CONFERENCIA CON EL GOBERNADOR
DON José Marrón, brigadier de los ejércitos nacionales, era uno de tantos militares adictos a la causa constitucional. Su adhesión no llegaba al entusiasmo firme y constante, y al ver la lentitud de la obra renovadora del liberalismo, se desilusionó en seguida y comenzó a mirar con indiferencia los acontecimientos.
Elegido jefe político de Burgos, había comenzado su tarea con ahínco, y al ver las dificultades presentadas consideró la obra como imposible al poco tiempo.
Don José Marrón se encontraba en el despacho del Gobierno civil cuando le anunciaron que un señor llamado Eugenio de Aviraneta quería hablarle.
Inmediatamente, abandonando el despacho, entró en un cuarto pequeño, contiguo, y dijo al ordenanza.
—Tráigale usted aquí a ese señor.
Aviraneta entró, el gobernador le dio la mano y le hizo sentar frente a él.
—¿De manera que usted es Aviraneta? —le preguntó.
—El mismo.
—¿El regidor de Aranda?
—Sí, señor.
—Tiene usted fama de hombre enérgico y decidido.
—No creí que tuviera fama ninguna.
—Pues sí la tiene usted.
—Me alegro.
—¿Sabe usted quién me ha indicado que le llame a usted?
—No.
—El juez de primera instancia de Burgos, don Modesto Cortázar.
—No es extraño, Cortázar es muy amigo mío, y es como yo masón.
—¿Puede usted disponer de un par de semanas, Aviraneta?
—Sí… Es decir, según de lo que se trate.
—Verá usted —y el gobernador se levantó de la silla y paseó por el cuarto—. Tengo datos para creer que varios agentes absolutistas de Madrid han recorrido la provincia de Burgos y han repartido dinero preparando un alzamiento en la sierra contra el Gobierno constitucional.
—Ya empiezan —exclamó Aviraneta—. No me choca.
—Ya hace tiempo que han comenzado. La primera trama la han urdido unos empleados del Palacio Real, entre ellos el secretario del rey, don Domingo Baso, y el capellán Erroz. Su objeto era sacar al rey de Madrid pretextando que los liberales iban a establecer la República y traerlo a Burgos y ponerlo a la cabeza de los absolutistas. Baso contaba con el infante don Carlos para influir en Fernando VII, pero no pudo convencer a éste de que hablara a su hermano. Entonces. Baso y Erroz salieron de Madrid, fueron a Daimiel, vieron al ex ministro de Policía Echavarri, que vivía en este pueblo, y le instaron para que se sublevara.
Echavarri lo hizo, y los conspiradores fueron presos.
—¿Pero el movimiento sigue?
—Sin duda. El primer tanteo en esta provincia ha sido la partida del cura Barrio. Usted estará enterado, seguramente, de que hace un mes se levantó el canónigo de la colegiata de San Quirce, don Francisco Barrio, en la sierra de Quintanar.
—Sí lo sabía.
—Este hombre lleva unos veintitantos hombres a caballo, y ha recorrido las sierras de Burgos y de Soria, deteniéndose en Covaleda y en Hontoria del Pinar, comprometiendo a la gente, recogiendo armas y municiones y guardándolas en las iglesias y en las cuevas. De acuerdo conmigo, el gobernador militar mandó varias columnas en persecución de los facciosos.
—¿Y han conseguido algo?
—Nada. Los jefes de nuestras tropas no tienen relaciones en el país, ignoran el terreno que pisan y andan completamente desorientados. Además, yo sospecho que algunos en el fondo son absolutistas. Esto unido a que el espíritu del pueblo es hostil, hace que esa partida de veinte hombres sea inhallable.
—En Aranda se dijo que se había acabado con ella.
—Sí, eso se ha dicho, pero no es cierto, y Barrio anda campando por ahí con absoluta impunidad. Ahora, al parecer, ya no se trata sólo de la partida del canónigo, sino que se quiere dar al movimiento una gran extensión. Los absolutistas han preparado la fuga del rey a las provincias del Norte; el general Echavarri, Santos Ladrón, Eguía y otros sublevarán las provincias vascas y Navarra, y la sierra de Burgos se levantará en masa cuando se presente el cura Merino, que ha salido de Valencia con el objeto de tomar el mando de la partida de Barrio, que se engrosará con sus antiguos guerrilleros. Con estos datos, y como no tiene uno medios para hacer nada, me determiné a reunir una junta formada por el comandante general y el juez de primera instancia, don Modesto Cortázar. Expuse ante ellos la situación en que me encontraba, desarmado, sin confianza en nadie, y entonces Cortázar me habló de usted. Me dijo que había sido usted guerrillero con Merino. ¿Es verdad?
—Sí.
—Es extraño. Me dijo también que conocía usted la sierra a palmos y que tenía usted amistades y relaciones en ella.
—Todo eso es cierto.
—Y concluyó afirmando que si le daban a usted medios acabaría usted con la facción al momento.
—Tanto como eso no lo puedo asegurar. Nadie puede contar con el éxito, pero intentaré.
—¿De manera que acepta usted?
—Sí, señor.
—¿Condiciones?
—Para mí ninguna. Lo hago por amor al arte.
—¿Qué necesita usted?
—Un escuadrón de caballería con buenos caballos y buenos jinetes. Yo mismo escogeré los caballos. Formaré tres pequeñas columnas, que las mandarán dos amigos míos y yo.
—Muy bien.
—¿Qué instrucciones son las mías? ¿Si cojo a los facciosos qué hago con ellos?
—Prenderlos.
—¿A los jefes también?
—También. ¿Le parece a usted mal?
—Muy mal.
—Pues ¿qué cree usted que se debía hacer con ellos?
—Fusilarlos.
—No, no. Tomarán represalias.
—Las tomarán de todas maneras.
—No, no. Nada de fusilar.
—Esta guerra que empieza ha de ser terrible —dijo Aviraneta pensativo—. Ha de ser más larga y peor que la de la Independencia. Lo verá usted.
—Aunque así sea. Nada de fusilar.
—Está bien.
Aviraneta salió del despacho del gobernador y fue a encontrarse con Diamante y Frutos que le estaban esperando. Les contó lo ocurrido en la entrevista y les expuso su plan.
Al día siguiente, al amanecer, el escuadrón entero marchaba a Covarrubias. Aquí se dividieron en tres partidas.
Diamante fue el encargado de marchar a Salas de los Infantes y de seguir sin detenerse las huellas de Barrio. Diamante era hombre infatigable y enérgico y había de hacer los imposibles para alcanzar al cabecilla y lograr el éxito.
Aviraneta y Frutos obrarían en combinación, sin separarse apenas. Frutos marchó a Barbadillo del Mercado, y Aviraneta quedó en Covarrubias con sus tropas alojadas en el Archivo y en la torre de doña Urraca, y al día siguiente fue a Santo Domingo de Silos.
Aviraneta estableció un servicio de confidentes en el campo.
Conocía bien las guaridas y recursos de que podía echar mano una partida en la sierra, y como un jugador de ajedrez que va dando jaque al rey con las dos torres, pensaba acorralar al cura Barrio.
Cuatro días después de llegar a Santo Domingo de Silos Aviraneta tuvo vagos indicios de que un emisario de Barrio se encontraba en Tordueles. Inmediatamente dio orden de montar y las dos partidas, la de Frutos y la suya, llegaron a media noche a la aldea y la rodearon por completo, con la consigna de no dejar escapar una mosca.
Ya cercado el pueblo, Aviraneta, en compañía de Frutos y de una escolta de diez hombres, entró hasta la plaza, mandó abrir la posada y llamar al alcalde. Este se presentó escamado y suspicaz.
Aviraneta había subido al primer piso de la posada, a un cuarto desmantelado, con una alcoba oscura en el fondo.
La posadera, en chanclas y a medio vestir, se presentó ante los irruptores de su casa.
—Tomarán ustedes algo? —preguntó.
—Yo una taza de chocolate —contestó Aviraneta.
—Nosotros, veremos si hay alguna cosa más sólida —dijo Frutos.
Llegó el alcalde, y entre Aviraneta y él se entabló un diálogo rápido.
—¿Usted es el alcalde del pueblo? —preguntó Aviraneta.
—Sí, señor.
—Va usted a contestarme a las preguntas que le haga claramente y sin rodeos.
—Sí, señor.
—¿Dónde está el forastero que vino ayer al pueblo?
—Ayer no vino nadie al pueblo.
—Ayer o anteayer, es igual. ¿Dónde está el que ha venido al pueblo a hablar de parte del cura?
—Yo no lo he visto.
—¿Pero usted sabía que estaba aquí?
—No, señor.
—Entonces ¿cómo ha dicho que no lo ha visto?
—Porque no lo he visto.
—Pero sabía usted que estaba, si no, no hubiera usted dicho que no lo había visto.
—No, señor, no sabía que estaba.
—Tenga usted en cuenta que nosotros fusilamos a los que nos engañan.
—Está bien.
—Otro testigo —dijo Aviraneta.
Entró un vecino y comenzó un nuevo interrogatorio.
Estaba clareando; algunos aldeanos se acercaban, curiosos, a la puerta de la posada atraídos por la patrulla de caballería.
Aviraneta, después de interrogar a varios vecinos se convenció de que el pájaro había volado.
—No tenemos suerte —le dijo a Frutos—. Almorzaremos y seguiremos adelante.
Al mismo tiempo que se hacían estos interrogatorios en la posada, un bulto negro había intentado salir del pueblo y cruzar por entre dos soldados de caballería.
—Alto, ¿quién vive? —dijeron los soldados.
—España.
—¿Qué gente?
—Gente de paz.
—Adelante.
El hombre dio varios pasos. Los soldados se apearon y se acercaron al individuo. «Dese usted preso», le dijeron, y cuatro manos le sujetaron.
—Preso ¿por qué?
—Eso ya se lo explicarán a usted.
Los dos soldados, con el hombre en medio, entraron en el pueblo, llegaron a la posada, cruzaron el zaguán, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, en donde Aviraneta, sentado a la mesa con el sombrero calado, tomaba una taza de chocolate. Un candil humeante iluminaba la estancia.
—¿Da usted su permiso? —dijeron los soldados.
—Adelante. ¿Qué ocurre?
—Que traemos un preso.
—¡Cristo! —exclamó Aviraneta levantándose lleno de asombro—. El cura Merino.
—El mismo soy ¿qué me quieren?
—Vigilad la puerta —dijo Aviraneta a los soldados y a Jazmín— que este hombre no se escape.
Los soldados se agolparon a la puerta. Aviraneta apagó el candil y luego se sentó. Entraba ya la luz de la mañana.