EL SEÑOR SORIHUELA
HABÍA un señor que vivía en Aranda dedicado al estudio.
Este señor, viejo, solitario y apolillado, el señor Sorihuela, había vivido en Madrid en otra época protegido por Godoy y en relación con los masones.
El señor Sorihuela se dedicaba a estudiar la historia de España en tiempos antiguos y a hacer un plano de las calzadas romanas en las provincias de Burgos y Soria, recogía fósiles, monedas y pedruscos, y hacía estadísticas. Como se ve, se dedicaba a cosas sin importancia.
El señor Sorihuela era bajo, regordete, cuadrado, feo como buen erudito. Tenía la cabeza grande, el pelo cano, la cara roja por el herpetismo —según otros por el vino—, la frente despejada y blanca y las patillas grises.
Este arandino ilustre gastaba larga casaca verde, de cola de abadejo, chaleco abotonado hasta el cuello, calzones de paño, medias de lana y una gran corbata de batista de dudosa blancura.
El señor Sorihuela tenía un perro chato, y era un problema, al verlos juntos, saber si el perro se parecía a él o él se parecía al perro. A punto fijo no era fácil averiguar quién era más egoísta de los dos, si el perro o el hombre; probablemente lo era el hombre.
El señor Sorihuela lucía un egoísmo suspicaz e inquieto. Hombre culto, y sobre todo muy prudente, se había creado fama de loco en el pueblo y la cultivaba para disfrutar de libertad.
Sorihuela tenía mucho miedo a los ladrones, y más miedo aún de que alguna de las piezas de su colección o algunos datos de sus carpetas desapareciesen.
El Señor Sorihuela era un incrédulo; iba todos los días a la iglesia y solía estar leyendo algún libro de Estrabón o de Plinio.
El señor Sorihuela despreciaba a los hombres, despreciaba más a las mujeres, despreciaba la política, la religión, todo lo establecido y por establecer, cosa, después de todo, muy razonable; lo único que no despreciaba —y aquí estaba el tendón de Aquiles de su personalidad— era la historia y la numismática. Para este erudito, la idea de que dentro de cien, quizá de doscientos años, los numismáticos, los investigadores que se ocuparan de la historia romana en la Celtiberia tendrían que hablar de él, de él, del señor Sorihuela, a quien nadie consideraba en el pueblo y que, sin embargo, según el informe desinteresado del propio Sorihuela, era el único hombre digno de consideración de Aranda, la idea de que tendrían que citarlo y alabarlo era tan halagüeña, tan agradable, que constituía su gran esperanza.
Tal pensamiento sumía al viejo erudito en un ambiente de delicia numismática que era como el avance de los goces de la inmortalidad.
El único amigo de Sorihuela era un cura llamado don Juan Caspe. Este hombre tenía un tipo repulsivo, y lo era: su cara roja y pustulosa, el manteo lleno de lamparones, hacían que fuera poco agradable encontrarlo en el campo visual del observador.
La fama de este curángano era casi tan mala como su aspecto; se sabía que era aficionado al vino y se decían además de él cosas abominables. Eso sí, todo el mundo reconocía que don Juan, a quien no había por dónde cogerlo en cuestión de moralidad, era un gran latinista y que sabía como pocos la historia de la Iglesia.
Verdad es que nadie tenía en el pueblo la pretensión de conocer bien la historia de la Iglesia y se cedía este mérito al clérigo sin inconveniente.
Como todos los personajes excéntricos Aviraneta solía ir a visitar al señor Sorihuela, pensando si en la cabeza del hombre numismático habría algo útil que aprovechar en un sentido actual.
El numismático recibía a Aviraneta en unos salones bajos y destartalados, donde tenía sus colecciones, y hablaban.
Aviraneta le reprochaba que se ocupara de cosas que no servían para nada, y Sorihuela contestaba con acento sarcástico:
—Sí; si yo ya sé que lo que hago no sirve para nada. ¿Qué importancia tienen las calzadas romanas? Ninguna. Como que los romanos eran unos imbéciles, unos pobres majaderos…
Aviraneta se reía y replicaba:
—Yo no sé cómo eran los romanos, ni me importa gran cosa; lo que sí sé es cómo son los hombres modernos, en especial los españoles y en particular los de Aranda, y creo que toda la gente que tiene alguna inteligencia debe contribuir a mejorar su estado.
—Pues no seré yo el que tal haga.
—Porque es usted un egoísta, señor de Sorihuela.
—Y usted lo es mayor, señor de Aviraneta. Lo que ocurre es que usted tiene muchas condiciones para intrigar y hacer trastadas.
—Muchas gracias por el favor, señor de Sorihuela.
—Y usted mismo lo reconoce, señor de Aviraneta. Es usted como un perro perdiguero que dijera: tengo el deber de cazar, o como un gato que creyera que se sacrificaba matando ratones. Ha nacido usted para eso, como yo he nacido para hacer el plano de las calzadas romanas. ¡Vaya un mérito!
—Esos son argumentos de topo, señor de Sorihuela. Si saliera usted al sol vería usted que todos esos sofismas no tienen valor.
—No, no tienen valor. Si usted fuera un hombre culto, señor de Aviraneta, que no lo es, y en vez de aprender gramática parda en los suburbios y callejuelas hubiera usted frecuentado los clásicos, le diría que una vez, leyendo a Diógenes Laercio, me fijé en la frase de un sofista griego llamado Protágoras, el cual asegura que el hombre es la medida de todas las cosas. Al principio la proposición me pareció absurda, pero dándole vueltas en el pensamiento vine a caer en la profundidad de la frase y en que estaba más dentro de la realidad que ninguna otra.
—¿Y qué consecuencia saca usted de esto, señor de Sorihuela?
—Saco la consecuencia de que usted mira el mundo con la medida de un regidor del Ayuntamiento de Aranda injerto en miliciano nacional, yo…
—Con la medida de un peón caminero…
—Protesto.
—De un peón caminero romano.
—No pretendo convencer a usted, porque es usted un hombre inculto.
—¿Convencerme de qué? ¿De la utilidad de los peones camineros y de las calzadas? Estoy convencido ya.
—¡Bárbaros! ¡Beocios! ¿Qué os proponéis con ese desprecio por el pasado? —gritaba el señor Sorihuela—. Si no habéis de durar un momento. Andad, andad, lucíos, mequetrefes, petulantuelos, echáoslas de dictadores; ya os darán lo vuestro. Sois orugas que se han convertido en mariposas. Os creéis dueños del mundo y del aire, pero mañana vendrán los fríos y se acabarán vuestros triunfos.
—¿Y morirá la libertad? ¿Cree usted?…
—No; la libertad, no; vosotros. Porque la libertad no muere; todo deja un germen, y de esos gérmenes vendrán nuevas crisálidas y nuevas mariposas… Se eclipsa el absolutismo, y volverá; se eclipsará vuestra Constitución, y volverá después. Todo vuelve… Pero, en fin, haced lo que queráis. A mí nada me importa.
—No se incomode usted, señor Sorihuela —replicaba Aviraneta—; no hay motivo. Le hago a usted hablar para oírle. Su conversación aclara algunas de mis ideas. Como dice usted, soy un hombre inculto.
—¿Lo reconoce usted?
—Sin duda alguna. Pero vamos a ver. ¿Qué piensa usted de lo que hace el Gobierno? ¿Qué le parece a usted la gestión de los liberales en Aranda?
—¿Qué me parece? Mal, muy mal. ¿Qué pretenden ustedes? ¿Me quiere usted decir? ¿Acabar con la tranquilidad del mundo? ¿Inculcar en el pobre el odio al rico?
—No.
—Sí; yo digo que sí, y añado que el día que el pobre no respete al rico que tiene dinero y poder, precisamente porque es rico y poderoso, ese día la sociedad caerá en el mayor desorden.
—Que caiga. Es posible que eso sea necesario.
—¿Para qué?
—Para progresar, para mejorar.
—No esperes la República de Platón, dice Marco Aurelio; conténtate con llevar remedio a los grandes males.
—Yo no hubiera dicho eso.
—¿No?
—No. Yo hubiera dicho: No esperes la República de Platón; pero trabaja por ella como si pudiera venir.
—¡Qué ilusión más absurda! Cuanto más cerca está un país de su esplendor, está más cerca de su ruina. Se multiplican las necesidades, vienen nuevas angustias, nuevos dolores, nuevas preocupaciones… Es lo que sucedió con el Imperio Romano. No hay más que leer a Tácito.
—Transportémonos a Aranda —replicaba Aviraneta.
—¿Es que los ejemplos no valen? —gritaba irritado el señor Sorihuela.
—Para mí muy poco. Discutamos, si usted quiere, lo que ocurre. ¿Usted supone que limpiar un pueblo, establecer escuelas, plantar árboles, organizar mejor la vida, no sirve para nada?
—Sirve; yo no digo que no sirva; sirve para el que tiene esa necesidad de tener la calle limpia; para el que no le importa que esté su calle limpia no sirve; al que cree que no conviene ir a la escuela no le preocupa que ésta esté bien o mal. Y hoy en España a la mayoría de la gente no le importa, ni por el montón de estiércol ni por la escuela mala.
—Pero hay que hacer que les importe.
—¿Cómo?
—Convenciéndoles, demostrándoles que salen ganando.
—No; ¡qué han de salir, ganando! ¡Y la comodidad de no pensar y de no preocuparse! ¡Y el dejarse llevar por las ideas hechas, por las costumbres hechas!
—¡Qué miseria! —exclamaba Aviraneta—. ¡Qué cobardía! Nosotros los filósofos ¿vamos a dejar que el mundo se rija por las necedades del montón?
—¿Qué petulancia es esa de decir nosotros los filósofos?
—¡Pche! En un país en donde los frailes de una Universidad decían: Lejos de nosotros la funesta manía de pensar, no está mal que se tenga la petulancia de ser filósofo…
Realmente, Aviraneta tenía razón. En tiempo de la primera guerra carlista había en el campo del pretendiente el partido ilustrado o de los listos, y el no ilustrado o el de los brutos.
Los prohombres de este último partido hablaban así a su rey:
—Nosotros los brutos llevaremos a S. M. a Madrid.
Es muy posible que cuando los hombres se llaman a sí mismo los filósofos, se equivoquen, y no sean tan filósofos como se figuren, y es posible también que cuando se llaman a sí mismo los brutos, no sean brutos como creen.
Pero siempre resultará que los que dicen: Nosotros los filósofos, aspiran a ser filósofos, y los que dicen: Nosotros los brutos, aspiran a ser más brutos de lo que son. Y entre una aspiración y otra no cabe duda que la primera es mejor…
El señor de Sorihuela, volviéndose contra Aviraneta, decía:
—Sois de una necedad verdaderamente inaguantable; habláis de todo, y resulta que no comprendéis nada.
—¿Es que siempre las costumbres viejas son cómodas? —preguntaba Aviraneta.
—Siempre más cómodas que el tener que inventar otras. El hombre de aquí o de allá sabe lo que tiene que hacer en la ceremonia de la boda, cuando nace el hijo, cuando se le muere el padre… Todo el mundo, queriendo ser original, sería el salvajismo.
—Yo lo preferiría a la rutina.
—Pues afortunadamente, amigo mío, es usted de los pocos. La gente está contenta con sus prejuicios, con sus hábitos, y le va bien así, y nadie quiere cambiar, y los que parece que quieren cambiar no son más que ambiciosos, que como han visto que al Arco Agüero, al Riego y a los demás les han dado tres grados y buenas pensiones, esperan que a ellos les pase igual.
—¿Y yo también soy un ambicioso, señor de Sorihuela?
—No. Usted es algo peor que eso: usted es un canalla.
—Gracias. Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos de numismática os contemplan.
—¡Sí, usted es un canalla, que goza mortificando a los demás!
—¿De manera que para usted todo el que no se sienta peón caminero de las carreteras romanas es un bandido?
—Todos no; pero usted sí.
—¿De manera que fuera de la numismática no hay salvación?
—Para el que está hundido en el fango, no.
—Me conmueve esta opinión halagüeña que tiene usted de mí, señor de Sorihuela. De manera que, según usted, no se debe protestar contra lo malo, y cuanto peor está la sociedad, está mejor. Así es que vengan las calles sucias, la falta de agua, la falta de escuelas, la peste… Vengan frailes bien puercos, sacristanes, legos, donados, demandaderos de monjas, pordioseros, ermitaños; paguemos diezmos y primicias a la Iglesia de Dios y sufragios para las benditas ánimas del purgatorio, y viva la viruela, el tifus y las lacras… Es usted gracioso, señor de Sorihuela. Pero dejemos esto, que no tiene importancia. Vamos a lo trascendental, a lo científico. Cuántos granos de uva cree usted que tendrá la cosecha de este año en Aranda?
—¡Vaya usted a paseo!
—Hoy no se siente usted estadístico. Bueno; enséñeme usted ese nuevo plano de las calzadas romanas que está usted inventando.
—¡Inventando yo!… ¡Si usted mismo las ha visto!
Aviraneta reconocía que las había visto, y el viejo abría la puerta de su despacho y pasaba adentro a su contradictor.