribió algo, y entregándoselo a su sobrino, dijo:
—Cuando llegues a París lleva este paquete a su destino. Ahí encima están escritas las señas.
—¿Nada más?
—Nada más. Ahora sácame de nuevo al jardín. Aviraneta lo hizo así, y continuaron tío y sobrino la conversación.
Poco después vino el médico que visitaba a Etchepare, un viejo mayor del ejército imperial retirado en Bidart. Aviraneta se despidió de Etchepare.
—Hasta la vista, tío —le dijo.
—Probablemente, si no vienes muy pronto, hasta siempre. Cuando vuelvas, yo no viviré.
—No diga usted eso.
—Lo verás.
Aviraneta estrechó la mano de su tío y salió mal impresionado. El médico le dijo que, efectivamente, Etchepare tenía ya para poco tiempo.