EN CAMPAÑA
A la media noche del 29 al 30 de abril salía la columna del Empecinado para Covarrubias, precedida de la patrulla exploradora de Aviraneta.
Allí se averiguó que el 30 había pasado Merino con su gente por Acinas y Santo Domingo de Silos. Se avanzó hasta Silos y, siguiendo la pista del cura, el Empecinado llegó a Hontoria del Pinar el 10 de mayo.
En Hontoria un vecino liberal dijo que los facciosos, en número de unos seiscientos hombres, acababan de salir del pueblo hacía unas ocho o diez horas. Sin descansar, el Empecinado ordenó que la columna se pusiera en movimiento. Pasaron por Navas y por Huerta, y al llegar a Arauzo de Miel, Aviraneta, con su vanguardia exploradora, pudo alcanzar a la retaguardia de Merino y acuchillarla, hasta hacer huir a los facciosos precipitadamente hacia el monte.
Era la táctica de Aviraneta no dejar descansar al enemigo, y aquella misma tarde se volvió a alcanzarlo en Peña Tejada, en una altura de casi imposible acceso ocupada por tiradores que hicieron un fuego vivísimo al divisar la columna liberal.
No quería el Empecinado retroceder y fue colocando en guerrilla sus tropas. Pasaron una hora respondiendo al fuego hasta que comenzó a oscurecer. Ya oscuro, Aviraneta, que conocía muy bien los caminos, con cincuenta hombres, entre los que iba Salvador Manzanares, hizo que rodearan el alto donde se encontraban los facciosos. Se les desalojó de allí, se les persiguió en la oscuridad y a media noche los liberales retornaron a Pinilla de Trasmontes, donde se había establecido el cuartel general.
Salvador y Aviraneta volvieron cantando romanzas francesas y españolas.
La noche estaba espléndida y de las hierbas del monte se levantaba un olor acre y perfumado…
El día 3 de mayo, a las cinco de la tarde, estaban Aviraneta y el Empecinado a una legua del pueblo en compañía de los ordenanzas, cuando se vio a pequeña distancia la columna facciosa que marchaba a paso redoblado y se desplegaba acercándose a ellos en un movimiento envolvente.
—Sálvese usted, mi general —gritó Aviraneta al Empecinado—. Nosotros nos defenderemos un momento.
El Empecinado no tuvo tiempo más que para hincar las espuelas a su caballo y echar a correr.
—¡Entrégate! Date, Martín —oyó que gritaban.
Era la voz del cura Merino que iba en su persecución. El Empecinado, encorvado sobre el cuello del caballo, huyó como una flecha entre las balas y pudo acercarse a sus tropas.
Mientras tanto, Aviraneta, con los ordenanzas, estuvo batiéndose en retirada, defendiéndose en cada piedra y en cada mata hasta que comenzó a venir la caballería constitucional y a formarse en orden de batalla.
Los de Merino fueron retirándose y acogiéndose al monte; el Empecinado, furioso de haber estado a punto de caer prisionero, dio una soberbia carga de caballería, pero pronto el enemigo desapareció como si le hubiera tragado la tierra.
Los días siguientes fueron igualmente de escaso éxito para las tropas constitucionales y se decidió en el consejo de los oficiales fraccionar las columnas e ir poniendo guarniciones en los pueblos.
Aviraneta era contrario a este plan. Suponía que dejando guarniciones de doscientos o trescientos hombres, el cura podría reunir mil o dos mil soldados y atacarlas fácilmente. Para guarnecer con probabilidades de éxito la sierra de Burgos y Soria, se necesitaban lo menos diez o doce mil hombres.
Aviraneta sabía el fracaso de las tentativas de Roquet y Kellerman en tiempo de la guerra de la Independencia.
Las excitaciones de curas y frailes animaban a los facciosos, y los soldados de la Fe, feotas, como les llamaban los liberales, iban presentándose en el campo. Luchaban con Merino, el Blanco, el Rojo de Valderas, Caraza, el Gorro, los Leonardos, el Inglés, y comenzaban a campear aparte Cuevillas, el sombrerero Arija y otros.
Siguiendo el plan de fraccionamiento de las columnas acordado por el Empecinado y sus oficiales, se decidió que los coroneles Escario, Ceruti y el teniente coronel Manzanares recorriesen la parte más llana del país hasta la orilla del Duero y que en la sierra operase don Juan Martín.
Aviraneta quedó en Lerma en el cuartel general.
El fraccionamiento en columnas no consiguió hacer que Merino cayese en ninguna trampa. Conocía el terreno como nadie y contaba con el paisanaje.
En cambio, el defender los pueblos con guarniciones pequeñas produjo más de una catástrofe en el campo constitucional. En Salas de los Infantes el cura sorprendió a tropas del regimiento de Sevilla y estuvo a punto de hacer grandes destrozos en otros pueblos.
Uno de éstos fue Tordueles, aldea próxima a Lerma. Se había dejado aquí de guarnición cincuenta hombres al mando de un oficial llamado Juan José Allegui.
El día 26 de mayo, a las doce del día, se presentó Merino delante de Tordueles y se dispuso a penetrar en esta aldea. Llevaba el cura una fuerza de ochenta caballos y otros tantos infantes. Al acercarse al pueblo abrió el fuego, que fue contestado por los soldados de Allegui, que se retiraron a una casona llamada de los Sevillanos, donde se dispusieron a pelear hasta el final.
Después de dos horas de fuego, el cura intimó a Allegui la rendición, y como Allegui le contestara con desprecio, Merino, dejando el pueblo sitiado, se retiró al anochecer a Cebreros.
Allegui, de noche, salió él mismo de la casa de los Sevillanos, habló a un pastor conocido suyo y le confió una carta para el cuartel general de Lerma.
El campesino, marchando por veredas, llegó a esta villa y entregó la misiva a Aviraneta.
Aviraneta se vio en un gran aprieto, no había apenas fuerzas que enviar a Tordueles. El Empecinado estaba en aquel momento camino de Roa, donde pensaba unirse con el coronel Ceruti. Manzanares se encontraba en Aranda de Duero.
Aviraneta no podía abandonar a Allegui, y llamando al jefe de los nacionales de Lerma para que preparase con su gente la defensa del pueblo en caso de ataque, reunió treinta hombres del regimiento de Jaén, veinte caballos de Calatrava, diez de Lusitania y con ellos y seis mulos cargados de municiones, marchó a Tordueles, donde entró al amanecer.
Antes había mandado dos propios, uno al Empecinado y otro a Manzanares, diciéndoles adónde iba.
La entrada en Tordueles no ofreció dificultad. Aviraneta y Allegui reunidos decidieron ensanchar la posición, para lo cual ocuparon la manzana en donde estaba enclavada la casona de los Sevillanos y fortificaron la puerta de ésta con toneles, carros atados unos con otros y piedras. La sección de caballos quedó en el patio de una cuadra que tenía una puerta sólida y fuerte y que dejaron de modo que se pudiera abrir y cerrar rápidamente.
Esta cuadra se hallaba comunicada con el resto de la manzana.
Estudiando el terreno vieron que para defender la entrada de la casona de los Sevillanos era indispensable ocupar una casucha próxima, pero que no se hallaba unida a la primera, pues entre ambas había un callejón de unos dos metros de ancho.
Esta casucha de adobes se llamaba la casa del Cojo, y tenía importancia porque desde sus dos ventanas se podía disparar contra los realistas si intentaban el asalto acercándose a la puerta de la casona de los Sevillanos.
La ventaja se hallaba compensada con el inconveniente de ser la casucha del Cojo muy fácil de ser tomada.
Para obviar la dificultad, Aviraneta mandó deshacer la escalera hasta el primer piso en la casa del Cojo y luego ordenó que se hiciera un agujero en la pared del desván de ésta y otro en el muro espeso de la de los Sevillanos, de manera que se pudieran comunicar por un puente de tablas los desvanes de las dos casas.
Los hombres que se quedaran en la casa del Cojo, si llegaban a verse apurados pasarían por el puente de tablas a la casona de los Sevillanos y después de pasar se quitaría el puente.
Suponiendo que el ataque podría durar varios días, se preparó la defensa lo mejor posible. Se abrieron agujeros en las paredes del pajar y en el tejado y se llevaron piedras y sacos de tierra para disparar guareciéndose en ellos. En los balcones se colgaron colchones y jergones.
Por la mañana, al amanecer, los de Merino, con fuerzas triples a los sitiados, atacaron la casa de los Sevillanos y llegaron hasta la puerta. Mandaban a los facciosos los Leonardos, feroces cabecillas de Merino que hacían de verdugos por satisfacer sus inclinaciones sanguinarias. Al acercarse los feotas gritaron con furia: ¡Viva la religión! ¡Viva el rey!
Los de dentro contestaban con el mismo o con mayor entusiasmo: ¡Viva la libertad! ¡Viva la Constitución!
Aviraneta y Allegui dirigieron el fuego haciendo que no se perdiera un tiro.
Los encerrados en la casa del Cojo tenían la orden de no disparar mientras no se les avisase.
El ataque de los Leonardos fue, sin duda, para tantear el terreno. Al mediodía se dio otro ataque a la casa de los Sevillanos, dirigido por el mismo Merino.
Unos cuantos exploradores en guerrilla se acercaron a la explanada de delante de la casona e intentaron abrir la puerta a tiros. Cuando habían formado un gran grupo fueron cogidos por los fuegos de la casa del Cojo, que les hizo bastantes muertos. Merino entonces ocupó un tejado de enfrente y comenzó a dirigir los tiros contra la casa del Cojo.
El fuego se hizo intermitente. Sólo se disparaba de un lado y de otro cuando alguno se decidía a dar la cara.
Al anochecer, los absolutistas comenzaron un ataque atrevido contra la casa del Cojo, rompieron la puerta y entraron en el zaguán. Cuando estaban en esta faena, los treinta jinetes de los constitucionales al mando de Aviraneta salieron por la puerta de la cuadra a cargar contra los facciosos.
Los caballos se alinearon en la callejuela, y a la orden de Aviraneta avanzaron al trote y luego al galope. Las herraduras sacaban chispas de las piedras del suelo. Al desembocar en la encrucijada Aviraneta, irguiéndose en la silla y levantando el sable, gritó: «¡Soldados: ¡Constitución o muerte! ¡Viva la libertad!» El pelotón de caballería dejó en un instante la plazoleta limpia, acuchillando, atropellando, matando. Desde la casa de los Sevillanos, Allegui y los suyos vitoreaban y aplaudían con entusiasmo.
Tras de esta acometida cesó el fuego y los realistas se retiraron. La noche la pasaron los sitiados con la mayor vigilancia, fortificando algunos puntos, y al amanecer, un parlamentario con bandera blanca se presentó ante la casa de los Sevillanos. Traía una carta para Aviraneta. La carta decía así:
«Aviraneta:
Me es sensible derramar sangre de cristiano, aunque dudo mucho que la vuestra lo sea. Saliste de una, no saldrás de otra. Si no haces que toda vuestra gente entregue las armas en seguida, seréis fusilados en montón.
Jerónimo Merino.
La contestación, luego, luego.»
Aviraneta, iracundo, escribió:
«A don Jerónimo Merino:
Muy señor mío y capellán:
Dejé escapar la otra vez por compasión al cura hipócrita que se presentaba humilde. Si la sangre de la morralla absolutista es la sangre de cristiano, prefiero no tener con ella más relación que la necesaria para derramarla abundantemente. Somos menos que ustedes, es verdad, pero tenemos más alma. Si se entregan, los trataremos con conmiseración.
Aviraneta.»
Al día siguiente volvió de nuevo el ataque, con alternativas de avance y retroceso de los sitiadores, y por la noche éstos se apoderaron de la casa del Cojo.
Al amanecer del día siguiente, un soldado que estaba en una guardilla de la casa de los Sevillanos de vigía, vino corriendo a decir que se acercaban tropas del lado de Lerma. Aviraneta corrió a la guardilla y enarboló su anteojo. Eran las tropas del Empecinado. Estaban a salvo. Aviraneta y Allegui pensaron en el medio de cortar la retirada a Merino y a su gente. Se preparó el pelotón de caballería y se abrió la puerta del zaguán de la cuadra. Luego todas las fuerzas de Allegui y de Aviraneta, abandonando la casa de los Sevillanos, se apostaron a la salida del pueblo por donde Merino tenía que pasar.
El Empecinado y los suyos avanzaron despacio. Los de Merino se dispusieron a defenderse, pero Allegui y Aviraneta les atacaron por la espalda y les hicieron diez o doce muertos. Los de Merino se dieron a la fuga y en un momento desaparecieron.
Después de celebrar la salvación del peligro en que se habían encontrado, Aviraneta marchó a hablar con el Empecinado. Intentó convencerle de que el sistema de dejar guarniciones pequeñas en los pueblos era malo, como el de tener varias columnas, y el general se decidió a formar solamente dos brigadas que operaran en combinación.
Mientras esperaban en Tordueles la llegada de Manzanares se supo que el cura Merino había avanzado, furioso por su derrota, hasta el Monasterio de Arlanza, sitiándolo en seguida. Había en el antiguo edificio ruinoso un destacamento del batallón de voluntarios de Cataluña con su jefe.
Merino les intimó la rendición, pero el oficial, que sabía los procedimientos del cura, no quiso rendirse hasta que, viéndose sin municiones, se entregó.
Merino los fusiló y descuartizó a todos y mandó enterrar sus despojos a orillas del Arlanza.
El Empecinado se indignó al saberlo y ordenó a Salvador Manzanares y a Aviraneta que redactaran una comunicación enérgica amenazando con las represalias.
Esta comunicación, firmada en el Campo de Fontioso, se mandó imprimir y fijar en los Ayuntamientos y en las esquinas de las casas de los pueblos de la sierra. Se titulaba: «Carta de don Juan Martín el Empecinado al cura Merino, con motivo de la horrenda crueldad que ha usado con los soldados de Cataluña.»