DIAMANTE
LOS tercios de caballería los mandaban: uno Aviraneta, el otro un joven llamado Frutos San Juan, y el tercero, un tal Diamante.
Estos dos últimos oficiales habían sido nombrados por don Eugenio.
Alejandro López Diamante era todo un tipo, alto, moreno, huesudo, de cráneo pequeño y seco, la nariz corva, el bigote gris, la piel tostada por el sol, las manos sarmentosas.
Tendría unos cincuenta años. Había sido estudiante de cura y vivido con un tío suyo casi toda la vida.
Diamante era solterón, cazador y avaro. Su gran pesar databa de la guerra de la Independencia por no haber podido tomar parte en ella. Su tío juró varias veces desheredarle si se marchaba, y Diamante, entre el dinero y la guerra, optó por el dinero. Era su gran dolor.
Diamante era resistente e insensible. Cuando iba de caza dormía en las matas, recibiendo el sol o la lluvia sobre su cuerpo amojamado. No sentía el frío ni el calor, ni el hambre. Un poco de pan, un poco de agua y una piedra o un manojo de hierbas para apoyar la cabeza le bastaban.
Diamante tenía una casa pequeña y unos majuelos heredados de su tío.
Diamante apenas comía por no gastar; llevaba siempre ropas remendadas y viejas, y aseguraba que las usaba por comodidad.
Diamante vivía con un criado llamado Magdaleno, uno de los hombres más cazurros del pueblo. Magdaleno tenía facha de sacristán; una cabezota grande, la nariz chata y la cara redonda, en la que las barbas le salían negras y duras como pinchos a la media hora de afeitarse.
Diamante no pagaba nada a Magdaleno, ni aun siquiera la comida; le daba sólo la casa y la luz —la luz del sol—. Amo y criado se llamaban de tú, aunque no en público, disputaban, se insultaban y cada uno se hacía la comida.
Diamante no era sensible más que en cuestiones de dignidad; en puntos de honor, jerarquía o derecho no cedía jamás.
Unido a esto tenía una arbitrariedad indignante. No había modo de que enmendase una injusticia o una antipatía inmerecida. Se sentía infalible como el Papa. Daba su fallo y ya no volvía de su acuerdo.
Había en el pueblo un comerciante catalán que se llamaba Catá; él decidió llamarle Cantá, y aunque el interesado asegurase llamarse Catá, Diamante seguía convencido de que su verdadero nombre era Cantá.
Según Diamante, unos lo merecían todo, otros nada; que no le pidieran explicaciones, porque no las daría.
Para exagerar su severidad, el maestro Sagredo le había prestado los libros de Salustio, Tito Livio y Tácito, y Diamante, cuya buena memoria recordaba muy bien lo leído, quería ajustar todo lo de la época a aquellas narraciones romanas.
Si se encontraba entre gente indocta abusaba de su erudición:
—A mí me gusta ser pedante con estos brutos —decía.
Lo que más despreciaba Diamante era el sentimentalismo.
—Ñoñerías, chiquilladas ridículas —solía repetir con desprecio, y añadía con entusiasmo—: Diamante es duro como su apellido.
Diamante era un bloque, si no de carbono puro cristalizado, de algo parecido; se mostraba ordenancista y severo como nadie.
Aviraneta recomendó a Diamante creyéndole hombre útil para la organización de la Milicia; después se convenció de que no servía para gran cosa; pero, a pesar de esto, le gustaba oírle y hablar con él.
El licenciado Diamante, como le llamaba don Eugenio, era un hombre pintoresco. Sórdido las más de las veces, generoso en ocasiones, arbitrario siempre, Diamante podría ser tenido por un ejemplar extraño de la especie humana. Diamante, además de su avaricia normal, tenía un orgullo vidrioso, un deseo de gloria que le producía un sentimiento de postergación y de tristeza.
Para él era imposible estar contento. Algunas veces, por cuestiones de jerarquía, inició disputas con Aviraneta y con Frutos San Juan, pero Aviraneta y Frutos cedían.
Diamante no quedaba satisfecho y solía refunfuñar largo tiempo.
—Con esa indiferencia que tiene usted —le decía a Aviraneta— no se puede hacer nada bueno.
Aviraneta reía, y Diamante tan pronto le admiraba como le odiaba, y estaba tentado de sacar el sable y darle un sablazo. A veces, como si la diosa Minerva se posesionase de su cerebro, Diamante hablaba con una gran cordura y discreción. Realmente no es una cosa muy moral el contemplar en otro hombre cómo se desatan las malas pasiones; pero para la mayoría de los humanos el espectáculo de un espíritu borrascoso es interesante y divertido.
El jefe del otro tercio, un joven de Aranda llamado Frutos San Juan, era algo así como el familiar de Aviraneta.
Frutos, hijo de una viuda pobre, estaba de escribiente en el Ayuntamiento cuando Aviraneta le tomó como secretario y le nombró oficial de la milicia de caballería.
El joven Frutos era muy solapado, muy hipócrita. Tenía mucho éxito con los mujeres, y esto quizá le había hecho cauteloso, pues no sólo se dedicaba a las solteras, sino también a las casadas.
Frutos era guapo, moreno, de pelo ensortijado y ojos negros brillantes; se las echaba de modesto y de discreto, pero a pesar de esto le gustaba deslumbrar con joyas falsas y con sonrisas tan falsas como sus joyas.
Frutos había sido monaguillo y recibido una educación sacristanesca.
Este joven aprovechado vivía en una continua ansiedad. En el fondo de su alma las ideas recibidas por él pugnaban con las nuevas que oía exponer a Aviraneta y a sus amigos. Le maravillaba sobre todo el poco temor de don Eugenio por los curas y frailes. El en su interior temblaba: los altares, las imágenes, las lámparas misteriosas eran señales claras de la divinidad. Los retablos le parecían de oro macizo, la campanilla del viático sonaba para él de otra manera que una corriente, las voces del órgano las tenía por sobrenaturales.
De día el joven Frutos se sentía valiente y capaz de manifestarse enemigo de los frailes; pero de noche y en la soledad temblaba y cada impiedad suya la sentía como espada de Damocles sobre su cabeza de pelos rizados. Cuando no pasaba ninguna catástrofe se maravillaba.
Frutos traicionaba sin notarlo a Aviraneta, hacía favores a los enemigos del jefe y sostenía amistades con el bando contrario.
Le ayudaba en esta obra el alguacil, Fermín Cabello, alias Argucias. Cabello era tipo delgado, de ojos pequeños y mirada atravesada. Argucias, cuyo apodo le retrataba bien, era enemigo acérrimo de los constitucionales, pero se guardaba su odio contra ellos y hacía el papel de hombre indiferente que no se ocupa más que en ganarse la vida.
Aviraneta sorprendió varias veces al alguacil en un espionaje sospechoso, pero quería pescarlo de una manera flagrante para caer sobre él.
Todos los oficiales de la milicia de a pie y a caballo se hallaban sentados en la taberna de la plaza del Obispo.
—¿Han leído ustedes la prensa de Madrid? —dijo el boticario Castrillo—. Se dice que el Gobierno tiene dificultades, que España se llena de extranjeros y que estos extranjeros vienen a producir perturbaciones.
—¡Ah! Si yo estuviera en el poder no habría perturbaciones —exclamó Diamante.
—¿No? —preguntó burlonamente Frutos.
—No, señor. Porque fusilaría a todo sospechoso, a todo desafecto al Régimen. Esta benevolencia ridícula nos mata. Aquí no hay fibra, no se toman las cosas en serio. El otro día, al pasar por delante de la huerta del tío Lesmes, nos gritaron: «¡masones!, ¡matafrailes!» y nos tiraron dos piedras. Yo le dije al comandante: «Hay que arrasar esa huerta». Y no quiso.
—¿Y la hubiera usted arrasado? ¡Qué barbaridad! —dijo Frutos.
—Arrasaría la mía. Antes que nada está la libertad y la patria.
—Es verdad —asintió el Lobo.
—Así debe ser —añadió un viejo, dejando el vaso de vino vacío en la mesa.
Este viejo era un sargento de infantería, antiguo soldado que había hecho varias campañas. El tal sargento, llamado Valladares, vivía casi de limosna en casa de su hija, casada con un labrador rico que trataba al viejo de mala manera.
Valladares se sentía liberal, más que liberal partidario del Gobierno. El Gobierno para él siempre tenía razón. Valladares ganaba un pequeño jornal por dar a los fuelles del órgano en la parroquia de San Juan. Era el viejo soldado un hombre alegre, la cara atezada y redonda, los ojos vivos y alegres, la nariz peluda; contaba sus hazañas guerreras en el Rosellón y en la guerra de la Independencia muy bien, sobre todo cuando estaba un poco borracho.
Aviraneta sonrió al oír a Diamante y a Valladares.
Se habló de los defectos que quedaban aún en la organización de la milicia, y se volvieron a formar las tropas de nuevo.
Se hicieron varios movimientos con todas las fuerzas, y después, las dos compañías de infantería, en una columna, seguidas de los tercios a caballo, evolucionaron por la ancha plaza al compás de la música de tambores y pitos que tocaban el Himno de Algeciras, que empezaba a llamarse el Himno de Riego.