ROSALIA Y TERESA
DESPUÉS de esta campaña contra Merino, Aviraneta dejó el ejército y volvió a Aranda de Duero a seguir con sus cargos de regidor, de subteniente y de comisionado del Crédito Público.
Era la primavera de 1821. Don Eugenio llegó muy de mañana a Aranda y se presentó en casa de su madre, que, como de costumbre, se había levantado temprano y se preparaba a ir a la iglesia.
La madre de Aviraneta seguía con su vieja Joshepa-Anthoni sin enterarse gran cosa de lo que ocurría en el pueblo. Siempre con su cofia blanca en la cabeza y siempre haciendo calceta; para ella, el tiempo estaba ocupado principalmente por los pares de medias hechos.
El ama y la criada llevaban la misma vida en Madrid, en Irún o en Aranda, conversaban de lo que podía ocurrir en su pueblo y se preocupaban poco de lo demás.
Esta limitación voluntaria le producía a Aviraneta gran asombro.
En la calle, la criada del juez le contó lo ocurrido durante su ausencia en la familia.
Rosalía se había casado con un propietario rico de Aranda. Teresita asombraba al pueblo con su saber. Se decía que iba a aprender latín.
Su madre, doña Nona, estaba muy contenta con ella. El juez se encontraba enfermo; al chico Juanito querían hacerle estudiar para cura.
Aviraneta veía que desde que había entrado el cura don Víctor la casa se transformaba. El cura mandaba en rey y señor.
Así como había habido un principio de moda el año 1820 entre la gente distinguida, mujeres y hombres, en llamarse liberales y masones, en 1821 se volvía a la reacción religiosa, y los curas empezaban a tener no sólo el mismo, sino mucho más ascendiente que antes.
Aviraneta pudo hablar un momento a Teresita, y notó que las bromas que dirigió a la muchacha, por su ciencia y su beatitud no fueron aceptadas. Teresita consideraba que cualquier alusión irónica dirigida acerca de puntos religiosos era horriblemente blasfematoria.
Aviraneta supo que el marido de Rosalía era tiránico y usurero, incapaz de dar un cuarto a nadie y celoso como un turco.
Unos días después vio a Rosalía flaca y triste.
Teresita se iba haciendo cada vez más religiosa y empezaba a considerar que todo podía ser pecado.
Dejando a Teresita, Aviraneta se fue al Ayuntamiento. Frutos San Juan no apareció por allá. Después de comer, Aviraneta se marchó a la casa de la Muerta y recibió a sus amigos.
Unos días más tarde estaba charlando con Diamante cuando se presentó a verle una muchacha muy bonita.
Esta muchacha quería hablar a solas con Aviraneta.
Aviraneta la conocía de verla en la plaza. Se decía de ella que andaba en malos pasos y que era algo más que novia de Frutos San Juan. Don Eugenio supuso que vendría a quejarse de algo referente a su amante.
—¿Vienes a hablar de Frutos? —la dijo.
—Sí.
—Puedes hablar delante de Diamante. Es un amigo.
La muchacha contó que Frutos la había seducido y abandonado después. La voz pública había comenzado a tacharle a ella de ser la querida de Frutos, y su padre, un hombre severo, le había dicho varias veces que, si lo que se murmuraba resultaba cierto, la echaría de casa.
Ella veía que de un momento a otro se iba a averiguar la verdad, y buscando una solución, había pensado en ir en solicitud de ayuda y de consejo a casa de Aviraneta. ¿Por qué a casa de Aviraneta y no a otra?
No lo sabía.
Sin duda había creído que el hombre más revolucionario de Aranda debía ser también el menos severo en asuntos de amor.
Aviraneta quedó perplejo al oír a la muchacha. La Soledad, así se llamaba, era una mujer verdaderamente bonita, con los ojos negros y tristes, la boca pequeña y la tez nacarada.
—¿Y qué piensas hacer? —la dijo Aviraneta.
—No sé —replicó ella—. Eso venía a preguntarle a usted.
—¡A mí! Si fuera un asunto municipal, pero una cuestión de amor… ¿Le has hablado a Frutos?
—Sí.
—¿Y qué dice?
—Que no tiene nada que ver, que me las arregle como pueda.
—Si quieres —exclamó Diamante de pronto— ahora mismo lo traigo a Frutos de una oreja y lo pongo ahí, a tus pies, para que lo pises.
—No, no —murmuró ella—; yo le quiero…
—¿A ese mequetrefe?… ¿A ese miserable? —gritó Diamante—. Yo siento que no sea un hombre de valor, para matarlo en desafío con mi espada…
—Pero tú algo has pensado al venir a verme —dijo Aviraneta a la muchacha.
—Yo había pensado marcharme a Madrid.
—Es lo mejor.
—Sí, pero tengo mucho miedo a ir sola; qué sé yo lo que me puede pasar.
—Bueno, yo te acompañaré la semana que viene. Mientras tanto, ¿dónde podría ir a vivir esta chica?
—Que venga a mi casa —dijo Diamante.
—Van a hablar mucho de usted, licenciado.
—Que hablen, me tiene sin cuidado.
—Magdaleno se va a indignar.
—Le romperé la cabeza si se atreve a decir nada.
—Bueno, pues si ella quiere, que vaya a vivir a su casa. Y yo ya la avisaré cuándo partimos para Madrid.
Se habló mucho en el pueblo de este asunto; la Soledad, Aviraneta y Diamante dieron abundantísimo pasto a la murmuración.
Aviraneta, a quien las situaciones violentas no asustaban, se presentó en casa del padre de la Soledad, que era un botero.
El botero, hombre violento e impulsivo, quiso lanzarse contra Aviraneta; Aviraneta lo calmó, le contó la verdad, le dijo que iba a acompañar a la Sole a Madrid, sin más objeto que evitar una desgracia y un escándalo, y el botero y su mujer se amansaron. En la corte, la muchacha podía ponerse a trabajar o a servir.
Unos días después, la Sole y Aviraneta tomaron la diligencia de Madrid. En el camino desde Aranda a Buitrago la muchacha, medio llorando, contó al revolucionario su vida y sus amores, y coqueteó un tanto con él. Desde Buitrago a Lozoyuela, Aviraneta echó un discurso a la Sole, hablándole de las excelencias de la moral, cosa que ella no entendió muy bien.
Entre Lozoyuela y Alcobendas merendaron, bebieron un vinillo blanco que llevaban en la bota, y la Sole se permitió reírse de don Eugenio.
Al llegar a las proximidades de Madrid, Aviraneta estaba perplejo. No sabía qué hacer con la muchacha.
Le dijo que le buscaría una casa de huéspedes. La Sole preguntó: Para qué? Aviraneta pensó que quizá ella daría la solución.
Aviraneta bajó de la diligencia y fue, como de costumbre, a una casa de huéspedes de la calle Mayor. La Sole le siguió y se instaló allí. Aviraneta dijo:
—Indudablemente, es el destino.