AUTO DE FE
UNA noche que hacía más frío que de ordinario los milicianos intentaron encender la chimenea del archivo.
Habían ya quemado toda la leña y las astillas en una cocina de la portería, donde se hacía la comida, y no querían gastar la paja que tenían para las camas.
—Pues aquí no nos puede faltar papel —murmuró Aviraneta.
Y echó mano del primer tomo que tuvo a mano en la estantería del archivo. Era un manuscrito en pergamino, con las primeras letras de los capítulos pintadas y doradas y varias miniaturas en el texto.
—Esto no arderá —murmuró Aviraneta—. ¡Eh, muchachos!
—¿Qué manda usted?
—A ver si encontráis por ahí tomos en papel. Jazmín, el Lebrel y Valladares bajaron a la biblioteca y trajeron cada uno una espuerta de libros.
—Buena remesa —dijo Aviraneta—. Usted, Diamante, que ha sido cura.
—¿Yo cura? —preguntó el aludido con indignación.
—O semicura, es igual. Usted nos puede asesorar. Mire usted qué se puede quemar de ahí. Una advertencia. Si alguno desea un libro de éstos, que lo pida. El Gobierno, representado en este momento por mí, patrocina la cultura… He dicho.
Diamante cogió el primer volumen al azar. Aurelius Augustinus —leyó—. De Civitate Dei. Argumentum operis totius ex-libro retractationum.
—San Agustín —exclamó Aviraneta—. Santo de primera clase. ¿No lo quiere nadie? —preguntó—. ¿Nadie? Bueno, al fuego. Adelante, licenciado.
—San Jerónimo: Epístolas.
—¿Nadie está por las epístolas? Al fuego también.
—Santo Tomás: Summa contra gentiles.
—Santo Tomás —dijo Aviraneta con solemnidad—, el gran teólogo de… (no sé de dónde fue)… Nadie quiere a Santo Tomás? Son ustedes unos paganos. ¡A ver esos papeles!
—Carta de Alfonso VII, el Emperador —leyó Diamante—, otorgada en unión de su hijo don Sancho, donando al abad Domingo y a sus sucesores la propiedad del lugar que se llama Vide, entre término de Penna Aranda y Zuzones, con todos sus montes, valles, pertenencias y derechos, con la condición de que ibi sub beati augustini regula comniorantes abbatiam constituatis.
—Bueno: eso se puede dejar por si acaso —dijo Aviraneta—. Sigamos.
—Fray Juan Nieto: Manojito de flores, cuya fragancia descifra los misterios de la misa y oficio divino; da esfuerzo a los moribundos, enseña a seguir a Cristo y ofrece seguras armas para hacer guerra al demonio, ahuyentar las tempestades y todo animal nocivo…
—Don Eugenio —dijo uno de los milicianos sonriendo.
—¿Qué hay, amigo?
—Que yo me quedaría con ese Manojito.
—Dadle a este ciudadano el Manojito —exclamó Aviraneta.
—¿Para qué quiere esa majadería? —preguntó Diamante.
—Es un deseo laudable que tiene de instruirse con el Manojito. ¡A ver el Manojito! Necesitamos el Manojito. La patria es bastante rica para regalar a este ciudadano ese Manojito.
Se entregó al miliciano el libro, y Diamante siguió leyendo:
—Aquí tenemos las obras de San Clemente, San Isidoro de Sevilla y San Anselmo.
—¿No las quiere nadie? —preguntó Aviraneta.
—Tienen buen papel, buenas hojas —advirtió Diamante.
—¿Nadie? A la una…, a las dos…, a las tres. ¿Nadie?… Al fuego.
—Otra carta de donación otorgada por el rey Alfonso VIII al Monasterio de Santa María de la Vid y a su abad Domingo de meam villam que dicitur Guma, con todas sus pertenencias y términos de una y otra parte del Duero, et inter vado de Condes et Sozuar.
—Dejémoslo. Adelante, licenciado.
—Fray Feliciano de Sevilla: Racional campana de fuego, que toca a que acudan todos los fieles con agua de sufragios, a mitigar el incendio del Purgatorio, en que se queman vivas las benditas ánimas que allí penan.
—Al fuego inmediatamente.
—Otra donación de Alfonso VIII y de su mujer Leonor al Monasterio de la Vid, de la Torre del Rey, Salinas de Bonella y varias fincas, y marcando los límites de Vadocondes y Guma.
—Diablo con los frailes, ¡cómo tragaban! —exclamó Aviraneta.
—Otra donación de Alfonso VIII al Monasterio y a su abad don Nuño de las villas de Torilla y de Fruela, a cambio de mil morabetinos alfonsinos.
—Esto de los morabetinos sospecho que no le debió hacer mucha gracia a don Nuño —dijo Aviraneta.
—Augustinus: De prcedestinatione sanctorum.
—Al fuego. Siga usted, licenciado.
—Confirmación de una concordia sobre la división de los términos de Vadocondes y Guma, hecha «en el anno que don Odoart ffijo primero e heredero del Rey Henrric de Inglaterra rrecibio cavalleria en Burgos. Estuvieron presentes en la confirmación don Aboabdille Abenazar Rey de Granada, don Mahomat Aben-Mahomat Rey de Murcia, don Abenanfort Rey de Niebla y otros vasallos del Rey.
—¿Tenemos moros en la costa? Bueno; eso también hay que dejarlo.
—Un censo al concejo y vecinos de Cruña de la granja de Brazacosta, mediante el canon de doscientas fanegas de pan terciado por la medida toledana é un yantar de pan é vino é carne é pescado, é cebada para las bestias que traire el dicho Abad con los frayles que con él viniesen.
—Siempre comiendo esa gente —dijo Aviraneta.
Otro censo —leyó Diamante— a los vasallos de la granja llamada de Guma, con la condición de morar en ella, pagar cien fanegas de pan terciado, doscientos maravedises juntamente con los diezmos, ochenta maravedises de martiniega y una pitanza al abad y monjes.
—Bueno, bueno; basta ya —exclamó Aviraneta—; nos vamos a empachar. Todo lo que esté manuscrito dejarlo, y lo que esté impreso, ya sea un libro sencillo de oraciones o de Teología, puede servir para calentarnos.
Así se hizo, y montones de papel llenaban el hogar de la chimenea todas las noches.