IX

SAN MARTÍN CON SU CAPA

VOLVIÓ Aviraneta con sus compañeros al archivo. Se habló del posible ataque de Merino, y el Lebrel, que era de Vadocondes, explicó cómo se había salvado un antiguo abad del convento de la Vid de un ataque de los ladrones que querían robar la iglesia.

—Esto era en tiempo de la guerra de la Independencia —contó el Lebrel—, mejor dicho, unos meses después.

Estaba de abad un navarro que se llamaba don Pedro de Sanjuanena.

—Lo conocí —dijo Aviraneta.

—Pues estaba el abad solo con un criado cuando supo que una partida de ladrones rondaba el monasterio. No podía defenderse y se le ocurrió esto: fue a la iglesia, descorrió la cortina del altar mayor donde había un gran crucifijo; luego cogió todos los candeleros con sus cirios y velas, los encendió y formó una calle que iba desde la puerta de la iglesia al altar mayor.

A media noche forzaron los ladrones la puerta de la iglesia, entraron, y al ver aquella carrera de luces avanzaron por en medio hasta llegar al altar mayor.

A alguno de los ladrones le sobresaltó ver el Cristo iluminado, y se arrodilló tembloroso devotamente. Los demás hicieron lo mismo, y cuando estaban así salió el abad y les echó una plática, con lo cual los ladrones se fueron arrepentidos y contritos.

El procedimiento de Sanjuanena no era fácil que causara mucha impresión al cura Merino, que estaba acostumbrado a tratar con confianza a santos y a cirios y con quien había que usar argumentos más contundentes.

Se debatió entre los reunidos la verosimilitud de la historia del Lebrel y se dispuso la mayoría a tenderse de nuevo.

Desde el momento que Aviraneta supo que Merino y los suyos vigilaban el monasterio, comenzó a no poder estar en paz y a fraguar mil planes. El Lebrel, Diamante y Jazmín, al verle dispuesto a no dormir, se levantaron de al lado del fuego.

Aviraneta quería saber si los espiaban de cerca, y para esto se le ocurrió una estratagema.

Había visto en una cámara próxima a la sacristía una serie de figuras y muñecos de altar rotos, estropeados. Acompañado de Jazmín y de Diamante, con un farol en la mano, salió del archivo, bajó a la biblioteca, fue al patio, entró en el cuarto de las imágenes y paseó la luz de su farolillo por las estatuas.

Aquel spolliarium era cómico de día y trágico de noche. Un santo con una túnica blanca parecía un fantasma; unos ojos de cristal brillaban con un fulgor misterioso, y algunas manos de madera se levantaban en el aire como pidiendo misericordia.

Había un San Martín con las piernas abiertas en actitud de montar a caballo y con un brazo de menos.

—Este muñeco nos va a servir —dijo don Eugenio.

—¿Para qué? —preguntaron Diamante y Jazmín.

—Ahora verán ustedes —replicó él.

Llevaron entre los tres el San Martín, cruzando el patio, hasta el zaguán, y allí lo dejaron en el suelo. En seguida desapareció Aviraneta y vino con un caballo viejo, ensillado.

—¿Qué quiere usted hacer? —le preguntaron.

—Vamos a montar a San Martín y a ver si lo podemos sujetar en la silla.

Subieron al muñeco de madera sobre el caballo, y Jazmín lo sujetó atándole cuerdas de esparto por todos lados. No era posible que el San Martín se sostuviera bien como un jinete, pero con poco tiempo que cabalgara le bastaba a don Eugenio.

Al tener al muñeco sujeto en el caballo, Aviraneta le plantó un sombrero en la cabeza y lo envolvió con una capa vieja.

—Lebrel, Jazmín —gritó luego.

—¿Qué manda usted?

—Aparejad los caballos y traedlos aquí.

Jazmín y el Lebrel salieron y al poco rato volvieron con cinco caballos al zaguán.

—Ahora —dijo Aviraneta a Diamante— pónganse todos ustedes en las ventadas del archivo con el fusil preparado… y atención. Si disparan a nuestro San Martín, que va a tomar el fresco…, fuego a los que disparen. Después, inmediatamente, todos aquí, al zaguán. Que suba el Lebrel con usted, y cuando estén ustedes preparados, que venga a avisarme.

Comprendió Diamante de lo que se trataba, y el Lebrel volvió al zaguán poco después diciendo que todos estaban preparados. Aviraneta abrió la puerta, sacó el caballo fuera y dijo, como dirigiéndose a alguien:

—Adiós, don Eugenio, hasta la vuelta.

La noche se había tranquilizado, la luna brillaba en el cielo, el viento agitaba suavemente las copas de los árboles, y a lo lejos se oían ladridos de perros.

El caballo, con el bulto de madera en la silla, avanzó unos veinte metros y de pronto se oyeron cinco tiros en el campo seguidos de otros seis disparos hechos desde las ventanas del monasterio.

Inmediatamente bajaron todos los milicianos al zaguán, montaron a caballo y salieron al galope hacia el sitio de los disparos. Encontraron a un hombre herido que intentaba escapar y lo prendieron; después, dando una batida, registraron los alrededores sin encontrar a nadie, hasta toparse con ocho hombres de la milicia nacional de Vadocondes, dirigidos por Diego Campos, sargento retirado, que vivía en este pueblo y que había salido sabiendo que los realistas rondaban la Vid.

Al volver Aviraneta y los suyos vieron cerca de la puerta del convento el caballo que había llevado al San Martín, que arrastraba el muñeco y que de cuando en cuando se detenía a comer hierba.

El herido declaró que él había ido con la Gaceta desde Aranda, que en Vadocondes se habían reunido con Merino y el cura de Valdanzo y con otros dos que no conocía.

—A ese manflorita de la Gaceta —dijo el Lobo— cuando le eche la mano encima le voy a poner como nuevo.

A la mañana siguiente Aviraneta, Jazmín, el Lebrel, Diamante y los cuatro milicianos volvían a Aranda con el hombre herido, que dejaron en el hospital, y dos días después marchaban a Arauzo de Miel a comenzar un nuevo inventario. En Arauzo de Miel estuvieron bastante tiempo e hicieron mucho trabajo, gracias a los esfuerzos del juez don Ángel González de Navas.

La terquedad de Aviraneta produjo una enorme indignación en Aranda. Diamante y él recogieron el odio popular. Diamante se consideraba feliz al sentirse odiado por la canalla.

—No acabará bien ninguno de los dos —decía la Gaceta por todas partes.

Don Eugenio estaba convencido que la suerte le mimaba, y el vaticinio de la Gaceta no le inquietaba gran cosa.

A Frutos se le compadecía.

—El pobre Frutos tiene que soportar, por el sueldo, tan malas compañías —decía la Gaceta.

Esto la gente se lo explicaba, lo que no comprendía era la tenacidad de Aviraneta, porque el pueblo ve con facilidad los motivos personales de obrar; pero no los motivos políticos o de bien general.