VIII

NOCHEBUENA EN LA VID

EL día de Nochebuena Aviraneta y sus compañeros lo pasaron espléndidamente en el convento. Se comió bien, se cenó bien, se bebió un vino ribereño excelente, y después de cenar y de cerrar las puertas con cuidado, se quedaron todos delante de la chimenea del archivo, al amor de la lumbre. Habían llevado los sillones más cómodos del convento y los tenían colocados alrededor de la chimenea, formando un semicírculo.

El Lobo y su gente amontonaron leña de roble y de encina, y en un rincón grandes brazados de jara, de retama y de sarmientos.

Tenían allí provisiones de combustible para toda la velada.

Diamante, como oficial, pensaba no debía descender a ciertas cosas, y no se ocupaba de detalles vulgares.

Aquella noche hacía mucho viento. Sus ráfagas impetuosas parecían frotar con violencia las paredes del monasterio. El aire silbaba y entraba por la chimenea y hacía salir el humo como una gruesa nube redondeada que rebasaba el borde de la campana y se metía en el cuarto.

Una constelación de pavesas flotaba en el aire, y unas caían a las piedras del hogar y otras subían rápidamente en el humo.

Se oía el murmullo del río, que parecía cantar una canción monótona; sonaba el tictac de un reloj de pared, y a intervalos, solemnemente, llegaban con estruendo las campanadas del reloj de la torre, que daba las horas, las medias horas, y los cuartos.

Aviraneta, hundido en su sillón, miraba las vigas grandes azules del techo, que se curvaban en medio, y el escudo, que adornaba la chimenea.

Este escudo era del cardenal don Iñigo López de Mendoza, arzobispo de Burgos y abad comendador del convento de Premonstratenses de la Vid.

En el silencio se oían las ratas que corrían por los armarios royendo las maderas y los pergaminos.

—Hablemos, contemos algo —dijo Aviraneta.

—¡Qué vamos a contar! —murmuró Diamante.

—Contemos la mejor y peor Nochebuena que hemos pasado cada uno en la vida.

—Pues empiece usted —dijo Diamante.

Aviraneta contó su mejor Nochebuena en Irún, de joven, y la peor, guarecido en una cueva del Urbión en la época en que estaba en la partida de Merino.

Diamante no recordaba ni las noches buenas ni las noches malas que había pasado.

El Lobo dijo:

—Yo recuerdo una Nochebuena, en tiempo de la guerra de la Independencia, que todavía al pensar en ella se me ponen los pelos de punta.

—¿Qué fue?

—Verán ustedes. Esto pasó hacia la sierra de Albarracín. Fue un año de mucho frío. Habíamos salido de Priego, camino de la Muela de San Juan, persiguiendo a unos franceses; estábamos en una aldea cuando los franchutes se volvieron contra nosotros y nos obligaron a dispersarnos. No conocíamos aquel terreno, la noche estaba oscura y el suelo lleno de nieve. Después de desperdigamos por el campo quisimos reunirnos, pero fue imposible. Al revés, nos fraccionamos más; el uno decía por aquí, el otro por allá. No quedamos más que tres juntos.

Llevábamos más de una hora de marcha cuando salió la luna y nos encontramos rodeados de franceses. Quisimos escapar, pero fue imposible. Nos cogieron a los tres y decidieron lo que iban a hacer con nosotros. Ya comprendíamos que se les ocurriría una judiada; pero en fin, al principio, cuando supimos lo que habían pensado, no nos pareció tanta. Nos agarraron y nos ataron fuertemente a unos pinos. Después se fueron riéndose y diciendo de cuando en cuando: le lup, le lup. Los tres presos nos hablábamos de árbol a árbol para animamos un poco, cuando vimos unos puntos brillantes entre las matas.

Eran los ojos de los lobos. Había una manada. Entonces comprendimos la crueldad que habían hecho los franceses con nosotros. Los lobos, al principio se asustaron algo de nuestros gritos, pero luego se lanzaron a atacarnos y a mordernos. Yo me veía sofocado, desgarrado, cuando uno de mis compañeros apareció libre. Sin duda los lobos habían mordido y roto una de las cuerdas que le sujetaban. El compañero se acercó a mí; yo llevaba un cuchillo en el bolsillo del pantalón y se lo indiqué, él lo sacó y me cortó las cuerdas que me oprimían. El otro compañero estaba muerto; los lobos le habían estrangulado.

Aquellos furiosos animales nos habían dejado a los dos que estábamos vivos y se habían echado sobre el guerrillero muerto. Sentíamos crujir sus huesos. No quisimos escapar ni correr creyéndolo más peligroso. Mi compañero había oído decir que encendiendo fuego no se acercaban los lobos, y con gran esfuerzo logró hacer arder unas matas. Yo corté una vara larga de un árbol y até en la punta con un bramante mi cuchillo.

Toda la noche estuvimos oyendo el crujir de los huesos del muerto y defendiéndonos cuando se nos acercaban los lobos. Al amanecer, nuestra situación fue peor, porque la hoguera se consumió y no teníamos ramas para alimentarla. Entonces mi compañero ató a una cuerda un tizón encendido, y trazaba círculos en el aire; yo pinchaba, si podía, al lobo, que se acercaba. Así estuvimos la noche entera y así nos llegamos a salvar.

—Un lobo contra otros lobos —dijo Aviraneta.

—Eso es.

—Fue una Nochebuena superior ésa.

Estaban ya otra vez los hombres adormilados; se comenzaron a echar en sus camas de paja uno tras otro, cuando se oyó un aldabonazo en la puerta.

El Lebrel, que estaba de guardia, se asomó a la ventana.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿El señor don Eugenio de Aviraneta?

—Aquí es.

—Traigo una carta para él.

—¿De quién?

—Del señor González de Navas, juez de Arauzo.

—Ahora vamos.

Aviraneta, acompañado del Lebrel y de Jazmín y alumbrando el camino con una linterna bajó al portal. Los demás se levantaron y tomaron sus fusiles.

Aviraneta abrió el postigo e hizo entrar al hombre que por él preguntaba. Luego cerró, dejó el farol en un poyo de piedra, tomó la carta y la leyó. Decía así:

«Estimado Aviraneta:

Sé que hay varios hombres bien portados y montados de noche y de día en los alrededores de la Vid que le esperan a usted para matarle. Uno de ellos parece que es el cura Merino, el otro el cura de Valdanzo. Los demás son dos o tres absolutistas de Vadocondes y algunos colonos de la Vid. No salga usted solo, sobre todo de noche.

González de Navas.»

—¿Va usted a volver a Arauzo? —preguntó Aviraneta al propio.

—Sí, pero no tengo prisa.

—Entonces quédese usted aquí. Estará usted más seguro.

—¿Por qué?

—Porque hay gente acechando en el campo y le pueden confundir a usted con uno de nosotros.

—Entonces me quedo.