III

LOS TRES CARGOS DE DON EUGENIO

UNOS meses después de haber sido nombrado teniente de la Milicia Voluntaria de Caballería y regidor primero de Aranda de Duero, designaron a Aviraneta para comisionado del Crédito público.

Con estos tres destinos don Eugenio era el amo del pueblo.

Se había discutido en las Cortes del Reino si los milicianos nacionales podían desempeñar otros cargos, y se declaró por el Congreso que no sólo el ser miliciano no debía servir de obstáculo para conseguir un empleo, sino que debía considerarse como mérito.

Cada cargo ocasionaba a Aviraneta mucho trabajo y muchas molestias, pero él se daba por satisfecho con dirigir el pueblo.

No se contentaba sólo con esto, sino que aspiraba a dominar toda la comarca, y enviaba al jefe político informes claros y precisos acerca de los Ayuntamientos que no cumplían inmediatamente los decretos de las Cortes; señalaba a los que no habían jurado la Constitución, a pesar del falso testimonio de los secretarios, y a los que no habían organizado la Milicia Nacional o que, habiéndola organizado, no se daban prisa en instruirla.

Aviraneta miraba el nuevo régimen como una cosa suya personal y estaba dispuesto a todo por sacarlo adelante.

Al mismo tiempo que regidor y oficial de caballería, don Eugenio hacía de intendente, llevaba las cuentas, se encargaba del armamento y de solucionar la serie de dificultades económicas que se presentaban.

En el Ayuntamiento Aviraneta había preparado una habitación que daba hacia el Duero, y allí trabajaba.

Todos los asuntos los despachaba él. El corregidor firmaba únicamente. Aviraneta tenía la ilusión del revolucionario que cree que una sociedad puede cambiar en su esencia en pocos años.

Aviraneta y el secretario del Ayuntamiento eran hostiles. El secretario, tipo de absolutista viejo, calvo, demacrado, cauteloso, ponía trabas a toda tentativa liberal atrincherándose en las fórmulas, en las costumbres. El secretario daba a entender que no quería más que el éxito de los propósitos liberales del Gobierno, pero les hacía toda la guerra posible.

Desde la promulgación de la Constitución el partido absolutista de Aranda, formado por el clero y dirigido por un señor del Pozo, iba tomando cada vez más fuerza.

Aviraneta, puesto en contra de él, se empeñó en que los párrocos explicaran los artículos de la Constitución los domingos; pero los párrocos, apoyados por los absolutistas, se empeñaron en no hacerlo.

El señor del Pozo, en unión de un propietario rural, don Narciso de la Muela, absolutista furibundo, iba organizando la contrarrevolución. Los curas, el secretario del Ayuntamiento, el fiel de fechos Santa Olalla, el alguacil Cabello y otros formaban la Junta Realista, que por días iba haciéndose más poderosa.

Uno de los agentes activos de esta Junta era un hombrachón alto, rubio, blanco, casi albino, con unos ojos vidriosos y abultados como dos huevos, el uno dirigido al Este y el otro al Oeste, y la voz atiplada. A este ciudadano inflado y grasiento, por ser entrometido y chismoso llamaban en el pueblo la Gaceta. La Gaceta era de primera fuerza para el descrédito de algo o de alguien. Mentía descaradamente, pero con gran habilidad, y sus embustes tenían siempre una intención maquiavélica.

El fiel de fechos don Domingo Santa Olalla era hombre también atravesado y absolutista. Los liberales de Aranda le llamaban Poncio Pilatos, y efectivamente tenía aspecto de procónsul romano. Era tipo sombrío, grave, cumplidor de su obligación y ferviente fanático.

A pesar de su fanatismo no aspiraba más que a cumplir la ley. Sabía que Aviraneta y sus amigos saltaban por ella siempre que podían, y esto indignaba a Poncio.

Santa Olalla tenía un odio profundo por los constitucionales y un gran desprecio por los absolutistas enredadores y chismosos como Cabello y la Gaceta.

A medida que pasaba el tiempo, constitucionales y absolutistas iban organizando sus huestes. El nombramiento de Aviraneta para comisionado del Crédito público alarmó a los clericales de la comarca.

Las Cortes habían decidido suprimir los monasterios de monacales, cerrar todo convento que no llegase a tener veintiocho profesores y enajenar sus bienes para hacer frente a los gastos de las guerras pasadas.

Se quería que en cada pueblo se formase un expediente y un plano catastral de los terrenos baldíos, con expresión del deslinde, calidad, uso, aprovechamiento, etc., reservando los ejidos necesarios para los ganados de los pueblos.

Parte de estos terrenos pensaba el Gobierno reservarlos para los gastos del país, y parte venderlos en parcelas a bajo precio y a plazos.

Se quería crear una clase de pequeños terratenientes sobre las grandes propiedades monacales, con lo cual se suponía que el nuevo régimen podría consolidarse y que los propietarios advenedizos a la posesión serían los más acérrimos partidarios de la legalidad revolucionaria.

La medida, bien pensada, no dio resultado, y el pueblo, constantemente, rechazó aquellas ofertas, que le parecían sacrílegas. Si alguno se aprovechó, luego se hizo más católico que nadie.

Aviraneta, a pesar de que vio desde el principio la hostilidad popular, no retrocedió, siguió trabajando con entusiasmo en sus inventarios. Con su letra española clara y puntiaguda, de finos gavilanes, estilo Iturzaeta, escribía folio tras folio, día y noche, sin cesar.

Mandaba a los jueces pedimentos solicitando la subasta de los bienes nacionales; enviaba conminaciones a alcaldes, escribanos, tasadores…

Era imposible promover la formalización de los expedientes. Algunos jueces liberales comenzaban la incoación, pero tenían que abandonarla pronto. Todo el mundo hacía lo posible para que los trabajos quedasen interrumpidos.

Aviraneta quería luchar así, de cerca, convencido de que era el único modo de instaurar la era revolucionaria.

Algunos amigos le advertían que a su lado, como tiburones que siguen a un barco, había gente desacreditada y sin escrúpulos que iba a ver si se lucraba con los bienes nacionales.

Uno de ellos era un contratista, un tal Emilio García de Vadocondes. García era uno de esos hombres que en un momento de revolución ven una fortuna que hacer. García era hombre frío, audaz, indiferente a todo lo que no fuera negocio. Tenía un pie en el realismo y otro en la revolución. Se servía de dos agentes, un miliciano a quien llamaban el Rojo y del hombre a quien decían la Gaceta. A veces se entendía también con Frutos.

Aviraneta pensaba que a esta gente ambiciosa había que franquear el acceso a la riqueza, porque una mesocracia adinerada era indispensable para afianzar el liberalismo. Sin cambio de propiedad, imposible el cambio de régimen.

Algunos se lamentaban de esto.

—Es una cosa absurda —les decía Aviraneta—. ¡Como si la propiedad antigua hubiera sido adquirida por otros medios que el robo y la violencia!

No todos los liberales del pueblo estaban de acuerdo con Aviraneta; algunos, molestados porque se había dado el mando a un advenedizo, no querían nada con él.

Estos eran la mayoría gente rica que se consideraba postergada.

Si en la esfera de los aristócratas existían descontentos, también los había entre los demócratas, los cuales se hallaban representados por los contertulios de un zapatero remendón llamado Domingo, de la calle de la Canaleja.

De la zapatería del tal Domingo salió con el tiempo una torre de comuneros tan efímera como las tapas y medias suelas del establecimiento, y algunas mujeres, hermanas o amigas de estos comuneros, se adornaron con la banda morada de los Hijos de Padilla.

El zapatero, jefe de los descontentos, era un jorobado enredador, el zapatero Simón de Aranda, a quien se le decía Dominguín y Domingo Siete. Este último apodo se lo habían puesto los liberales por su inoportunidad.

Sabida es la historia del jorobado a quien las brujas colocaron otra giba por inoportuno.

Había ido un giboso un sábado por la noche a un bosque donde moraban las brujas, y les había oído cantar repetidas veces, con la melancolía de una canción que no se conoce bien, este estribillo:

Lunes, martes, miércoles, tres.

Lunes, martes, miércoles, tres.

Entonces el giboso, en el mismo tono triste que las brujas, cantó:

Lunes, martes, miércoles, tres.

Jueves, viernes, sábado, seis.

Las brujas al oír esto lanzaron un ¡ah! de satisfacción, y entusiasmadas por el segundo verso añadido a su canto fragmentario, buscaron al autor, encontraron al giboso, le acariciaron, le quitaron la giba y la colgaron de un árbol.

Llegó el giboso al pueblo derecho y gallardo y contó a otro amigo jorobado lo ocurrido, y éste el sábado por la noche se fue al bosque y esperó. Vinieron las brujas y se pusieron a cantar con entusiasmo, con una algarabía de papagayos:

Lunes, martes, miércoles, tres.

Jueves, viernes, sábado, seis.

Lunes, martes, miércoles, tres.

Jueves, viernes, sábado, seis.

Entonces el giboso, saliendo de debajo del árbol, gritó con voz aguda:

Y domingo, siete.

Las brujas, que tenían cierto sentido estético, lanzaron un grito de disgusto y de repulsión, digno de un profesor de retórica, al ver que no se respetaba la sagrada medida del verso, y cogiendo al jorobado, le arañaron y le colocaron la joroba del giboso del sábado anterior, diciéndole:

Domingo, siete.

Toma la giba y vete.

A Dominguín el zapatero se le consideraba tan inoportuno y audaz como el jorobado del cuento, y por eso se le llamaba Domingo Siete.

Dominguín, Tumbatoros el cortador, Payuco el gitano, Matías el sanguijuelero y un matón a quien llamaban el Tarambana formaban la extrema izquierda arandina.

Aviraneta tenía como colaboradores a su secretario Frutos San Juan y a Diamante.

Frutos trabajaba sin entusiasmo. Aviraneta no sospechaba que Frutos estuviera vendido al celebérrimo oro de la reacción, suponía que le faltaba celo nada más.

Diamante dedicaba todas sus fuerzas a la lucha liberal. Quería dominar por el terror. Había echado a volar la noticia por el pueblo de que al primer intento absolutista haría una sarracina de las gordas.

Aviraneta al principio vivía con su madre y con una criada vieja de Irún, Joshepa Anthoni; luego se separó de ellas por muchas razones. La primera más importante era que no quería que sus enemigos pudieran vengar en su madre las ofensas que supusieran haberles inferido él.

Aviraneta echó a volar la especie de que la buena señora estaba muy incomodada con su conducta.

Aviraneta iba a comer con su madre todos los días, y después, burlonamente, en vascuence, le contaba lo que ocurría en el pueblo. Ella le oía mientras hacía media y le recomendaba que no fuera demasiado audaz ni hiciera muchas locuras.

Aviraneta explicaba sus dificultades y sus luchas como asuntos de poca importancia.

Los domingos Aviraneta iba de caza con Diamante y sus dos criados, el Lebrel y Jazmín.

Solía andar por las proximidades de Aranda persiguiendo zorras y liebres, y cuando había varios días de fiesta seguidos marchaba con algunos amigos a los pinares de San Leonardo o a las sierras de Burgos y del Urbión.

A Aviraneta le gustaba visitar los parajes que había recorrido como guerrillero. Al mismo tiempo se evitaba así las fiestas religiosas, a las cuales, como regidor, no tenía más remedio que acudir estando en Aranda.

Tenía Aviraneta varios caballos, entre ellos dos magníficos, Piramo y Tisbe; tenía también varios perros y uno favorito, al que llamaba Murat.

En el pueblo se odiaba a Aviraneta cordialmente; pero, a pesar de esto, él se encontraba bien allí y decidió instalarse en Aranda y comprar una casa vieja bastante alejada de las demás, que se llamaba la Casa de la mujer muerta o la Casa de la Muerta.

Esta casa antigua, colocada en una encrucijada estrecha, construida a medias de ladrillo y adobes, era sólida, espaciosa y bastante bien conservada. Se tenía contra la casa cierta prevención: en tiempo de la guerra de la Independencia había sido hospital y después vivió en ella gente pobre. Era un refugio de chusma maleante y vagabunda: todos los zapateros y paragüeros remendones que llegaban a Aranda iban a alojarse allá.

La historia de la casa era romántica. Se contaba que hacía dos siglos había pertenecido a un caballero principal muy desgraciado. Este caballero tenía un hijo y una hija. La hija había muerto abrasada en un incendio, y el hijo, con gran disgusto de su padre, pretendió casarse con una judía.

El pobre caballero, viendo la terquedad de su hijo y sabiendo que la judía se iba a convertir al cristianismo, la aceptó en su casa, y el mismo día de la boda la muchacha, al asomarse a una ventana, cayó al patio y quedó muerta. Desde entonces, al decir de la gente, se tapió aquella ventana y el padre y el hijo desaparecieron.

No se decía si en la casa se paseaban los duendes con su indumentaria ad hoc de sábanas, velos, cadenas, etc.; pero no era improbable que la gente lo pensara.

Aviraneta compró la Casa de la Muerta y llevó obreros para restaurarla. Puso cristales pequeños y romboidales emplomados en casi todas las ventanas, cosa que pareció un lujo provocativo e insultante. Arregló bien las cuadras, blanqueó las habitaciones y compró muebles, los necesarios para un hombre que podía vivir como un árabe del desierto en una tienda de campaña.

Sólo tenía el comedor y una sala-biblioteca arreglados con cierto lujo y comodidad.

En el piso bajo Aviraneta instaló su despacho para sus asuntos de regidor y de teniente de la Milicia. Había mandado poner marcos a varias estampas liberales, y en el centro, encima de su mesa, tenía una lámina titulada El entierro de los serviles, con esta leyenda:

Si el servil esfuerzos hace.

Para salir de la sima.

Donde por nuestro bien yace.

Milicianos, tierra encima.

Y que requiescant in pace.

En este cuarto se celebraban las reuniones masónicas de Aranda.

Aviraneta no pudo ocupar toda la casa; la mayoría de los cuartos los dejó sin arreglar, muchos sin piso y sin cristales y con los techos caídos. El huerto también se hallaba abandonado, lleno de maleza, con los caminos invadidos por los hierbajos y las paredes por las zarzas.

Aviraneta quiso limpiarlo y se empezaron a sacar de la huerta a cestos piedras, suelas de zapato y varillas de paraguas en tal cantidad que Aviraneta se cansó de este cementerio de paraguas y de botas y decidió no cultivar el jardín.

La madre de Aviraneta se quedó asombrada al ver la casa.

—Pero ¡qué locuras hace este Eugenio! —exclamó, llevándose la mano a la frente. La compra de la Casa de la Muerta contribuyó a aumentar la fama de extravagancia de Aviraneta.

—¡Qué desgracia la de esa señora tener un hijo así! —se decía.

El regidor era para algunos arandinos un enigma, para otros el enemigo del pueblo, y a muchos no les hubiera chocado verle la punta de la cola por debajo de la capa y despedir un olor penetrante de azufre.

Excepción hecha de los milicianos, nadie se acercaba a la Casa de la Muerta.

Aviraneta tenía en ella una criada vieja y dos mozos de cuadra, que eran también guerrilleros, el Lebrel y Jazmín.

El Lebrel era un gran cazador. Jazmín, como un criado de comedia antigua, tenía gran fertilidad de recursos y de intrigas y era atrevido, hábil y valiente.

Estos dos muchachos ternes guardaban las espaldas de Aviraneta en algunas ocasiones, eran la guardia negra del tirano, dos bravi capaces de batirse a pedradas, a estocadas o a tiros.

Aviraneta les enseñaba la esgrima del palo y del sable. Algunas veces necesitaba de sus dos muchachos y le acompañaban ambos armados y embozados en la capa.

Cada día que pasaba, Aviraneta era más odiado.

Todas las disposiciones municipales dadas por él para adecentar las escuelas, sitios sombríos y miserables, para limpiar las calles y los pozos negros, para sanear las fuentes, poner árboles en los caminos y unificar las pesas y medidas, la gente las tomaba por verdaderos insultos.

¿A qué se metía aquel forastero a cambiar las costumbres de los arandinos? ¿Es que no habían vivido sus padres igual que ellos? ¿No se habían revolcado en la tradicional suciedad española sin detrimento de su salud?

La gente consideraba una ofensa el que alguien encontrara puerco y mal oliente el pueblo, y aquel prurito de limpiar les parecía ridículo y vejatorio una manifestación de tiranía insoportable.

Los curas ayudaban este sentimiento canallesco y populachero. Se le acusaba a Aviraneta de propagandista masón y de tener una policía a su servicio para descubrir cuanto tramaban los enemigos de las instituciones liberales y comunicarlo al Gobierno y al jefe político.

La pequeña tropa de Milicia Voluntaria de caballería era profundamente odiada y muchas veces había recibido tiros y pedradas que no se sabía de dónde venían.

Otros, más cobardes, se vengaban en el viejo mendigo Guillotina.

Al principio la locura oratoria de este pobre loco había producido risa; a medida que el sentimiento realista y fanático tomaba violencia, el tío Guillotina se iba haciendo odioso, y los chicos y los hombres le tiraban piedras y le pegaban.

Aviraneta le daba todas las semanas a Guillotina algo para comer, y el Lobo también le protegía.

Casi constantemente Aviraneta recibía algún anónimo insultante y amenazador. El se reía y una de las veces lo clavó con cuatro tachuelas en el portal de su casa para que todo el mundo pudiese leerlo.

Aviraneta hacía como que no se enteraba de la hostilidad contra él; recorría el pueblo solo, y únicamente de noche iba acompañado de sus bravi. Esta disposición la tomó desde que una vez, al acercarse a la Casa de la Muerta, le dispararon un trabucazo. Por fortuna, ninguna de las balas le dio.

Aviraneta al anochecer marchaba con frecuencia a la posada del Zamorano o al mesón del Brigante, del que era dueño el Lobo.

Allí, en la parte destinada a taberna, debajo de los retratos del Empecinado y de Riego, hablaba con el guerrillero y con su mujer y pasaba a la cocina del mesón. Si entraba algún carretero conocido le decía: «¡Eh, buen amigo! ¿Qué tal? ¿Se viene de lejos?» Y departía con los arrieros, les preguntaba de dónde venían, adónde iban; se informaba de las novedades del camino, del precio del aceite y del trigo y de lo que decían en Almazán, en Soria o en Roa.

El arriero contaba lo que había visto y oído, llevaba sus mulas a la cuadra, cenaba en la cocina y luego se dedicaba a echar chicoleos a las criadas.

Aviraneta, después de saturarse de vida pobre, marchaba a su casa, se mudaba, hacía encender los candelabros y cenaba como un gran señor.