I

DON JUAN MARTÍN Y SALVADOR MANZANARES

EL jefe político de Burgos, don Joaquín Escario, conferenció con Aviraneta para comenzar la nueva campaña que había que emprenderse contra el cura Merino. Las fuerzas dispuestas eran ya considerables: dos batallones de infantería y dos escuadrones de caballería. El jefe político no podía dar mando a Aviraneta, así que éste tendría que ir como delegado del Gobierno con los comandantes Osorio y Suero. Diamante y el Lobo no podrían tampoco ingresar en los escuadrones del ejército regular.

Vaciló en aceptar Aviraneta; pero al asegurarle el jefe político que el Gobierno había despachado una orden al Empecinado para que tomase el mando de las tropas de la provincia, aceptó. Debían acompañar al Empecinado los oficiales don Jacobo Escario, hermano del gobernador, don Florencio Ceruti y don Salvador Manzanares.

Se decidió formar una compañía volante dirigida por Aviraneta, que haría el servicio de información, y en esta compañía se alistaron Diamante, el Lobo y Jazmín.

La compañía volante y las fuerzas regulares salieron al campo en seguida.

En las dos semanas que operaron no tuvieron ningún éxito, por el contrario, varias veces se hallaron a punto de caer en trampas preparadas por Merino. Únicamente en Arauzo de Miel llegaron a tiempo para sorprender y poner en fuga a una parte de la gente del cura.

La primera fuerza que entró en Arauzo fue la partida volante de Aviraneta. Los facciosos acababan de saquear la casa del juez don Ángel González de Navas. Todos los expedientes del Crédito público de venta de bienes nacionales se habían quemado en la plaza por los absolutistas, con gran entusiasmo del pueblo.

Aviraneta pudo ver páginas escritas con su letra entre los montones de papel quemado. Casi toda su labor de burócrata acababa en aquel momento de ser pasto de las llamas.

Salieron de Arauzo los constitucionales en persecución de la partida del cura, pero no dieron con ella.

Unos días después se ordenó a Aviraneta y a sus amigos que fueran a Lerma y se presentaran al Empecinado.

El Empecinado acogió a Aviraneta con grandes extremos, le abrazó, le dio golpecitos en la espalda, le hizo dar dos o tres vueltas sobre sí mismo, mirándole como a un objeto curioso. El viejo guerrillero le tenía cariño.

Don Juan Martín Díez, el Empecinado, caballero de la militar Orden Nacional de San Fernando y mariscal de campo de los ejércitos nacionales, parecía en la época constitucional tan abandonado de indumentaria, tan campesino, tan sencillote como en tiempo de la guerra de la Independencia.

Sin embargo, el que le hubiera conocido a fondo, hubiese comprendido que la identidad era superficial y que el guerrillero no sólo no era el mismo sino que había cambiado por completo.

Los seis años pasados en la soledad, en su finca de Castrillo de Duero, enseñaron mucho al Empecinado.

Don Juan Martín había leído y pensado sobre las cosas y había perdido la fe. Ya no rezaba el rosario por las noches, ni frecuentaba apenas la iglesia.

El pueblo, que lo sabía, iba trocando el amor que le profesaba por el desvío.

El Empecinado, en este tiempo era un anarquista de la época: odiaba a los curas y a los ricos.

Vivía con una mujer con quien no estaba casado, y sentía un gran desprecio por todas las jerarquías.

Abrazado a la causa constitucional por entusiasmo y por agradecimiento, trabajaba por ella como si fuera cosa propia, de vida o muerte. Estuvo de gobernador militar de Zamora y en este tiempo descubrió y deshizo todas las conspiraciones de los absolutistas. No dormía ni descansaba un momento, vigilando. El Gobierno, quizá por influencia de los realistas, lo trasladó a Valladolid, y nombró comandante general de Castilla la Vieja al conde de Montijo, y segundo cabo al Empecinado.

Era una de estas disposiciones clásicas españolas, la de poner a las órdenes de un botarate miserable como Montijo, adulador del rey, delator de los liberales en 1814, a un hombre valiente y heroico como el Empecinado.

Al poco tiempo don Juan Martín se encontró destituido, y supo que el Gobierno había nombrado segundo cabo de Castilla la Vieja al general Santocildes.

Este llegó a Valladolid, y sin avisar ni presentarse al Empecinado intentó posesionarse del mando.

Santocildes tenía antecedentes realistas; había contribuido a derrocar la Constitución en 1814 en La Coruña, y firmado la sentencia de muerte de Lacy en el Consejo de guerra de Barcelona.

Sin embargo, el Gobierno liberal le prefería al Empecinado. El uno era militar de carrera, el otro guerrillero.

Don Juan Martín se mantuvo en Valladolid algún tiempo, hasta que le ordenaron que tomase el mando de las tropas que debían luchar con Merino y se presentó en Lerma.

Dos oficiales de graduación acompañaban al Empecinado: Escario y Salvador Manzanares.

Escario era buen muchacho. Salvador Manzanares, como Torrijos, Van-Halen y algunos otros militares jóvenes, representaba el tipo alegre, de dandi de la revolución española.

Salvador Manzanares era un oficial de artillería, hijo de un médico muy nombrado en la Rioja, don Francisco de Sales Manzanares.

Salvador, educado por su padre en las doctrinas del liberalismo, había conspirado en tiempo de Renovales. Fue de los que entraron con Mina en Santesteban a proclamar la Constitución en 1820, y de los expulsados de Madrid en compañía de Riego en septiembre del mismo año. Manzanares era entonces teniente coronel, después llegó a ser general y ministro de la Gobernación. Cuando la entrada de los franceses con Angulema, Manzanares se escapó a Gibraltar.

Desde entonces estuvo en la emigración, hasta que en febrero de 1831 se acercó a Gibraltar con Minuissir, Díaz Morales y Epifanio Mancha, y desembarcó con un puñado de hombres en la sierra de Ronda, esperando el levantamiento de Cádiz.

El movimiento abortó. Salvador, reducido a veinte hombres, en una situación angustiosa, se dirigió a dos cabreros, dándoles una carta para Marbella. Los cabreros le hicieron traición y la entregaron a la policía. Al ver a los dos hombres en quienes se había confiado seguidos de las tropas, Salvador, furioso, sacó el sable y de un tajo cortó la cabeza a uno de los cabreros; así siguió atacando con rabia hasta que le dispararon un tiro y lo dejaron muerto.

La hermana de Salvador, Casimira Manzanares, mujer muy inteligente y muy hermosa, fue perseguida en Logroño por el Trapense, el padre fray Antonio Marañón, que había sido nombrado comandante general de la Rioja.

El Trapense no se contentó con robar la casa que tenían los Manzanares en San Millán de la Cogolla, sino que al encontrar a Casimira en la iglesia de Logroño intentó violarla. Casimira pudo salvarse gracias a la protección de una señora y a la de la querida del fraile, la por entonces célebre amazona apostólica Josefina Comerford. Un general del ejército de Angulema denunció las tropelías del padre Marañón, y el Gobierno le ordenó que se retirara de nuevo a la Trapa, lo que hizo, llevándose varias acémilas cargadas con el botín obtenido en sus robos.

Los Manzanares reclamaron después al convento las sumas robadas, pero los trapenses de Santa Susana, donde estaba fray Antonio, contestaron que el rey les había hecho donación de todo el botín llevado por su compañero, y que a pesar de su voto de pobreza lo guardaban para mayor gloria de Dios.

El sino de la familia Manzanares fue triste. El padre de Salvador, que pasaba su vejez en Escoriaza, en Guipúzcoa, fue hecho prisionero y fusilado en 1836 por el general carlista Villarreal.

Se le atribuía el ser masón y el haber escrito un Credo y una Salve liberales. Esto fue motivo bastante para fusilar a un viejo de ochenta y dos años, demostrando lo verdaderamente digna de admiración que es la piedad de los defensores de la Iglesia nuestra madre.