EL CASTILLO DE TREVEJO
DOS de los nacionales de Hoyos marcharon hacia el castillo, con la orden de encender una tea y agitarla en el aire si no había dificultad alguna para subir.
Al cuarto de hora, Aviraneta, los nacionales y los lanceros aspeados tomaron hacia arriba y hacia la izquierda, en dirección al pueblo, y el Empecinado con su caballería siguió adelante, camino de San Martín.
Llegaron los primeros a la aldea de Trevejo y se detuvieron; Aviraneta y dos milicianos se encargaron de buscar provisiones. Costó mucho tiempo: se recorrió casa por casa, y se llenó un saco de pan, medio saco de habas, una gran cantidad de carne salada y un pellejo de vino.
Se tomaron dos calderas prestadas, se cogió leña y, con todo lo necesario para la comida, alumbrados por un farol y varias teas de resina, se dirigieron camino del castillo.
El castillo de Trevejo era un edificio sólido, de piedra sillar, de más de veinte varas de altura, colocado sobre un teso o cerro que dominaba una gran llanada.
Como castillo roquero, no era muy grande; debía de haber estado destinado en su tiempo para una guarnición pequeña: tenía torres, muralla, barbacana, una plaza de armas, escaleras, subterráneos y galerías.
En el siglo XVIII había comenzado a desmoronarse, y en la guerra de la Independencia se consumó su ruina.
Escalaron los milicianos el cerro del castillo, encontraron la vereda, que daba a una brecha; pasaron y cerraron el boquete con grandes piedras. Se instalaron en la plaza de armas.
Aviraneta puso centinelas. Se trajo leña, se hicieron dos hogueras y se comenzó a hervir el rancho.
Se comió con un apetito voraz, y después todo el mundo quiso tenderse. El jefe de los nacionales de Hoyos y Aviraneta sustituyeron a los centinelas, que se dormían, y se quedaron en observación del camino.
Hablando se les pasó gran parte de la noche. El cielo estaba muy estrellado, muy hermoso; la Vía Láctea resplandecía con sus millones de nebulosas; Arturus, Altair y Aldebarán lanzaban sus guiños en el espacio, y Sirio comenzó a brillar al amanecer. Un poco antes del alba se oyeron voces en el cerro próximo al castillo.
—¡Alto! ¿Quién vive? —dijo Aviraneta.
—¡Aviraneta! —gritó una voz—. ¿Estás ahí?
—Sí, aquí estoy, ¿quién es?
—Somos nosotros: Antonio Martín, Diamante y otros que venimos huyendo de Moraleja.
—Acercaos que os vea.
—¿Por dónde?
—Ahí encontraréis la vereda.
Aviraneta se convenció de que eran ellos y les dijo por dónde tenían que subir al castillo. Eran seis hombres que gateando llegaron a la plaza de armas.
—¿No os queda algo que comer? —preguntaron al entrar.
Quedaba pan y cecina, que devoraron.
—¿Y qué ha pasado allá? —preguntó Aviraneta.
—Nada. Un estropicio —dijo Antonio Martín, el hermano pequeño del Empecinado.
—Pero ¿cómo no han visto los centinelas que venía el enemigo?
—No lo sé. Yo pienso si habrá habido traición.
—No, no la ha habido —dijo un soldado—. Yo estaba allá. El sol picaba mucho. Había mucho polvo cuando se acercó un gran rebaño de ovejas. Yo dije para mí: ¡Qué rebaño más grande!, y cuando estaba pensando en esto me encontré rodeado del enemigo.
—¿Se habrá perdido mucha gente? —preguntó Aviraneta.
—Mucha —contestó Martín—. Mi hermano Dámaso ha muerto; el coronel Maricuela, también. Hemos perdido más de trescientos hombres. Algunos se habrán refugiado hacia Extremadura baja y otros en la Sierra de Gata.
—¿Y el Lobo?
—El Lobo ha muerto.
—¿Y el señor Bustillo, el de Plasencia?
—También ha muerto. Lo vi en la calle atravesado a bayonetazos.
—¡Pobre hombre! ¡Mala suerte ha tenido!
El soldado que había estado de centinela en Moraleja contó que pasó dos horas enterrado en un pajar con el coronel Dámaso Martín. Viéndose este perdido, había ofrecido todo lo que llevaba al patrón de su casa, un tal Estévez, para que le ocultara entre la paja. El patrón aceptó y tomó el dinero, y cuando registraron la casa los realistas y se iban a marchar, aquel canalla les dijo: «Ahí está. Ahí está el hermano del Empecinado»… y a bayonetazos lo mataron…
Lo mismo los que ya estaban en el castillo que los que habían venido, se fueron tendiendo en el suelo y quedaron dormidos.
El alba apuntaba y el cielo iba clareando de prisa.
Algunas nubecillas rojizas, mensajeras de la mañana, aparecían sobre el cielo gris.
Desde allá arriba parecía encontrarse uno en un globo; ligeras brumas vagaban por el fondo del valle. Aviraneta, asomado a un lado y a otro, miraba a ver si se acercaba el enemigo. No venía nadie. Antes de salir el sol aparecieron otros cuatro soldados fugitivos de Moraleja.
Estos habían pasado la tarde escondidos en una choza, cerca de Hoyos, y dijeron que habían oído que las fuerzas de Merino habían dejado las proximidades de la Sierra de Gata y se dirigían hacia Coria. Efectivamente, el 16 de junio entraba el Cura en esta ciudad.
A eso de las cuatro de la mañana uno de los nacionales de Hoyos se levantó.
—¿Y usted no duerme? —le dijo a Aviraneta.
—¡Pche! Hay que vigilar.
El nacional era un pastor que se llamaba el Rito. Era un hombre grueso, fuerte, con unos ojos azules brillantes, la cara ancha y juanetuda, como de calmuco, la barba rojiza, la manera de hablar violenta y por sacudidas y la expresión alegre.
El Rito se puso a hablar. Era un hombre primitivo, lleno de credulidad y de esperanza en todo. Mostró a Aviraneta el paisaje, el campanario de Villamiel, el camino de San Martín de Trevejo y los montes lejanos, con sus nombres.
Para cada sitio o para cada monte tenía una historia o un cantar. El Rito no era muy inculto para pastor, y estuvo explicando lo que sabía del castillo de Trevejo. En sus conocimientos se mezclaba la fábula con la historia.
Dijo que uno de los escudos de la torre era de los Borbones, y el otro, de la Orden de Alcántara, que tenía como enseña un jaramago; habló vagamente de un gran maestre déspota, y de sus luchas con el comendador de Santibáñez y el corregidor de Gata.
Contó también el Rito una historia clásica de un caballero cautivo, encerrado en el sótano del castillo, que había escapado viendo que una serpiente entraba en un subterráneo y siguiéndola. Este subterráneo se llama la Lapa de la Sierpe.
—Subterráneo que no existe —dijo Aviraneta irónicamente.
—Sí, señor; existe.
—¿Usted lo ha visto?
—Sí, sí. Y si quiere usted se lo enseñaré.
—Vamos a verlo.
Cogió el Rito el farol y dijo:
—Sígame usted.
Se acercaron a la torre y comenzaron a bajar una escalera de caracol, de piedra, con los escalones primeros derruidos. A poco de descender, la escalera era practicable y se podía bajar por ella con seguridad. Bajaron cinco o seis varas, hasta llegar a un sótano abovedado. De él partía un pasillo y cerca se veía una poterna ferrada y llena de clavos. El Rito descorrió un cerrojo enmohecido y apareció la boca de un subterráneo, que lanzó un hálito de frío y de humedad.
—Aquí tiene usted la Lapa de la Sierpe —dijo el Rito—. Si quiere usted, entraremos.
—Entremos.
El suelo estaba bastante seco y se podía marchar bien. Avanzaron un cuarto de hora.
—Ahora estaremos debajo del pueblo.
Unos minutos después salieron por entre dos piedras al campo. El Rito apagó el farol. Escuchó por si se oía algo. No se oía nada.
El Rito y Aviraneta anduvieron por las proximidades del castillo, vieron la Cama del Moro, un abrevadero que a Aviraneta le pareció un sepulcro ibérico tallado en roca.
Luego el Rito le contó la historia de una partida que se había levantado en un monte próximo llamado Jálama, que no debía de tener grandes encantos, porque el Rito decía:
Jálama, jalamea,
quien te ve
no te desea.
Dieron la vuelta al castillo, y el Rito gritó dirigiéndose a sus compañeros: ¡Masones! ¡Negros!
—¿Volvemos de nuevo por la Lapa de la Sierpe? —preguntó el Rito, riendo.
—Sí; vamos por allá.
Entraron de nuevo en el largo subterráneo y llegaron al castillo.
Algunos soldados se habían despertado y estaban buscando a Aviraneta para decirle que habían oído gritos en el campo. Aviraneta los tranquilizó diciendo que había sido el Rito. El sol comenzaba a brillar. Aviraneta miró a todas partes con su anteojo. No se veía nada. Algunos soldados empezaban a despertarse y a vestirse; un murciano cantaba:
Cartagena me da pena
y Murcia me da dolor.
¡Ay, Cartagena de mi vida,
Murcia de mi corazón!
Antonio Martín se despertó y viendo a Aviraneta todavía derecho le dijo:
—¿Tú no has dormido nada?
—No.
—Pues échate un rato al sol. Yo haré lo que sea necesario.
—Bueno.
—¿Qué hay que hacer?
—Habrá que hacer un reconocimiento por el camino de San Martín y por el de Hoyos. Si hay enemigos en gran cantidad, nos encerraremos aquí y pondremos una bandera para avisar a tu hermano; si no los hay, saldremos inmediatamente para San Martín.
—Está bien.
—Si pudiérais comprar un poco de pan, vendría admirablemente. Y para nosotros dos mira a ver si puedes traer un cacharro con leche de cabras.
—Bueno, todo se hará.
Aviraneta se tendió al sol en un hueco entre dos piedras, y se quedó dormido.
Soñó que echaba un discurso magnífico a una inmensa multitud en un pueblo que tenía algo de París, de Madrid y de Veracruz. Comparaba a la libertad con una mujer desnuda que va escalando un monte pedregoso, en cuya cumbre había un castillo que no sabía si era la Justicia o el castillo de Trevejo. La libertad marchaba entre espinas y zarzas desgarrándose los pies. Aviraneta se preguntaba en su discurso: ¿Por qué no descansar en el valle? Pero no. En el valle estaba la maldad, la miseria —los soldados de Merino—, y en el monte, el aire limpio y sano de la sierra de Jálama. El recuerdo de este monte le apartó de su discurso y llevó su pensamiento a unas escenas de caza. Estaba cobrando piezas a montones cuando oyó la voz de Antonio Martín, que decía:
—Ya estamos aquí. Te traigo leche para el desayuno.
—¡Ah, muy bien! ¿Habéis hecho el reconocimiento?
—Sí; el enemigo ha desaparecido.
Eran las ocho de la mañana y el sol centelleaba en la tierra. Los soldados y milicianos habían desayunado y limpiado sus uniformes y sus armas. Se formó al pie del castillo.
Antonio Martín dio la voz de marchen; Como no tenían música, al pasar por el pueblo, Aviraneta comenzó a cantar el himno de Riego:
¡Soldados!: la patria
nos llama a la lid;
juremos, por ella,
vencer o morir.
Los soldados y los milicianos cantaron a coro; y la patrulla comenzó a desfilar al paso. Al cruzar por delante del pueblo daba más la impresión de que iba victoriosa que derrotada.
De Trevejo se avanzó a San Martín, y al día siguiente, de aquí se dirigían a Ciudad Rodrigo.
El Empecinado, muy satisfecho de Aviraneta, en el parte que dio el 20 de junio le propuso para la cruz laureada de San Fernando, y, en uso de las facultades que le había concedido el ministro, le nombró capitán efectivo de Caballería.
Era la segunda vez que nombraban capitán a don Eugenio; pero ni la primera vez ni la segunda llegó a serlo de veras. Aviraneta tenía poca suerte en la milicia.