UNA FAMILIA AMIGA
AVIRANETA era hombre poco amigo de la soledad y siempre encontraba algún sitio adonde ir de tertulia.
Casi todas las tardes al anochecer daba unas cuantas vueltas por la Acera, hablando con los amigos; después solía pasar por la botica de Castrillo, cuya bola verde iluminaba casi hasta el centro de la plaza; charlaban allí un rato; luego salía, saludaba a la gente de la confitería de doña Manolita y cambiaba un saludo con Schültze el relojero, que al verle se levantaba y le hacía siempre la misma pregunta. Le gustaba pasear de noche por la plaza y las calles inmediatas, mirar el interior de las tiendas y sorprender la vida del pueblo en sus rincones.
Al mismo tiempo que Eugenio hacía amistades, su madre se había relacionado con la familia del juez recién llegado al pueblo que vivía en la vecindad en la misma plaza del Trigo.
Se llamaba este juez don Francisco Auñón.
Don Francisco era hombre culto, inteligente, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años. Se había casado muy joven y tenía dos hijas, Rosalía y Teresita, de dieciocho y quince años respectivamente, y un niño de diez, Juanito.
Auñón era hombre serio, pero de poca energía. Le dominaba su mujer, doña Antonia, a quien su marido y luego los íntimos de la casa, entre ellos Aviraneta, llamaban doña Nona.
Doña Nona debía haber sido de soltera muy guapa, pero había engordado y su antigua belleza estaba amortiguada por su gordura.
Doña Nona tenía una cara de Dolorosa, pálida y parada; los ojos grandes y negros, la boca pequeña, el pelo de ébano.
Espiritualmente era el tipo de la mujer española práctica, hacendosa, indiferente a todo lo que no fuera su casa, con un egoísmo familiar llevado a las últimas consecuencias.
La hija mayor, Rosalía, debía ser el retrato de su madre joven. Era muy bonita, muy fresca, muy sonriente, de ojos negros hermosísimos y color atezado. Tenía muy buen carácter y un aplomo perfecto, ese aplomo del castellano que ve la vida tal como es y a quien no se le ocurre sentir de una manera literaria —es decir, exagerada— las pasiones.
Teresita, la otra hija del juez, menos exuberante que su hermana, acababa de pasar esa edad en que las niñas comienzan a dejar las muñecas, pero todavía no había llegado al período de los muñecos.
Teresita prometía ser muy lista, le gustaba leer y estudiar. Lo único que tenía allí eran libros religiosos. Leía La vida de los Santos y la Guía de Pecadores, y sabía muchas poesías de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz y de fray Luis de León.
La madre de Aviraneta iba de tertulia a casa del juez y solía estar hablando y haciendo media.
Aviraneta bromeaba mucho con las dos muchachas.
Don Eugenio y el juez charlaban largamente y se entendían bien.
Aviraneta tenía una gran facundia y no dejaba languidecer la conversación. Le gustaba sentarse en el comedor de la casa de su amigo y burlarse de todo el mundo. El Ayuntamiento, la Milicia Nacional de Aranda, las modas, las murmuraciones del pueblo le proporcionaban tema inagotable para sus burlas.
A Aviraneta le gustaba que le hicieran encargos, y doña Nona y Rosalía le pedían una porción de cosas.
Era don Eugenio capaz de hacer un viaje a Valladolid o a Madrid, a caballo, para llevarles un adorno, una chuchería de moda, cualquiera.
Muchos aseguraban que Aviraneta iba principalmente por Rosalía, que estaba muy guapa; pero era difícil que un hombre tan atareado como Aviraneta pudiera enamorarse seriamente.
Durante largo tiempo Aviraneta y su madre fueron los contertulios habituales de la casa del juez; pero al principio de otoño apareció un curita, don Víctor, muy amigo de doña Nona, a hacer la competencia a don Eugenio y a minarle el terreno.
Don Víctor conquistó a doña Nona y a la madre de Aviraneta. Luchar con él era imposible.
Este curita, joven e inteligente —inteligente a lo cura—, se comenzaba a distinguir por sus sermones anticonstitucionales. Quería ser en Aranda lo que eran el padre Maduaga en Cáceres y fray Miguel González, el colector de la Victoria en Burgos. Decía que la Constitución era cosa del infierno, que se hallaban condenados irremisiblemente todos los constitucionales y que el Gobierno Revolucionario estaba hundido en el cieno y en la sangre.
Este curita había echado a volar desde el púlpito de la iglesia de San Juan una frase que según decían era de San Agustín, frase que consistía en asegurar lo lícito de la persecución por amor.
La persecución por amor era un buen invento para una época de guerra civil.
Aviraneta pensaba que al cleriguillo aquel él le hubiera pegado con gusto una paliza para que no intrigara en contra suya en la casa del juez, no por odio ni por mala voluntad, sino por amor. La persecución por el amor.
Don Víctor el cura tenía un gran ayudante en una señora doña Cleofé Navas, viuda de un militar.
Doña Cleofé era una mujer alta, fuerte, enérgica, hombruna, seria y autoritaria. Tenía una rigidez de fariseo en paso de Semana Santa, la cara amarillenta y dura, con unas arrugas que parecían hechas con tiralíneas, la nariz aguileña y los labios finos.
Doña Cleofé era una de estas mujeres caritativas que nacen para hacer la desesperación de los desdichados. Era el recaudador de contribuciones, el agente de policía, el tambor mayor de la caridad; visitaba las casas pobres, donde reñía a la gente; asistía a los moribundos, para darles la puntilla recordándoles que estaban en las últimas y pasaba la vida en la iglesia.
Doña Cleofé tenía un hijo con quien no se hablaba, una hija reñida con ella, y un yerno que la hubiese querido ver en el hospital en la sala de los tiñosos.
Las criadas no aguantaban en casa de la beata más que unas días.
La paz del Señor reinaba en aquella santa morada.
Doña Cleofé solía tener una tertulia en su casa, en una sala tan antipática como ella, con unas estampas religiosas tan antipáticas como la sala, con una consola y unas butacas tan antipáticas como las estampas, y una alfombra y unas cortinas tan antipáticas como las butacas y la consola.
En este cuarto antipático se reunía la tertulia de las viejas beatas más antipáticas del pueblo.