UN OFICIO
UNA mañana de a mediados de julio, poco antes de la hora de comer, estaba don Eugenio en su despacho del Ayuntamiento cuando se le presentó un correo con un pliego. Aviraneta lo abrió y leyó no sin cierta sorpresa este oficio:
«Gobierno político de la provincia de Burgos.
Cerciorado de la ardiente adhesión de usted al régimen constitucional, de su celo y amor por el bien público y de que al mismo tiempo se halla dotado de actividad y de un carácter enérgico y decidido, creo que podía usted hacer un servicio importante a la provincia y a la patria si se prestara gustoso a una comisión ardua y honorífica que trato de encomendarle.
Para esto convendría se avistara usted conmigo sin pérdida de tiempo, viniendo provisto de lo necesario para algunos días de expedición.
Dios guarde a usted muchos años.
Burgos, 12 de julio de 1820.
José Marrón.»
Leyó Aviraneta el oficio detenidamente, lo guardó y poco después se levantó de la mesa y salió a la calle.
El joven Frutos había seguido con curiosidad todos los movimientos de Aviraneta. Salió también del despacho, y en la puerta del Ayuntamiento se encontró con el alguacil Argucias.
—¿Quién ha venido con la carta para don Eugenio? —le preguntó.
—Dos hombres de Burgos a caballo.
—¿Qué clase de hombres eran?
—Algunos milicianos probablemente, aunque no traían uniforme.
—Que habrá de nuevo —exclamó Frutos.
—Este hombre está comprometiendo al Ayuntamiento y al pueblo —murmuró Argucias—. Debías abandonarlo.
—El caso es…
—No le dejéis hacer lo que quiera.
—¡Yo cómo me voy a oponer!
—Sí. Entre el secretario y tú podéis pararle los pies.
—No es tan fácil.
—Si no ha de ser fácil. Todos los buenos tenemos que unirnos. Lo que tú sepas me lo cuentas a mí, yo se lo advertiré al párroco. Este me dijo el otro día: Parece mentira, Frutos, un buen muchacho que tantas veces me ha ayudado a misa, de monaguillo, que esté al lado de ese hombre. Y yo le contesté: En el fondo Frutos está con nosotros.
—¿Eso le dijo usted?
—Sí.
El joven Frutos quedó perplejo.
—No, no, yo… —balbuceó.
—¿Por qué no averiguas lo que le han escrito? Es posible que le llamen a algún lado y entonces…
—¿Qué?
—Vas con él.
—Sí, y luego el pueblo creerá…
—No, ya lo advertiremos nosotros en todos lados. Tenemos a la Gaceta.
En esto entró Diamante en el portal, miró con desdén a los dos hombres y preguntó:
—¿Está don Eugenio?
—No, ha salido —contestó Frutos secamente.
—Es extraño. Me dijo que estaría.
—Ha recibido un oficio y se ha marchado.
—¿Un oficio? Voy a ver lo que es.
—Iré con usted.
Se acercaron ambos a la casa de la Muerta y vieron a don Eugenio que estaba aparejando dos caballos en compañía de sus criados Jazmín y el Lebrel.
—¿Qué es esto? —preguntó Diamante.
—Nada, que me voy a Burgos.
—Pues… ¿qué sucede?
—Que me llama el gobernador para encargarme de una comisión.
—¿De qué comisión?
—Pues no sé cuál es.
El primer movimiento de Diamante fue de envidia. ¿Por qué le llamaban a Aviraneta y no a él? Aquel hombre había estado en la guerra de la Independencia, se había mezclado en las conspiraciones liberales, había estado en Méjico, en París y ahora le llamaban… y a él no.
Pasado el movimiento de envidia vino la curiosidad.
—A usted no le molestará que yo le acompañe —dijo Diamante.
—No, hombre.
—Entonces voy con usted.
—Y si usted quiere —dijo Frutos— yo iré también.
—Como ustedes quieran. Pero yo no sé si tendrán ustedes que hacer algo.
—Eso allí se verá —replicó Diamante.
—Entonces vayan ustedes al hospital a verle a Valdivieso y a decirle que tenemos una comisión del Gobierno y que nos sustituyan el domingo próximo en el mando de los tercios. Yo mientras tanto voy a avisar a mi madre.
Diamante hizo el encargo rápidamente, y una hora después cuatro hombres, jinetes en briosos caballos, marchaban al trote largo por el camino de Lerma.