LOS MILICIANOS
EL mismo día en que se dio el bando en la plaza de Aranda acerca de la partida levantada por el canónigo de la Colegiata de San Quirce, don Francisco Barrio, poco después de comer empezaron a reunirse en una explanada del pueblo, que se llama plaza del Palacio o del Obispo, grupos de milicianos de uniforme. Había maniobras.
A las tres comenzó la formación y se pasó lista. Anteriormente habían tenido los milicianos una época de continuo y diario ejercicio y el grueso de las fuerzas voluntarias se hallaba bien adiestrado.
En toda España al mismo tiempo, los liberales se dedicaban a empuñar las armas. El Gobierno quería contar con una fuerza capaz de sofocar cualquier tentativa absolutista.
Comenzó el ejercicio en la plaza del Obispo. La mayoría de los milicianos había pasado las primeras dificultades y estaba en la esgrima de la bayoneta y del fusil, y sólo algunos torpes, en pequeños pelotones, habían quedado empantanados en las evoluciones de la marcha y en dar media vuelta a la derecha y a la izquierda.
El tío Guillotina solía ir con los chicos delante de los pelotones que evolucionaban por la plaza, agitándose y moviendo los brazos.
La milicia voluntaria y reglamentaria de Aranda estaba formada por dos compañías de infantería y una de caballería. Las primeras eran incompletas, pues ninguna de las dos contaba con los ciento veinte soldados que ordenaba la ley del 24 de abril de 1820.
La compañía de caballería la formaban sesenta y dos hombres.
Cada compañía de infantes tenía capitán, teniente, subteniente, sargento primero, cinco segundos, seis cabos primeros, dos tambores y un pito. La fuerza de a caballo se dividía en tres tercios de a veinte hombres.
Cada tercio tenía un subteniente, un sargento, un cabo primero y uno segundo, y se dividía en dos escuadras de a cada diez hombres cada una.
La milicia de caballería la formaban los que por su oficio o por su posición poseían un caballo.
Todas las fuerzas reunidas de infantería y caballería de Aranda las mandaba un comandante, un médico que había acompañado en otro tiempo al Empecinado.
Algunos oficiales querían implantar en la milicia una disciplina severa, lo cual no era fácil por muchas razones; la mayoría de los soldados y oficiales, acostumbrados a sus despachos y mostradores, no querían aceptar la rigidez formalista de los militares; además, aunque había en las filas gente decidida, abundaban también los tímidos y los perezosos. La mayoría de los soldados de la milicia voluntaria en los pueblos no eran personas distinguidas. En Aranda no se habían alistado los Verdugo, ni los Mansilla, ni los Miranda, ni algunos otros.
En muchas aldeas y ciudades los liberales con ínfulas aristocráticas, antiguos afrancesados más o menos vergonzantes, se lamentaban de que las personas de respetabilidad y prestigio no se lanzaran francamente por la senda constitucional, como había dicho Fernando VII.
La pretensión era absurda. En las esferas donde germinan las ideas nuevas no hay que esperar encontrarse con hombres de gravedad y de peso; en los nuevos caminos es más fácil toparse, entre locos, perdidos y granujas, con algún santo o con algún héroe.
Aviraneta contaba con ello y exigía poco en general, pero lo que exigía lo hacía con firmeza. A pesar de esto se le consideraba intransigente. Todo el mundo suponía que la organización de la milicia de Aranda dependía de aquel hombre, cuya vida anterior se ignoraba y del cual no se sabía más que acababa de venir al pueblo y había sido impuesto como jefe por el Empecinado.
Aviraneta unía al cargo de regidor primero el de subteniente de uno de los tercios de que se componía la tropa de caballería. Además era el presidente de la logia masónica.
La gente sabía que Aviraneta era el verdadero jefe, el organizador de las fuerzas de la libertad, como se decía entonces con el énfasis de la época. Aviraneta se ocupaba sin descanso en los asuntos de la Milicia nacional, resolvía las dificultades y escribía las proclamas con recuerdos de Roma y de los comuneros de Castilla.
Sabía don Eugenio, por su aprendizaje con Merino, el resultado que daba la disciplina y hacía lo posible por inculcarla. Se cobraba a los exentos de la Milicia Voluntaria y se ponían multas pequeñas a los milicianos que faltaban a las guardias, y estas multas no se perdonaban.
Aviraneta, al comenzar la organización de la Milicia, formó su tercio con guerrilleros del Empecinado; tenía una docena de caballos y los prestó a los amigos. Al poco tiempo el tercio suyo estaba completo y presentaba un aspecto decidido y marcial.
Los absolutistas de Aranda, que se reían de los milicianos de infantería, casi todos gordos, pesados y arlotes, miraban con disimulado terror estos tercios de ex guerrilleros que galopaban por la plaza del Obispo asustando al público y daban cargas a galope tendido…
Transcurrida una hora u hora y media de ejercicio se dio descanso a la tropa y los jefes se reunieron formando un grupo en una taberna con honores de café a tomar un refresco.
El tabernero había sacado una mesa fuera de la tienda y se había entretenido en regar con un botijo haciendo ochos y otros arabescos en el suelo polvoriento.
El comandante de las fuerzas don José Díaz de Valdivieso, el médico, era un hombre de mucho aspecto y de poca inteligencia, a quien se le había otorgado el mando precisamente por su nulidad. Era un viejo guapo, de pelo blanco y de aspecto decorativo. Don José hacía lo que le indicaba Aviraneta y no pasaba de ahí.
De los oficiales de la milicia de infantería ninguno valía gran cosa. Entre ellos se distinguía el señor Castrillo, el farmacéutico, hombre amable, gran jugador de dominó y de ajedrez, liberal tibio y un tanto volteriano, que se reía de sí mismo al verse vestido con uniforme y morrión; un guarnicionero, bajito, rubio, furibundo en sus ideas liberales, pero poco inteligente, y un maestro de escuela, viejo, el maestro Sagredo.
Sergio Sagredo era un entusiasta de las ideas nuevas y se hallaba animado de un deseo de saber verdaderamente raro. Este hombre había aprendido él solo el latín y el griego y estaba estudiando el francés y el alemán con Schültze, un relojero suizo, de Zurich, establecido en la plaza Mayor y que era también miliciano.
Los demás oficiales, un vinatero, un dueño de una tienda de comestibles y un recaudador de arbitrios municipales, eran gentes de poca monta que tomaban muy en serio su representación social y se llamaban uno a otro: ciudadano teniente, ciudadano sargento, etc.
Los ex guerrilleros del tercio de Aviraneta eran, entre los milicianos, los más aguerridos y fieros.
El lugarteniente de Aviraneta era uno apodado el Lobo. El Lobo, antiguo soldado del Empecinado, se distinguía como hombre fanático y violento. El Lobo tenía una posada en la calle del Aceite, donde trabajaba de herrador. A la posada del Lobo la llamaban la posada del Brigante, y los enemigos la posada del Fanfarrón.
El Lobo estaba casado con una mujer muy guapa, de un tipo griego, a quien apodaban la Loba.
Era un matrimonio de dos fieras Alguno que otro lechuguino se había acercado a la Loba a galantearla, pero pronto había tenido que huir prudentemente.
El Lobo era hombre malhumorado, dispuesto siempre a echarlo todo por la tremenda y deseoso de saltar.
Dos muchachos jóvenes, Jazmín y el Lebrel, que eran criados de Aviraneta, formaban también en el tercio.