IV

OLLOQUI EL FERRETERO

HABÍA ido a vivir Aviraneta con la Sole a una casa de huéspedes de la calle Mayor, próxima a la plaza de San Miguel.

La casa podía conocerse por este rótulo misterioso que había en la tienda:

Salc ic ría d Froi án Cant

Cualquiera hubiera dicho que esta inscripción era de un idioma de Oriente o de Occidente, misterioso y oscuro; pero no, el letrero estaba puesto en castellano, sólo que se habían borrado unas cuantas letras, y quería decir, sencillamente: Salchichería de Froilán Cantos.

A la puerta de la salchichería del tal Froilán colgaban chorizos y cerdos raspados y embadurnados de pimentón.

Aviraneta veía a sus pies, con la indiferencia de un conquistador, aquellos cadáveres abiertos en canal.

Aviraneta visitaba a su hermana y con ella solía ir con frecuencia de tertulia a una ferretería instalada en una planta baja de la calle de los Estudios.

Era el ferretero un alavés, de Aramayona, llamado Olloqui, que tenía una familia muy numerosa. Olloqui era hombre de unos cuarenta y tantos años, tenía un hijo ya crecido, que llevaba las cuentas de la ferretería, y tres hijas, muchachas, a cual más sonrientes y alegres. Olloqui era hombre muy entusiasta de su país, hubiera considerado una desgracia que sus hijos no supieran hablar vascuence y a todos los había enviado al pueblo a que pasaran largas temporadas.

Las hijas de Olloqui, medio madrileñas, medio vascas, tenían un excelente carácter.

Muchas noches en que Aviraneta iba de tertulia a la ferretería, Olloqui traía la guitarra y cantaba él y cantaban sus hijas zortzikos.

Que no le preguntaran al ferretero qué opinión política tenía; él afirmaba que era cristiano, español y vascongado. De aquí no salía.

Para Olloqui, España era una balsa de aceite. Si le contaban que había disturbios, él replicaba que todo se arreglaría en seguida.

Aviraneta visitaba con mucha frecuencia a Olloqui, para librarse de la Soledad, que a veces se ponía muy pesada.

La Sole era demasiado mujer para Aviraneta; se manifestaba celosa sin motivo; lloraba, reía, tenía remordimientos, se sentía pecadora; era una mujer espectacular. Aviraneta odiaba todo lo que fueran gritos, lágrimas, tragedia…

Don Eugenio, huyendo de esta pequeña vida trágica, solía ir a refugiarse a la ferretería del alavés. Un día, al salir de la tienda de Olloqui, se encontró en la calle con el padre de Fermina. El viejo, medio paralítico, con la cabeza grande, los ojos salientes, los pies arrastrando y las manos temblorosas, pasó delante de él. El recuerdo de aquellos ojos animados de un sentimiento de venganza le producía a Aviraneta un gran malestar.

El viejo iba con sus dos satélites, Chatarra y Ezcabarte. Afortunadamente no le habían visto. Al día siguiente les volvió a encontrar. Sin duda, vivían por allí cerca, y Aviraneta, que no quería encontrarse con ellos, dejó de acercarse a la ferretería y se fue a Aranda por unos días.

Rosalía estaba para dar a luz; Teresita iba haciéndose una muchacha bonita como su hermana, y creciendo en belleza y sabiduría.

A principios de 1822 el país marchaba muy mal, la guerra civil reinaba en todas partes. En Cataluña, Navarra y Castilla se levantaban partidas. Merino no salía aún de su escondrijo, pero se movían sus secuaces en la sierra de Burgos. En Barbadillo del Mercado había aparecido una partida de trescientos hombres, dirigida por uno a quien llamaban el Trajinero de Caraza, y hacia Salas merodeaba un grupo de paisanos mandado por Isaac el Ballenero.

Aviraneta se hubiera quedado a vivir en Madrid con la Sole, si el Empecinado no le hubiese llamado para que le acompañase en la persecución capitaneadas por Capapé, Rambla, Chambó y otros jefes.

La Sole quiso convencer a don Eugenio de que no debía ir a la guerra.

—¡Podríamos vivir tan bien los dos juntos aquí! —le decía.

—Sí, es verdad —replicaba él—; pero ¡qué quieres, hija mía!, no hay más remedio.

Dejando a la muchacha muy desconsolada Aviraneta partió para Aragón a incorporarse a las fuerzas que peleaban contra los facciosos.

La lucha con estas partidas realistas era muy difícil. El Empecinado con sus tropas hacía por aquellas tierras el mismo papel que los franceses durante la guerra de la Independencia; no disponía de buenos guías ni le daban informes exactos; por el contrario, le engañaban y le hacían perder el tiempo.

Esta sublevación de los campos, apoyada desde el Palacio Real de Madrid, era imposible de vencer si no se le hería en la cabeza de las partidas de Aragón y Castilla.