ENTREVISTA CON SAN MIGUEL
EL verano de 1822 todo el mundo tenía la evidencia de que el Gobierno liberal acababa. La esperanza en Riego, presidente entonces de las Cortes, se desvanecía, el Trapense había tomado la Seo de Urgel, y la Regencia absolutista contaba ya con una base de operaciones.
En esto se supo en España lo ocurrido el 7 de julio en la capital. El Empecinado y Aviraneta se hallaban en Sigüenza y decidieron marchar a la corte unos días después.
Aviraneta fue a Aranda a visitar a su madre, y a principios de agosto estaba en Madrid.
La Sole había presenciado desde el balcón de su casa los jaleos de los días anteriores, y contó a don Eugenio, con mil detalles, lo sucedido.
La muchacha estaba aterrorizada.
Aviraneta salió en seguida a ver a la gente.
Todavía quedaba el entusiasmo por la victoria de los liberales, que había hecho borrar durante unos días las divisiones entre masones y comuneros, pero se iniciaban de nuevo las diferencias.
A mediados de agosto Aviraneta recibió en la calle Mayor la visita de don Juan Martín.
Quería el Empecinado escribir a don Evaristo San Miguel, alma del nuevo Ministerio, ofreciéndose.
Don Evaristo había estado siempre muy amable y atento con don Juan Martín.
Aviraneta escribió a San Miguel, y el ministro contestó citando al Empecinado en su secretaría.
Al Ministerio San Miguel se le consideraba masón, el Empecinado pertenecía a la sociedad de los comuneros, pero don Juan posponía las pequeñas enemistades de las sociedades rivales al triunfo de la causa liberal.
—Bueno, nos presentaremos al ministro —dijo Aviraneta.
—¿Cuándo vamos? ¿Mañana?
—Sí, mañana por la mañana.
Se citaron al día siguiente delante del Palacio Real y estuvieron los dos contemplando las ventanas abiertas del edificio.
—¿Qué hará ahora nuestro despreciable soberano? —dijo Aviraneta—. ¿A quién estará engañando?
—Sí, yo también, temo, que sea un miserable —repuso el Empecinado—. ¡Qué chasco nos hemos llevado!
Entraron en el Palacio y Aviraneta preguntó a un portero por la Secretaría de Estado. Indicó el portero dónde se hallaba y siguieron avanzando.
El Empecinado estaba cohibido.
—No sea usted así, don Juan —le dijo Aviraneta—; usted vale más que toda esta gente junta.
Entraron en una antecámara, donde Aviraneta vio a Juan Van-Halen, que había venido a Madrid desde Cataluña, de parte de Torrijos, a recibir órdenes del Gobierno.
Al anunciarse el Empecinado y Aviraneta, el ministro les pasó inmediatamente a su despacho y les recibió con gran amabilidad. Era don Evaristo hombre chiquito, vivo, miope, con un aire de poeta más que de militar.
—Tengo verdadero placer en saludar a don Juan Martín en el Ministerio —dijo—. Ah, no pueden ustedes figurarse lo desagradable que es ser ministro. No hace uno más que recibir peticiones, memoriales… Este es un país de mendigos.
San Miguel, como todos los militares de carrera, no era amigo de los guerrilleros, pero hacía una excepción en favor del Empecinado por su carácter popular. Todos los sublevados del año 20 eran de carrera; se tenían a sí mismos por cultos y distinguidos y consideraban a los guerrilleros como gente levantisca e intrusa en el ejército. Ni el Empecinado, ni Mina, ni Jáuregui, ni don Tomás Sánchez se salvaron de esta animadversión.
Don Evaristo, al ofrecimiento del Empecinado, hecho por boca de Aviraneta, dijo:
—Puesto que vienen ustedes ambos a ofrecer sus servicios al Ministerio, permitan ustedes que el Ministerio, representado por mí en este momento, separe los miembros de la Sociedad EmpecinadoAviraneta, y a cada uno de ustedes dé una misión aparte.
—Usted manda —dijo con sencillez el Empecinado.
—A usted, don Juan Martín —dijo don Evaristo—, le enviaremos a Aragón y a Castilla a luchar contra los facciosos. Ya hablaremos López Baños y yo para ver la manera de reforzar las columnas, y ordenaremos a Zarco del Valle que se aviste usted, para que los dos obren en combinación.
—Está bien. Estoy siempre a las órdenes del Gobierno. Donde me llamen para defender la libertad allá estaré.
—Gracias, don Juan, en nombre de España.
—De mí pueden servirse para todo, siempre que sea en bien del país.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¿Usted, Aviraneta, quiere ir a París?
—Si me manda usted, ¿por qué no?
—Bien. Irá usted a París en seguida. Se pondrá usted al habla con los liberales y revolucionarios de allá. Me dirá usted si están dispuestos a hacer algo, si tienen fuerza y pueden trabajar contra la intervención que Francia piensa ejercer aquí, impulsada por la Santa Alianza.
—Está bien.
—Si puede usted averiguar qué agentes tienen los absolutistas en Madrid, me lo comunicará usted.
—Bueno.
—Convendría que enviara usted la correspondencia a algún amigo de la frontera, y que de la frontera la pasaran a San Sebastián. Aquí la entregarán al jefe político, y éste me la remitirá.
—Todo eso se hará como usted indica —dijo Aviraneta.
—Bueno, pase usted mañana por aquí y le daré el dinero necesario y los papeles.
—Muy bien.
—Señores, hasta la vista —exclamó el ministro, y tendiendo las dos manos al mismo tiempo, estrechó las de Aviraneta y el Empecinado y volvió a su trabajo.