FRENTE A FRENTE
QUEDÓ la estancia en una semioscuridad borrosa y triste. El cura Merino, con voz agria, preguntó:
—¿Quién manda aquí? ¿Por qué se me prende?
—El canónigo de Valencia no tiene nada que hacer en estos montes —repuso Aviraneta.
—Eso ¿quién lo dice?
—Lo digo yo.
—¡Esa voz, ese tipo! —murmuró el cura extrañado acercándose a Aviraneta—. ¿Eres tú, Pisaverde?
—Soy yo, señor cura.
—¿Tú eres el que manda esta patrulla?
—El mismo.
—¿El que me ha mandado prender?
—Sí, señor.
El cura cogió una silla y se sentó en ella.
—¿Qué piensas hacer conmigo? —dijo tras un momento de silencio.
—No sé lo que hará el gobernador de Burgos con usted. Si yo tuviera un poco de poder —añadió con acento duro— antes de cinco minutos estaría usted fusilado.
El cura se estremeció, se levantó de la silla y echó una mirada a su alrededor.
—No se canse usted. No puede usted escapar —dijo fríamente Aviraneta.
—¡Echegaray! —exclamó el cura—. Tú no puedes tener motivo contra mí… Yo te estimo en lo que vales; te he querido…
—Sí, me ha querido usted fusilar cuando me tuvo usted entre sus garras.
—No, tonto. ¿Crees que si hubiera querido fusilarte te hubiese encerrado en aquella casa? No. Quería asustarte nada más, hacerte reflexionar, llevarte por el buen camino…
—¿El buen camino del absolutismo?
—El absolutismo y la religión son las únicas cosas que pueden salvar a España.
—Yo creo todo lo contrario, que la libertad y la Constitución nos han de salvar.
—Pero Echegaray, España no es de hoy; vive hace muchísimos siglos…
—Sí, vive hace muchísimos siglos mal, entregada a la barbarie, al fanatismo…
—No seas necio… yo te probaría…
—No me probaría usted nada… Yo sí que le probaría si tuviera tanto así de fuerza que le fusilaba sobre la marcha.
—Bueno, fusílame… Fusila a tu antiguo jefe…, a un sacerdote indefenso…
—Nada de comedias, don Jerónimo… Ya le he dicho a usted que no le fusilo por que no tengo fuerza…
—¡Bah! Fuerza tienes… Sin embargo, no lo haces… porque no quieres…
—Porque no quiero, no; porque no puedo… No tengo más que un mando eventual. Mis tropas no me conocen; quizás no me obedecieran si les ordenara su fusilamiento. Son además gentes supersticiosas. Saben ya que es usted el cura Merino, y creen que matar a un cura es peor que matar a otro hombre.
—¿Y tú no?
—Yo no. Yo dejaría los santos huesos del ministro del Señor aquí, revueltos con el estiércol en esta tierra donde tanta sangre ha derramado usted.
—¡Sacrílego! ¡Bárbaro!
—¿Pero de verdad cree usted, don Jerónimo, que usted es persona sagrada? Usted que ha matado tanta gente…, que ha incendiado…, que ha violado las criadas de las posadas y les ha dejado de recuerdo un pequeño Merino, usted que ha robado…
—¿Yo robar?
—Para el partido, no para usted.
—¡Ah! Eso es otra cosa.
—¿De manera que usted se cree sagrado? Usted cree que son sagrados todos esos ganapanes vestidos de negro, todos esos farsantes chapeados de bellaco? Extraña idea.
—Para ti, que eres masón e impío muy extraña.
—Y para usted debe serlo también, si alguna vez hace examen de conciencia… Aunque usted no tiene conciencia.
—Gracias, hijo.
—No; no la tiene usted. Usted es una alimaña, una fiera… Ahora que es usted un gran militar… Eso es cierto.
—Vamos. Veo que me concedes algo.
—¿Por qué no? Por eso precisamente le fusilaría a usted si pudiera, porque sé que ha de hacer usted mucho daño a España, a la libertad, a la civilización. Sí, le fusilaría a usted, no por venganza, sino como quien cumple un deber…; pero no puedo, y lo siento. Le enviaré a usted con escolta a Burgos; allí el gobernador le soltará un discurso severo. Usted a todo dirá que sí; luego el señor arzobispo, con la superioridad que le dan sus sesenta u ochenta mil duros de ganancia al año, le dirá que hace usted muy mal en rebelarse contra el Gobierno constitucional, que paga tan bien a los obispos, le dejarán suelto, y dentro de un par de meses estará usted aquí de nuevo sublevando el país. En fin, si me coge usted, don Jerónimo, ya sabe que me puede fusilar sin remordimiento.
—No, no te fusilaré.
—¡Jazmín! —llamó Aviraneta.
—A la orden.
—Llama al sargento.
Entró el sargento en el cuarto.
—Sargento —dijo Aviraneta—, hay que conducir a este señor, que es el cura Merino, a Burgos con escolta. A ver si hay algún carricoche en el pueblo.
—Sí, hay uno.
—Decomisadlo, y que lo aparejen.
Salió el sargento y Merino, Aviraneta, Frutos y Jazmín quedaron en el cuarto.
Merino, tranquilo ya por su suerte, iba mascullando las frases de Aviraneta, y al recordarlas la cólera le subía en ráfagas de sangre a la frente.
Aviraneta sonreía, mirando al cura, y el joven Frutos se maravillaba de la audacia de los hombres, de que Merino estuviera sereno y de que Aviraneta hablara de aquel modo a su antiguo jefe.
Un cuarto de hora después el sargento entró diciendo que ya estaba preparado el birlocho.
—¿Lo atamos? —dijo, señalando a Merino.
El cura se levantó furioso y miró al sargento de tal modo que lo intimidó.
—¡Atarme a mí! —exclamó.
—No hay necesidad de atarle —dijo Aviraneta fríamente—. ¿Cuántos hombres van?
—Veinte.
—¿El cochero es del pueblo?
—Sí.
—Sustitúyanlo ustedes por un soldado. Bueno, don Jerónimo, a montar.
El cura Merino, bramando de coraje, salió del cuarto, bajó las escaleras, cruzó el zaguán de la posada y subió en el vehículo.
La escolta, mandada por el sargento, rodeó el coche, que tomó el camino de Lerma. Una hora después Aviraneta y Frutos, con su gente, volvían a Santo Domingo de Silos, y de aquí se encaminaban a Hontoria del Pinar.