CAMINO DE GIBRALTAR
AVIRANETA no conocía bien Sevilla. Echó a andar callejeando. Un sereno le detuvo, y le echó la luz del farolillo a la cara.
—¿Adónde va usted? —le dijo.
—Ando buscando posada.
—Ahí está la posada. A mano izquierda.
El sereno se alejó y cantó: Ave María Purísima. Las diez y media y sereno. Y añadió a su cántico: ¡Viva Fernando! ¡Viva el duque de Angulema!
Aviraneta encontró una posada de arrieros que había cerca; entró en el zaguán, y acurrucado en un rincón esperó a que amaneciera.
La noche se le hizo eterna. Al amanecer salió de Sevilla y compró a unos gitanos una mula.
Le costó cuarenta duros; entregó tres onzas y le devolvieron mucha plata y cuartos.
Ya caballero, Aviraneta tomó el camino de Utrera e hizo la larga jornada hasta Jimena, donde le detuvieron, le quitaron la mula y todo lo que llevaba.
Le quedaba aún en la chaqueta una onza de oro y un centén en el chaleco. Estaba sucio, lleno de polvo, con un aire de vagabundo de camino, triste y enfermo. Se sentía desanimado. Se juraba a sí mismo no volver a intervenir en política, no hacer caso de la palabrería de los liberales, que al último hacían traición a sus principios, sin escrúpulos ni vergüenza.
De Jimena, Aviraneta fue a San Roque: comió y durmió en una posada, pagó con un centén de oro y compró a un contrabandista un puñal.
El contrabandista le dijo que para ir a Gibraltar le convendría dirigirse a Algeciras, mejor que a La Línea, porque aquí había mucha vigilancia.
Aviraneta siguió el consejo y se dirigió a Algeciras.
A media tarde fue acercándose al pueblo, y esperó a que se hiciera de noche. Estuvo contemplando durante algún tiempo el caserío negruzco de la ciudad, alrededor de la iglesia, y cuando comenzaban a brillar las estrellas, rodeando el pueblo, salió a la orilla del mar.
Se acercó al muelle, y a un hombre que estaba atando un bote, le dijo:
—Oiga usted.
—¿Qué?
—¿Quiere usted llevarme a Gibraltar?
—No; vengo de allá ahora.
—Le pagaré bien.
—No.
—Le daré una onza.
—¿La tiene usted?
—Sí.
—A verla.
—Se la daré a usted a la mitad de la travesía.
—¿Será usted el general Riego?
—No; pero tengo que marchar a Gibraltar.
—Bueno, suba usted; pero deme primero la onza.
—No, no. Cuando estemos cerca de la plaza inglesa.
—Bueno.
El hombre desató su lancha, extendió una vela, y, puesto al timón, enderezó la proa hacia Gibraltar.
A medida que avanzaban, Algeciras iba quedando atrás, recostada en una sierra que se destacaba negra en el horizonte. Las luces de Gibraltar brillaban enfrente.
—Me parece que estamos a mitad del trayecto —dijo el hombre de la barca.
—Sí; eso quiere decir que exige usted la onza.
—Lo ha entendido usted muy bien.
Entregó la onza Aviraneta, y el hombre inmediatamente se levantó e hizo arriar la vela.
—¿Qué hace usted? —le dijo Aviraneta.
—Nada, que vamos a volver.
—¡A volver!
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque queda usted preso. Yo soy uno de los encargados de vigilar esta playa. Tú eres un conspirador que huye y te hago prisionero.
—¡Bah!, no podrás —exclamó Aviraneta, con voz sorda.
—¿No?
—No.
Y Aviraneta, acercándose al hombre, en la oscuridad, lo agarró del cuello y le puso el puñal en la garganta.
El policía pidió tregua en seguida. Aviraneta, con el puñal en una mano, le registró los bolsillos y sacó de ellos una navaja y un lío de cuerda. Con la cuerda ató los brazos y los pies del hombre y lo dejó sentado en uno de los bancos del bote. Después izó de nuevo la vela.
La barca comenzó a marchar hacia Gibraltar. La silueta negra del peñón se veía destacándose en el cielo estrellado. Los faros y las luces del pueblo brillaban en el agua. Aviraneta dirigía en línea recta, sin hacer caso de las olas que entraban en la lancha.
A pesar de que sus intenciones eran llegar directamente, torció hacia la izquierda y fue a embarrancar en un arenal, cerca de la Estacada.
—¿Estamos en tierra inglesa? —preguntó Aviraneta.
—Sí. ¿Ahora me desatará usted?
—Sí. Y usted me devolverá la onza de oro.
—Hombre, eso no es lo acordado.
—Tampoco estaba acordado que usted me hiciera traición.
—Bueno, le devolveré la onza.
Soltó Aviraneta las manos del policía, recogió la moneda y luego le soltó los pies.
—Ya se ha salvado usted —dijo el polizonte—. He sido un tonto. Ahora dígame usted quién es.
—¡Soy el demonio! —exclamó Aviraneta con voz cavernosa.
El polizonte debió de quedar santiguándose, y Aviraneta marchó hacia la Estacada. Un soldado inglés le dio el alto y llamó al teniente, que sabía español, y a quien explicó Aviraneta lo que le ocurría.
Aviraneta, acompañado por el soldado, fue por la calzada del dique, entre la laguna y el mar, y pasó por la Puerta de Tierra a la ciudad…
Mientras había venido huyendo se había forjado la idea de que estaba arrepentido y cansado de tanto ajetreo como se había dado a sí mismo. Al poner el pie en puerto de salvación veía que no sólo no estaba cansado de su papel, sino que estaba ansiando volverlo a tomar de nuevo.
Aquel pajarraco de Aviraneta vivía en su centro como los albatros en los remolinos de la tempestad. Las convulsiones, los peligros, la guerra, las cárceles, eran su elemento…
Al mismo tiempo que se burlaba de sus planes de modificar su vida, volvía a rehabilitar sus ideas. Ya se habían borrado de su imaginación todos los absurdos, torpezas y cobardías llevadas a cabo por los revolucionarios; la Libertad, como una diosa, marchaba en su carro triunfante por encima de los monstruos y bestias inmundas del absolutismo: la revolución era la salvación de España.
»Hay que implantarla cuanto antes —se dijo a sí mismo, y convencido añadió, señalando con la mano la costa española, que se iba ocultando entre las brumas de la noche:
»Nos veremos de nuevo.
Itzea.
Septiembre 1915.