XXIII

EL VIAJE

AVIRANETA comenzó los preparativos para la marcha. Compró cerca de la puerta de las Palmas una chaqueta y un pantalón ordinarios de aldeano, una faja y un sombrero. Luego quitó a la chaqueta los botones y los sustituyó por onzas de oro forradas de tela. En el chaleco puso monedas de cinco duros, también recubiertas como si fueran botoncitos. El dinero sobrante, menos unas pesetas para el camino, hizo que se lo girasen a Mertola, en Portugal.

Luego escribió una carta dirigida a un supuesto Domingo Ibargoyen, una carta en que el padre del tal Domingo le decía que se escapara del servicio y abandonara a los liberales impíos y volviera a reunirse con los absolutistas.

Hecho esto, leyó todos los oficios que le había enviado Máximo Reinoso desde el cuartel general y los clasificó. Los dos en donde figuraba su nombre los aprendió de memoria y los rompió.

—¡Qué falta de sentido el mandar a un hombre con papeles así entre gente enemiga! —se dijo—; ¡oh manes de Cisneros, de Richelieu y de Talleyrand! Esta pobre gente no va a saber nunca hacer bien las cosas.

Los documentos que no citaban su nombre, don Eugenio los envolvió, los metió en un bote, que llenó de tierra, y lo envió a Mertola, como si fuera una mercancía.

Pensaba que no llevando consigo ningún papel, aunque le cogieran, sería imposible identificarlo. Si lo pescaban, diría que no, que no era miliciano; luego, si le registraban, le encontrarían la carta a Domingo Ibargoyen, y ya bastaría esto para que le tuviesen por un pobre hombre absolutista soldado de milicianos a la fuerza.

Estando en estos preparativos se le presentó Diamante, y no tuvo más remedio que decirle que iba a ir con una comisión a Cádiz.

Diamante se ofreció a acompañarle en el viaje. Al advertirle Aviraneta la manera como pensaba hacerlo, Diamante torció el gesto.

—Es mejor que vaya usted de uniforme —dijo Diamante—, le tendrán a usted más respeto.

—No, no. Es absurdo, hombre.

—Pues yo pienso ir de uniforme hasta Mertola, y verá usted cómo llego.

—Haga usted lo que quiera; pero en ese caso, si me encuentra usted en el camino, no diga usted que me conoce.

—No necesito de usted para nada —replicó Diamante con acritud.

—Bueno, bueno. Está bien.

Diamante todavía quiso hacer un esfuerzo para convencer a Aviraneta que debía ir de modo que se le conociera que era un oficial y no un patán cualquiera.

—¿Por qué? —preguntó Aviraneta.

—Porque a un oficial se le fusila; en cambio, a un patán, no: se le cuelga de una manera ignominiosa y vil.

—Cada cual tiene sus preocupaciones —dijo don Eugenio—; morir de una manera o de otra, es igual.

—Para usted será igual; para mí, no. Si le cogen a usted, le tomarán por un espía.

—O no. Yo me las arreglaré para que no me cojan. La cuestión es que no le maten a uno.

—¡Bah! No me asusta la muerte —replicó Diamante—. Si me prenden, verá esa chusma miserable cómo muere el alférez Diamante. Pienso decir cuatro cosas bien dichas.

Aviraneta no quiso chocar con la vanidad de su compañero, y se citó con él en Mertola.

Si se encontraban allí, buscarían los dos el modo de marchar a Cádiz.

Aviraneta, unas veces en coche, otras en carro, pasó por Villaviciosa, llegó hasta Beja, y de aquí fue a Mertola. Hacía un calor horrible. No apareció Diamante.

Recogió en casa de un comerciante liberal el bote con sus documentos y lo volvió a reexpedir a Castro Marín.

Aviraneta se puso en camino hacia Castro Marín a caballo, mirando a derecha e izquierda, guareciéndose en los árboles y las matas cuando veía a alguien. Los realistas debían de tener espías a los lados del camino, porque, a pesar de todas sus precauciones, Aviraneta cayó en manos de una patrulla de realistas portugueses. Eran muchos para luchar con ellos, y tuvo que entregarse.

Los realistas lo prendieron y lo tuvieron toda la noche atado a un árbol, sufriendo una serie de chaparrones de agua tibia y abundante. Por la mañana le hicieron marchar entre ellos. Eran aquellos portugueses raquíticos, con un tipo agitanado, pelo negro, la tez amarilla, los ojos brillantes e inquietos, la expresión suspicaz y ladina. Hablaban todos ellos con un aire entre amenazador y sonriente.

A media mañana, Aviraneta, rodeado de los portugueses, rendido y febril, fue entregado a una partida de realistas españoles que vigilaban la frontera. Esta partida llevaba un gran número de presos; entre ellos se encontraba Diamante.

El jefe de estos realistas, un señorito andaluz, bajito, rubio, que ceceaba exageradamente y sonreía al hablar con cierta petulancia, mandó registrar al prisionero, y se encontró la carta, manoseada y sucia, dirigida a Domingo Ibargoyen.

El aire de estupor febril que tenía Aviraneta hizo creer al andaluz que el preso era un pobre infeliz, casi idiota.

—Es un vascongado —dijo el oficial a su gente—. Yo le hablaré. ¿Tú ser realista o negro? —le preguntó a Aviraneta.

Aviraneta contempló con asombro al oficial, y este repitió la pregunta.

Don Eugenio, viendo que le tomaban en broma, dijo haciendo su papel:

—Yo, no entender.

—¿Cómo no entender?… ¡Granuja! Tú ser miliciano…

—Sí, coger a uno… poner uniforme… y llevar andando lejos, malos caminos… luego cansar… escapar campos.

El andaluz se echó a reír.

—¿Y a dónde marchar tú ahora?… ¿A dónde marchar?…

—Yo querer ir a América…

—Realmente —murmuró el andaluz—, a este desdichado es una tontería prenderlo; pero, en fin, le llevaremos a Sevilla con los demás y allí ya verán lo que hacen con él.

Pasó la noche Aviraneta en la cárcel de Ayamonte. No pudo dormir un momento. Estaba febril, la humedad de la noche anterior le había producido un acceso de reumatismo, le dolía la cabeza, tenía una rodilla hinchada y una misantropía terrible.

En medio de aquel estado de abatimiento el instinto de conservación vigilaba.

Al día siguiente, por la mañana, Aviraneta advirtió al jefe de los realistas que no podría marchar con la rodilla hinchada, y le dijo que daría lo que tenía, una moneda de cinco duros, si se le proporcionaba un caballo. El oficial cogió la moneda y mandó traer un caballo viejo para Aviraneta.

Durmieron los presos los días posteriores en las cárceles de Gibraleón, Niebla, Palma, San Lúcar la Mayor, y al quinto día entraron en Sevilla.

A las tres de la tarde, Aviraneta y Diamante, con otros cuarenta o cincuenta liberales, formando cuerda de presos, pasaban el puente de Triana, rodeados de una multitud de hombres, mujeres y chicos que los insultaban. Diamante iba con una serenidad olímpica, sonriendo, despreciando al populacho.

Todos los vagos del barrio estaban en el puente. Se oían gritos furiosos de ¡Mueran los negros! ¡Muera la nación! ¡Viva Fernando! ¡Vivan las caenas! ¡Viva el duque de Angulema!

Era el populacho amenazador, la demagogia negra desbordaba. Mujeres desarrapadas, con chiquillos en brazos, que chillaban sin saber por qué; viejas, gitanos, frailes que pasaban dando a besar a la chusma la cuerda de su hábito…

—¡Viva nuestra religión! ¡Viva Dios! —gritaban algunos. Y otros decían, dirigiéndose a los liberales—: ¡Al palo! ¡Al palo! ¡Canallas! ¡Matafrailes!

Unos cuantos chicos les tiraron pelotas de barro a los prisioneros, y una vieja, acercándose a Aviraneta, le dijo:

—¡Qué mala estampa de judío tienes, ladrón! ¡Toma! —y le escupió a la cara.

Aviraneta, con la cabeza baja y ceñudo, recibió la injuria, al parecer, impasible.

Sentía el odio de todos reconcentrado en él. ¡Si por un momento hubiese cambiado la situación! El en aquel instante, con diez mil hombres y unas baterías de cañones en el puente, ¡qué sarracina! Mujeres, viejas, chiquillos, ancianos, casas, iglesias… Todo lo habría barrido con la metralla. Hubiera dejado chiquito a los Collot d’Herbois y a los Carrier.

Desarrollando esta idea de cómo sería su venganza, pudo pasar entre la chusma y recibir los insultos y las pedradas con estiércol, mondaduras de patata y tronchas de berza, sin protestar.

Pasaron el puente y el barrio de Triana, y entraron en el casco de la ciudad. A cada paso se repetían los insultos y las pedreas.

Con la escolta, Aviraneta y los presos recorrieron varias calles y fueron a parar al Salón de Cortes.

Al llegar aquí se abrió la puerta y entraron todos en un ancho portal.

El Salón de Cortes, el punto donde se habían celebrado las sesiones del Congreso de Sevilla en 1823, era la iglesia del antiguo convento de jesuitas de San Hermenegildo, que estaba en la calle de las Palmas, que hoy se llama de Cortes.

Este edificio tuvo distinto empleo: primero fue colegio de los jesuitas; luego, escuela, seminario y cuartel. Los franceses lo desvalijaron; después la capilla se convirtió en Salón de Cortes, y terminó siendo, durante una corta temporada, teatro.

En aquel momento, el salón de sesiones estaba destruido.

Unos días antes, los realistas sevillanos habían entrado allí, habían asaltado el edificio y lo habían desmantelado.

Pasaron Aviraneta y sus compañeros del zaguán del convento a un patio, y aquí uno de los jefes de los absolutistas comenzó la distribución de los presos.

La gente distinguida iba al salón de sesiones.

En él estaban detenidos el duque de Veragua y otros muchos liberales aristócratas. A la gente del pueblo, milicianos y soldados, se la dirigía a unas cuadras grandes.

Diamante fue enviado con la gente distinguida.

Aviraneta, en compañía de unos cuantos, marchó con la morralla a un salón, que debía de haber sido en otro tiempo biblioteca o sala capitular.

Un sargento, con una gorra de cuartel y un uniforme lleno de manchas, les hizo formar militarmente y les dijo:

—Bueno, niños, cuidado. Antes habéis obedecido a la Constitución; ahora vais a obedecer a esta —y les mostró una estaca—. Con que ya lo sabéis. ¡Media vuelta a la derecha! ¡Dre!

Al día siguiente, Aviraneta y sus compañeros tuvieron que dedicarse a bajos menesteres de barrer patios y cuartos.

Aviraneta, en su calidad de Domingo Ibargoyen, no tenía importancia, no ya para ser fusilado, ni aun para ser vigilado; pero no dejaba de estar ojo avizor por si alguno le reconocía como carbonario, masón y ayudante del Empecinado.

Entonces habría sido otra cosa.

Aviraneta fue destinado a barrer un corredor del claustro y unas cuadras y a cumplir las órdenes del que hacía de alcaide de la cárcel, un hombre a quien llamaban el señor Pepe el Tiznado.

El señor Pepe el Tiznado era un viejo andaluz, serio, grave, profundo, un pozo de ciencia que hablaba por apotegmas.

Algunos decían que había sido contrabandista y ladrón, cosa muy posible; la verdad era que tenía muchos oficios, y ninguno bueno, porque cambiaba de ellos más que de camisa.

El lugarteniente del señor Pepe el Tiznado, que hacía de portero de la cárcel, era el Telaraña, un hombrecito muy redicho y hablador.

El Telaraña tenía en la portería muchos pájaros en jaulas. En sus horas de ocio se dedicaba a enseñarles a cantar. En épocas normales, el Telaraña era pajarero.

Aviraneta comenzó a ver de ganarse la confianza del señor Pepe y del Telaraña.

Esperaba que alguno de ellos llegara a enviarle a hacer cualquier recado fuera de la cárcel, en cuyo caso no habría vuelto.

A los pocos días de estar allá, Aviraneta, que había tomado un odio por Sevilla frenético, no tuvo más remedio que reconocer que aquellos realistas andaluces, a pesar de su fanatismo y de su barbarie, eran mucho menos brutos que los del Norte y se avenían a razones.

Aviraneta, de noche, iba a su rincón y se dedicaba a cavilar y preparar planes de fuga. No encontraba ninguno bueno, porque le faltaban datos; no conocía bien el edificio en donde estaba, ni sabía hacia qué punto de Sevilla se hallaba enclavado.

Sin embargo, pensaba que, a fuerza de examinar proyectos y estudiar sus dificultades, encontraría algo. «Mio caro studiate la matematica», se decía a sí mismo, recordando la frase que repetía su amigo Sanguinetti.

Aviraneta sondeó al Tiznado y al Telaraña para saber qué harían con ellos si dejaban escapar algún prisionero; y, al parecer, los dos estaban convencidos de que les costaría un castigo grave, si no los fusilaban tomándolos por cómplices. Esto hizo pensar a don Eugenio que el poco dinero que tenía no bastaba para comprar a los carceleros.

Había que escaparse, sin contar con ellos para nada; había que hacerlo a maña, como decían los contrabandistas del Bidasoa que había conocido en la infancia cuando no sobornaban a los guardias y tenían que andar a tiros.